49.- Eterno
Cuando llegaron al barco, Ioren trepó hábilmente por una
cuerda hasta subir a la cubierta y desapareció por un instante. Volvió a asomar
y arrojó una escala de cuerda para ayudar al joven rey, pero la recogió, al ver
que Driadan estaba escalando con agilidad. No disimuló una media sonrisa.
—Date prisa, rey. Amenaza tormenta.
El cielo se había encapotado y el sol poniente apenas se
veía ya. Driadan se encaramó a la borda y saltó a cubierta como un felino,
sacudiéndose el agua. No tembló, aunque el mar estaba helado en aquella época
del año. Ioren se le había quedado mirando, al igual que algunos de los
miembros de su tripulación, que merodeaban por allí.
—¿Qué?
El thane negó con la
cabeza. Le hizo un gesto con la mano y le guió a lo largo de la cubierta hasta
una trampilla. La levantó y le reveló unas escaleras. Al descender por ellas,
Driadan llegó al único camarote de la nave, una estancia espaciosa y oscura,
sin ventanas, apenas con una rejilla a modo de respiradero en el techo. El rey
se notaba seco el paladar y su pulso aún no se había estabilizado; seguía
estando muy nervioso a causa del encuentro. No pudo evitar dar un respingo
cuando, al pronunciar Ioren una sola sílaba, brusca y sonora, todas las velas y
braseros de la habitación se encendieron con llamaradas rojas. Luego la
habitación se tiñó de un suave resplandor dorado y cálido. “Los trucos del thane, claro”, recordó. “La magia del fuego, del acero,
del viento y del mar”.
—Toma asiento, rey.
—Tengo un nombre, y lo conoces perfectamente—replicó
Driadan, al cabo de unos segundos.
Estaba demasiado ocupado contemplando el lugar y tratando de
no enternecerse demasiado a causa de las cosas conocidas. El olor
característico de Ioren, a carne y a salitre, a mineral y a sangre caliente, parecía
impregnarlo todo. Había armas en las paredes, la capa blanca y algunas mantas
de pelo de buey lanudo bajo las que él mismo se había acurrucado algunas veces
en Thalie. Había una mesa con una jarra vacía y algunas piedras de runa, había
aceite para engrasar la hoja de la espada y un brazal de cuero a medio reparar.
El fuego ardía en pequeños braseros cubiertos por rejillas de metal. Todo le
resultaba familiar, despertaba recuerdos dulces y al tiempo dolorosos.
—¿Puedo llamarte por tu nombre, entonces?—preguntó el thane.
—Si puedo yo llamarte por el tuyo, sí.
Ioren suspiró, quitándose las espadas del cinto mientras le
miraba como si quisiera demostrarle algo. Las colgó en la pared y luego le
señaló las pieles que había extendidas sobre el suelo.
—Toma asiento, por favor. Driadan.
El rey apretó los dientes con disimulo al escucharle
pronunciar su nombre. La última vez que lo había hecho fue en un tono muy
distinto, era dulce y cariñoso, era arrebatado, era pura pasión. Ahora no sabía
si tener miedo o no, no sabía qué esperar. Oscuras voces comenzaron a recitarle
sus letanías: él ya no le amaba. Estaba allí por otros motivos, quizá para
combatirle. Puede que hubiera calidez en su mirada, sí, pero seguramente era a
causa del recuerdo. Le había amado cuando era más joven, cuando era casi un
crío… un niño necesitado. Ahora ya no era el mismo. Había cambiado, y él ya no
le amaba. Ya no le amaba.
—¿No son de tu agrado mis pieles?
El rey reaccionó al darse cuenta de que se había quedado
inmóvil, mirando al suelo. Negó con la cabeza, desatándose él también el cinto
con las armas.
—No, no. Están bien. —Se sentó sobre ellas, con las piernas
cruzadas y unió las puntas de los dedos sobre el regazo. —Gracias por tu
hospitalidad. Ioren.
El Rojo le observó un par de segundos. Después le ofreció la
jarra de hidromiel caliente y un trozo de cecina seca envuelta en un jirón de
tela, sentándose frente a él, en silencio. Driadan los aceptó. Dio un sorbo a
la jarra y un bocado a la carne. Ambas eran fuertes y no podía apenas tragar
bocado a causa del nudo que los nervios le habían hecho en el estómago, pero se
obligó, igual que se obligaba a parecer frío y calmado. Era una ley de la
hospitalidad entre las gentes de Thalie el ofrecer comida y bebida a los
invitados; una vez hecho esto, no habría hostilidad entre ambas partes. Así que
masticó lentamente, dando tragos de vez en cuando, mientras percibía los ojos
examinadores de Ioren sobre sí.
—Estás muy cambiado—dijo él.
A Driadan se le paró el dulce brebaje a mitad del esófago.
Miró al guerrero, comprobando la expresión de su rostro. Esperaba encontrar
decepción en él, pero no encontró tal cosa. Quizá algo de nostalgia.
—Tú no has cambiado nada—tragó con esfuerzo, aunque intentó
que su voz se mantuviera serena—. Parece que los años no pasan por ti.
—Pues por ti han pasado, sin duda—añadió Ioren—. Has crecido
mucho. Mírate. Eres un rey y un hombre, y tienes el cabello lleno de victorias.
La voz del hombre del mar tenía un matiz vibrante que
Driadan reconoció como orgullo. Contuvo la emoción y trató de aguantarle la
mirada con más franqueza sin desmoronarse.
—He tenido una vida agitada desde que regresé. Ha sido
complicada… —desvió los ojos un instante—, he hecho cosas que hubiera preferido
no hacer. He tomado decisiones acertadas y otras erróneas. Pero las que más me
martirizan son las que nunca sabré si han sido o no correctas.
Ioren asintió lentamente con la cabeza. Luego se apartó el
cabello de la cara y se lo ató a la nuca con una de sus propias trenzas.
—Eso es así, chico. Pero no dejes que te martirice
demasiado. —Que le llamara así le produjo una nueva punzada por dentro, pero
esta vez dejó que le atravesara sin resistirse. Se estaban reencontrando.
Estaba sucediendo de verdad. Era doloroso, pero quería aquel dolor. —No pensaba
que fueras a mantener nuestras tradiciones una vez que regresaras a casa.
—¿Lo dices por el pelo? —Ioren asintió, cogiendo la jarra
que le había ofrecido para dar un trago también él. —¿Y por qué iba a renunciar
a eso? Yo crecí allí, contigo. Es donde aprendí a luchar, y esas tradiciones
también forman parte de mí. Esté donde esté.
Bajó la mirada y volvió a darle un mordisco a la cecina.
Ioren dio otro trago y después le devolvió la jarra. Ambos estaban mojados y el
agua que se escurría de sus ropajes y de sus cabelleras empapaba las alfombras
de pieles; goteaba sobre la madera del suelo que quedaba al descubierto entre
unas y otras.
Al cabo de un rato de denso silencio, Driadan se armó de
valor, respiró hondo y levantó la vista para hacerle la pregunta que quería
hacerle. Se encontró con los ojos azules mirándole fijamente, con sus llamas
danzando en el interior.
—Durante años no hemos sufrido ataques de los hombres del
mar. Dime, ¿por qué has venido? ¿Por qué justo ahora?
“Ya está. Ya lo he dicho. Ahora espero estar preparado para
la respuesta”.
Ioren se tomó su tiempo. Bajo la luz de las velas aún se
parecía más a una estatua antigua. La nariz recta, los pómulos esculpidos…
Driadan recordaba haberle visto en la Sala del Pegaso y en las mazmorras de
Nirala y sentirse de forma parecida, aunque entonces además había odio, envidia
y otros sentimientos menos agradables. Pero recordaba lo profundamente que le
había impactado entonces. Ese efecto no había disminuido con el paso de los
años.
Ioren volvió a mirarle y contestó, al fin.
—Lo cierto es que he venido por ti.
El rey dejó de respirar. El universo a su alrededor pareció
expandirse, derramarse como una ánfora rota, y después contraerse de nuevo,
vibrando con violencia. Tomó aire y desvió la mirada hacia un lado, sin saber
si aquello era terrible, maravilloso o ambas cosas. Intentó mantener la
compostura y frunció el ceño, buscando las palabras adecuadas.
—Así que… ya veo. Has venido por mí. —Ioren hizo un gesto
afirmativo con la cabeza. Driadan estaba pensando en cómo expresar lo que
deseaba decirle, pero entonces todo se rompió y su voz se quebró, a medida que
el nudo apretaba en su garganta y las palabras se le escapaban. —Dioses, ¿es
que te has vuelto loco? Has matado a mi gente… yo… ¿sabes lo que significa eso?
¿No entiendes que tengo que declararte la guerra? ¿Qué demonios es eso de que
has venido por mi? ¡¿No podías escribirme una carta?!
Driadan se detuvo, incrédulo, al ver que Ioren había
empezado a reírse. Una risa suave y cálida, entre dientes, que él conocía muy
bien. Era su risa real, la verdadera, la que a veces le brotaba del corazón. El
nudo se cerró más.
—No has cambiado tanto—dijo Ioren—. Sigues teniendo ese
fuego dentro. Te enfadas cuando no entiendes algo. Hablas con ira cuando las
emociones te asfixian.
—No te rías—replicó el rey, señalándole con el dedo. Se
había puesto pálido. La angustia estaba destrozándole por dentro y le hizo
temblar la voz—. Esto no tiene ninguna gracia.
—No, no la tiene—convino el hombre del mar, inclinándose un
poco hacia delante. Un resplandor trémulo, herido, cubrió su mirada durante un
instante, pero desapareció de inmediato. —Déjame explicarte.
Driadan hizo una nueva pausa y tomó aire. Le tendió el
pichel vacío y el hombre del mar lo llenó. Después dio un trago directamente
del recipiente y lo dejó a un lado, tomándose unos momentos para buscar las
palabras. El rey aguardó pacientemente. El navío se balanceaba a causa de la
agitación de las aguas, de vez en cuando se notaba un golpe de viento.
Seguramente se pondría a llover en cualquier instante, si no lo estaba haciendo
ya. Cuando Ioren empezó a hablar de nuevo, Driadan había conseguido relajarse
bastante. No dejaba de mirarle, pero las preguntas ávidas y la incertidumbre se
habían apaciguado, dejándole solo un pequeño peso en el estómago.
—Llega un día en que lo has conseguido todo—comenzó Ioren,
bajando un poco la voz. Apoyó un antebrazo en la rodilla y contempló al rey con
expresión grave—. Ya has visto mi cabello. Todas las aldeas de Thalie tienen la
paz con Kelgard. Somos respetados, también temidos. Cuando Thalie estuvo en
paz, viajamos a Nytland y lo conquistamos. Establecimos colonias. Después
fuimos más allá, a Rødehavet, y también lo conquistamos. Descubrimos ruinas
antiguas, caminos en el mar, islas nuevas. Levantamos templos para nuestros
dioses. Dejamos nuestra huella en todas partes.
El rey escuchaba atentamente, dando pequeños tragos al
hidromiel. La voz de Ioren seguía siendo una especie de hechizo que atrapaba su
atención. El thane frunció el ceño,
pensativo, como si no terminase de entender algo.
—Allí no encontré nada, Driadan—murmuró—. Todos los triunfos
duraban poco. Pronto eran recuerdos. Y no eran mis más preciados. Así que volví
a casa. Pensé que lo que no hallaba en el viaje y la conquista, lo hallaría en
la familia. Tomé esposa y tuve hijos.
—Felicidades—interrumpió Driadan, con una leve sonrisa.
Aquella noticia le alegraba. Sabía que Ioren había deseado hijos legítimos y se
imaginaba que al fin habría obtenido una satisfacción plena. —¿Cuántos son?
—Dos. Tengo dos. La primogénita es hembra. Luego el chico.
—¿Cómo se llaman?
—Ella es Nora. El niño es Driadan.
El rey volvió a sentir el pinchazo por dentro. Tragó licor
dulce y asintió con la cabeza, intentando disimular que de nuevo se le había
desbocado el pulso.
—Les quiero, pero no me basta—prosiguió el guerrero. Se echó
hacia delante, atravesándole con su mirada—. Ya he hecho todo lo que se espera
de un jefe. Más de lo que se espera. También he hecho todo lo que se espera de
un marido y de un guerrero. Pero nada me basta. Nada me consuela tu falta.
—Driadan apretó los dientes. Se recordó que era un rey. Se recordó que ya no
era un niño. —No tenía más motivos para seguir negándome lo que yo deseo, lo
único que yo, en verdad, deseo.
—Yo también… me casé, tengo tres hijos—dijo Driadan, casi
atropellándole. Estaba luchando
por mantener la compostura—. Ioren, Valeria y Cair.
El hombre del mar se volvió a erguir, echándose hacia atrás
y adoptando una postura menos avasalladora. Su ardor menguó un poco.
—¿Quieres decir que le has puesto mi nombre a tu hijo?
A la luz del fuego, los ojos de Ioren parecían aún más
azules, como zafiros oscuros. Driadan le observaba como si fuera la primera
vez, la última vez. Jamás había olvidado ni uno solo de sus rasgos. Le habían
acompañado durante aquellos diez largos años, pero verlos de nuevo era como un
milagro único e irrepetible.
—Si. Al primogénito.
—Me siento honrado—dijo el hombre del mar, inclinando la
cabeza.
Sus maneras seguían siendo apacibles cuando no combatía y
nada le molestaba. Su voz, un susurro de musgo y piedra. Driadan hizo un gesto
quitándole importancia.
—Tú has hecho un largo viaje y has destruido seis aldeas de
mi reino para verme. Es horrible y te haré pagar por ello, pero yo también me
siento honrado.
—Me harás pagar por ello—repitió Ioren. Luego entrecerró los
párpados y afiló la mirada—. Creía que estábamos aquí para parlamentar.
—Sí. Exacto. Para parlamentar, no para reavivar viejos
recuerdos. Escucha, esto… esto es una locura. —Tomó aire y se rehizo,
exponiendo la situación con una mano abierta, tendida hacia él. —Tienes que
marcharte, Ioren. Las cosas no son como antes, tú lo sabes. Lo sabes mejor que
nadie. Si no os vais, tendré que venir con el ejército y será un baño de
sangre. —Hizo una pausa. —No quiero combatirte. No tenías que haber vuelto.
El Rojo apretó los dientes y levantó la barbilla. Su voz
regresó como un murmullo peligroso.
—No, rey, mi error no ha sido volver. Mi error fue dejarte
ir. Ahora no me iré sin ti.
—¿De qué estás hablando?—Driadan bajó el tono, sintiendo
como una ira sorda iba creciendo dentro de él. —No puedes hacerme esto. Dime
que no me estás haciendo esto.
Había tenido miedo de que él hubiera dejado de amarle, pero
ahora… ¿Irse con él? ¿Es que había perdido la cabeza? No podía creerse que
fuera tan egoísta. No podía creer que estuviera ocurriendo aquello. Quizá lo
había deseado, sí, durante el viaje al oeste, en secreto. Pero mientras
sucedía, comprendía lo horrible que era.
—¿Acaso no es lo que quieres? Tenía que haberte encadenado,
como la Lectora de Runas vio. Fuera eso engaño o destino, tenía que haberlo
hecho. —Las palabras de Ioren eran ásperas, duras. —Grilletes en tus muñecas.
Conservarte sólo para mí, aunque eso fuera la condena de los dos. No sería peor
condena que estos diez años.
—No puedes venir ahora y hablar así. No te lo
consiento—replicó el rey, levantándose y señalándole con el dedo. Le temblaba
la voz de rabia contenida.
—Cuando estábamos en Thalie siempre querías que hablara así.
—Ioren se incorporó a su vez, elástico, como un animal al acecho—. Ahora te lo
estoy dando. ¿Quieres saber cómo siente Ioren el Rojo? Ahora sabes. Ni uno solo
de mis días he dejado de pensar en ti.
—¡Cállate! No quiero escucharlo.
Las palabras le hacían daño. Rasgaban algo en su interior y
hacían que se derramara sangre caliente, caliente y viva. Estaba lívido y
trataba a toda costa de no perder los papeles. De no perderlos todos. Pero
Ioren proseguía, implacable, sin darle tregua, cada vez su voz menos dura, más
rasgada, demasiado preñada de emociones contenidas.
—No son recuerdos. Tampoco para ti. Mi corazón está contigo,
y si no estoy contigo, sólo me queda vacío y silencio. No soy capaz de existir.
Te necesito.
—¡Silencio!
Los ojos del Rojo eran luces azules, ardientes.
—Te quiero. Siempre te he amado. Antes y ahora.
Driadan cerró los párpados.
—Basta…
—Es un fuego infinito. Es eterno. No se apaga. No puedo
matarlo, no puedo arrancarlo.
Y al fin, el rey explotó.
—¡Tú me empujaste a esto, maldito seas!—gritó, apretando los
puños. El rencor se desbordó y su rostro se descompuso en una mueca de rabia.
—¡No puedes venir ahora a decirme eso cuando tú me empujaste! Me hablaste del
deber, de la venganza, de… yo quería buscar otra manera. Tu lo sabes. Yo quería
quedarme. ¡Yo quería quedarme contigo, maldito seas!
—¿Y por qué no lo hiciste? ¡Yo no podía retenerte! ¡Quería
que fueras libre! Sólo he querido que fueras libre. Tú sacudiste mi vida, me
hiciste perder la razón por completo, y ¿aún me maldices? No, maldito seas tú.
—Ioren negó con la cabeza, sacudiendo los cabellos, con el semblante crispado y
la mirada consumidos por la angustia—. Bendito seas.
Cuando Driadan se abalanzó sobre él, lo hizo con la intención
de golpearle. Sin embargo, en algún momento esa intención se convirtió en otra.
Él no lo había decidido, su corazón lo decidió por él. Y en cuanto sus labios
se apretaron contra los del hombre del mar y sus manos se enredaron en su pelo,
tirando de él con fuerza hacia sí, fue como si algo estallara al fin en su
interior, dejando una sensación de alivio y de catarsis a su paso. Se besaron
desesperadamente, como dos ahogados. Le parecía que entre sus labios unidos
estaba naciendo un universo, vibrante y lleno de vida, efervescente. Se volvió
a marear. Se le embotó la cabeza y entró en ebullición, era como si todo su
cuerpo reaccionase violentamente en aquel choque, despertando de una forma que
no había vuelto a hacer desde la última vez que estuvieron juntos. “Estoy vivo.
Me siento vivo”, comprendió. Le temblaban los dedos de la fuerza con la que
estrujaba sus cabellos. Las manos del hombre del mar se habían cerrado en su
cintura y de pronto se convirtieron en un cepo sobre su espalda. Ioren estaba
caliente y su cuerpo parecía de piedra. Su respiración restallaba sobre la
mejilla de Driadan como la de un león furioso. Se raspó con la barba recortada
de su amante al abrir los labios para dejar paso a su lengua hambrienta; se
enredaron en aliento y saliva compartidas, espoleados por la urgencia de la
larga separación, llenos de necesidad. Las manos del hombre del mar le
recorrieron la espalda, se enredaron en su pelo. Driadan le había aferrado de
las raíces del cabello y le mantenía contra su boca. Los dientes de Ioren le
arañaban los labios, su lengua húmeda había tomado posesión de la suya, pero
Driadan también estaba muerto de sed, loco de añoranza, y respondió buscándole,
enredándose con él en un nudo apretado y caliente. El hombre del mar resolló,
clavándole los dedos en la carne a través de las ropas. Llevó las manos a la
parte delantera de su jubón y empezó a buscar los cierres, abriéndolos con
violentos tirones. Driadan se pegó a su cuerpo y le rodeó la cintura con las
piernas. Ioren le levantó en vilo y se tambaleó hasta golpearse contra la mesa.
El brazal a medio reparar rodó al suelo y otro golpe de viento hizo sacudirse
el barco. Driadan echó los pies a tierra para evitar que perdieran el
equilibrio, separándose del beso un instante para tomar aire.
—Has crecido mucho—repitió Ioren.
Su voz estaba llena de matices. Arrancó los cordones que
terminaban de cerrar la pieza de cuero y le quitó el jubón con brusquedad,
desatándole la camisa. Driadan hizo otro tanto y abrió las manos sobre el
poderoso pecho del pelirrojo, deslizando los dedos en una caricia posesiva y
anhelante. Le miró a los ojos.
—¿Aún me amas?—murmuró, con el aliento entrecortado.
—Ya te lo he dicho.
Ioren volvió a besarle con ímpetu, como si estuviera
rubricando esas palabras. Sabía amargo y salado. El rey se lamió los labios y
le correspondió después, reclamándole y tirándole del pelo. Al poco volvió a
apartarse, respirando agitadamente. Sus caderas estaban unidas, percibía el
calor y la solidez del hombre del mar contra su propia excitación.
—Repítemelo—exigió, apoyando la frente en la suya para fijar
las pupilas en las de Ioren, febril y embriagado—. Dime si amas al que soy
ahora.
—Siempre, Driadan.
El hombre del mar volvió a girar el rostro para arrollarle
con un beso apasionado. Las manos del rey se movían sobre sus brazos, su pecho
y su espalda, reconociendo cada curva suave y elástica de su anatomía. La
poderosa musculatura del guerrero emanaba una energía cosquilleante que le
provocaba calor en el vientre, entre las piernas y en la garganta. Dioses, cómo
le hacía arder. Siempre había sido pasto del fuego al estar junto a él, desde
la primera vez, desde que el odio lo envenenaba todo. Recordó una noche en sus
habitaciones, cuando el hombre del mar saltó sobre su cama y le amenazó de
muerte. Recordó que entonces su cuerpo había reaccionado incomprensiblemente.
Ahora era un hombre adulto, pero aun así, al llenarse las manos con su tacto
sentía como sus nervios se desquiciaban. Deseaba metérselo en la boca, morder
cada sólido recoveco de aquel glorioso cuerpo, lamer las gotas de su sudor y su
semilla, frotarse contra él hasta filtrársele por debajo de la piel.
Cuando las manos de Ioren le arrancaron los restos de la
camisa blanca y se posaron sobre su cintura desnuda, creyó que iba a
deshacerse. Calientes, vibrantes, ásperas, se deslizaron por sus costados
mientras un beso se encadenaba a otro y sus bocas se alimentaban. Ascendió por
su espalda con una caricia intensa, y luego hacia su pecho. Los dedos rudos le
pellizcaron los pezones haciéndole tensarse y gemir, recorrieron su vientre
hasta el ombligo, y después reiniciaron la exploración. Le estaba reconociendo,
investigando las nuevas formas de su madurez. Driadan se sentía al borde del
paroxismo, y aun así, una punzada de miedo regresó en aquel momento al darse
cuenta de ello.
—He cambiado—jadeó, rompiendo el beso que compartían—. Ya no
soy suave ni…
—Lo sé. —Ioren tampoco parecía tenerlo fácil para respirar.
Un gruñido quedo vibraba en su garganta cada vez que empujaba el aire a sus
pulmones. —Empezaste a cambiar en Thalie.
—¿Pero no te das cuenta de que ya no soy el mismo?
Volvieron a besarse, como si estar demasiado tiempo sin
hacerlo fuera una condena. Ioren habló sobre sus labios, en un susurro
arrebatado.
—Yo tampoco. ¿Has dejado de amarme?
Driadan negó con la cabeza. Bajó las manos a su cintura y le
abrió los pantalones con rapidez.
—Jamás. Hay cosas que no cambian.
Ioren encogió el vientre al notar el roce de sus nudillos y
le imitó. Se bajaron la ropa con impaciencia. Driadan gimió al sentir el roce
de la piel de Ioren contra su propio sexo. Se sacaron las botas a pisotones,
enredados en besos torpes y demasiado intensos que a veces no llegaban a
ajustarse.
—¿Y… por qué iba a ser diferente cuando se trata de ti?
El rey negó con la cabeza, incapaz de seguir pensando.
—No lo sé. Esto es horrible.
Rompió la frase con un gemido más alto. Un latigazo le
sacudió la espalda y apoyó la frente en el hombro de su amante. Los dedos de
Ioren se habían cerrado alrededor de su virilidad, provocando oleadas de placer
caliente en todo su cuerpo. Tembló, cerrando los ojos.
—No es horrible—declaró Ioren el Rojo—. Es perfecto.
Volvió a besarle con rudeza, tomando posesión de su boca,
conquistándola como si fuera suya. Esta vez, Driadan apenas pudo responder. Las
caricias del hombre del mar le estaban enloqueciendo, le erizaron los poros y
le arrancaron gemidos que ahogó en el beso arrollador. Le arañó el trasero con
una mano y tiró de sus cabellos con la otra, después deslizó una caricia amplia
por su torso hasta su vientre y le agarró entre las piernas, sometiéndole a la
misma tortura. Le escuchó gemir y oírle le provocó otro espasmo. Su carne se
endurecía entre sus dedos a gran velocidad. Su propia excitación estaba rozando
el límite y se tensó, agarrándole la muñeca para apartarle.
—Basta… ya no…
Ioren gruñó.
—Sí. No me detengas.
—¿Qué? Espera…
Pero no pudo insistir más. La boca ardiente del guerrero se
deslizó por su cuello, dejando una huella de calor abrasador y saliva candente.
Le mordió los pezones hasta hacerle contener los gritos de placer, tocándole
entre las piernas con un ritmo cambiante para no permitir que acabara. A los
pocos minutos, Driadan estaba de espaldas a la mesa, con las manos apoyadas en
el borde para no caer al suelo, tembloroso y agonizante, con el sudor
resbalando por la frente, el pecho y la espalda. Ioren seguía alimentándose con
su sabor, lamiendo y mordiendo su pecho, cernido sobre él como un animal
hambriento. A veces emitía gruñidos quedos y le lanzaba miradas abrasadoras
entre los cabellos revueltos. “No puedo resistirlo”, pensó Driadan. “No podía
antes y tampoco puedo ahora. Es mi debilidad. Siempre lo ha sido”. Cuando se
sintió al filo de desaparecer intentó empujarle, apartarle de sí, se sacudió y
le golpeó en el hombro con el puño. La mano libre de Ioren le agarró de la
muñeca y se la estrelló contra la mesa en un gesto brusco y firme. El orgasmo
le sobrevino como una tormenta de verano, salvaje, convulso y eléctrico. Se
tensó y arqueó la espalda, elevando el rostro hacia el techo y conteniendo un
gemido abandonado que terminó por escaparse entre sus labios.
—Me gustas tanto o más que antes—le susurró Ioren al oído
mientras él se deshacía en jadeos e intentaba contener los gemidos. Le había arañado
los hombros hasta hacerle sangre y estaba bañado en sudor.
—Cállate—espetó Driadan—. Esto no es… esto no…
—¿Esto no qué?
Esta vez fue Driadan quien le tapó la boca con un beso
desatado. Volvió a enredarle la pierna en la cintura. Ioren no se hizo de rogar
y le llevó sobre las alfombras, donde le tendió con un gesto casi gentil. El
hombre del mar correspondía a su beso, ahondando en su boca, besándole con
dedicación. Si Ioren estaba
reconociéndole en aquellas nuevas formas más varoniles, más adultas, el rey se
recreaba en las aguas ya conocidas, pues el tiempo parecía haberse detenido
para Ioren el Rojo. Sus sabores y texturas eran tal y como las recordaba: el
mismo toque amargo en la saliva, la sal y el mineral en su piel y su sudor, el
olor potente de la masculinidad, el tacto áspero de sus manos, los duros
ángulos de su cuerpo. Relajado por el orgasmo anterior, las caricias de Driadan
eran ahora más lentas y sentidas, pero Ioren no iba a conformarse con eso. Aún
tenía una de sus manos mojada y pegajosa de la esencia del rey, y la escurrió
entre sus piernas para presionar con el índice sobre su entrada. Driadan se
tensó un momento y luego empezó a jadear. Un agresivo relámpago le recorrió la
espalda y una oleada de calor nuevo le anegó.
—Sí, sí, sí… —Se sorprendió al escucharse hablar, invocarle,
exigirle entre los besos. Elevó las caderas y dejó caer la cabeza sobre la
alfombra, abandonado. —Ven…
Le dolía el anhelo por sentirle en sus entrañas. A Ioren
tampoco le resultaba fácil contenerse, tenía todos los músculos en tensión y la
mirada perdida, nublada de excitación. Oír como le llamaba era aún peor, pero
al mismo tiempo, una delicia a la que no quería renunciar. Introdujo un dedo
lentamente, impregnado con la semilla de Driadan, y después se deslizó hacia
fuera. El rey volvió a gemir, se le erizaron todos los poros y su sexo se
reanimó. Ioren le miraba, devorando su imagen, sus reacciones, con tanta avidez
como había devorado sus besos. Volvió a hundirse en él y rozó el exterior con
el pulgar, saliendo y entrando de nuevo hasta encontrar el ritmo. Driadan
parecía atrapado bajo una red invisible. Temblaba y se agitaba, arqueaba la
espalda y a veces se sacudía, gimiendo con abandono. Miraba al vacío con
expresión perdida, llevando el aliento a sus pulmones con dificultad,
sujetándose a los hombros de Ioren mientras él le llevaba de nuevo al límite.
Y cuando pensaba que no podía soportarlo, de pronto, se
rebeló. Se removió con renovadas fuerzas y se abalanzó sobre él, tan de
improviso que el hombre del mar perdió el equilibrio y dio con sus huesos en el
suelo de madera. El barco volvió a balancearse con un golpe de viento. El rey
clavó las uñas en el pecho de su amante y afianzó las rodillas a ambos lados de
sus caderas. Ioren abrió las manos en sus muslos, mirándole con los dientes
apretados. Su erección latía y rozaba las nalgas de Driadan, que le estaba
mirando fijamente con los ojos carmesíes vibrantes, de pupilas dilatadas.
—Me perteneces—susurró el rey, deslizando las yemas sobre la
cicatriz de su sello real, la que el hombre del mar aún conservaba en el
hombro. Ambos se contemplaban, hipnotizados—. Me perteneces, y yo te
pertenezco. Nunca, con nadie… yo…
Tembló, sacudido por una violenta emoción. No podía entender
cómo había podido vivir sin él tantos años. No podía pensar en volver a
separarse. Le buscó y se dejó caer, enterrándole en su interior hasta el final
y ahogando el grito. Ioren se tensó y exhaló un gemido grave, largo y
desvaído. Abrió los labios y su semblante se relajó en una expresión de
abandono. Driadan aguantó, apretando los dientes. Dolía como si le partieran en
dos, pero aquel dolor también le sanaba. Cuando su carne le llenaba, se sentía
completo. Y entonces las manos de Ioren le recorrieron la espalda, y le abrazó.
Rodaron sobre las pieles. Se enredaron el uno en el otro
mientras sus cuerpos se unían y se separaban al ritmo de las embestidas, al
principio cadenciosas, después más rítmicas. Sus cabellos estaban empapados de
sudor y se mezclaban, cobre y azabache. Sus escurridizas formas parecían
haberse fundido dando lugar a un ser nuevo y completo, una extraña criatura de
ocho extremidades y un solo corazón que se movía en una danza ritual. Eran el
centro de un universo de impulsos eléctricos, el corazón de la tormenta que
zarandeaba el barco y se abatía sobre el mar. Ioren le aprisionó contra las
alfombras y se enterró en él con ahínco, casi con furia. Driadan forcejeó y
volvió a cambiar las tornas, estrellándole de espaldas contra el suelo y
montándole con arrebato, sujetándole por las muñecas como si fuera su presa. Al
final, en una suerte de tregua tácita, Ioren logró alzarse sobre las rodillas y
ambos se entregaron frente a frente, abrazados, tratando de retenerse y retener
aquel instante que se les antojaba demasiado corto.
Amor mío, repetían. Amor
mío, mi amor. Sus voces apenas podían
escucharse entre el crujido de las maderas y el golpeteo del oleaje contra el
casco, entre los jadeos, los gemidos y el roce de los cuerpos. Amor
mío, mi amor. El rey de Nirala tenía los
ojos rojos empañados, la mirada perdida, arrebatada, que parecía estallar en
llamas cálidas cada vez que se cruzaba con la de su amante. El thane de Kelgard tenía los ojos azules nublados,
rebosantes de emociones encontradas, expresivos como nunca, y su semblante se
había descompuesto en una mueca de dolor y de éxtasis. Se aferraron el uno al
otro, a la deriva, reclamándose y poseyéndose en el salvaje reencuentro. Y
cuando llegaron al final y se dejaron caer hacia el infinito, cada uno dijo el
nombre del otro en un grito sofocado. Y las lágrimas del hombre del mar se
mezclaron con el sudor del Señor de las Montañas, el sollozo del rey se fundió
con el resuello de Ioren el Rojo. Se quedaron abrazados, inmóviles, rindiéndose
al alivio y la catarsis, jurándose en voz baja la eternidad.
. . .
La tormenta se marchó y durante los siguientes dos días, el
cielo estuvo despejado. Tieller lo agradeció: odiaba que se le mojara la leña.
Amontonó los troncos en la carreta mientras su mujer y sus hijos terminaban de acumular
sus pertenencias, felicitándose por su buena suerte. Muchos amigos y conocidos
habían muerto durante el ataque de los Hombres del Mar. Gracias a los dioses,
el rey había llegado a tiempo y la furia de aquellos demonios se había
detenido, pero nadie sabía por cuanto tiempo. Previsores, los habitantes de la
aldea se ponían en camino hacia tierras más prósperas. Quizá pudieran trabajar
en las minas o en la cosecha, aunque el invierno era una época terrible para
viajar y para buscar empleos. Tieller había esperado hasta que no quedó nadie,
astuto como era, para poder rebuscar entre las pertenencias abandonadas de sus
vecinos y poder añadir alguna capa vieja o una lámpara de aceite a sus escasos
bienes.
—¿Ya está todo, Ingrid?—preguntó a gritos cuando terminó de
atar la leña.
—Está todo. Ahora vámonos, que a este paso se nos hace de
noche.
—Venga, hijos. Empujad.
Tieller agarró el tiro y sus seis niños empezaron a empujar
la carreta desde atrás. De esta guisa se pusieron en marcha, abandonando la
aldea. Al salir se cruzaron con Tom, que estaba cepillando al caballo del rey.
—¡Eh Tom! ¿Qué haces aquí todavía?
—El rey me ordenó cuidar de su caballo.
Tieller se echó a reír.
—El rey lleva tres días negociando. ¿No crees que es
demasiado tiempo?—volvió a reírse. Tieller siempre parecía disfrutar con la
posibilidad de una desgracia, cosa que a Tom le desagradaba—. Seguramente le
han secuestrado esos Hombres del Mar. Ah, pero eso le pasa por venir solo. Ni
siquiera Puño de Hierro es tan poderoso como para enfrentarse sin ayuda a los
diablos del mar.
—Eso no es posible—declaró Tom con mucha seguridad.
—¿Ah no? ¿Y por qué?
—Porque si le hubieran retenido contra su voluntad, nada les
impediría volver a atacarnos. Y no lo han hecho.
—Qué ignorante eres. —El hombre se carcajeó de nuevo.
—Enviarán una misiva al castillo para pedir un rescate, o algo así.
Ingrid miró con enfado a su marido y se quejó.
—Vamos, no te entretengas más.
—Ya voy, mujer, ya voy. Hasta la vista, Tom. Y no olvides
devolverle su caballo al rey.
Tom les miró partir, conteniéndose para no soltarle un
improperio a aquel viejo idiota. “Secuestrar al rey, dice. Como si fuera tan
fácil.” Y sin embargo, hacía ya tres días que el rey Driadan se encontraba
negociando con los hombres del mar y no había habido noticias. Se preguntó si
no sería prudente enviar una paloma al castillo.
—¿Tú que opinas?—preguntó al caballo.
El corcel resopló.
. . .
Cuando Ioren regresó, Driadan seguía desnudo entre las
mantas, con la larga melena oscura colgando al borde de la cama. Sus ojos rojos
le asaltaron en cuanto cruzó la puerta y casi le dejaron clavado en el sitio,
tal era el poder que ejercía sobre él. Ioren no podía comprenderlo. Cada vez
que le miraba de ese modo, el mundo parecía desmoronarse a su alrededor.
—Has tardado—murmuró el rey.
Se removió perezosamente y se incorporó a medias, mostrando
el torso desnudo y fibroso. El hombre del mar no pudo evitar recorrer sus
formas con la vista, demorarse en su ombligo hendido. Tuvo que contener su
imaginación.
—Han sido cinco minutos.
Arrojó el fardo que llevaba en las manos sobre la cama.
Driadan esbozó media sonrisa ambigua, como si le hubiera leído la mente, y
abrió el paquete de tela.
—Pues han sido muy largos.
El pan y el queso estaban algo duros, pero los devoró con
avidez, mientras Ioren se limitaba a contemplarle, apoyado en la puerta,
reflexionando sobre el irresistible embrujo del amor. Y es que le hacía cometer
las más impensables locuras, a él, a Ioren el Rojo, que era sereno y firme, y que
no se dejaba dominar por las pasiones… pero cuando se trataba de Driadan,
perdía el sentido del bien y el mal, del norte y del sur. Lo perdía todo. El
tiempo que habían pasado separados no había hecho sino avivar sus sentimientos
hacia aquel mocoso al que tanto había odiado. El mocoso se había convertido en
un hombre en Thalie y ahora era un rey y era adulto. Un adulto hermoso, con un
magnético atractivo. Un guerrero admirable, un compañero digno. Llevaban tres
días encerrados en ese camarote sin hacer otra cosa que entregarse el uno al
otro. Hablaban de vez en cuando, pero las palabras terminaban secándose en sus
gargantas y perdiendo significado, convirtiéndose en cenizas en sus labios
cuando se arrojaban el uno sobre el otro para conversar en un lenguaje
diferente. Ioren era incapaz de saciarse. Ahora, mientras le miraba, no podía
dejar de pensar en tumbarse sobre él y hacerle suyo otra vez. Le fascinaba.
—¿Has hablado con tus hombres?—preguntó el rey, con la boca
llena.
Ioren asintió y regresó a su lado. Se tendió en el lecho y
le rodeó con los brazos. Le resultaba difícil estar un solo instante sin
tocarle, a pesar de que había pasado diez años sin hacerlo. Tal vez fuera justo
por eso. Ahora, no tenerle cerca era como dejar de respirar. Driadan se acomodó
contra su pecho y siguió masticando mientras el fiero guerrero de Thalie le
besaba los cabellos distraídamente y le acariciaba la oreja con la nariz.
—Les he dicho que las negociaciones están siendo
complicadas—murmuró, esbozando una media sonrisa.
—Ioren, en algún momento tendremos que dejar de…
negociar—replicó el rey con suavidad, mirándole de reojo—. ¿Qué vas a hacer
entonces? ¿Qué intenciones tienes?
—¿Qué quieres decir?
“Cosas que no quiero escuchar”, supo.
—Si te quedas, tendremos que luchar. Traeré al
ejército—declaró Driadan con determinación—. Así que, cuando acabemos de
negociar, ¿te marcharás de vuelta a Thalie, o de verdad quieres hacer la guerra
conmigo?
—¿Crees que he venido a hacer la guerra contigo? Vine a
hacer el amor. Por si no lo has notado. —Hizo una pausa—. Y a algo más.
—¿A qué mas?
—A llevarte conmigo.
Driadan dejó de masticar. Soltó el pan y el queso y se
desembarazó de su abrazo.
—No. No, no, de ninguna manera. Eso es imposible.
Ioren volvió a atraparle contra su pecho.
—No es imposible. Ven conmigo.
—Soy un rey. Para eso me estuviste entrenando, ¿no lo
recuerdas? —Driadan le apartó las manos y se ladeó para mirarle a los ojos.
—Tienes que ser un hombre si quieres ser un rey, y todo eso. Tú me ayudaste a
llegar a ser lo que ahora soy. ¿Y ahora me pides que lo deje? ¿Que me vaya?
¿Que lo deje todo para estar contigo?
—Tenías que vengarte y te has vengado—replicó Ioren,
frunciendo el ceño—. Tenías que ser rey y ya lo has sido. Tu reino va bien.
¿Por qué no puedes irte ahora?
—En ese caso te pregunto lo mismo. Tenías que ser thane y ya lo has sido. Thalie es próspera, Kelgard
también. ¿Por qué no puedes dejarlo tú y venir tú aquí, conmigo? Déjalo todo.
Deja a tus hijos, a tu reino, a tu gente, y quédate aquí conmigo.
Driadan se cruzó de brazos. Ioren meneó la cabeza, tomando
aire profundamente y le tomó por los hombros para encararle.
—No lo entiendes.
—No, eres tú el que no lo entiende—insistió Driadan—. Eso es
lo que tú me estás pidiendo.
—He dicho que vengas conmigo, no te he dicho a dónde.
—¿Qué?
—Lo que digo es: vámonos los dos. Lo dejamos todo y nos vamos juntos. —Hizo un gesto alrededor—. Tú y yo. Este es mi barco, podemos ir donde queramos, hacer lo que queramos. Los dos sabemos luchar. Podemos ir donde quieras.
—Lo que digo es: vámonos los dos. Lo dejamos todo y nos vamos juntos. —Hizo un gesto alrededor—. Tú y yo. Este es mi barco, podemos ir donde queramos, hacer lo que queramos. Los dos sabemos luchar. Podemos ir donde quieras.
“Dioses, esto es demasiado duro”. Driadan apartó la mirada,
de nuevo la angustia se le enredaba en la garganta.
—Ioren, ¿te estás escuchando?
—Escúchame tú. —El hombre del mar le levantó la barbilla,
buscando su mirada con los ojos azules brillantes, trémulos de emoción
contenida—. No quiero envejecer lejos de ti. Me da igual si es en Nirala, en
Thalie o en el fin del mundo. No voy a volver a separarme de ti.
Driadan sintió que se le encogía el corazón. Jamás se había
imaginado como serían estos diez años de ausencia para Ioren. De repente, haber
dudado de su amor le causó unos remordimientos espantosos, que empezaron a
lacerarle como alfileres. Apretó los dientes y levantó las manos para sujetarle
el rostro.
—No puedes estar hablando en serio. No puedes venir ahora y
decirme estas cosas después de haberme empujado en pos de mi destino, después
de… —apartó la mirada otra vez—. Maldito seas, no puedes hablar en serio. Eres
un egoísta y un manipulador.
Le soltó e intentó levantarse, pero Ioren le agarró y le
volvió a contener entre sus brazos.
—Sí. Soy todo eso y mucho más, y todo lo que soy es
tuyo—insistió, con rabia—. Has tenido tu venganza. Has puesto orden en el reino
de tu padre. Has reinado. Has creado una familia. Ahora que nuestras vidas
están bien, en orden, ¿no es hora de vivirlas juntos?
—Estás cegado. Tenemos hijos, Ioren, hijos. Tenemos una
responsabilidad con ellos. ¿Podrías vivir separado de tus hijos?—Alzó la voz.
“Ojalá pueda hacer que comprenda. Esto es demasiado duro”. —¿Cuántos días, sin
sentirte culpable por haberlos abandonado? ¿Cuántos meses? ¿Cuánto tiempo
tardaríamos en destruirnos?
Pero Ioren el Rojo no era hombre fácil de doblegar y su
determinación al respecto de aquella locura no parecía sino hacerse más firme.
—Estoy harto de pensar en lo que puede pasar. Te quiero a
ti. Eres todo lo que quiero.
Las lágrimas empezaron a quemarle detrás de los ojos. Estaba
sintiendo su dolor, y si el dolor propio ya le había resultado insoportable,
escuchar a Ioren decir esas cosas, percibir su sufrimiento, era incluso peor.
—No voy a abandonar a mis hijos por ti.
—Los abandonas para luchar por tu reino. Los abandonas para
ir a las guerras del Este. Los has abandonado para venir aquí.
—¡No es lo mismo!
—No. Es peor. Además, al final les abandonarás, o ellos se
irán. Los hijos siempre se van, o uno muere peleando y les deja atrás. —Los
dedos ásperos y rudos treparon por sus mejillas. Le acariciaron, como si
quisiera consolarle. Y Driadan lo necesitaba. Él le hablaba con voz suave y
serena, pero firme; le miraba a los ojos, volcando los suyos, cálidos y
entregados, sobre sus pupilas, pero las cosas que estaba diciendo le revolvían
las entrañas de angustia y confusión. —Morir peleando al menos es una muerte
honorable. Si eso no te ocurre, cuando tus hijos sean mayores y se casen, se
marchen lejos o hagan sus vidas con sus familias en tu castillo de rey, tu te
sentarás en tu Silla Alada y les verás felices. Y eso te hará feliz, igual que
el mar se ilumina con el reflejo de las estrellas. Pero esas estrellas no son
suyas. Esa no es tu luz, ¿comprendes?. Y por las noches te sentarás solo en tu
salón del trono, pensando en mi, arrepintiéndote de lo que no has hecho.
Driadan se crispó y se desembarazó de sus manos bruscamente.
—¡Cállate! ¿Por qué me dices esas cosas? ¿Por qué me
vaticinas ese dolor?
Ioren le abrazó repentinamente y su voz se quebró.
—Porque yo ya he pasado por él. ¿No entiendes que por eso
estoy aquí? —se le ahogaron las palabras, las desgranó una a una como si se las
arrancase del alma—. No puedo vivir sin ti ni un día mas.
Driadan se aferró a su espalda, apretando los dientes. Se
habría abierto las venas en aquel mismo momento si hubiera podido consolarle
con ello, habría hecho cualquier cosa. Recordó a Jhandi, en la puerta de la
sala del pegaso. Había hablado de cosas que uno quiere hacer antes de morir, y
después le había dado el mensaje sobre la venida de los Hombres del Mar. Había
dado por sentado que él deseaba estar con Ioren por encima de cualquier cosa. Y
era la mayor verdad de toda su vida. ¿Tan evidente era para todos?
—Pero lo hemos hecho… sí que podemos…—acertó a pronunciar.
El hombre del mar no respondió. Le abrazaba con fuerza, casi
haciéndole daño. Podía sentir su desesperación en ese abrazo, su necesidad de
él. El latido rotundo de su corazón desbocado resonaba contra su pecho. Claro
que era evidente para todos. Aquel hombre era el mundo para él. Era su dios, lo
era todo. Había dado sentido a su vida.
Cerró los párpados y tomó una decisión, suplicando en
silencio que fuera la correcta, que no se estuviera equivocando.
—Sea, entonces—murmuró, apoyando la mejilla sobre su
hombro—. Que vengan sobre mi las horas de soledad.
—No—. Ioren le separó de sí para mirarle con ojos llenos de
ansiedad—. No, no, no, no puedes hacer eso.
—Sí puedo. Escúchame, mi amor, por favor. Escúchame. —Le
rozó la mejilla, contemplándole muy de cerca. Le habló con voz suave y
tranquilizadora. Él conocía la fragilidad de Ioren el Rojo, seguramente era la
única persona sobre el mundo que la conocía, por eso tenía que tener cuidado.
—Me quedaré solo en el trono, arrepintiéndome de todo lo que no hice, sí. Pero
entonces confío en que tú regresarás. Volverás a buscarme. —Hizo una pausa y
esbozó una sonrisa triste. —Sé que vendrás a buscarme. Y si eso no sucede, seré
yo quien vaya a ti. Pero ahora no, Ioren. Ahora no. Tus hijos te necesitan. Mis
hijos me necesitan. Estás a punto de abandonarlo todo por nuestro amor, y sé lo
que es eso. Yo estuve a punto de hacerlo en Thalie, ¿te acuerdas?, y tú me
ayudaste a entender que era un error.
—No. No. —Ioren sacudió los cabellos, inflexible—. Entonces
me equivoqué.
—No te equivocaste. Hacer lo mejor para los que uno ama no
siempre es fácil. Casi nunca lo es. Pero no te equivocaste, es solo que el
precio es muy alto. Sé que estás cansado, pero…
—Driadan, si no vienes por tu propia voluntad…
Ioren había apretado los dientes y en su semblante había una
expresión oscura, pero el rey no se amedrentó.
—No harás eso. Me amas, y nunca harías algo así. Además,
sabes que tengo razón. Disfruta de tus hijos—insistió, acariciándole el cabello
de nuevo—. Ayúdales. Y no desesperes. Estaremos juntos de nuevo, te lo prometo.
Estaremos juntos siempre que podamos. Hagamos una alianza.
—¿Qué?
—Una alianza. Kelgard y Nirala. Iré a visitaros, y tú
vendrás a visitarnos. Podremos vernos, al menos más de lo que nos hemos visto
en estos años. No tendremos que luchar.
—Driadan, los clanes de Thalie no hacen alianzas con…
—¡Pues hazla!—exclamó, con un destello súbito en los ojos
rojos. Luego se dio cuenta de su estallido y se obligó a mantener la
calma.—Perdona. Hazla, Ioren. — Aquello también era difícil para él, estaba
intentando a toda costa buscar la manera, buscar un camino intermedio. Y no iba
a fracasar por la tozudez de un bárbaro. —Tú haces muchas cosas que nadie más
hace. Acostarte con un rey, por ejemplo. Puedes hacer una alianza.
Ioren suspiró y negó con la cabeza. Durante un instante
parecía estar buscando algo más que decir, pero después, su mirada se apagó y
volvió a abrazarle con fuerza, con una mano sobre su nuca, entre sus cabellos,
y la otra alrededor de su cintura. Con aquel abrazo estrecho, intenso, que
apenas sí les dejaba respirar, intentaba retenerle. Driadan lo sabía. Él
también temía desvanecerse en cualquier momento.
—De acuerdo—admitió el guerrero—. Tú ganas.
La rendición de Ioren le supo terriblemente amarga.
—Aún podemos seguir negociando un par de días más—propuso
Driadan, con la voz ahogada de angustia.
—Que sean tres.
Asintió. Después alzó la mirada y se encontró con sus ojos,
opacos y lejanos. Le besó los párpados, hundiendo las manos en su pelo. Le besó
los pómulos y la barba, le besó la nariz y los labios, la mandíbula, el cuello
y las orejas. Ioren el Rojo, el poderoso guerrero del mar, le dejó consolarle,
acariciándole una mejilla con el dorso de los dedos como si fuera algo precioso
y delicado. Driadan exhaló un suspiro trémulo y unió sus labios a los de aquel
hombre magnífico, dejándose llevar por el calor que comenzaba a envolverles. Le
rodeó con los brazos y pasó una pierna sobre las suyas. Ioren le aferró de las
nalgas. Enredaron las lenguas y buscaron su lugar sobre el lecho revuelto, como
habían estado haciendo casi constantemente en aquellos tres días…
Y entonces, el casco se sacudió con violencia y una oleada
de aire caliente les golpeó en el rostro. Saltaron astillas y el mar entró en
una bocanada dentro del camarote. Driadan sintió un golpe frío en el pecho y se
le cortó la respiración. Se le llenó la boca de agua, y también los ojos, la
nariz y los oídos. Ioren reaccionó primero y prácticamente le arrastró consigo
hasta levantarle. El rey boqueó, sacudió la cabeza y miró alrededor, mareado.
El camarote estaba destrozado. El agua le llegaba a las
rodillas y seguía subiendo, y los tablones temblaban como una presa a punto de
romperse.
—¡¿Qué está pasando?!—gritó Driadan, buscando a duras penas
su ropa y sus armas, aún conmocionado.
El agua entraba a presión por el agujero que se había
abierto casi en el techo. La madera se resquebrajaba a causa de la fuerza del
agua. Ioren se ajustó el cinturón y agarró las espadas.
—No te separes de mí. Nos están atacando.
—¿Con qué?
—No lo sé.
Se escuchó una explosión lejana. Ioren miró al rey, y en sus
ojos había alarma. Le agarró del brazo y le sacó del camarote, aún con las
botas a medio poner y el jubón desabrochado. El barco dio un bandazo y volvió a
oírse un ruido sordo, las astillas volaron y algo estalló en llamaradas tras
ellos. De la trampilla de acceso al camarote salió una lengua de fuego que
prendió la cubierta. El navío se sacudió. Driadan se agarró de una cuerda como
pudo, apretando los dientes, buscando con la mirada a sus oponentes, y
entonces, cuando la inercia de la maroma le hizo dar la vuelta y girarse hacia estribor,
los vio.
Los hombres del mar trepaban a los mástiles, tratando de
agarrar las cuerdas para abordar al barco que les atacaba. Algunos yacían
muertos sobre las tablas, ensangrentados y mutilados. La galera a la que se
enfrentaban era algo diferente a todo lo que Driadan había visto antes: Gris,
alargada, de gran calado, con mástiles enormes. Los largos listones de madera
se habían ensamblado como piezas de un rompecabezas, tenía cinco enormes velas
y su envergadura hacía que el barco de Ioren a su lado pareciese un simple
esquife. En el casco había horadadas extrañas troneras, y de ellas asomaban
largos tubos de metal negro como la pez, que humeaban y escupían fuego. Cada
uno de ellos al dispararse arrancaba una parte del barco del Rojo y hacía volar
por los aires a varios de sus hombres, destrozados.
Driadan se quedó paralizado, observando una de aquellas
terribles bocas negras. Estuvo a punto de soltar una carcajada al ver la
bandera que ondeaba en el terrible navío que les asediaba. El Imperio del Este.
“Por eso se retiraron. Han estado… ¿Qué han estado haciendo? Enviaron su flota
hacia el Sur y han bordeado todo el continente para atacarnos por el otro lado.
Malditos sean.” Sin embargo, tenía que admitir que estaba impresionado.
Al observar los estragos de los cañones en el barco del thane, comprendió que era el fin. Y curiosamente, al
comprenderlo se sintió muy tranquilo. La voz de Ioren resonó a su lado.
—Bastardos. Así que quieren destrozar nuestra flota.
—Lo están haciendo, de hecho—apuntó Driadan,
desapasionadamente—. Y dudo que podamos impedirlo. No entiendo esa magia, pero
las bocas negras nos están mirando, Ioren. ¿Crees que es hora de saltar por la
borda?
El Rojo entrecerró los párpados y ladeó la cabeza. Miró a
Driadan. A su alrededor, los hombres del mar se mostraban asustados por primera
vez desde que vieron la Gran Ola. Ninguno sabía como enfrentarse a aquel nuevo
tipo de combate, a ese hechizo desconocido. A lo lejos, otros navíos grises del
Imperio del Este disparaban sus cañones contra los demás barcos de la flota de
los Hombres del Mar, y algunos atracaban en la playa, haciendo bajar a sus
soldados a toda prisa. Ioren permaneció inmóvil un rato, mirando al rey y
pensando. Después, una llamarada se encendió en sus ojos y habló con mucha
serenidad.
—No voy a saltar por la borda. Estos hijos de perra están
destruyendo nuestros barcos y yo soy Ioren el Rojo. No pienso ponérselo fácil.
Driadan no había podido dejar de mirarle. Los cañones hacían
saltar trozos de madera por doquier, pero en medio de aquel caos, el rey solo
tenía ojos para el guerrero. Veía el fuego arder en su interior, las aguas
alzarse en sus ojos y los vientos arremolinarse en sus cabellos. Podía verle
como nadie, ahora lo sabía: toda su grandeza, toda su miseria, su ternura
secreta y oculta, su sabiduría, cada uno de los matices que componían el crisol
de su corazón, todo aquello le pertenecía a él. Todo era suyo. Y era lo más
hermoso que jamás había tenido. Se dio cuenta de lo privilegiado que era. Su
vida le pareció entonces revestida de una nueva belleza bajo aquella luz; cada
uno de los hechos que la conformaban era el capítulo de una historia
apasionante que había empezado con odio y angustia y que iba a terminar con
amor. “Sólo con amor. Ni odio, ni venganza, ni ira, ni miedo. Sólo amor. Así es
perfecto.”
—Te quiero—dijo de repente.
Ioren frunció el ceño. Luego su semblante se volvió grave y
respondió:
—Yo también te quiero, Driadan.
—De acuerdo—el rey hizo girar las espadas—. Entonces,
luchemos.
La cubierta volvió a temblar y la vela cayó, envuelta en
llamas, delante de ellos. Ioren sonrió a medias.
—Sabes, pensaba secuestrarte de todas formas.
—Pensabas intentarlo, dirás. —Driadan se rió entre dientes—.
Bueno, ahora no tendrás que hacerlo. Ya no vamos a separarnos nunca.
—No, chico. Vamos a ser eternos.
Acercaron las espadas a la tela incendiada y el fuego,
danzando en espirales, se enredó alrededor de los aceros con una sola palabra
de Ioren el Rojo. Su voz bramó, elevándose por encima del estruendo de la
pólvora y las explosiones, invocando a su gente y a sus dioses en el viejo
idioma de Thalie.
—¡Hombres del Mar, a la batalla! ¡Rúnya del Fuego, Ior del
Acero, Lusk del Mar, a la batalla! ¡Yo os invoco! ¡Yo os reclamo! ¡Muerte al
enemigo!
Las olas se alzaron. Las llamaradas se elevaron cuando el
viento arreció y comenzó a soplar en la dirección contraria, empujando a las
galeras del Imperio hacia el océano. Los Hombres del Mar se agruparon alrededor
de su líder y golpearon las armas contra el pecho, arrojando al aire gritos de
batalla y terribles aullidos salvajes hasta que todo se convirtió en un
estruendo de metal, madera y cuero.
. . .
Desde la borda del navío enemigo empezaron a asomar algunas
cabezas. Los soldados del Imperio observaban, incrédulos, a aquellas gentes
bárbaras que les desafiaban. Los rostros de los Hombres del Mar eran máscaras
de rabia sanguinaria. Pateaban el suelo al unísono y se golpeaban el pecho con
las espadas planas, con las hachas y las mazas, con los escudos o con el puño
desnudo. Tenían el semblante congestionado y los dientes apretados, lanzaban
dentelladas al aire como si fueran animales hambrientos. Y delante de todos
ellos, en primera línea, estaba el mismísimo rey Driadan Puño de Hierro,
inmóvil y elegante, con la barbilla alta y los dos sables envueltos en llamas
escarlatas. A su lado, un guerrero enorme de cabello rojo recitaba algo con voz
poderosa, imperativa. También empuñaba dos hojas llameantes y había algo en su
porte y su rostro que resultaba aterrador, a pesar de que él tampoco movía ni
un músculo y parecía sereno. Sólo recitaba y miraba al cielo de vez en cuando.
Una ola alta y espumosa se aproximó desde el horizonte,
levantándose más y más a medida que se acercaba a las galeras. Los soldados del
Imperio volvieron la vista hacia aquella masa de agua y sus ojos se
desencajaron.
Entonces todas las voces se unieron en una sola y bramaron
como un trueno, pronunciando tres palabras en un idioma incomprensible para
aquellas civilizadas gentes. El rey de Nirala también gritó, con los ojos rojos
encendidos de ira. Levantó sus armas, y los hombres del mar se arrojaron contra
sus enemigos en una última carga.
Los cañones escupieron fuego.
FIN
. . .
Oh mi dios el mejor capítulo de todos. MUERTEEEEE Mientras leía la historia varios pensamientos me sacudían la mente y ahora mismo son tantos que se me hace imposible ponerlos todos por escritos, son demasiadas cosas que decir y solamente se me ocurren decir tonterías para sacar sentimientos a este momento, así que guardo mi opinión para el epílogo.
ResponderEliminarQUE PASO ACA CARAJO!!!!!!!!!!!!!!!!!!! no, no y no!!!!!!!!!!!!!!! diez años lejos y tres dias de reencuentro para morir en una batala......no se que expresar, no se que decir, es algo tam ambiguo escuchar a Ioren decirle a Driadan "te amo" fué dolorosamente hermoso.............es indescriptible lo que siento, realmente es el dolor innato en el amor, asi se debe sentir, el dolor , la angustia, la nostalgia todo junto, que hermoso......voy para el epilogo.....no podia dejar de expresarme en este ultimo capi...
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