45.- Hombres y guerreros
De pie sobre uno de los toneles de las bodegas, Driadan
estaba entrenando. Mantenía las espadas rectas, firmemente sujetas, y ejecutaba
los movimientos mientras en su cabeza se repetía las enseñanzas del Rojo una y
otra vez, con cada golpe al aire. “Un hombre libre es dueño de sí mismo”. Una y
otra vez, para no olvidarlas. “Se abandona a su propia tormenta cuando así lo
desea, no cuando ella le domina”.
Tenía los ojos cerrados y escuchaba el mar. Su pulso era
como el latir de un corazón que le unía con todo lo que había dejado atrás y
también con su propio destino; lo sentía como algo místico y mágico, como nunca
antes lo había sentido hasta que estuvo en Thalie. Las olas golpeaban el casco
del navío anclado con una cadencia perfecta, constante, equilibrada,
simétrica. “Un hombre se mantiene libre gracias a la disciplina; La disciplina
te garantiza la libertad, la falta de ella te deja a merced de la tempestad. Puede elevarte, o estrellarte contra las rocas.”
Inspiró profundamente e hizo descender los filos hacia abajo
muy lentamente, sin que temblaran, sujetando las empuñaduras con fuerza pero
sin tensión. El barco crujía y oscilaba al compás de la marea. El viento
silbaba en la cubierta al filtrarse entre las grietas de las tablas y los
pequeños agujeros.
“Un hombre libre es disciplinado.”
Giró las hojas en un arco ascendente, el metal vibró como
una copa de cristal en el aire quieto de la bodega, donde el viento no silbaba.
Allí olía a especias, a salitre y a madera mojada.
“Un hombre disciplinado es rey de sí mismo.”
Al recordar sus palabras, le parecía oír su voz. Casi podía
evocar la imagen de Ioren, su presencia, su olor peculiar y potente. Podía
imaginar que estaba con él en el acantilado, junto al océano gris, practicando
y escuchando, como había hecho tiempo atrás.
Aquellos recuerdos no solo le fortalecían, también le
consolaban. Y necesitaba ese consuelo, porque la forzada separación le hacía sufrir. Le dolía su ausencia y la pena pesaba
sobre el corazón como una losa, pero por alguna razón que aún no se explicaba
no se sentía vacío. Al principio había sido como arrancarse las entrañas, pero
después, ese hueco no se había rasgado hasta dar lugar de nuevo a la aullante
grieta que antaño le había torturado, sino que se había ido mitigando poco a
poco. Lo que Ioren le había dado permanecía vivo en el interior de Driadan,
como una llama danzarina que no se extinguía y le alimentaba, y por ello se
sentía afortunado en medio de su dolor. Y sobre todo en aquel momento de su vida: Era el
tiempo de la venganza, de la sangre y la espada, del fuego y el acero. “Y
cuando es tiempo de fuego y acero, la rabia se eleva por encima del sufrimiento
y templa las almas, las mantiene firmes”. Aquello no lo había dicho Ioren, pero
le gustaba cómo sonaba.
Hizo girar las empuñaduras entre los dedos y después trazó
varios círculos antes de depositar sendas puntas sobre el tonel. Tomó el bajo
de su camisa y con él limpió primorosamente las hojas antes de envainar. Estaba
en ello cuando se abrió la puerta y Fernos entró en la bodega como un vendaval.
Sus pasos enérgicos destrozaron la quietud. Driadan se volvió hacia él con
expectación.
—Fernos. ¿Qué noticias traes?
El hombre se plantó frente a él, enorme y rubicundo, con el
cabello leonino enmarañado y el ancho rostro muy serio. Los ojos le brillaban
intensamente, y antes de que hablara, Driadan supo que había tenido éxito.
—He conseguido a los mineros del norte.
Una sonrisa fiera se abrió paso en los labios del antiguo
esclavo. Driadan reprimió la suya y asintió severamente. Se acercó y le golpeó
el brazo varias veces.
—Bien hecho. Bien hecho, amigo mío. —Fernos le devolvió un
par de rotundas palmadas en la espalda. —Siéntate y cuéntame cómo ha ido tu
viaje. Debes estar agotado.
—Hace falta mucho más que un viaje de seis días a caballo
para agotarme—replicó Fernos. No obstante se dejó caer en una silla
destartalada que crujió bajo su peso. Luego comenzó a quitarse la empapada capa
a tirones. —Seguí las indicaciones que me dio Grimm y tomé el viejo camino
del Norte en lugar del nuevo. Estaba lleno de matojos y de piedras y además vi
algunos lobos en las cercanías del bosque, pero el trayecto fue bien, sin
incidentes. No encontré a un alma por ese sendero, bendito sea ese pescador
antipático.
Driadan tomó un pichel de cobre que había colgado en la
pared y abrió el grifo de un barril de cerveza. Lo llenó y se lo tendió a su
camarada.
—Me alegra oír eso. ¿Cuánto tardaste en llegar a Terragris?
—Ocho días, había mucho barro—respondió Fernos, después de
dar un largo trago. Reposó la espalda en el respaldo de la silla y la inclinó
hacia atrás, suspirando con satisfacción—. Por los hígados del Leviatán, qué
ganas tenía de un trago.
—¿Y cómo te recibieron?
Ocho días era un tiempo muy aceptable para el largo viaje a
caballo hasta el Norte, y el pueblo al que Fernos había sido enviado era un
asentamiento bastante grande y muy antiguo. Los primeros hombres de las
montañas habían vivido allí, antes de que Nirala fuera un reino propiamente
dicho. Sus hombres eran tan hoscos como los pescadores con los que ahora
convivían, rudos y desconfiados. Y muy orgullosos.
—Mejor de lo que esperaba. Creo que les gusta la gente
grande y fuerte.
Driadan sonrió un poco y levantó la barbilla con
suficiencia.
—Pues claro. ¿Por qué crees que te mandé a ti?
Fernos se echó a reír.
—Chico listo, serás un rey cojonudo—afirmó, dando otro
trago—. Pues me ofrecí a echarles una mano con los sacos de plomo durante una
semana y aproveché para ver cómo les iba a aquellas gentes. Y no te va a gustar. Lo
están pasando verdaderamente mal, se mueren de hambre.
Driadan se sentó en una caja y le miró, apretando un puño.
—¿Me estás hablando en sentido literal?
Fernos asintió. Su semblante se había vuelto más serio.
—Los niños se mueren, Driadan. El Reino se queda con siete
de cada diez partes de mineral, y con todas las gemas. Los padres de familia no
saben cómo alimentar a sus hijos y muchos se hacen soldados o practican la caza
furtiva. En ambos casos, se juegan la vida. No son pocos los que la pierden.
Driadan pensó en ello durante un momento, frotándose el
mentón con un dedo. Por una parte, sentía angustia al pensar en los habitantes de Terragris. El pueblo de Nirala nunca le había importado demasiado, ni cuando era
un príncipe ni tampoco más adelante, cuando empezó a planear cómo recuperar su
trono. Pero lo que había aprendido de Ioren el Rojo durante su estancia en
Thalie le había calado profundamente, y al comprender que necesitaría al pueblo
para reconquistar la corona, empezó a verles realmente, a ser consciente de
quiénes eran y lo que significaban. Por eso, al pensar en las familias pasando
necesidad se le hizo un nudo en la garganta, pero al mismo tiempo, se alegró
de que fuera así. “Si no estuvieran desesperados no habrían depositado sus
esperanzas en Fernos”, se recordó.
—¿Pudiste ayudarles?—preguntó.
—Lo hice, todo lo que pude. Pero no les di el oro. Esa gente
no quiere oro, quieren pan.
Driadan volvió a asentir y tomó nota mentalmente.
—Supongo que cuando les hablaste del heredero de Drommath no
te creyeron.
Fernos rió por lo bajo, jugueteando con la jarra entre los
dedos. La levantó y se echó el resto del contenido al gaznate, al tiempo que el
barco daba un suave bandazo a causa de una ola más fuerte. La marea empezaba a
subir.
—No se lo creyeron, no. Pero les da igual. Quieren un
cambio, y no tienen nada que perder, así que se unirán a la rebelión.
—¿Van a luchar, entonces?
—Lucharán—afirmó el corpulento hombre, dejando la jarra de
un golpe sobre una caja de especias—. Pero no lo olvides: solo son mineros. No
son guerreros.
Driadan hizo una mueca desdeñosa, poniéndose en pie.
—Todos los hombres son guerreros.
—Tal vez, pero los que excavan en las minas no tienen muchas
posibilidades contra los que visten de soldados.
—Hemos traído armas.
—Sí, pero otra
cosa es que sepan usarlas.
—Pues aprenderán.
—No se aprende en un día, chico.
—Pues entrenarán durante el tiempo que haga falta—replicó
Driadan, sin alzar la voz. Había levantado la barbilla y le miraba desafiante,
adelantando un poco el mentón.—¿Es que ya no te acuerdas de lo que éramos tu y
yo antes de que Ioren llamara al fuego y al acero? ¿Sabías usar un hacha mejor
de lo que pueden usarla ellos? ¿Deseabas hacerlo, en primer lugar? Ioren creía
en ti, en mi, en todos. Y su convicción nos hizo volver a creer en nosotros
mismos. Si él nos dio la oportunidad de luchar, yo se la daré a los mineros, y
a los pescadores y hasta a las malditas piedras si hace falta.
Fernos se le quedó mirando en silencio y al final asintió
con fuerza, en un solo movimiento.
—Así sea. Que los dioses me arranquen las barbas, no sé qué
fuego tienes dentro, chico, pero cuando te oigo hablar así me recuerdas a…
—¿Con cuántos hombres crees que podemos contar?—le
interrumpió Driadan. Ya sabía lo que iba a decir y no le apetecía escucharle.
—Al menos una centena, puede que ciento cincuenta.
—Estupendo. Has hecho un gran trabajo, Fernos. No sé como
agradecértelo.
El hombretón se rió a carcajadas y subió los pies sobre una
caja, cruzándolos después.
—Con una empanada de pescado y ese tonel bien a mano. Pienso
dedicarme a comer, beber y dormir durante los próximos tres días.
Driadan se rió con él, arrojándole al vuelo otra jarra.
—Muy bien, pero que no sean más de tres. Tenemos una guerra
que librar.
Las risotadas de Fernos le hicieron eco mientras subía las
escaleras para salir a la cubierta. Antes de pisarla, se echó la capa sobre los
hombros y se cubrió con la caperuza hasta la nariz. Aquella vieja capa de lana
le había acompañado desde que abandonaron Shalama. Ya estaba deshilachada cuando Ioren se la dio, pero ahora estaba aún más rota: se había
descosido en varios puntos y tenía un par de desgarrones. Aun así, a Driadan le
encantaba, pues era la más holgada y la que mejor le permitía ocultarse.
Bajó del barco tras cerciorarse de que no había nadie en las
cercanías y se escurrió sigilosamente hacia las zonas más desiertas del
fondeadero, donde sólo algunas pequeñas barcas y esquifes se varaban en la
orilla y apenas había tránsito de pescadores. El cielo seguía estando
encapotado. Era la estación otoñal y las tormentas eran muy frecuentes durante
esa época del año. Las nubes rara vez abandonaban el firmamento y desde hacía
más de dos semanas, las que lo cubrían eran tan negras y espesas que parecía
anochecer antes de tiempo.
A Driadan aquello le convenía para pasar aun más
desapercibido.
Caminó por la playa rumbo al norte, pensando en su
situación. Las cosas estaban yendo mejor de lo previsto gracias al descontento
general de las gentes de Nirala. Cuando arribaron a las costas, Arévano no
había necesitado mucho tiempo para ganarse las lealtades de varios pescadores
de Fondeadero, que les encubrieron y les permitieron atracar en el puerto fingiendo ser comerciantes.
Algunos de ellos tenían contactos y con el paso de las semanas, recibieron
noticias acerca de las hambrunas en el Sur, la subida del precio de los
cereales, la penosa situación de los granjeros y los pastores que tenían que
comerse sus propias cabras, el aumento de la delincuencia y las presiones sobre
los mineros. Driadan no tardó en comprender lo que estaba sucediendo. Starling
estaba vendiendo la nación al Imperio del Este y había empezado por las
materias primas y los alimentos. “¿En qué está pensando mi padre?”, se
preguntaba Driadan sin poder evitarlo. Con el tiempo y la distancia, había
empezado a comprender de un modo diferente los lazos que les unían, y a pensar
que tal vez se parecía más a él de lo que había pensado en un principio. Al rey Drommath, la
pérdida de su mujer le había afectado mucho pese a ser un fiero guerrero,
pero si la desaparición de su hijo le había hecho caer en tal estado de indiferencia era porque era más sensible de lo que parecía. “Debió haber decapitado a esos
Starling en la Sala del Pegaso en vez de cortar la cabeza a los hombres de
Ioren. Aunque bien pensado, quizá todo lo que está pasando es la condena de los
Dioses por aquello”.
Frunció el ceño y volvió la mirada hacia el horizonte. La
mar estaba picada y las grandes olas azules rompían con fuerza en la playa
rocosa. “Los Dioses no intervienen en asuntos de hombres”, había dicho Ioren en
aquella ocasión. “Pero enviarán vuestra imagen en sueños a nuestros hijos…”
—Tú que los llamas e invocas su poder, dices que los Dioses
no intervienen en asuntos de hombres. Es extraño—murmuró.
Siguió andando, las suelas de las botas rechinando sobre los guijarros húmedos. Recordaba las veces en las que el Rojo
había invocado aquella magia primitiva y ancestral para encender los fuegos,
para alzar las olas o para sanarle. Aunque le había visto hacerlo, no dejaba de
resultarle un misterio absoluto. Aunque al principio Ioren invocaba a sus
Dioses de forma puntual y casi a escondidas, después de que recuperase la Silla
se había mostrado menos tímido. Aunque no utilizaba ese poder para exhibirlo,
para asustar u oprimir a otros, ni siquiera para festejar, muy de vez en cuando
salía a la puerta de la gran casa de madera en la que habitaba el thane por derecho y se acercaba al blandón central de
hierro forjado que dominaba la plaza. Dejaba allí un sacrificio, fueran
palomas, gansos, pieles o un montón de piezas de oro, e invocaba a Rúnya del
Fuego Oculto en voz baja y arrebatada. Entonces las llamaradas rojas se
elevaban y comenzaban a danzar, el fuego resplandecía y se elevaba. Y él se arrodillaba, sin agachar la cabeza, los ojos azules fijos en el
corazón del fuego, donde parecía ver algo que nadie más veía.
Esos eran los momentos de Ioren que atesoraba en su corazón y le asaltaban de cuando en cuando, como entonces, a pesar de que en su cabeza
estuviera pensando en conquistas y batallas.
Se había abstraído tanto que no se
dio cuenta de dónde estaba hasta que escuchó hablar a alguien.
—Te dije que nos meterías en problemas a todos.
Driadan frunció el ceño y buscó el origen de aquella voz, que
le llegaba apagada, como si alguien estuviera conversando con una mano delante
de la boca o una almohada en la cara. Había llegado al final de la línea de
playa y las piedras y guijarros se convertían aquí en un terreno escabroso de
roca viva, con pequeños agujeros provocados por la erosión y afilados bordes.
Una pared de piedra casi negra se alzaba delante de él, cubierta de moho húmedo
y algas en su falda, y más arriba, musgo y hierbajos de montaña. El rumor del
mar se iba convirtiendo en estruendo poco a poco, pero aun así le permitía
escuchar la conversación.
—No he hecho nada malo. ¡Soltadme!
—Esto es por tu bien.
Driadan entrecerró los ojos. Tanteó la roca con la mano.
—¿Por qué no quieres hablar? Sólo te he hecho una pregunta.
Las palabras parecían provenir de muy lejos, como ecos en un
sueño. Acercó el rostro a la pared rocosa y prestó atención, y la siguiente
frase le llegó mucho más nítida y clara.
—Si no respondes, te juro que haré que te ahorquen, Grimm.
Tu hermano se moriría de vergüenza si no estuviera muerto ya.
“¿Grimm? Mierda.” Apretó los dientes.
—¡Cierra la boca, desgraciado! No te atrevas a mencionar a
mi hermano.
“Es una cueva”, comprendió Driadan. Corrió, alejándose del mar y siguiendo el escollo, buscando la entrada. Con una mano se aseguró de
llevar al menos un par de dagas en el cinto, pero aun así, agarró una de las
piedras afiladas que encontró en su camino y se la guardó entre los dedos por
si había necesidad de desnucar a alguien. Casi tuvo que dar la vuelta completa
al enorme brazo de piedra que descendía hasta el agua, y finalmente encontró
una oquedad oculta entre varios arbustos espinosos. Los apartó y entró a la
gruta, todo lo silencioso que pudo.
El interior era menos espacioso que un templo, pero estaba
iluminado: La parte superior del escollo tenía dos grandes oquedades abiertas
como chimeneas naturales que dejaban entrar la luz escasa del sol de la tarde.
Se escuchaba el agua goteante y los borboteos de la marea, que hacían ecos por
todas partes. Y en el centro de la estancia había un soldado y tres pescadores.
Dos de ellos sujetaban al tercero, que no era otro que el joven Edward Grimm.
—Dime quién te ha dicho que el Príncipe está vivo—exigía el
soldado. Llevaba un tabardo con un caballo alado y la armadura reglamentaria, de cuero tachonado y placas ligeras.
—Vete al infierno.
—¡Vamos Grimm, colabora, maldita sea!—dijo otro pescador.
Éste era un hombre muy viejo y ceñudo. Driadan no podía ver bien sus rasgos en
la oscuridad pero no le parecía excesivamente fuerte.
—Estás cometiendo una locura, Grimm—decía el soldado, que
parecía exasperado—. ¿Es que no te das cuenta? No sabes quiénes son esos
hombres ni lo que pretenden.
—Quieren la rebelión—escupió Grimm.
—Sí, eso es lo que te han dicho. Pero ¿por qué les has
creído? ¡Ni siquiera tienes una maldita prueba! ¿O sí la tienes?
Driadan apretó los dientes. La discusión siguió adelante,
pero él ya no la escuchaba. Era sólo un soldado, estaba seguro de poder dar
cuenta de él, pero los otros dos pescadores…
“No tengo elección”, se dijo. “Lo sabe. Él y quién sabe
cuántos soldados más. Está poniendo en peligro todo el plan”. Pensó en
desenvainar las dagas, acercarse con sigilo y dar cuenta de él de forma rápida
para después salir corriendo. Estaba visualizándolo claramente, pero mientras
lo hacía, ya caminaba hacia ellos, saliendo de su escondite y apartándose la capucha.
Los pescadores volvieron la mirada hacia él. El soldado se dio la vuelta,
llevando la mano a la empuñadura.
—¿Y qué clase de prueba queréis? ¿El sello real?
Cerró las manos en sus armas, agarrándolas, agarrándose a
ellas. "Si hay que darles una oportunidad para luchar, también tengo que dársela para elegir".
—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —El soldado y los tres
marineros se atropellaron al hablar, dando un par de pasos atrás y colocándose
en posiciones defensivas. Soltaron a Grimm, que se sacudió los brazos y le
dirigió una mirada suspicaz.
Driadan dio dos pasos más hasta quedar bajo uno de los haces
de luz. Los ojos rojos relampaguearon con determinación y todos pudieron
verlos.
—Soy Driadan Horwing, heredero al Trono.
—¿Qué es esto?—exclamó Grimm, tan conmocionado
como enfadado—. ¿Es otro engaño de los Starling?
—Quien esté del lado de los Starling, que sepa que apoya la
destrucción del reino y que la peor de las venganzas caerá sobre él. Será
ejecutado por mi mano, aquí y ahora—dijo Driadan, con fría calma—. Quien esté del lado de mi padre y del mío,
que sepa que me tendrá de su lado. Haced rápido vuestra elección, porque si
tengo que luchar prefiero que sea cuanto antes. Hace meses que no corto una
garganta.
El pescador más joven abrió mucho los ojos y la boca. Luego
miró alrededor e hincó la rodilla en el suelo a toda prisa. Grimm dudó unos
momentos. Le miró, de arriba abajo, varias veces, y después contempló sus ojos
como queriendo asegurarse de que no le engañaba la vista. Fue el siguiente en
arrodillarse. El marinero viejo, en cambio, se quedó como estaba, encorvado y
estrechando tanto los párpados que sus ojos parecían dos puñaladas en su
rostro.
Driadan sentía el corazón latirle con fuerza. Volvió la
mirada hacia el soldado, que también parecía tremendamente sorprendido, pero no
apartaba la mano de la empuñadura. Clavó las pupilas en las suyas y las mantuvo
ahí, en silencio, durante largos segundos.
—Driadan Horwing está muerto—empezó a decir, confuso—. Le
mató su esclavo, le arrojó por las almenas.
—Driadan Horwing soy yo, y estoy muy vivo. ¿Y tú, soldado, a
qué reino sirves? ¿A Nirala, o al Imperio del Este? Decídelo pronto. No soy muy
paciente.
Algo en el caballero pareció cambiar entonces, como si una
tensión desapareciera de sus hombros. Apartó la mano del pomo de la espada y se
la llevó al pecho, inclinándose después profundamente.
—Os sirvo a vos, Majestad. —Y luego añadió:—Doy gracias a
los Dioses de que estéis aquí. No pensaba que fuera cierto. Creía que alguien
estaba manipulando a Grimm y a los demás. Disculpadme.
Sólo entonces, el viejo agachó la cabeza también.
Driadan
hubiera deseado ponerse a dar saltos de alegría en ese preciso instante. Una
explosión de triunfo le sacudió la sangre en las venas, pero se obligó a
mantenerse tranquilo y contener sus emociones.
—¿Por qué le estabas interrogando?—preguntó Driadan. Luego
cayó en la cuenta de que el soldado seguía inclinado y los demás, de rodillas.
—Eh… descansad. Os podéis poner derechos, todos.
Los pescadores se irguieron y el soldado alzó la cabeza,
aunque no volvió a mirarle directamente ni una sola vez. Cuando habló lo hizo
en tono marcial y sereno.
—Majestad, yo nací en este pueblo. Mi hermano es pescador,
somos amigos de Grimm y de su…
—Si a esto lo llamas amistad no quiero saber cómo tratas a
tus enemigos—interrumpió Grimm—. Y perdone, Majestad. Digo, perdonad.
Driadan levantó la ceja y siguió escuchando al soldado.
—Llegó a mis oídos el rumor de que el Pegaso se alzaba de
nuevo y quería saber cuánto tenía de verdad. Temía que fuera una
estrategia de los Starling, o alguna clase de traición.
El príncipe asintió y se quedó mirándole un momento,
pensativo. ¿Podría confiar en él?
—¿Y qué vas a hacer ahora que has comprobado cuál es la
verdad?
—Llevar la noticia a los hombres del ejército, Majest...
—Eso no puede suceder—le cortó Driadan, tajante—. Nadie debe
saber que estoy aquí, todavía.
El soldado apretó los labios. Después le miró de soslayo,
casi con temor.
—Permitid al menos que les lleve la esperanza. El Ejército
de Nirala sigue sirviendo al Rey, como siempre ha hecho, y el Rey es vuestro
padre… aunque Starling nos envíe a morir a tierras extranjeras.
—Ya—respondió el joven, con una sonrisa ácida—. ¿Y si el ejército sirve al Rey, por qué no se han levantado en armas contra la estrella de Starling?
—Porque el Rey les ha legitimado, Majestad. Y... porque vos no
estabais aquí.
“Necesitan un líder”, comprendió. Y comprendió más allá de eso lo que implicaba su afirmación. “Dioses, y ese soy yo”. Sintió un repentino mareo y una presión violenta en el
pecho, después el corazón volvió a latirle como un loco.
—¿Me estás diciendo que, en caso de instigar una rebelión,
puedo contar con el ejército de Nirala, soldado?
Era demasiado bueno para creerlo. El soldado volvió a
cuadrarse e hizo otra reverencia.
—Sois el príncipe heredero, Majestad. Podéis y debéis.
Driadan cambió el peso de pie y asintió. Después se dio la
vuelta para salir de ahí, necesitaba urgentemente que le diera el aire… o
encerrarse en las bodegas. Se detuvo a medio camino al darse cuenta de que
tenía que decir algo a aquellos cuatro tipos que le miraban muy fijamente.
—Bien. Pues… los pescadores seguid con vuestro trabajo
normal. Y con las conspiraciones. En cuanto a ti, soldado, ven esta noche a
esta misma cueva. Te mandaré a uno de mis hombres para concretar un plan de
acción.
—Sí, Majestad—respondieron a coro.
—Gracias.
Los cuatro hombres se miraron, algo perplejos. “Vale, los
reyes no dan las gracias”, se recordó Driadan. Después echó a andar y se caló
la capucha hasta la nariz, caminando como si tuviera fuego en los talones. Si
no tuviera que mantener la discreción se habría arrojado al mar, gritando de
júbilo, de emoción y de puros nervios, pero ahora ya no era un niño y tenía que
mantener los pies en la tierra. Aún no las tenía todas consigo. “Tengo que
planearlo todo bien y medir mis pasos”, se dijo. “Tengo que ser prudente. No hay que vender la piel del oso antes de matarlo. Si me confío demasiado puedo cometer
errores y eso nos puede costar muy caro a todos”. Se lo dijo una y otra vez, hasta la
saciedad. Por eso, cuando llegó al Tempestad, estaba muy serio.
—¿A qué viene esa cara, chico de la caperuza? —le dijo
Jhandi al verle subir a la nave con un aspecto tan grave.
Driadan negó con la cabeza.
—A nada. A que vamos a arrasar—respondió, igual de serio.
Después se metió en las bodegas y echó de allí a un Fernos
ya borracho. Cerró por dentro y se dedicó a desahogarse dando saltos y golpes a
las cajas, gritando como un crío, lanzando hurras y bailando con las escobas y
las fregonas.
Hay momentos para todo, y uno no tiene por qué ser un rey
demasiado regio durante todas las horas de su vida.
...
Parece que todo puede salir bien y Driadan conseguira su trono.Espero que sea asi. Tambien espero que Ioren vuelva a aparecer. Que ganas tengo de ese rencuentro.
ResponderEliminarGracias por estos capitulos, geniales como siempre
Genial cada dia se hacer mas a su objetivo y yo estoy que me como las uñas por mas capitulos. Gracias por su trabajo escriben increible.
ResponderEliminarYa queda muy poco, chicas, ¡Estoy triste! Esto se acaba.
ResponderEliminarGracias a las dos <3
-¡Dónde vives? Quiero besarte, en serio!!! Me ha dejado sin palabras, no sabes lo emosionante que es leerte- aunque tiendes a tardar lo tuyo- pero tus letras valen su peso en oro.
ResponderEliminar<3 gracias Pisque!!! Ya sé que tardo mucho a veces pero como dice el dicho, lo bueno se hace esperar! jajajajaja nah, depende de la época, cuando estoy más tranquila y tengo menos responsabilidades fuera de lo que es escribir suelo llevar un ritmo más vivo.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por el apoyo ^^
Oyeme bien pichón de Tolkien, no me vayas a salir con una. Espero que todo le salga muy bien al chico, mira que ha cojido mas lucha que un forro de catre.
ResponderEliminarBuenisimo el cap. nena, un abrazote, aqui espero las actus, no dures mucho por fissssss.