jueves, 26 de julio de 2012

Fuego y Acero XLIX: Eterno


49.- Eterno


Cuando llegaron al barco, Ioren trepó hábilmente por una cuerda hasta subir a la cubierta y desapareció por un instante. Volvió a asomar y arrojó una escala de cuerda para ayudar al joven rey, pero la recogió, al ver que Driadan estaba escalando con agilidad. No disimuló una media sonrisa.

—Date prisa, rey. Amenaza tormenta.

El cielo se había encapotado y el sol poniente apenas se veía ya. Driadan se encaramó a la borda y saltó a cubierta como un felino, sacudiéndose el agua. No tembló, aunque el mar estaba helado en aquella época del año. Ioren se le había quedado mirando, al igual que algunos de los miembros de su tripulación, que merodeaban por allí.

—¿Qué?

El thane negó con la cabeza. Le hizo un gesto con la mano y le guió a lo largo de la cubierta hasta una trampilla. La levantó y le reveló unas escaleras. Al descender por ellas, Driadan llegó al único camarote de la nave, una estancia espaciosa y oscura, sin ventanas, apenas con una rejilla a modo de respiradero en el techo. El rey se notaba seco el paladar y su pulso aún no se había estabilizado; seguía estando muy nervioso a causa del encuentro. No pudo evitar dar un respingo cuando, al pronunciar Ioren una sola sílaba, brusca y sonora, todas las velas y braseros de la habitación se encendieron con llamaradas rojas. Luego la habitación se tiñó de un suave resplandor dorado y cálido. “Los trucos del thane, claro”, recordó. “La magia del fuego, del acero, del viento y del mar”.

—Toma asiento, rey.

—Tengo un nombre, y lo conoces perfectamente—replicó Driadan, al cabo de unos segundos.

Estaba demasiado ocupado contemplando el lugar y tratando de no enternecerse demasiado a causa de las cosas conocidas. El olor característico de Ioren, a carne y a salitre, a mineral y a sangre caliente, parecía impregnarlo todo. Había armas en las paredes, la capa blanca y algunas mantas de pelo de buey lanudo bajo las que él mismo se había acurrucado algunas veces en Thalie. Había una mesa con una jarra vacía y algunas piedras de runa, había aceite para engrasar la hoja de la espada y un brazal de cuero a medio reparar. El fuego ardía en pequeños braseros cubiertos por rejillas de metal. Todo le resultaba familiar, despertaba recuerdos dulces y al tiempo dolorosos.

—¿Puedo llamarte por tu nombre, entonces?—preguntó el thane.

—Si puedo yo llamarte por el tuyo, sí.

Ioren suspiró, quitándose las espadas del cinto mientras le miraba como si quisiera demostrarle algo. Las colgó en la pared y luego le señaló las pieles que había extendidas sobre el suelo.

—Toma asiento, por favor. Driadan.

El rey apretó los dientes con disimulo al escucharle pronunciar su nombre. La última vez que lo había hecho fue en un tono muy distinto, era dulce y cariñoso, era arrebatado, era pura pasión. Ahora no sabía si tener miedo o no, no sabía qué esperar. Oscuras voces comenzaron a recitarle sus letanías: él ya no le amaba. Estaba allí por otros motivos, quizá para combatirle. Puede que hubiera calidez en su mirada, sí, pero seguramente era a causa del recuerdo. Le había amado cuando era más joven, cuando era casi un crío… un niño necesitado. Ahora ya no era el mismo. Había cambiado, y él ya no le amaba. Ya no le amaba.

—¿No son de tu agrado mis pieles?

El rey reaccionó al darse cuenta de que se había quedado inmóvil, mirando al suelo. Negó con la cabeza, desatándose él también el cinto con las armas.

—No, no. Están bien. —Se sentó sobre ellas, con las piernas cruzadas y unió las puntas de los dedos sobre el regazo. —Gracias por tu hospitalidad. Ioren.

El Rojo le observó un par de segundos. Después le ofreció la jarra de hidromiel caliente y un trozo de cecina seca envuelta en un jirón de tela, sentándose frente a él, en silencio. Driadan los aceptó. Dio un sorbo a la jarra y un bocado a la carne. Ambas eran fuertes y no podía apenas tragar bocado a causa del nudo que los nervios le habían hecho en el estómago, pero se obligó, igual que se obligaba a parecer frío y calmado. Era una ley de la hospitalidad entre las gentes de Thalie el ofrecer comida y bebida a los invitados; una vez hecho esto, no habría hostilidad entre ambas partes. Así que masticó lentamente, dando tragos de vez en cuando, mientras percibía los ojos examinadores de Ioren sobre sí.

—Estás muy cambiado—dijo él.

A Driadan se le paró el dulce brebaje a mitad del esófago. Miró al guerrero, comprobando la expresión de su rostro. Esperaba encontrar decepción en él, pero no encontró tal cosa. Quizá algo de nostalgia.

—Tú no has cambiado nada—tragó con esfuerzo, aunque intentó que su voz se mantuviera serena—. Parece que los años no pasan por ti.

—Pues por ti han pasado, sin duda—añadió Ioren—. Has crecido mucho. Mírate. Eres un rey y un hombre, y tienes el cabello lleno de victorias.

La voz del hombre del mar tenía un matiz vibrante que Driadan reconoció como orgullo. Contuvo la emoción y trató de aguantarle la mirada con más franqueza sin desmoronarse.

—He tenido una vida agitada desde que regresé. Ha sido complicada… —desvió los ojos un instante—, he hecho cosas que hubiera preferido no hacer. He tomado decisiones acertadas y otras erróneas. Pero las que más me martirizan son las que nunca sabré si han sido o no correctas.

Ioren asintió lentamente con la cabeza. Luego se apartó el cabello de la cara y se lo ató a la nuca con una de sus propias trenzas.

—Eso es así, chico. Pero no dejes que te martirice demasiado. —Que le llamara así le produjo una nueva punzada por dentro, pero esta vez dejó que le atravesara sin resistirse. Se estaban reencontrando. Estaba sucediendo de verdad. Era doloroso, pero quería aquel dolor. —No pensaba que fueras a mantener nuestras tradiciones una vez que regresaras a casa.

—¿Lo dices por el pelo? —Ioren asintió, cogiendo la jarra que le había ofrecido para dar un trago también él. —¿Y por qué iba a renunciar a eso? Yo crecí allí, contigo. Es donde aprendí a luchar, y esas tradiciones también forman parte de mí. Esté donde esté.

Bajó la mirada y volvió a darle un mordisco a la cecina. Ioren dio otro trago y después le devolvió la jarra. Ambos estaban mojados y el agua que se escurría de sus ropajes y de sus cabelleras empapaba las alfombras de pieles; goteaba sobre la madera del suelo que quedaba al descubierto entre unas y otras.

Al cabo de un rato de denso silencio, Driadan se armó de valor, respiró hondo y levantó la vista para hacerle la pregunta que quería hacerle. Se encontró con los ojos azules mirándole fijamente, con sus llamas danzando en el interior.

—Durante años no hemos sufrido ataques de los hombres del mar. Dime, ¿por qué has venido? ¿Por qué justo ahora?

“Ya está. Ya lo he dicho. Ahora espero estar preparado para la respuesta”.

Ioren se tomó su tiempo. Bajo la luz de las velas aún se parecía más a una estatua antigua. La nariz recta, los pómulos esculpidos… Driadan recordaba haberle visto en la Sala del Pegaso y en las mazmorras de Nirala y sentirse de forma parecida, aunque entonces además había odio, envidia y otros sentimientos menos agradables. Pero recordaba lo profundamente que le había impactado entonces. Ese efecto no había disminuido con el paso de los años.

Ioren volvió a mirarle y contestó, al fin.

—Lo cierto es que he venido por ti.

El rey dejó de respirar. El universo a su alrededor pareció expandirse, derramarse como una ánfora rota, y después contraerse de nuevo, vibrando con violencia. Tomó aire y desvió la mirada hacia un lado, sin saber si aquello era terrible, maravilloso o ambas cosas. Intentó mantener la compostura y frunció el ceño, buscando las palabras adecuadas.

—Así que… ya veo. Has venido por mí. —Ioren hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Driadan estaba pensando en cómo expresar lo que deseaba decirle, pero entonces todo se rompió y su voz se quebró, a medida que el nudo apretaba en su garganta y las palabras se le escapaban. —Dioses, ¿es que te has vuelto loco? Has matado a mi gente… yo… ¿sabes lo que significa eso? ¿No entiendes que tengo que declararte la guerra? ¿Qué demonios es eso de que has venido por mi? ¡¿No podías escribirme una carta?!

Driadan se detuvo, incrédulo, al ver que Ioren había empezado a reírse. Una risa suave y cálida, entre dientes, que él conocía muy bien. Era su risa real, la verdadera, la que a veces le brotaba del corazón. El nudo se cerró más.

—No has cambiado tanto—dijo Ioren—. Sigues teniendo ese fuego dentro. Te enfadas cuando no entiendes algo. Hablas con ira cuando las emociones te asfixian.

—No te rías—replicó el rey, señalándole con el dedo. Se había puesto pálido. La angustia estaba destrozándole por dentro y le hizo temblar la voz—. Esto no tiene ninguna gracia.

—No, no la tiene—convino el hombre del mar, inclinándose un poco hacia delante. Un resplandor trémulo, herido, cubrió su mirada durante un instante, pero desapareció de inmediato. —Déjame explicarte.

Driadan hizo una nueva pausa y tomó aire. Le tendió el pichel vacío y el hombre del mar lo llenó. Después dio un trago directamente del recipiente y lo dejó a un lado, tomándose unos momentos para buscar las palabras. El rey aguardó pacientemente. El navío se balanceaba a causa de la agitación de las aguas, de vez en cuando se notaba un golpe de viento. Seguramente se pondría a llover en cualquier instante, si no lo estaba haciendo ya. Cuando Ioren empezó a hablar de nuevo, Driadan había conseguido relajarse bastante. No dejaba de mirarle, pero las preguntas ávidas y la incertidumbre se habían apaciguado, dejándole solo un pequeño peso en el estómago.

—Llega un día en que lo has conseguido todo—comenzó Ioren, bajando un poco la voz. Apoyó un antebrazo en la rodilla y contempló al rey con expresión grave—. Ya has visto mi cabello. Todas las aldeas de Thalie tienen la paz con Kelgard. Somos respetados, también temidos. Cuando Thalie estuvo en paz, viajamos a Nytland y lo conquistamos. Establecimos colonias. Después fuimos más allá, a Rødehavet, y también lo conquistamos. Descubrimos ruinas antiguas, caminos en el mar, islas nuevas. Levantamos templos para nuestros dioses. Dejamos nuestra huella en todas partes.

El rey escuchaba atentamente, dando pequeños tragos al hidromiel. La voz de Ioren seguía siendo una especie de hechizo que atrapaba su atención. El thane frunció el ceño, pensativo, como si no terminase de entender algo.

—Allí no encontré nada, Driadan—murmuró—. Todos los triunfos duraban poco. Pronto eran recuerdos. Y no eran mis más preciados. Así que volví a casa. Pensé que lo que no hallaba en el viaje y la conquista, lo hallaría en la familia. Tomé esposa y tuve hijos.

—Felicidades—interrumpió Driadan, con una leve sonrisa. Aquella noticia le alegraba. Sabía que Ioren había deseado hijos legítimos y se imaginaba que al fin habría obtenido una satisfacción plena. —¿Cuántos son?

—Dos. Tengo dos. La primogénita es hembra. Luego el chico.

—¿Cómo se llaman?

—Ella es Nora. El niño es Driadan.

El rey volvió a sentir el pinchazo por dentro. Tragó licor dulce y asintió con la cabeza, intentando disimular que de nuevo se le había desbocado el pulso.

—Les quiero, pero no me basta—prosiguió el guerrero. Se echó hacia delante, atravesándole con su mirada—. Ya he hecho todo lo que se espera de un jefe. Más de lo que se espera. También he hecho todo lo que se espera de un marido y de un guerrero. Pero nada me basta. Nada me consuela tu falta. —Driadan apretó los dientes. Se recordó que era un rey. Se recordó que ya no era un niño. —No tenía más motivos para seguir negándome lo que yo deseo, lo único que yo, en verdad, deseo.

—Yo también… me casé, tengo tres hijos—dijo Driadan, casi atropellándole. Estaba  luchando por mantener la compostura—. Ioren, Valeria y Cair.

El hombre del mar se volvió a erguir, echándose hacia atrás y adoptando una postura menos avasalladora. Su ardor menguó un poco.

—¿Quieres decir que le has puesto mi nombre a tu hijo?

A la luz del fuego, los ojos de Ioren parecían aún más azules, como zafiros oscuros. Driadan le observaba como si fuera la primera vez, la última vez. Jamás había olvidado ni uno solo de sus rasgos. Le habían acompañado durante aquellos diez largos años, pero verlos de nuevo era como un milagro único e irrepetible.

—Si. Al primogénito.

—Me siento honrado—dijo el hombre del mar, inclinando la cabeza.

Sus maneras seguían siendo apacibles cuando no combatía y nada le molestaba. Su voz, un susurro de musgo y piedra. Driadan hizo un gesto quitándole importancia.

—Tú has hecho un largo viaje y has destruido seis aldeas de mi reino para verme. Es horrible y te haré pagar por ello, pero yo también me siento honrado.

—Me harás pagar por ello—repitió Ioren. Luego entrecerró los párpados y afiló la mirada—. Creía que estábamos aquí para parlamentar.

—Sí. Exacto. Para parlamentar, no para reavivar viejos recuerdos. Escucha, esto… esto es una locura. —Tomó aire y se rehizo, exponiendo la situación con una mano abierta, tendida hacia él. —Tienes que marcharte, Ioren. Las cosas no son como antes, tú lo sabes. Lo sabes mejor que nadie. Si no os vais, tendré que venir con el ejército y será un baño de sangre. —Hizo una pausa. —No quiero combatirte. No tenías que haber vuelto.

El Rojo apretó los dientes y levantó la barbilla. Su voz regresó como un murmullo peligroso.

—No, rey, mi error no ha sido volver. Mi error fue dejarte ir. Ahora no me iré sin ti.

—¿De qué estás hablando?—Driadan bajó el tono, sintiendo como una ira sorda iba creciendo dentro de él. —No puedes hacerme esto. Dime que no me estás haciendo esto.

Había tenido miedo de que él hubiera dejado de amarle, pero ahora… ¿Irse con él? ¿Es que había perdido la cabeza? No podía creerse que fuera tan egoísta. No podía creer que estuviera ocurriendo aquello. Quizá lo había deseado, sí, durante el viaje al oeste, en secreto. Pero mientras sucedía, comprendía lo horrible que era.

—¿Acaso no es lo que quieres? Tenía que haberte encadenado, como la Lectora de Runas vio. Fuera eso engaño o destino, tenía que haberlo hecho. —Las palabras de Ioren eran ásperas, duras. —Grilletes en tus muñecas. Conservarte sólo para mí, aunque eso fuera la condena de los dos. No sería peor condena que estos diez años.

—No puedes venir ahora y hablar así. No te lo consiento—replicó el rey, levantándose y señalándole con el dedo. Le temblaba la voz de rabia contenida.

—Cuando estábamos en Thalie siempre querías que hablara así. —Ioren se incorporó a su vez, elástico, como un animal al acecho—. Ahora te lo estoy dando. ¿Quieres saber cómo siente Ioren el Rojo? Ahora sabes. Ni uno solo de mis días he dejado de pensar en ti.

—¡Cállate! No quiero escucharlo.

Las palabras le hacían daño. Rasgaban algo en su interior y hacían que se derramara sangre caliente, caliente y viva. Estaba lívido y trataba a toda costa de no perder los papeles. De no perderlos todos. Pero Ioren proseguía, implacable, sin darle tregua, cada vez su voz menos dura, más rasgada, demasiado preñada de emociones contenidas.

—No son recuerdos. Tampoco para ti. Mi corazón está contigo, y si no estoy contigo, sólo me queda vacío y silencio. No soy capaz de existir. Te necesito.

—¡Silencio!

Los ojos del Rojo eran luces azules, ardientes.

—Te quiero. Siempre te he amado. Antes y ahora.

Driadan cerró los párpados.

—Basta…

—Es un fuego infinito. Es eterno. No se apaga. No puedo matarlo, no puedo arrancarlo.

Y al fin, el rey explotó.

—¡Tú me empujaste a esto, maldito seas!—gritó, apretando los puños. El rencor se desbordó y su rostro se descompuso en una mueca de rabia. —¡No puedes venir ahora a decirme eso cuando tú me empujaste! Me hablaste del deber, de la venganza, de… yo quería buscar otra manera. Tu lo sabes. Yo quería quedarme. ¡Yo quería quedarme contigo, maldito seas!

—¿Y por qué no lo hiciste? ¡Yo no podía retenerte! ¡Quería que fueras libre! Sólo he querido que fueras libre. Tú sacudiste mi vida, me hiciste perder la razón por completo, y ¿aún me maldices? No, maldito seas tú. —Ioren negó con la cabeza, sacudiendo los cabellos, con el semblante crispado y la mirada consumidos por la angustia—. Bendito seas.

Cuando Driadan se abalanzó sobre él, lo hizo con la intención de golpearle. Sin embargo, en algún momento esa intención se convirtió en otra. Él no lo había decidido, su corazón lo decidió por él. Y en cuanto sus labios se apretaron contra los del hombre del mar y sus manos se enredaron en su pelo, tirando de él con fuerza hacia sí, fue como si algo estallara al fin en su interior, dejando una sensación de alivio y de catarsis a su paso. Se besaron desesperadamente, como dos ahogados. Le parecía que entre sus labios unidos estaba naciendo un universo, vibrante y lleno de vida, efervescente. Se volvió a marear. Se le embotó la cabeza y entró en ebullición, era como si todo su cuerpo reaccionase violentamente en aquel choque, despertando de una forma que no había vuelto a hacer desde la última vez que estuvieron juntos. “Estoy vivo. Me siento vivo”, comprendió. Le temblaban los dedos de la fuerza con la que estrujaba sus cabellos. Las manos del hombre del mar se habían cerrado en su cintura y de pronto se convirtieron en un cepo sobre su espalda. Ioren estaba caliente y su cuerpo parecía de piedra. Su respiración restallaba sobre la mejilla de Driadan como la de un león furioso. Se raspó con la barba recortada de su amante al abrir los labios para dejar paso a su lengua hambrienta; se enredaron en aliento y saliva compartidas, espoleados por la urgencia de la larga separación, llenos de necesidad. Las manos del hombre del mar le recorrieron la espalda, se enredaron en su pelo. Driadan le había aferrado de las raíces del cabello y le mantenía contra su boca. Los dientes de Ioren le arañaban los labios, su lengua húmeda había tomado posesión de la suya, pero Driadan también estaba muerto de sed, loco de añoranza, y respondió buscándole, enredándose con él en un nudo apretado y caliente. El hombre del mar resolló, clavándole los dedos en la carne a través de las ropas. Llevó las manos a la parte delantera de su jubón y empezó a buscar los cierres, abriéndolos con violentos tirones. Driadan se pegó a su cuerpo y le rodeó la cintura con las piernas. Ioren le levantó en vilo y se tambaleó hasta golpearse contra la mesa. El brazal a medio reparar rodó al suelo y otro golpe de viento hizo sacudirse el barco. Driadan echó los pies a tierra para evitar que perdieran el equilibrio, separándose del beso un instante para tomar aire.

—Has crecido mucho—repitió Ioren.

Su voz estaba llena de matices. Arrancó los cordones que terminaban de cerrar la pieza de cuero y le quitó el jubón con brusquedad, desatándole la camisa. Driadan hizo otro tanto y abrió las manos sobre el poderoso pecho del pelirrojo, deslizando los dedos en una caricia posesiva y anhelante. Le miró a los ojos.

—¿Aún me amas?—murmuró, con el aliento entrecortado.

—Ya te lo he dicho.

Ioren volvió a besarle con ímpetu, como si estuviera rubricando esas palabras. Sabía amargo y salado. El rey se lamió los labios y le correspondió después, reclamándole y tirándole del pelo. Al poco volvió a apartarse, respirando agitadamente. Sus caderas estaban unidas, percibía el calor y la solidez del hombre del mar contra su propia excitación.

—Repítemelo—exigió, apoyando la frente en la suya para fijar las pupilas en las de Ioren, febril y embriagado—. Dime si amas al que soy ahora.

—Siempre, Driadan.

El hombre del mar volvió a girar el rostro para arrollarle con un beso apasionado. Las manos del rey se movían sobre sus brazos, su pecho y su espalda, reconociendo cada curva suave y elástica de su anatomía. La poderosa musculatura del guerrero emanaba una energía cosquilleante que le provocaba calor en el vientre, entre las piernas y en la garganta. Dioses, cómo le hacía arder. Siempre había sido pasto del fuego al estar junto a él, desde la primera vez, desde que el odio lo envenenaba todo. Recordó una noche en sus habitaciones, cuando el hombre del mar saltó sobre su cama y le amenazó de muerte. Recordó que entonces su cuerpo había reaccionado incomprensiblemente. Ahora era un hombre adulto, pero aun así, al llenarse las manos con su tacto sentía como sus nervios se desquiciaban. Deseaba metérselo en la boca, morder cada sólido recoveco de aquel glorioso cuerpo, lamer las gotas de su sudor y su semilla, frotarse contra él hasta filtrársele por debajo de la piel.

Cuando las manos de Ioren le arrancaron los restos de la camisa blanca y se posaron sobre su cintura desnuda, creyó que iba a deshacerse. Calientes, vibrantes, ásperas, se deslizaron por sus costados mientras un beso se encadenaba a otro y sus bocas se alimentaban. Ascendió por su espalda con una caricia intensa, y luego hacia su pecho. Los dedos rudos le pellizcaron los pezones haciéndole tensarse y gemir, recorrieron su vientre hasta el ombligo, y después reiniciaron la exploración. Le estaba reconociendo, investigando las nuevas formas de su madurez. Driadan se sentía al borde del paroxismo, y aun así, una punzada de miedo regresó en aquel momento al darse cuenta de ello.

—He cambiado—jadeó, rompiendo el beso que compartían—. Ya no soy suave ni…

—Lo sé. —Ioren tampoco parecía tenerlo fácil para respirar. Un gruñido quedo vibraba en su garganta cada vez que empujaba el aire a sus pulmones. —Empezaste a cambiar en Thalie.

—¿Pero no te das cuenta de que ya no soy el mismo?

Volvieron a besarse, como si estar demasiado tiempo sin hacerlo fuera una condena. Ioren habló sobre sus labios, en un susurro arrebatado.

—Yo tampoco. ¿Has dejado de amarme?

Driadan negó con la cabeza. Bajó las manos a su cintura y le abrió los pantalones con rapidez.

—Jamás. Hay cosas que no cambian.

Ioren encogió el vientre al notar el roce de sus nudillos y le imitó. Se bajaron la ropa con impaciencia. Driadan gimió al sentir el roce de la piel de Ioren contra su propio sexo. Se sacaron las botas a pisotones, enredados en besos torpes y demasiado intensos que a veces no llegaban a ajustarse.

—¿Y… por qué iba a ser diferente cuando se trata de ti?

El rey negó con la cabeza, incapaz de seguir pensando.

—No lo sé. Esto es horrible.

Rompió la frase con un gemido más alto. Un latigazo le sacudió la espalda y apoyó la frente en el hombro de su amante. Los dedos de Ioren se habían cerrado alrededor de su virilidad, provocando oleadas de placer caliente en todo su cuerpo. Tembló, cerrando los ojos.

—No es horrible—declaró Ioren el Rojo—. Es perfecto.

Volvió a besarle con rudeza, tomando posesión de su boca, conquistándola como si fuera suya. Esta vez, Driadan apenas pudo responder. Las caricias del hombre del mar le estaban enloqueciendo, le erizaron los poros y le arrancaron gemidos que ahogó en el beso arrollador. Le arañó el trasero con una mano y tiró de sus cabellos con la otra, después deslizó una caricia amplia por su torso hasta su vientre y le agarró entre las piernas, sometiéndole a la misma tortura. Le escuchó gemir y oírle le provocó otro espasmo. Su carne se endurecía entre sus dedos a gran velocidad. Su propia excitación estaba rozando el límite y se tensó, agarrándole la muñeca para apartarle.

—Basta… ya no…

Ioren gruñó.

—Sí. No me detengas.

—¿Qué? Espera…

Pero no pudo insistir más. La boca ardiente del guerrero se deslizó por su cuello, dejando una huella de calor abrasador y saliva candente. Le mordió los pezones hasta hacerle contener los gritos de placer, tocándole entre las piernas con un ritmo cambiante para no permitir que acabara. A los pocos minutos, Driadan estaba de espaldas a la mesa, con las manos apoyadas en el borde para no caer al suelo, tembloroso y agonizante, con el sudor resbalando por la frente, el pecho y la espalda. Ioren seguía alimentándose con su sabor, lamiendo y mordiendo su pecho, cernido sobre él como un animal hambriento. A veces emitía gruñidos quedos y le lanzaba miradas abrasadoras entre los cabellos revueltos. “No puedo resistirlo”, pensó Driadan. “No podía antes y tampoco puedo ahora. Es mi debilidad. Siempre lo ha sido”. Cuando se sintió al filo de desaparecer intentó empujarle, apartarle de sí, se sacudió y le golpeó en el hombro con el puño. La mano libre de Ioren le agarró de la muñeca y se la estrelló contra la mesa en un gesto brusco y firme. El orgasmo le sobrevino como una tormenta de verano, salvaje, convulso y eléctrico. Se tensó y arqueó la espalda, elevando el rostro hacia el techo y conteniendo un gemido abandonado que terminó por escaparse entre sus labios.

—Me gustas tanto o más que antes—le susurró Ioren al oído mientras él se deshacía en jadeos e intentaba contener los gemidos. Le había arañado los hombros hasta hacerle sangre y estaba bañado en sudor.

—Cállate—espetó Driadan—. Esto no es… esto no…

—¿Esto no qué?

Esta vez fue Driadan quien le tapó la boca con un beso desatado. Volvió a enredarle la pierna en la cintura. Ioren no se hizo de rogar y le llevó sobre las alfombras, donde le tendió con un gesto casi gentil. El hombre del mar correspondía a su beso, ahondando en su boca, besándole con dedicación.  Si Ioren estaba reconociéndole en aquellas nuevas formas más varoniles, más adultas, el rey se recreaba en las aguas ya conocidas, pues el tiempo parecía haberse detenido para Ioren el Rojo. Sus sabores y texturas eran tal y como las recordaba: el mismo toque amargo en la saliva, la sal y el mineral en su piel y su sudor, el olor potente de la masculinidad, el tacto áspero de sus manos, los duros ángulos de su cuerpo. Relajado por el orgasmo anterior, las caricias de Driadan eran ahora más lentas y sentidas, pero Ioren no iba a conformarse con eso. Aún tenía una de sus manos mojada y pegajosa de la esencia del rey, y la escurrió entre sus piernas para presionar con el índice sobre su entrada. Driadan se tensó un momento y luego empezó a jadear. Un agresivo relámpago le recorrió la espalda y una oleada de calor nuevo le anegó.

—Sí, sí, sí… —Se sorprendió al escucharse hablar, invocarle, exigirle entre los besos. Elevó las caderas y dejó caer la cabeza sobre la alfombra, abandonado. —Ven…

Le dolía el anhelo por sentirle en sus entrañas. A Ioren tampoco le resultaba fácil contenerse, tenía todos los músculos en tensión y la mirada perdida, nublada de excitación. Oír como le llamaba era aún peor, pero al mismo tiempo, una delicia a la que no quería renunciar. Introdujo un dedo lentamente, impregnado con la semilla de Driadan, y después se deslizó hacia fuera. El rey volvió a gemir, se le erizaron todos los poros y su sexo se reanimó. Ioren le miraba, devorando su imagen, sus reacciones, con tanta avidez como había devorado sus besos. Volvió a hundirse en él y rozó el exterior con el pulgar, saliendo y entrando de nuevo hasta encontrar el ritmo. Driadan parecía atrapado bajo una red invisible. Temblaba y se agitaba, arqueaba la espalda y a veces se sacudía, gimiendo con abandono. Miraba al vacío con expresión perdida, llevando el aliento a sus pulmones con dificultad, sujetándose a los hombros de Ioren mientras él le llevaba de nuevo al límite.

Y cuando pensaba que no podía soportarlo, de pronto, se rebeló. Se removió con renovadas fuerzas y se abalanzó sobre él, tan de improviso que el hombre del mar perdió el equilibrio y dio con sus huesos en el suelo de madera. El barco volvió a balancearse con un golpe de viento. El rey clavó las uñas en el pecho de su amante y afianzó las rodillas a ambos lados de sus caderas. Ioren abrió las manos en sus muslos, mirándole con los dientes apretados. Su erección latía y rozaba las nalgas de Driadan, que le estaba mirando fijamente con los ojos carmesíes vibrantes, de pupilas dilatadas.

—Me perteneces—susurró el rey, deslizando las yemas sobre la cicatriz de su sello real, la que el hombre del mar aún conservaba en el hombro. Ambos se contemplaban, hipnotizados—. Me perteneces, y yo te pertenezco. Nunca, con nadie… yo…

Tembló, sacudido por una violenta emoción. No podía entender cómo había podido vivir sin él tantos años. No podía pensar en volver a separarse. Le buscó y se dejó caer, enterrándole en su interior hasta el final y ahogando el grito. Ioren se tensó y exhaló un gemido grave, largo y desvaído. Abrió los labios y su semblante se relajó en una expresión de abandono. Driadan aguantó, apretando los dientes. Dolía como si le partieran en dos, pero aquel dolor también le sanaba. Cuando su carne le llenaba, se sentía completo. Y entonces las manos de Ioren le recorrieron la espalda, y le abrazó.

Rodaron sobre las pieles. Se enredaron el uno en el otro mientras sus cuerpos se unían y se separaban al ritmo de las embestidas, al principio cadenciosas, después más rítmicas. Sus cabellos estaban empapados de sudor y se mezclaban, cobre y azabache. Sus escurridizas formas parecían haberse fundido dando lugar a un ser nuevo y completo, una extraña criatura de ocho extremidades y un solo corazón que se movía en una danza ritual. Eran el centro de un universo de impulsos eléctricos, el corazón de la tormenta que zarandeaba el barco y se abatía sobre el mar. Ioren le aprisionó contra las alfombras y se enterró en él con ahínco, casi con furia. Driadan forcejeó y volvió a cambiar las tornas, estrellándole de espaldas contra el suelo y montándole con arrebato, sujetándole por las muñecas como si fuera su presa. Al final, en una suerte de tregua tácita, Ioren logró alzarse sobre las rodillas y ambos se entregaron frente a frente, abrazados, tratando de retenerse y retener aquel instante que se les antojaba demasiado corto.

Amor mío, repetían. Amor mío, mi amor. Sus voces apenas podían escucharse entre el crujido de las maderas y el golpeteo del oleaje contra el casco, entre los jadeos, los gemidos y el roce de los cuerpos. Amor mío, mi amor. El rey de Nirala tenía los ojos rojos empañados, la mirada perdida, arrebatada, que parecía estallar en llamas cálidas cada vez que se cruzaba con la de su amante. El thane de Kelgard tenía los ojos azules nublados, rebosantes de emociones encontradas, expresivos como nunca, y su semblante se había descompuesto en una mueca de dolor y de éxtasis. Se aferraron el uno al otro, a la deriva, reclamándose y poseyéndose en el salvaje reencuentro. Y cuando llegaron al final y se dejaron caer hacia el infinito, cada uno dijo el nombre del otro en un grito sofocado. Y las lágrimas del hombre del mar se mezclaron con el sudor del Señor de las Montañas, el sollozo del rey se fundió con el resuello de Ioren el Rojo. Se quedaron abrazados, inmóviles, rindiéndose al alivio y la catarsis, jurándose en voz baja la eternidad.


. . .


La tormenta se marchó y durante los siguientes dos días, el cielo estuvo despejado. Tieller lo agradeció: odiaba que se le mojara la leña. Amontonó los troncos en la carreta mientras su mujer y sus hijos terminaban de acumular sus pertenencias, felicitándose por su buena suerte. Muchos amigos y conocidos habían muerto durante el ataque de los Hombres del Mar. Gracias a los dioses, el rey había llegado a tiempo y la furia de aquellos demonios se había detenido, pero nadie sabía por cuanto tiempo. Previsores, los habitantes de la aldea se ponían en camino hacia tierras más prósperas. Quizá pudieran trabajar en las minas o en la cosecha, aunque el invierno era una época terrible para viajar y para buscar empleos. Tieller había esperado hasta que no quedó nadie, astuto como era, para poder rebuscar entre las pertenencias abandonadas de sus vecinos y poder añadir alguna capa vieja o una lámpara de aceite a sus escasos bienes.

—¿Ya está todo, Ingrid?—preguntó a gritos cuando terminó de atar la leña.

—Está todo. Ahora vámonos, que a este paso se nos hace de noche.

—Venga, hijos. Empujad.

Tieller agarró el tiro y sus seis niños empezaron a empujar la carreta desde atrás. De esta guisa se pusieron en marcha, abandonando la aldea. Al salir se cruzaron con Tom, que estaba cepillando al caballo del rey.

—¡Eh Tom! ¿Qué haces aquí todavía?

—El rey me ordenó cuidar de su caballo.

Tieller se echó a reír.

—El rey lleva tres días negociando. ¿No crees que es demasiado tiempo?—volvió a reírse. Tieller siempre parecía disfrutar con la posibilidad de una desgracia, cosa que a Tom le desagradaba—. Seguramente le han secuestrado esos Hombres del Mar. Ah, pero eso le pasa por venir solo. Ni siquiera Puño de Hierro es tan poderoso como para enfrentarse sin ayuda a los diablos del mar.

—Eso no es posible—declaró Tom con mucha seguridad.

—¿Ah no? ¿Y por qué?

—Porque si le hubieran retenido contra su voluntad, nada les impediría volver a atacarnos. Y no lo han hecho.

—Qué ignorante eres. —El hombre se carcajeó de nuevo. —Enviarán una misiva al castillo para pedir un rescate, o algo así.

Ingrid miró con enfado a su marido y se quejó.

—Vamos, no te entretengas más.

—Ya voy, mujer, ya voy. Hasta la vista, Tom. Y no olvides devolverle su caballo al rey.

Tom les miró partir, conteniéndose para no soltarle un improperio a aquel viejo idiota. “Secuestrar al rey, dice. Como si fuera tan fácil.” Y sin embargo, hacía ya tres días que el rey Driadan se encontraba negociando con los hombres del mar y no había habido noticias. Se preguntó si no sería prudente enviar una paloma al castillo.

—¿Tú que opinas?—preguntó al caballo.

El corcel resopló.


. . .


Cuando Ioren regresó, Driadan seguía desnudo entre las mantas, con la larga melena oscura colgando al borde de la cama. Sus ojos rojos le asaltaron en cuanto cruzó la puerta y casi le dejaron clavado en el sitio, tal era el poder que ejercía sobre él. Ioren no podía comprenderlo. Cada vez que le miraba de ese modo, el mundo parecía desmoronarse a su alrededor.

—Has tardado—murmuró el rey.

Se removió perezosamente y se incorporó a medias, mostrando el torso desnudo y fibroso. El hombre del mar no pudo evitar recorrer sus formas con la vista, demorarse en su ombligo hendido. Tuvo que contener su imaginación.

—Han sido cinco minutos.

Arrojó el fardo que llevaba en las manos sobre la cama. Driadan esbozó media sonrisa ambigua, como si le hubiera leído la mente, y abrió el paquete de tela.

—Pues han sido muy largos.

El pan y el queso estaban algo duros, pero los devoró con avidez, mientras Ioren se limitaba a contemplarle, apoyado en la puerta, reflexionando sobre el irresistible embrujo del amor. Y es que le hacía cometer las más impensables locuras, a él, a Ioren el Rojo, que era sereno y firme, y que no se dejaba dominar por las pasiones… pero cuando se trataba de Driadan, perdía el sentido del bien y el mal, del norte y del sur. Lo perdía todo. El tiempo que habían pasado separados no había hecho sino avivar sus sentimientos hacia aquel mocoso al que tanto había odiado. El mocoso se había convertido en un hombre en Thalie y ahora era un rey y era adulto. Un adulto hermoso, con un magnético atractivo. Un guerrero admirable, un compañero digno. Llevaban tres días encerrados en ese camarote sin hacer otra cosa que entregarse el uno al otro. Hablaban de vez en cuando, pero las palabras terminaban secándose en sus gargantas y perdiendo significado, convirtiéndose en cenizas en sus labios cuando se arrojaban el uno sobre el otro para conversar en un lenguaje diferente. Ioren era incapaz de saciarse. Ahora, mientras le miraba, no podía dejar de pensar en tumbarse sobre él y hacerle suyo otra vez. Le fascinaba.

—¿Has hablado con tus hombres?—preguntó el rey, con la boca llena.

Ioren asintió y regresó a su lado. Se tendió en el lecho y le rodeó con los brazos. Le resultaba difícil estar un solo instante sin tocarle, a pesar de que había pasado diez años sin hacerlo. Tal vez fuera justo por eso. Ahora, no tenerle cerca era como dejar de respirar. Driadan se acomodó contra su pecho y siguió masticando mientras el fiero guerrero de Thalie le besaba los cabellos distraídamente y le acariciaba la oreja con la nariz.

—Les he dicho que las negociaciones están siendo complicadas—murmuró, esbozando una media sonrisa.

—Ioren, en algún momento tendremos que dejar de… negociar—replicó el rey con suavidad, mirándole de reojo—. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Qué intenciones tienes?

—¿Qué quieres decir?

“Cosas que no quiero escuchar”, supo.

—Si te quedas, tendremos que luchar. Traeré al ejército—declaró Driadan con determinación—. Así que, cuando acabemos de negociar, ¿te marcharás de vuelta a Thalie, o de verdad quieres hacer la guerra conmigo?

—¿Crees que he venido a hacer la guerra contigo? Vine a hacer el amor. Por si no lo has notado. —Hizo una pausa—. Y a algo más.

—¿A qué mas?

—A llevarte conmigo.

Driadan dejó de masticar. Soltó el pan y el queso y se desembarazó de su abrazo.

—No. No, no, de ninguna manera. Eso es imposible.

Ioren volvió a atraparle contra su pecho.

—No es imposible. Ven conmigo.

—Soy un rey. Para eso me estuviste entrenando, ¿no lo recuerdas? —Driadan le apartó las manos y se ladeó para mirarle a los ojos. —Tienes que ser un hombre si quieres ser un rey, y todo eso. Tú me ayudaste a llegar a ser lo que ahora soy. ¿Y ahora me pides que lo deje? ¿Que me vaya? ¿Que lo deje todo para estar contigo?

—Tenías que vengarte y te has vengado—replicó Ioren, frunciendo el ceño—. Tenías que ser rey y ya lo has sido. Tu reino va bien. ¿Por qué no puedes irte ahora?

—En ese caso te pregunto lo mismo. Tenías que ser thane y ya lo has sido. Thalie es próspera, Kelgard también. ¿Por qué no puedes dejarlo tú y venir tú aquí, conmigo? Déjalo todo. Deja a tus hijos, a tu reino, a tu gente, y quédate aquí conmigo.

Driadan se cruzó de brazos. Ioren meneó la cabeza, tomando aire profundamente y le tomó por los hombros para encararle.

—No lo entiendes.

—No, eres tú el que no lo entiende—insistió Driadan—. Eso es lo que tú me estás pidiendo.

—He dicho que vengas conmigo, no te he dicho a dónde.

—¿Qué?

—Lo que digo es: vámonos los dos. Lo dejamos todo y nos vamos juntos. —Hizo un gesto alrededor—. Tú y yo. Este es mi barco, podemos ir donde queramos, hacer lo que queramos. Los dos sabemos luchar. Podemos ir donde quieras.

“Dioses, esto es demasiado duro”. Driadan apartó la mirada, de nuevo la angustia se le enredaba en la garganta.

—Ioren, ¿te estás escuchando?

—Escúchame tú. —El hombre del mar le levantó la barbilla, buscando su mirada con los ojos azules brillantes, trémulos de emoción contenida—. No quiero envejecer lejos de ti. Me da igual si es en Nirala, en Thalie o en el fin del mundo. No voy a volver a separarme de ti.

Driadan sintió que se le encogía el corazón. Jamás se había imaginado como serían estos diez años de ausencia para Ioren. De repente, haber dudado de su amor le causó unos remordimientos espantosos, que empezaron a lacerarle como alfileres. Apretó los dientes y levantó las manos para sujetarle el rostro.

—No puedes estar hablando en serio. No puedes venir ahora y decirme estas cosas después de haberme empujado en pos de mi destino, después de… —apartó la mirada otra vez—. Maldito seas, no puedes hablar en serio. Eres un egoísta y un manipulador.

Le soltó e intentó levantarse, pero Ioren le agarró y le volvió a contener entre sus brazos.

—Sí. Soy todo eso y mucho más, y todo lo que soy es tuyo—insistió, con rabia—. Has tenido tu venganza. Has puesto orden en el reino de tu padre. Has reinado. Has creado una familia. Ahora que nuestras vidas están bien, en orden, ¿no es hora de vivirlas juntos?

—Estás cegado. Tenemos hijos, Ioren, hijos. Tenemos una responsabilidad con ellos. ¿Podrías vivir separado de tus hijos?—Alzó la voz. “Ojalá pueda hacer que comprenda. Esto es demasiado duro”. —¿Cuántos días, sin sentirte culpable por haberlos abandonado? ¿Cuántos meses? ¿Cuánto tiempo tardaríamos en destruirnos?

Pero Ioren el Rojo no era hombre fácil de doblegar y su determinación al respecto de aquella locura no parecía sino hacerse más firme.

—Estoy harto de pensar en lo que puede pasar. Te quiero a ti. Eres todo lo que quiero.

Las lágrimas empezaron a quemarle detrás de los ojos. Estaba sintiendo su dolor, y si el dolor propio ya le había resultado insoportable, escuchar a Ioren decir esas cosas, percibir su sufrimiento, era incluso peor.

—No voy a abandonar a mis hijos por ti.

—Los abandonas para luchar por tu reino. Los abandonas para ir a las guerras del Este. Los has abandonado para venir aquí.

—¡No es lo mismo!

—No. Es peor. Además, al final les abandonarás, o ellos se irán. Los hijos siempre se van, o uno muere peleando y les deja atrás. —Los dedos ásperos y rudos treparon por sus mejillas. Le acariciaron, como si quisiera consolarle. Y Driadan lo necesitaba. Él le hablaba con voz suave y serena, pero firme; le miraba a los ojos, volcando los suyos, cálidos y entregados, sobre sus pupilas, pero las cosas que estaba diciendo le revolvían las entrañas de angustia y confusión. —Morir peleando al menos es una muerte honorable. Si eso no te ocurre, cuando tus hijos sean mayores y se casen, se marchen lejos o hagan sus vidas con sus familias en tu castillo de rey, tu te sentarás en tu Silla Alada y les verás felices. Y eso te hará feliz, igual que el mar se ilumina con el reflejo de las estrellas. Pero esas estrellas no son suyas. Esa no es tu luz, ¿comprendes?. Y por las noches te sentarás solo en tu salón del trono, pensando en mi, arrepintiéndote de lo que no has hecho.

Driadan se crispó y se desembarazó de sus manos bruscamente.

—¡Cállate! ¿Por qué me dices esas cosas? ¿Por qué me vaticinas ese dolor?

Ioren le abrazó repentinamente y su voz se quebró.

—Porque yo ya he pasado por él. ¿No entiendes que por eso estoy aquí? —se le ahogaron las palabras, las desgranó una a una como si se las arrancase del alma—. No puedo vivir sin ti ni un día mas.

Driadan se aferró a su espalda, apretando los dientes. Se habría abierto las venas en aquel mismo momento si hubiera podido consolarle con ello, habría hecho cualquier cosa. Recordó a Jhandi, en la puerta de la sala del pegaso. Había hablado de cosas que uno quiere hacer antes de morir, y después le había dado el mensaje sobre la venida de los Hombres del Mar. Había dado por sentado que él deseaba estar con Ioren por encima de cualquier cosa. Y era la mayor verdad de toda su vida. ¿Tan evidente era para todos?

—Pero lo hemos hecho… sí que podemos…—acertó a pronunciar.

El hombre del mar no respondió. Le abrazaba con fuerza, casi haciéndole daño. Podía sentir su desesperación en ese abrazo, su necesidad de él. El latido rotundo de su corazón desbocado resonaba contra su pecho. Claro que era evidente para todos. Aquel hombre era el mundo para él. Era su dios, lo era todo. Había dado sentido a su vida.
Cerró los párpados y tomó una decisión, suplicando en silencio que fuera la correcta, que no se estuviera equivocando.

—Sea, entonces—murmuró, apoyando la mejilla sobre su hombro—. Que vengan sobre mi las horas de soledad.

—No—. Ioren le separó de sí para mirarle con ojos llenos de ansiedad—. No, no, no, no puedes hacer eso.

—Sí puedo. Escúchame, mi amor, por favor. Escúchame. —Le rozó la mejilla, contemplándole muy de cerca. Le habló con voz suave y tranquilizadora. Él conocía la fragilidad de Ioren el Rojo, seguramente era la única persona sobre el mundo que la conocía, por eso tenía que tener cuidado. —Me quedaré solo en el trono, arrepintiéndome de todo lo que no hice, sí. Pero entonces confío en que tú regresarás. Volverás a buscarme. —Hizo una pausa y esbozó una sonrisa triste. —Sé que vendrás a buscarme. Y si eso no sucede, seré yo quien vaya a ti. Pero ahora no, Ioren. Ahora no. Tus hijos te necesitan. Mis hijos me necesitan. Estás a punto de abandonarlo todo por nuestro amor, y sé lo que es eso. Yo estuve a punto de hacerlo en Thalie, ¿te acuerdas?, y tú me ayudaste a entender que era un error.

—No. No. —Ioren sacudió los cabellos, inflexible—. Entonces me equivoqué.

—No te equivocaste. Hacer lo mejor para los que uno ama no siempre es fácil. Casi nunca lo es. Pero no te equivocaste, es solo que el precio es muy alto. Sé que estás cansado, pero…

—Driadan, si no vienes por tu propia voluntad…

Ioren había apretado los dientes y en su semblante había una expresión oscura, pero el rey no se amedrentó.

—No harás eso. Me amas, y nunca harías algo así. Además, sabes que tengo razón. Disfruta de tus hijos—insistió, acariciándole el cabello de nuevo—. Ayúdales. Y no desesperes. Estaremos juntos de nuevo, te lo prometo. Estaremos juntos siempre que podamos. Hagamos una alianza.

—¿Qué?

—Una alianza. Kelgard y Nirala. Iré a visitaros, y tú vendrás a visitarnos. Podremos vernos, al menos más de lo que nos hemos visto en estos años. No tendremos que luchar.

—Driadan, los clanes de Thalie no hacen alianzas con…

—¡Pues hazla!—exclamó, con un destello súbito en los ojos rojos. Luego se dio cuenta de su estallido y se obligó a mantener la calma.—Perdona. Hazla, Ioren. — Aquello también era difícil para él, estaba intentando a toda costa buscar la manera, buscar un camino intermedio. Y no iba a fracasar por la tozudez de un bárbaro. —Tú haces muchas cosas que nadie más hace. Acostarte con un rey, por ejemplo. Puedes hacer una alianza.

Ioren suspiró y negó con la cabeza. Durante un instante parecía estar buscando algo más que decir, pero después, su mirada se apagó y volvió a abrazarle con fuerza, con una mano sobre su nuca, entre sus cabellos, y la otra alrededor de su cintura. Con aquel abrazo estrecho, intenso, que apenas sí les dejaba respirar, intentaba retenerle. Driadan lo sabía. Él también temía desvanecerse en cualquier momento.

—De acuerdo—admitió el guerrero—. Tú ganas.

La rendición de Ioren le supo terriblemente amarga.

—Aún podemos seguir negociando un par de días más—propuso Driadan, con la voz ahogada de angustia.

—Que sean tres.

Asintió. Después alzó la mirada y se encontró con sus ojos, opacos y lejanos. Le besó los párpados, hundiendo las manos en su pelo. Le besó los pómulos y la barba, le besó la nariz y los labios, la mandíbula, el cuello y las orejas. Ioren el Rojo, el poderoso guerrero del mar, le dejó consolarle, acariciándole una mejilla con el dorso de los dedos como si fuera algo precioso y delicado. Driadan exhaló un suspiro trémulo y unió sus labios a los de aquel hombre magnífico, dejándose llevar por el calor que comenzaba a envolverles. Le rodeó con los brazos y pasó una pierna sobre las suyas. Ioren le aferró de las nalgas. Enredaron las lenguas y buscaron su lugar sobre el lecho revuelto, como habían estado haciendo casi constantemente en aquellos tres días…

Y entonces, el casco se sacudió con violencia y una oleada de aire caliente les golpeó en el rostro. Saltaron astillas y el mar entró en una bocanada dentro del camarote. Driadan sintió un golpe frío en el pecho y se le cortó la respiración. Se le llenó la boca de agua, y también los ojos, la nariz y los oídos. Ioren reaccionó primero y prácticamente le arrastró consigo hasta levantarle. El rey boqueó, sacudió la cabeza y miró alrededor, mareado.

El camarote estaba destrozado. El agua le llegaba a las rodillas y seguía subiendo, y los tablones temblaban como una presa a punto de romperse.

—¡¿Qué está pasando?!—gritó Driadan, buscando a duras penas su ropa y sus armas, aún conmocionado.

El agua entraba a presión por el agujero que se había abierto casi en el techo. La madera se resquebrajaba a causa de la fuerza del agua. Ioren se ajustó el cinturón y agarró las espadas.

—No te separes de mí. Nos están atacando.

—¿Con qué?

—No lo sé.

Se escuchó una explosión lejana. Ioren miró al rey, y en sus ojos había alarma. Le agarró del brazo y le sacó del camarote, aún con las botas a medio poner y el jubón desabrochado. El barco dio un bandazo y volvió a oírse un ruido sordo, las astillas volaron y algo estalló en llamaradas tras ellos. De la trampilla de acceso al camarote salió una lengua de fuego que prendió la cubierta. El navío se sacudió. Driadan se agarró de una cuerda como pudo, apretando los dientes, buscando con la mirada a sus oponentes, y entonces, cuando la inercia de la maroma le hizo dar la vuelta y girarse hacia estribor, los vio.

Los hombres del mar trepaban a los mástiles, tratando de agarrar las cuerdas para abordar al barco que les atacaba. Algunos yacían muertos sobre las tablas, ensangrentados y mutilados. La galera a la que se enfrentaban era algo diferente a todo lo que Driadan había visto antes: Gris, alargada, de gran calado, con mástiles enormes. Los largos listones de madera se habían ensamblado como piezas de un rompecabezas, tenía cinco enormes velas y su envergadura hacía que el barco de Ioren a su lado pareciese un simple esquife. En el casco había horadadas extrañas troneras, y de ellas asomaban largos tubos de metal negro como la pez, que humeaban y escupían fuego. Cada uno de ellos al dispararse arrancaba una parte del barco del Rojo y hacía volar por los aires a varios de sus hombres, destrozados.

Driadan se quedó paralizado, observando una de aquellas terribles bocas negras. Estuvo a punto de soltar una carcajada al ver la bandera que ondeaba en el terrible navío que les asediaba. El Imperio del Este. “Por eso se retiraron. Han estado… ¿Qué han estado haciendo? Enviaron su flota hacia el Sur y han bordeado todo el continente para atacarnos por el otro lado. Malditos sean.” Sin embargo, tenía que admitir que estaba impresionado.

Al observar los estragos de los cañones en el barco del thane, comprendió que era el fin. Y curiosamente, al comprenderlo se sintió muy tranquilo. La voz de Ioren resonó a su lado.

—Bastardos. Así que quieren destrozar nuestra flota.

—Lo están haciendo, de hecho—apuntó Driadan, desapasionadamente—. Y dudo que podamos impedirlo. No entiendo esa magia, pero las bocas negras nos están mirando, Ioren. ¿Crees que es hora de saltar por la borda?

El Rojo entrecerró los párpados y ladeó la cabeza. Miró a Driadan. A su alrededor, los hombres del mar se mostraban asustados por primera vez desde que vieron la Gran Ola. Ninguno sabía como enfrentarse a aquel nuevo tipo de combate, a ese hechizo desconocido. A lo lejos, otros navíos grises del Imperio del Este disparaban sus cañones contra los demás barcos de la flota de los Hombres del Mar, y algunos atracaban en la playa, haciendo bajar a sus soldados a toda prisa. Ioren permaneció inmóvil un rato, mirando al rey y pensando. Después, una llamarada se encendió en sus ojos y habló con mucha serenidad.

—No voy a saltar por la borda. Estos hijos de perra están destruyendo nuestros barcos y yo soy Ioren el Rojo. No pienso ponérselo fácil.

Driadan no había podido dejar de mirarle. Los cañones hacían saltar trozos de madera por doquier, pero en medio de aquel caos, el rey solo tenía ojos para el guerrero. Veía el fuego arder en su interior, las aguas alzarse en sus ojos y los vientos arremolinarse en sus cabellos. Podía verle como nadie, ahora lo sabía: toda su grandeza, toda su miseria, su ternura secreta y oculta, su sabiduría, cada uno de los matices que componían el crisol de su corazón, todo aquello le pertenecía a él. Todo era suyo. Y era lo más hermoso que jamás había tenido. Se dio cuenta de lo privilegiado que era. Su vida le pareció entonces revestida de una nueva belleza bajo aquella luz; cada uno de los hechos que la conformaban era el capítulo de una historia apasionante que había empezado con odio y angustia y que iba a terminar con amor. “Sólo con amor. Ni odio, ni venganza, ni ira, ni miedo. Sólo amor. Así es perfecto.”

—Te quiero—dijo de repente.

Ioren frunció el ceño. Luego su semblante se volvió grave y respondió:

—Yo también te quiero, Driadan.

—De acuerdo—el rey hizo girar las espadas—. Entonces, luchemos.

La cubierta volvió a temblar y la vela cayó, envuelta en llamas, delante de ellos. Ioren sonrió a medias.

—Sabes, pensaba secuestrarte de todas formas.

—Pensabas intentarlo, dirás. —Driadan se rió entre dientes—. Bueno, ahora no tendrás que hacerlo. Ya no vamos a separarnos nunca.

—No, chico. Vamos a ser eternos.

Acercaron las espadas a la tela incendiada y el fuego, danzando en espirales, se enredó alrededor de los aceros con una sola palabra de Ioren el Rojo. Su voz bramó, elevándose por encima del estruendo de la pólvora y las explosiones, invocando a su gente y a sus dioses en el viejo idioma de Thalie.

—¡Hombres del Mar, a la batalla! ¡Rúnya del Fuego, Ior del Acero, Lusk del Mar, a la batalla! ¡Yo os invoco! ¡Yo os reclamo! ¡Muerte al enemigo!

Las olas se alzaron. Las llamaradas se elevaron cuando el viento arreció y comenzó a soplar en la dirección contraria, empujando a las galeras del Imperio hacia el océano. Los Hombres del Mar se agruparon alrededor de su líder y golpearon las armas contra el pecho, arrojando al aire gritos de batalla y terribles aullidos salvajes hasta que todo se convirtió en un estruendo de metal, madera y cuero.


. . .


Desde la borda del navío enemigo empezaron a asomar algunas cabezas. Los soldados del Imperio observaban, incrédulos, a aquellas gentes bárbaras que les desafiaban. Los rostros de los Hombres del Mar eran máscaras de rabia sanguinaria. Pateaban el suelo al unísono y se golpeaban el pecho con las espadas planas, con las hachas y las mazas, con los escudos o con el puño desnudo. Tenían el semblante congestionado y los dientes apretados, lanzaban dentelladas al aire como si fueran animales hambrientos. Y delante de todos ellos, en primera línea, estaba el mismísimo rey Driadan Puño de Hierro, inmóvil y elegante, con la barbilla alta y los dos sables envueltos en llamas escarlatas. A su lado, un guerrero enorme de cabello rojo recitaba algo con voz poderosa, imperativa. También empuñaba dos hojas llameantes y había algo en su porte y su rostro que resultaba aterrador, a pesar de que él tampoco movía ni un músculo y parecía sereno. Sólo recitaba y miraba al cielo de vez en cuando.

Una ola alta y espumosa se aproximó desde el horizonte, levantándose más y más a medida que se acercaba a las galeras. Los soldados del Imperio volvieron la vista hacia aquella masa de agua y sus ojos se desencajaron.


Entonces todas las voces se unieron en una sola y bramaron como un trueno, pronunciando tres palabras en un idioma incomprensible para aquellas civilizadas gentes. El rey de Nirala también gritó, con los ojos rojos encendidos de ira. Levantó sus armas, y los hombres del mar se arrojaron contra sus enemigos en una última carga.

Los cañones escupieron fuego.




FIN




. . .


©Hendelie


2 comentarios:

  1. Oh mi dios el mejor capítulo de todos. MUERTEEEEE Mientras leía la historia varios pensamientos me sacudían la mente y ahora mismo son tantos que se me hace imposible ponerlos todos por escritos, son demasiadas cosas que decir y solamente se me ocurren decir tonterías para sacar sentimientos a este momento, así que guardo mi opinión para el epílogo.

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  2. QUE PASO ACA CARAJO!!!!!!!!!!!!!!!!!!! no, no y no!!!!!!!!!!!!!!! diez años lejos y tres dias de reencuentro para morir en una batala......no se que expresar, no se que decir, es algo tam ambiguo escuchar a Ioren decirle a Driadan "te amo" fué dolorosamente hermoso.............es indescriptible lo que siento, realmente es el dolor innato en el amor, asi se debe sentir, el dolor , la angustia, la nostalgia todo junto, que hermoso......voy para el epilogo.....no podia dejar de expresarme en este ultimo capi...

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