viernes, 13 de julio de 2012

Fuego y Acero XLV: Hombres y Guerreros


45.- Hombres y guerreros


De pie sobre uno de los toneles de las bodegas, Driadan estaba entrenando. Mantenía las espadas rectas, firmemente sujetas, y ejecutaba los movimientos mientras en su cabeza se repetía las enseñanzas del Rojo una y otra vez, con cada golpe al aire. “Un hombre libre es dueño de sí mismo”. Una y otra vez, para no olvidarlas. “Se abandona a su propia tormenta cuando así lo desea, no cuando ella le domina”.

Tenía los ojos cerrados y escuchaba el mar. Su pulso era como el latir de un corazón que le unía con todo lo que había dejado atrás y también con su propio destino; lo sentía como algo místico y mágico, como nunca antes lo había sentido hasta que estuvo en Thalie. Las olas golpeaban el casco del navío anclado con una cadencia perfecta, constante, equilibrada, simétrica. “Un hombre se mantiene libre gracias a la disciplina; La disciplina te garantiza la libertad, la falta de ella te deja a merced de la tempestad. Puede elevarte, o estrellarte contra las rocas.”

Inspiró profundamente e hizo descender los filos hacia abajo muy lentamente, sin que temblaran, sujetando las empuñaduras con fuerza pero sin tensión. El barco crujía y oscilaba al compás de la marea. El viento silbaba en la cubierta al filtrarse entre las grietas de las tablas y los pequeños agujeros.

“Un hombre libre es disciplinado.”

Giró las hojas en un arco ascendente, el metal vibró como una copa de cristal en el aire quieto de la bodega, donde el viento no silbaba. Allí olía a especias, a salitre y a madera mojada.

“Un hombre disciplinado es rey de sí mismo.”

Al recordar sus palabras, le parecía oír su voz. Casi podía evocar la imagen de Ioren, su presencia, su olor peculiar y potente. Podía imaginar que estaba con él en el acantilado, junto al océano gris, practicando y escuchando, como había hecho tiempo atrás. 

Aquellos recuerdos no solo le fortalecían, también le consolaban. Y necesitaba ese consuelo, porque la forzada separación le hacía sufrir. Le dolía su ausencia y la pena pesaba sobre el corazón como una losa, pero por alguna razón que aún no se explicaba no se sentía vacío. Al principio había sido como arrancarse las entrañas, pero después, ese hueco no se había rasgado hasta dar lugar de nuevo a la aullante grieta que antaño le había torturado, sino que se había ido mitigando poco a poco. Lo que Ioren le había dado permanecía vivo en el interior de Driadan, como una llama danzarina que no se extinguía y le alimentaba, y por ello se sentía afortunado en medio de su dolor. Y sobre todo en aquel momento de su vida: Era el tiempo de la venganza, de la sangre y la espada, del fuego y el acero. “Y cuando es tiempo de fuego y acero, la rabia se eleva por encima del sufrimiento y templa las almas, las mantiene firmes”. Aquello no lo había dicho Ioren, pero le gustaba cómo sonaba.

Hizo girar las empuñaduras entre los dedos y después trazó varios círculos antes de depositar sendas puntas sobre el tonel. Tomó el bajo de su camisa y con él limpió primorosamente las hojas antes de envainar. Estaba en ello cuando se abrió la puerta y Fernos entró en la bodega como un vendaval. Sus pasos enérgicos destrozaron la quietud. Driadan se volvió hacia él con expectación.

—Fernos. ¿Qué noticias traes?

El hombre se plantó frente a él, enorme y rubicundo, con el cabello leonino enmarañado y el ancho rostro muy serio. Los ojos le brillaban intensamente, y antes de que hablara, Driadan supo que había tenido éxito.

—He conseguido a los mineros del norte.

Una sonrisa fiera se abrió paso en los labios del antiguo esclavo. Driadan reprimió la suya y asintió severamente. Se acercó y le golpeó el brazo varias veces.

—Bien hecho. Bien hecho, amigo mío. —Fernos le devolvió un par de rotundas palmadas en la espalda. —Siéntate y cuéntame cómo ha ido tu viaje. Debes estar agotado.

—Hace falta mucho más que un viaje de seis días a caballo para agotarme—replicó Fernos. No obstante se dejó caer en una silla destartalada que crujió bajo su peso. Luego comenzó a quitarse la empapada capa a tirones. —Seguí las indicaciones que me dio Grimm y tomé el viejo camino del Norte en lugar del nuevo. Estaba lleno de matojos y de piedras y además vi algunos lobos en las cercanías del bosque, pero el trayecto fue bien, sin incidentes. No encontré a un alma por ese sendero, bendito sea ese pescador antipático.

Driadan tomó un pichel de cobre que había colgado en la pared y abrió el grifo de un barril de cerveza. Lo llenó y se lo tendió a su camarada.

—Me alegra oír eso. ¿Cuánto tardaste en llegar a Terragris?

—Ocho días, había mucho barro—respondió Fernos, después de dar un largo trago. Reposó la espalda en el respaldo de la silla y la inclinó hacia atrás, suspirando con satisfacción—. Por los hígados del Leviatán, qué ganas tenía de un trago.

—¿Y cómo te recibieron?

Ocho días era un tiempo muy aceptable para el largo viaje a caballo hasta el Norte, y el pueblo al que Fernos había sido enviado era un asentamiento bastante grande y muy antiguo. Los primeros hombres de las montañas habían vivido allí, antes de que Nirala fuera un reino propiamente dicho. Sus hombres eran tan hoscos como los pescadores con los que ahora convivían, rudos y desconfiados. Y muy orgullosos.

—Mejor de lo que esperaba. Creo que les gusta la gente grande y fuerte.

Driadan sonrió un poco y levantó la barbilla con suficiencia.

—Pues claro. ¿Por qué crees que te mandé a ti?

Fernos se echó a reír.

—Chico listo, serás un rey cojonudo—afirmó, dando otro trago—. Pues me ofrecí a echarles una mano con los sacos de plomo durante una semana y aproveché para ver cómo les iba a aquellas gentes. Y no te va a gustar. Lo están pasando verdaderamente mal, se mueren de hambre.

Driadan se sentó en una caja y le miró, apretando un puño.

—¿Me estás hablando en sentido literal?

Fernos asintió. Su semblante se había vuelto más serio.

—Los niños se mueren, Driadan. El Reino se queda con siete de cada diez partes de mineral, y con todas las gemas. Los padres de familia no saben cómo alimentar a sus hijos y muchos se hacen soldados o practican la caza furtiva. En ambos casos, se juegan la vida. No son pocos los que la pierden.

Driadan pensó en ello durante un momento, frotándose el mentón con un dedo. Por una parte, sentía angustia al pensar en los habitantes de Terragris. El pueblo de Nirala nunca le había importado demasiado, ni cuando era un príncipe ni tampoco más adelante, cuando empezó a planear cómo recuperar su trono. Pero lo que había aprendido de Ioren el Rojo durante su estancia en Thalie le había calado profundamente, y al comprender que necesitaría al pueblo para reconquistar la corona, empezó a verles realmente, a ser consciente de quiénes eran y lo que significaban. Por eso, al pensar en las familias pasando necesidad se le hizo un nudo en la garganta, pero al mismo tiempo, se alegró de que fuera así. “Si no estuvieran desesperados no habrían depositado sus esperanzas en Fernos”, se recordó.

—¿Pudiste ayudarles?—preguntó.

—Lo hice, todo lo que pude. Pero no les di el oro. Esa gente no quiere oro, quieren pan.

Driadan volvió a asentir y tomó nota mentalmente.

—Supongo que cuando les hablaste del heredero de Drommath no te creyeron.

Fernos rió por lo bajo, jugueteando con la jarra entre los dedos. La levantó y se echó el resto del contenido al gaznate, al tiempo que el barco daba un suave bandazo a causa de una ola más fuerte. La marea empezaba a subir.

—No se lo creyeron, no. Pero les da igual. Quieren un cambio, y no tienen nada que perder, así que se unirán a la rebelión.

—¿Van a luchar, entonces?

—Lucharán—afirmó el corpulento hombre, dejando la jarra de un golpe sobre una caja de especias—. Pero no lo olvides: solo son mineros. No son guerreros.

Driadan hizo una mueca desdeñosa, poniéndose en pie.

—Todos los hombres son guerreros.

—Tal vez, pero los que excavan en las minas no tienen muchas posibilidades contra los que visten de soldados. 

—Hemos traído armas.

—Sí,  pero otra cosa es que sepan usarlas.

—Pues aprenderán.

—No se aprende en un día, chico.

—Pues entrenarán durante el tiempo que haga falta—replicó Driadan, sin alzar la voz. Había levantado la barbilla y le miraba desafiante, adelantando un poco el mentón.—¿Es que ya no te acuerdas de lo que éramos tu y yo antes de que Ioren llamara al fuego y al acero? ¿Sabías usar un hacha mejor de lo que pueden usarla ellos? ¿Deseabas hacerlo, en primer lugar? Ioren creía en ti, en mi, en todos. Y su convicción nos hizo volver a creer en nosotros mismos. Si él nos dio la oportunidad de luchar, yo se la daré a los mineros, y a los pescadores y hasta a las malditas piedras si hace falta.

Fernos se le quedó mirando en silencio y al final asintió con fuerza, en un solo movimiento.

—Así sea. Que los dioses me arranquen las barbas, no sé qué fuego tienes dentro, chico, pero cuando te oigo hablar así me recuerdas a…

—¿Con cuántos hombres crees que podemos contar?—le interrumpió Driadan. Ya sabía lo que iba a decir y no le apetecía escucharle.

—Al menos una centena, puede que ciento cincuenta.

—Estupendo. Has hecho un gran trabajo, Fernos. No sé como agradecértelo.

El hombretón se rió a carcajadas y subió los pies sobre una caja, cruzándolos después.

—Con una empanada de pescado y ese tonel bien a mano. Pienso dedicarme a comer, beber y dormir durante los próximos tres días.

Driadan se rió con él, arrojándole al vuelo otra jarra.

—Muy bien, pero que no sean más de tres. Tenemos una guerra que librar.

Las risotadas de Fernos le hicieron eco mientras subía las escaleras para salir a la cubierta. Antes de pisarla, se echó la capa sobre los hombros y se cubrió con la caperuza hasta la nariz. Aquella vieja capa de lana le había acompañado desde que abandonaron Shalama. Ya estaba deshilachada cuando Ioren se la dio, pero ahora estaba aún más rota: se había descosido en varios puntos y tenía un par de desgarrones. Aun así, a Driadan le encantaba, pues era la más holgada y la que mejor le permitía ocultarse.

Bajó del barco tras cerciorarse de que no había nadie en las cercanías y se escurrió sigilosamente hacia las zonas más desiertas del fondeadero, donde sólo algunas pequeñas barcas y esquifes se varaban en la orilla y apenas había tránsito de pescadores. El cielo seguía estando encapotado. Era la estación otoñal y las tormentas eran muy frecuentes durante esa época del año. Las nubes rara vez abandonaban el firmamento y desde hacía más de dos semanas, las que lo cubrían eran tan negras y espesas que parecía anochecer antes de tiempo.

A Driadan aquello le convenía para pasar aun más desapercibido.

Caminó por la playa rumbo al norte, pensando en su situación. Las cosas estaban yendo mejor de lo previsto gracias al descontento general de las gentes de Nirala. Cuando arribaron a las costas, Arévano no había necesitado mucho tiempo para ganarse las lealtades de varios pescadores de Fondeadero, que les encubrieron y les permitieron atracar en el puerto fingiendo ser comerciantes. Algunos de ellos tenían contactos y con el paso de las semanas, recibieron noticias acerca de las hambrunas en el Sur, la subida del precio de los cereales, la penosa situación de los granjeros y los pastores que tenían que comerse sus propias cabras, el aumento de la delincuencia y las presiones sobre los mineros. Driadan no tardó en comprender lo que estaba sucediendo. Starling estaba vendiendo la nación al Imperio del Este y había empezado por las materias primas y los alimentos. “¿En qué está pensando mi padre?”, se preguntaba Driadan sin poder evitarlo. Con el tiempo y la distancia, había empezado a comprender de un modo diferente los lazos que les unían, y a pensar que tal vez se parecía más a él de lo que había pensado en un principio. Al rey Drommath, la pérdida de su mujer le había afectado mucho pese a ser un fiero guerrero, pero si la desaparición de su hijo le había hecho caer en tal estado de indiferencia era porque era más sensible de lo que parecía. “Debió haber decapitado a esos Starling en la Sala del Pegaso en vez de cortar la cabeza a los hombres de Ioren. Aunque bien pensado, quizá todo lo que está pasando es la condena de los Dioses por aquello”.

Frunció el ceño y volvió la mirada hacia el horizonte. La mar estaba picada y las grandes olas azules rompían con fuerza en la playa rocosa. “Los Dioses no intervienen en asuntos de hombres”, había dicho Ioren en aquella ocasión. “Pero enviarán vuestra imagen en sueños a nuestros hijos…”

—Tú que los llamas e invocas su poder, dices que los Dioses no intervienen en asuntos de hombres. Es extraño—murmuró.

Siguió andando, las suelas de las botas rechinando sobre los guijarros húmedos. Recordaba las veces en las que el Rojo había invocado aquella magia primitiva y ancestral para encender los fuegos, para alzar las olas o para sanarle. Aunque le había visto hacerlo, no dejaba de resultarle un misterio absoluto. Aunque al principio Ioren invocaba a sus Dioses de forma puntual y casi a escondidas, después de que recuperase la Silla se había mostrado menos tímido. Aunque no utilizaba ese poder para exhibirlo, para asustar u oprimir a otros, ni siquiera para festejar, muy de vez en cuando salía a la puerta de la gran casa de madera en la que habitaba el thane por derecho y se acercaba al blandón central de hierro forjado que dominaba la plaza. Dejaba allí un sacrificio, fueran palomas, gansos, pieles o un montón de piezas de oro, e invocaba a Rúnya del Fuego Oculto en voz baja y arrebatada. Entonces las llamaradas rojas se elevaban y comenzaban a danzar, el fuego resplandecía y se elevaba. Y él se arrodillaba, sin agachar la cabeza, los ojos azules fijos en el corazón del fuego, donde parecía ver algo que nadie más veía.

Esos eran los momentos de Ioren que atesoraba en su corazón y le asaltaban de cuando en cuando, como entonces, a pesar de que en su cabeza estuviera pensando en conquistas y batallas. 

Se había abstraído tanto que no se dio cuenta de dónde estaba hasta que escuchó hablar a alguien.

—Te dije que nos meterías en problemas a todos.

Driadan frunció el ceño y buscó el origen de aquella voz, que le llegaba apagada, como si alguien estuviera conversando con una mano delante de la boca o una almohada en la cara. Había llegado al final de la línea de playa y las piedras y guijarros se convertían aquí en un terreno escabroso de roca viva, con pequeños agujeros provocados por la erosión y afilados bordes. Una pared de piedra casi negra se alzaba delante de él, cubierta de moho húmedo y algas en su falda, y más arriba, musgo y hierbajos de montaña. El rumor del mar se iba convirtiendo en estruendo poco a poco, pero aun así le permitía escuchar la conversación.

—No he hecho nada malo. ¡Soltadme!

—Esto es por tu bien.

Driadan entrecerró los ojos. Tanteó la roca con la mano.

—¿Por qué no quieres hablar? Sólo te he hecho una pregunta.

Las palabras parecían provenir de muy lejos, como ecos en un sueño. Acercó el rostro a la pared rocosa y prestó atención, y la siguiente frase le llegó mucho más nítida y clara.

—Si no respondes, te juro que haré que te ahorquen, Grimm. Tu hermano se moriría de vergüenza si no estuviera muerto ya.

“¿Grimm? Mierda.” Apretó los dientes.

—¡Cierra la boca, desgraciado! No te atrevas a mencionar a mi hermano.

“Es una cueva”, comprendió Driadan. Corrió, alejándose del mar y siguiendo el escollo, buscando la entrada. Con una mano se aseguró de llevar al menos un par de dagas en el cinto, pero aun así, agarró una de las piedras afiladas que encontró en su camino y se la guardó entre los dedos por si había necesidad de desnucar a alguien. Casi tuvo que dar la vuelta completa al enorme brazo de piedra que descendía hasta el agua, y finalmente encontró una oquedad oculta entre varios arbustos espinosos. Los apartó y entró a la gruta, todo lo silencioso que pudo.

El interior era menos espacioso que un templo, pero estaba iluminado: La parte superior del escollo tenía dos grandes oquedades abiertas como chimeneas naturales que dejaban entrar la luz escasa del sol de la tarde. Se escuchaba el agua goteante y los borboteos de la marea, que hacían ecos por todas partes. Y en el centro de la estancia había un soldado y tres pescadores. Dos de ellos sujetaban al tercero, que no era otro que el joven Edward Grimm. 

—Dime quién te ha dicho que el Príncipe está vivo—exigía el soldado. Llevaba un tabardo con un caballo alado y la armadura reglamentaria, de cuero tachonado y placas ligeras.

—Vete al infierno.

—¡Vamos Grimm, colabora, maldita sea!—dijo otro pescador. Éste era un hombre muy viejo y ceñudo. Driadan no podía ver bien sus rasgos en la oscuridad pero no le parecía excesivamente fuerte.

—Estás cometiendo una locura, Grimm—decía el soldado, que parecía exasperado—. ¿Es que no te das cuenta? No sabes quiénes son esos hombres ni lo que pretenden.

—Quieren la rebelión—escupió Grimm.

—Sí, eso es lo que te han dicho. Pero ¿por qué les has creído? ¡Ni siquiera tienes una maldita prueba! ¿O sí la tienes?

Driadan apretó los dientes. La discusión siguió adelante, pero él ya no la escuchaba. Era sólo un soldado, estaba seguro de poder dar cuenta de él, pero los otros dos pescadores…

“No tengo elección”, se dijo. “Lo sabe. Él y quién sabe cuántos soldados más. Está poniendo en peligro todo el plan”. Pensó en desenvainar las dagas, acercarse con sigilo y dar cuenta de él de forma rápida para después salir corriendo. Estaba visualizándolo claramente, pero mientras lo hacía, ya caminaba hacia ellos, saliendo de su escondite y apartándose la capucha. Los pescadores volvieron la mirada hacia él. El soldado se dio la vuelta, llevando la mano a la empuñadura.

—¿Y qué clase de prueba queréis? ¿El sello real?

Cerró las manos en sus armas, agarrándolas, agarrándose a ellas. "Si hay que darles una oportunidad para luchar, también tengo que dársela para elegir".

—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —El soldado y los tres marineros se atropellaron al hablar, dando un par de pasos atrás y colocándose en posiciones defensivas. Soltaron a Grimm, que se sacudió los brazos y le dirigió una mirada suspicaz.

Driadan dio dos pasos más hasta quedar bajo uno de los haces de luz. Los ojos rojos relampaguearon con determinación y todos pudieron verlos.

—Soy Driadan Horwing, heredero al Trono.

—¿Qué es esto?—exclamó Grimm, tan conmocionado como enfadado—. ¿Es otro engaño de los Starling?

—Quien esté del lado de los Starling, que sepa que apoya la destrucción del reino y que la peor de las venganzas caerá sobre él. Será ejecutado por mi mano, aquí y ahora—dijo Driadan, con fría calma—. Quien esté del lado de mi padre y del mío, que sepa que me tendrá de su lado. Haced rápido vuestra elección, porque si tengo que luchar prefiero que sea cuanto antes. Hace meses que no corto una garganta.

El pescador más joven abrió mucho los ojos y la boca. Luego miró alrededor e hincó la rodilla en el suelo a toda prisa. Grimm dudó unos momentos. Le miró, de arriba abajo, varias veces, y después contempló sus ojos como queriendo asegurarse de que no le engañaba la vista. Fue el siguiente en arrodillarse. El marinero viejo, en cambio, se quedó como estaba, encorvado y estrechando tanto los párpados que sus ojos parecían dos puñaladas en su rostro.

Driadan sentía el corazón latirle con fuerza. Volvió la mirada hacia el soldado, que también parecía tremendamente sorprendido, pero no apartaba la mano de la empuñadura. Clavó las pupilas en las suyas y las mantuvo ahí, en silencio, durante largos segundos.

—Driadan Horwing está muerto—empezó a decir, confuso—. Le mató su esclavo, le arrojó por las almenas.

—Driadan Horwing soy yo, y estoy muy vivo. ¿Y tú, soldado, a qué reino sirves? ¿A Nirala, o al Imperio del Este? Decídelo pronto. No soy muy paciente.

Algo en el caballero pareció cambiar entonces, como si una tensión desapareciera de sus hombros. Apartó la mano del pomo de la espada y se la llevó al pecho, inclinándose después profundamente.

—Os sirvo a vos, Majestad. —Y luego añadió:—Doy gracias a los Dioses de que estéis aquí. No pensaba que fuera cierto. Creía que alguien estaba manipulando a Grimm y a los demás. Disculpadme.

Sólo entonces, el viejo agachó la cabeza también. 

Driadan hubiera deseado ponerse a dar saltos de alegría en ese preciso instante. Una explosión de triunfo le sacudió la sangre en las venas, pero se obligó a mantenerse tranquilo y contener sus emociones.

—¿Por qué le estabas interrogando?—preguntó Driadan. Luego cayó en la cuenta de que el soldado seguía inclinado y los demás, de rodillas. —Eh… descansad. Os podéis poner derechos, todos.

Los pescadores se irguieron y el soldado alzó la cabeza, aunque no volvió a mirarle directamente ni una sola vez. Cuando habló lo hizo en tono marcial y sereno.

—Majestad, yo nací en este pueblo. Mi hermano es pescador, somos amigos de Grimm y de su…

—Si a esto lo llamas amistad no quiero saber cómo tratas a tus enemigos—interrumpió Grimm—. Y perdone, Majestad. Digo, perdonad.

Driadan levantó la ceja y siguió escuchando al soldado.

—Llegó a mis oídos el rumor de que el Pegaso se alzaba de nuevo y quería saber cuánto tenía de verdad. Temía que fuera una estrategia de los Starling, o alguna clase de traición.

El príncipe asintió y se quedó mirándole un momento, pensativo. ¿Podría confiar en él?

—¿Y qué vas a hacer ahora que has comprobado cuál es la verdad?

—Llevar la noticia a los hombres del ejército, Majest...

—Eso no puede suceder—le cortó Driadan, tajante—. Nadie debe saber que estoy aquí, todavía.

El soldado apretó los labios. Después le miró de soslayo, casi con temor.

—Permitid al menos que les lleve la esperanza. El Ejército de Nirala sigue sirviendo al Rey, como siempre ha hecho, y el Rey es vuestro padre… aunque Starling nos envíe a morir a tierras extranjeras.

—Ya—respondió el joven, con una sonrisa ácida—. ¿Y si el ejército sirve al Rey, por qué no se han levantado en armas contra la estrella de Starling?

—Porque el Rey les ha legitimado, Majestad. Y... porque vos no estabais aquí.

“Necesitan un líder”, comprendió. Y comprendió más allá de eso lo que implicaba su afirmación. “Dioses, y ese soy yo”. Sintió un repentino mareo y una presión violenta en el pecho, después el corazón volvió a latirle como un loco.

—¿Me estás diciendo que, en caso de instigar una rebelión, puedo contar con el ejército de Nirala, soldado?

Era demasiado bueno para creerlo. El soldado volvió a cuadrarse e hizo otra reverencia.

—Sois el príncipe heredero, Majestad. Podéis y debéis.

Driadan cambió el peso de pie y asintió. Después se dio la vuelta para salir de ahí, necesitaba urgentemente que le diera el aire… o encerrarse en las bodegas. Se detuvo a medio camino al darse cuenta de que tenía que decir algo a aquellos cuatro tipos que le miraban muy fijamente.

—Bien. Pues… los pescadores seguid con vuestro trabajo normal. Y con las conspiraciones. En cuanto a ti, soldado, ven esta noche a esta misma cueva. Te mandaré a uno de mis hombres para concretar un plan de acción.

—Sí, Majestad—respondieron a coro.

—Gracias.

Los cuatro hombres se miraron, algo perplejos. “Vale, los reyes no dan las gracias”, se recordó Driadan. Después echó a andar y se caló la capucha hasta la nariz, caminando como si tuviera fuego en los talones. Si no tuviera que mantener la discreción se habría arrojado al mar, gritando de júbilo, de emoción y de puros nervios, pero ahora ya no era un niño y tenía que mantener los pies en la tierra. Aún no las tenía todas consigo. “Tengo que planearlo todo bien y medir mis pasos”, se dijo. “Tengo que ser prudente. No hay que vender la piel del oso antes de matarlo. Si me confío demasiado puedo cometer errores y eso nos puede costar muy caro a todos”. Se lo dijo una y otra vez, hasta la saciedad. Por eso, cuando llegó al Tempestad, estaba muy serio.

—¿A qué viene esa cara, chico de la caperuza? —le dijo Jhandi al verle subir a la nave con un aspecto tan grave.

Driadan negó con la cabeza.

—A nada. A que vamos a arrasar—respondió, igual de serio.

Después se metió en las bodegas y echó de allí a un Fernos ya borracho. Cerró por dentro y se dedicó a desahogarse dando saltos y golpes a las cajas, gritando como un crío, lanzando hurras y bailando con las escobas y las fregonas. 

Hay momentos para todo, y uno no tiene por qué ser un rey demasiado regio durante todas las horas de su vida.


...

6 comentarios:

  1. Parece que todo puede salir bien y Driadan conseguira su trono.Espero que sea asi. Tambien espero que Ioren vuelva a aparecer. Que ganas tengo de ese rencuentro.
    Gracias por estos capitulos, geniales como siempre

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  2. Genial cada dia se hacer mas a su objetivo y yo estoy que me como las uñas por mas capitulos. Gracias por su trabajo escriben increible.

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  3. Ya queda muy poco, chicas, ¡Estoy triste! Esto se acaba.

    Gracias a las dos <3

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  4. -¡Dónde vives? Quiero besarte, en serio!!! Me ha dejado sin palabras, no sabes lo emosionante que es leerte- aunque tiendes a tardar lo tuyo- pero tus letras valen su peso en oro.

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  5. <3 gracias Pisque!!! Ya sé que tardo mucho a veces pero como dice el dicho, lo bueno se hace esperar! jajajajaja nah, depende de la época, cuando estoy más tranquila y tengo menos responsabilidades fuera de lo que es escribir suelo llevar un ritmo más vivo.

    Un abrazo y gracias por el apoyo ^^

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  6. Oyeme bien pichón de Tolkien, no me vayas a salir con una. Espero que todo le salga muy bien al chico, mira que ha cojido mas lucha que un forro de catre.

    Buenisimo el cap. nena, un abrazote, aqui espero las actus, no dures mucho por fissssss.

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