martes, 16 de octubre de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar — XXXII


Gabriel


«En los sueños, el tiempo siempre discurre de manera diferente.»

Gabriel creía saber cómo se había sentido Alicia al atravesar la madriguera del conejo. Sin saber lo que le esperaba al otro lado, tal vez irracionalmente asustada, al menos aquella niña era eso, una niña, y su mente no estaba tan constituida como la de un adulto. Se adaptaba mejor a los cambios, y también a lo insólito, a la maravilla. Los niños se sorprenden todo el tiempo. Los adultos se acostumbran a que nada pueda sorprenderles. De ese modo, Gabriel se había acostumbrado a ignorar todo aquello que podía provocarle un asombro poco menos que moderado, y ahora, mientras caminaban a través de callejones cada vez más oscuros y sórdidos, bajo la luz titubeante de farolas ambarinas que parecían a punto de apagarse todo el tiempo, se esforzaba en ser como esa cría rubia de los cuentos de Lewis Carroll. No, no era sencillo.

—¿Dónde vamos?—preguntó en un momento dado.

—Vamos a ver a Solomon—respondió en un susurro Lucero.

La chica le había soltado la mano, pero seguía patinando junto a él. Su uniforme de motorista, aún desgastado, parecía más nuevo que su propio abrigo. Litio y Hechicera iban algo adelantados, transportando entre los dos al durmiente del maletín. El primero era un muchacho desgarbado y muy delgado. Llevaba unos vaqueros con los bajos apretados alrededor de los tobillos con cinta aislante negra y una cazadora de béisbol. Gabriel no le había podido ver el rostro a causa de la máscara con la que se cubría, pero su cabello, desgreñado y cortado de forma irregular, se disparaba en puntiagudos picos hacia arriba y hacia los lados, de color castaño oscuro y con restos de un tinte verde o azul, era difícil decirlo con la equívoca luz de las farolas. En cuanto a Hechicera, se trataba de una joven alta que iba envuelta en un impermeable y se cubría el cabello con la caperuza del mismo. El impermeable era de color gris oscuro y se podía ver la marca de una famosa casa fabricante de artículos deportivos y de supervivencia en su espalda. Estaba desgastada y descascarillada. De los bolsillos asomaban pequeños objetos extraños: cables, destornilladores, un puño americano.

—¿Quién es Solomon?—volvió a preguntar Gabriel, en el mismo tono de voz en el que ella le había respondido.

«Son demasiado jóvenes. ¿Cuántos años tienen? ¿Dieciocho? ¿Veinte? ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué están solos?»

—Solomon es un Vigilante. Él sabe muchas cosas.

—¿Sobre qué?

—Sobre esta ciudad, sobre los Durmientes, sobre los Vigilantes. Sobre la gente como tú. Sobre cualquier cosa.

—¿También sobre los monstruos como el que me he cargado?

Ella asintió con la cabeza.

Alzó la ceja, echando un vistazo a los otros dos patinadores. Uno era más alto que los demás y tenía una máscara que sólo cubría la boca, por lo que podía ver casi todo su rostro. Parecía algo más mayor, tal vez rondando los veintiséis años. Portaba un palo de hockey que llevaba apoyado en el hombro y se deslizaba muy silenciosamente. Llevaba unos pantalones y una camisa de corte militar, de colores grises, negros y blanco sucio, ideales para esconderse en la ciudad. El pelo rubio, rapado por un lado, estaba peinado hacia el otro, al estilo romántico, y en su mirada había una mezcla de vacío y decisión punzante que Gabriel supo reconocer enseguida. Era aquella la mirada de quien ha visto mucha muerte y de quien, probablemente, también la ha provocado en más de una ocasión. El otro tenía el pelo largo recogido en una coleta en la nuca y llevaba un mono de trabajo, rodilleras y coderas, algunos refuerzos que Gabriel reconoció como piezas protectoras para futbolistas y unos grandes guantes. Del cuello le colgaban un par de botas atadas entre sí por los cordones, viejas, con la suela destrozada.

—Os he visto por ahí—dijo, mirando de nuevo a la chica, Lucero—. A vosotros o a algunos de los vuestros. ¿Qué hacéis exactamente?

La muchacha respondió sin vacilación.

—Lo que podemos.

Gabriel sonrió a medias. Se llevó la mano libre al bolsillo de atrás de los vaqueros, buscando el paquete de tabaco. Al no hallarlo, comenzó a registrar su propio abrigo.

—Eso no es una contestación.

La muchacha suspiró y se pasó las manos por el pelo, recogiéndolo bajo las cintas que sostenían la máscara pegada a su rostro. Su voz sonaba algo distorsionada a causa de los filtros.

—Defendemos las posiciones que nos quedan en la ciudad. Las defendemos de ellos, de los bichos. Es lo máximo a lo que podemos enfrentarnos. Satures, rémoras, algún esclavista… ya sabes.

Gabriel asintió con la cabeza y luego dijo:

—No tengo ni la más remota idea de lo que dices. Pero vale.

—¿Y ya está? —Lucero se rió por lo bajo, los ojos oscuros chispearon bajo los vidrios de la máscara. —Pensaba que ibas a hacer unas cuantas preguntas más.

Había encontrado una cajetilla aplastada de la que extrajo un cigarrillo retorcido y medio roto. Lo encendió con un mechero que casi se caía a trozos y había encontrado al fondo de otro bolsillo. Tuvo que hacer girar la piedra varias veces antes de conseguir que una pequeña llamita anaranjada se iluminara en el extremo.

—Todavía no. Cuando llegue el momento. Por ahora, me basta con saber que ellos son los malos—afirmó—. Y eso lo sé muy bien.

Echó un vistazo a la taza de Nueva York, tomando una profunda calada mientras caminaban. El aire parecía cargado y ácido a medida que la niebla roja se hacía más densa, y eso, de alguna manera, le hacía sentirse agresivo. Debía ser noche cerrada, a juzgar por la oscuridad que parecía cubrirlo todo. Su reloj se había parado y el teléfono móvil estaba sin cobertura. Y debido a la bruma que emborronaba el firmamento, era imposible saber con exactitud la hora que era. No se veían estrellas, luna, sol ni nubes, sólo las volutas de humo rojizo reflejando la iluminación artificial.

No le sorprendió encontrar, al alzar la mirada, los gigantescos ventiladores de metal corroído que asomaban aquí y allá entre los edificios. Las aspas giraban, emitiendo un gemido grave y metálico que parecía armonizar extrañamente con el resto de sonidos de la ciudad: Las ruedas de los patines de los chicos, el zumbido de los cables de alta tensión, el ronroneo de los motores, la profunda respiración de las bombas de aire y vapor. Aquella era la música de los miles de órganos artificiales que daban vida al dragón de acero, cristal y asfalto que era la ciudad. Por un momento, esa extraña sinfonía entrópica le resultó densa y mareante, pero cuando empezaba a provocarle náuseas, el recuerdo de la melodía que llevaba consigo le devolvió la serenidad. Y con la serenidad, su recuerdo.

Los ojos verdes, como estrellas preciosas.

La añoranza le cerró la garganta. Con un impulso instintivo, hundió la mano en el bolsillo del abrigo. Debería haberse sorprendido, como un niño, como Alicia en la madriguera del conejo, cuando sus dedos tocaron el frío metal granuloso. Antes había estado hurgando en ese mismo bolsillo en pos del tabaco y no recordaba que aquello estuviera allí. Extrajo el objeto y lo miró. Veinticinco bolitas imantadas que se mantenían unidas por esa misteriosa fuerza que las hacía atraerse.

Se detuvo sin darse cuenta, contemplando su regalo, cuando las imágenes comenzaron a desfilar por su mente en una avalancha de recuerdos entrecortados, como una cinta de película a la que le faltaban fotogramas. David, Cain, en casa. La cena de San Valentín. El pequeño paquete sobre la mesa. «No me sueltes», había dicho el chico. «Nunca», había respondido él. En sus recuerdos, sin embargo, las cosas eran diferentes a como las había visto entonces. Su apartamento no era blanco y limpio, las paredes estaban llenas de manchas oscuras y el suelo tenía una capa de polvo. Los ojos de David eran aún más brillantes y hermosos, y su expresión era indescriptible, celestial. En sus recuerdos las cosas no eran como habían sido. Eran como habían sido de verdad. Esta certeza le provocó nuevas náuseas.

—¿Por qué te paras?

La voz de Lucero parecía llegar desde muy lejos, a años luz. La buscó con la mirada y negó con la cabeza.

—Por nada… disculpad.

Reanudó la marcha, más por obligación que por deseo, manteniendo el regalo de Cain, de David, entre los dedos, apretándolo hasta clavarse las diminutas bolitas de metal en la palma de la mano. Las imágenes en su memoria iban desperezándose, descubriéndose del sudario de irrealidad con el que se habían maquillado hasta entonces. Se desnudaban poco a poco, mostrando una luz sucia y ambarina, nubes de óxido al otro lado, techos con manchas de humedad y suelos polvorientos. En uno de sus recuerdos, el sillón que recordaba acogedor y blanco era una mancha pardusca, requemada, y por un agujero, una gruesa cucaracha henchida y torpe asomó y cayó boca abajo sobre el parqué carcomido. Luego se enderezó y echó a correr, pasando entre los pies de David, que le miraba, le hablaba. Su voz hacía un eco musical y extraño y su presencia luminosa desentonaba entre toda aquella sordidez. «¿Así ha sido todo, siempre?», se preguntó, angustiado, con un puño cerrado en la taza y el otro en las diminutas esferas imantadas. «¿Así ha sido el mundo? ¿Ruinas, imperfección y basura?». Miró alrededor, desolado, dejando que sus ojos se ahogaran en las siluetas de los edificios y las grietas de los muros, en las alcantarillas rebosantes.

Caminaron a lo largo de una calle ancha, pegados a las paredes. Después cruzaron por una escalera de incendios y avanzaron una parte del trayecto por las azoteas, mientras los chicos en patines miraban a un lado y a otro. Nadie más volvió a importunarles y ningún otro monstruo se cruzó en su camino. Atravesaron un antiguo garaje casi a oscuras y al llegar al otro lado, el edificio medio en ruinas de un centro comercial parecía aguardarles. A Gabriel le recordó, enorme, oscuro, desnudo, al cadáver descarnado de un uro ya devorado por los buitres.

—Es aquí—dijo Lucero.

Los muchachos apretaron el paso. Gabriel también iba a hacerlo, pero el joven del palo de hockey lo interpuso delante de su pecho. El profesor frenó en seco y miró al chico, pero éste tenía la vista perdida a lo lejos.

—Aguardad—ordenó Valium, sin más.

Los jóvenes se detuvieron. Lucero se giró, extrañada.

—¿Qué ocurre?

Valium tenía el rostro vuelto hacia la explanada gris y quebrada que había albergado antaño el aparcamiento al aire libre. Aún había líneas de pintura blanca delimitando las plazas e indicando las direcciones en las que se debía conducir, aunque la grava y el alquitrán, viejos y secos, se habían desprendido en diversos puntos, provocando baches e irregularidades en el terreno. Los focos que proporcionaban luz a la explanada se encontraban apagados en su mayoría, salvo algunos pocos supervivientes.

—Ahí—señaló el mayor, en voz muy baja.

Una de las farolas aún en funcionamiento proyectaba un haz de luz blanca sobre un techado de uralita. Justo debajo, entre la sombra y la luz, estaba el chico.

Inmóvil, con las manos en los bolsillos, miraba hacia arriba. Casi parecía una estatua, y aunque pasaba tan desapercibido que ninguno de ellos se había fijado en su presencia hasta entonces, cuando ya estaban a menos de doscientos metros de él, una vez que le vio, Gabriel se sintió al tiempo repelido y fascinado. Alrededor de aquella figura parecía haber un invisible campo de fuerza, cargado de misterio, que retenía la atención y al mismo tiempo alertaba a apartarla, a bajar la mirada y seguir con el camino trazado, olvidando tan siquiera haberle visto. Y no obstante, todos se habían detenido. Y todos contemplaban al joven.

Éste, lentamente, bajó la cabeza.

Aún en la distancia, Gabriel sintió el poder de su mirada. Eran unos ojos lejanos, atemporales y sobrehumanos, de un color gris plateado muy luminoso que recordaban a resplandecientes estrellas de plata. Parecían traspasarlo todo y dejarlo después atrás, atravesarlo, absorberlo y seguir adelante. Estaban engarzados en un rostro impasible, sereno, de líneas clásicas y juveniles, el rostro de un muchacho de dieciocho o veinte años que jamás podría haber tenido aquellos ojos tan viejos. El resplandor de la farola incidía de un modo extraño en su frente, que parecía brillar con el reflejo de la luz blanca.

Gabriel estaba paralizado, atenazados sus músculos por una sensación de reverencia y solemnidad cuya procedencia no acertaba a entender. Sus compañeros, en cambio, no parecían impresionados. Fue de nuevo Valium quien levantó una mano, como a modo de saludo. Luego se adelantó unos pasos y, sin llegar a acercarse más de cincuenta metros al desconocido, dijo, alzando la voz lo suficiente como para que pudiera oírle:

—Vamos a ver a Solomon. ¿Hay algún problema?

El joven, que vestía con unos corrientes pantalones vaqueros, zapatillas deportivas y una sudadera gris, esbozó una sonrisa muy ligera: sus labios se curvaron, sin mostrar los dientes. Luego se cubrió la cabeza con la capucha gris y miró a un lado y a otro, sin decir nada.

—¿Es transitable el paso?—insistió Valium—. ¿Podemos continuar, o no?

Los segundos pasaron en silencio. El chico del palo de hockey aguardaba, algo adelantado, los otros dos estaban más atrás, transportando al durmiente, y Lucero y Botas cada uno a un lado de Gabriel, en último lugar. Todos tenían la vista fija en el muchacho de la sudadera.

—¿Quién es?—preguntó en un susurro el profesor.

—Es un augur—respondió la chica, en voz aún más baja.

—¿Un augur? ¿Eso significa que…?

—Puede ver el futuro—terminó ella, completando su frase y asintiendo con la cabeza, como para remarcarlo—. Si está por aquí es porque está tratando de cambiar algo.

—¿Cambiar algo del futuro?

—Alterar acontecimientos. Eso creo. —Se encogió de hombros. —Eso dicen.

El profesor se mordió la lengua. ¿Cambiar acontecimientos? Quería hacer más preguntas, pero todos parecían demasiado concentrados en las calles adyacentes y en las posibles señales del augur, que por el momento no llegaban.

Finalmente, el chico de la sudadera alzó la mano e hizo un gesto de paso a los patinadores. Luego comenzó a avanzar hacia la carretera, internándose en la ciudad. Su caminar no era apresurado, pero tampoco lento; parecía marcar un ritmo constante que a Gabriel le resonaba como un metrónomo en el pecho. Cuando desapareció detrás de una curva, y no antes, el grupo reanudó su camino.

El profesor levantó la mirada, recorriendo con la vista la fachada del gigantesco edificio comercial. Los luminosos estaban apagados. Una gran letra U de color rojo se había descolgado y pendía en diagonal sobre los vidrios rotos de los amplios ventanales.

—Este sitio no me parece muy seguro.

—Ya—acordó Lucero, asintiendo con la cabeza—. No es gran cosa, pero de momento, lo controlamos nosotros.

—Supongo que las cosas no siempre son lo que parecen.

Una risa femenina y cargada de acidez se dejó oír cuando Hechicera volvió el rostro hacia atrás para mirarles. El plástico de su impermeable reflejaba la luz de las farolas.

—No te equivoques, guardián. Acabas de despertar, pero pronto te familiarizarás con todo esto. Y comprenderás que en este lado, no hay disfraces ni mentiras capaces de sustentarse. —La mirada de la chica era afilada y amarga detrás de los vidrios de su máscara, al igual que su voz. —Aquí todo es exactamente lo que parece.


. . .


David


Guiados por Eric, descendieron por las escaleras de incendios de la alta torre. Los edificios en aquella zona parecían menos deteriorados que en las adyacentes; se mantenían erguidos, no estaban quebrados ni medio derrumbados, no les faltaban paredes ni habían quedado reducidos al esqueleto de vigas y pilares que se adivinaba en las construcciones más hacia el sur. Los cuatro amigos iban muy juntos. Ruth seguía tomada de la mano con David, y Berenice y Samuel caminaban tras ellos. Oscar, el pelirrojo, cerraba la comitiva. David aún no se había acostumbrado a la máscara. Escuchaba su propia respiración, el vaho de su aliento se condensaba y le humedecía la nariz en el interior del armazón de plástico y metal, y además, era pesada. Las correas le molestaban en la nuca y tenía que girar la cabeza para poder ampliar su campo de visión más allá de lo que el estrecho visor acristalado le permitía. Se sentía torpe y raro. Abajo, las calles, los semáforos en desuso y los restos de la civilización que había creído conocer, aguardaban como una ruina expectante. Los peldaños de rejilla de la escalera provocaban un ruido metálico e hiriente cuando los pisaban con sus botas y zapatillas, entrechocando con las barras y goznes oxidados que los sostenían.

—Para aprender a desenvolveros en este mundo, hay algunas cosas básicas que debéis saber—iba diciendo Eric—. La primera es conocer a los aliados y a los enemigos. La segunda, conocer a fondo la ciudad, sus caminos y sus zonas. La tercera, aprender como funciona la ilusión y cómo evitarla. Y la cuarta, ir siempre armado y en compañía.

—Pocos sobreviven solos—añadió Oscar—. Aunque hay algunos héroes por ahí que lo han conseguido.

—Esto se parece demasiado a una de esas estúpidas historias de zombies que tanto te gustan, Berenice—comentó David, tratando de parecer tranquilo e infundirse valor. Tenía la mirada fija en el suelo, intentando no colar el pie en el espacio abierto entre escalón y escalón—. ¿Tienes guías de supervivencia para esto?

—Me temo que no.

—No os preocupéis—prosiguió Eric—. De momento no creo que os haga falta. Para empezar vamos a movernos hacia zonas más seguras, estamos demasiado cerca de la Organización.

Señaló las torres del centro financiero, donde las aspas de los ventiladores gigantescos seguían rotando, gimiendo, expandiendo el humo oxidado por doquier.

—En el otro lado, en el… mundo real… —comenzó Ruth, pero Eric la interrumpió con cierta brusquedad.

—Este es el mundo real.

La chica apretó la mano de David. Él le devolvió el apretón afectuosamente. «Menudo capullo. Así no va a tranquilizarnos», pensó, dedicándole una mirada asqueada a Eric.

—Quiero decir al otro lado. Allí, estos edificios eran edificios de empresas y de servicios: la compañía eléctrica, la telefónica, la de gestión de agua y residuos, la Hacienda Pública… —Hizo una pausa, tratando de comprender. —¿Aquí son La Organización?

—Aquí y allí.

La maldita escalera no parecía terminar nunca. David estaba empezando a marearse, y se preguntaba por qué no podían bajar por el ascensor, igual que habían subido. Oscar se dispuso, como siempre, a aclarar las ideas y desarrollar un poco más las breves exposiciones de su compañero.

—Todas las grandes entidades poderosas de la ciudad del otro lado, la de la ilusión, son tapaderas de la Organización. La mayoría de empleados menores no son más que durmientes, claro está. Sin embargo, una parte del personal y todos los directivos, son miembros de la Organización.

—¿Monstruos?—inquirió Berenice.

—Sí. De diversas clases, pero sí.

—¿Y qué hacéis vosotros justo aquí? ¿No estáis demasiado cerca de los malos?—preguntó de nuevo la muchacha.

—Esta torre pertenece a mi padre, que también es de la Resistencia. Él es científico—explicó Eric—. Estudia la niebla roja y ha desarrollado diversos medicamentos para que podamos mantenernos despiertos. Esta torre es nuestro punto de vigilancia, algo así como una marca, una frontera. La planta de abajo es territorio neutral.

David tragó saliva. No se sentía nada seguro con todo aquello. El suelo cada vez estaba más cerca y, de pronto, tuvo la absurda sensación de que no podía confiar en nadie y de que en el momento en que pisara el asfalto sucedería algo espantoso.

—¿Cómo que neutral? Pensaba que esto era una especie de guerra cósmica—apuntó. La voz le salió más débil de lo que hubiera deseado, ahogada e insegura.

—En todas las guerras hay treguas, parlamentos, intercambios de prisioneros, acuerdos… esa clase de cosas. Para estas operaciones, se utilizan los territorios neutrales.

Recordó las clases de historia de Gabriel. «Cuando pensamos en una guerra medieval o incluso moderna, nos imaginamos campos de batalla enteros llenos de cadáveres, baños de sangre, matanzas espantosas. Puedo parecer frívolo si digo que no es para tanto, pero, si tenemos en cuenta que muchas de estas guerras se producen por intereses económicos o recursos, ¿qué necesidad hay de gastar los propios en mantener una guerra que puede terminarse rápidamente con las adecuadas amenazas y acuerdos forzados? Siempre hay conversaciones, incluso entre los peores enemigos.»

—Eso no tiene sentido. Esta no es una guerra por recursos—dijo en voz alta—. ¿Para qué sirven esos territorios neutrales? ¿Realmente los Vigilantes hacen tratos con la Organización?

—Algunos de ellos, sí—aclaró Oscar—. Los Vigilantes no desean la guerra total. Creen que repercutiría en perjuicio de la humanidad. Por eso no es raro que haya conversaciones, acuerdos, tratados sobre territorios y demás.

—En esos territorios neutrales está prohibido atacar a nadie. —Eric soltó el último tramo de escalera, haciendo girar una palanca. El metal se deslizó con un chirrido agudo y vibrante, espantoso. Casi parecía un grito. David se estremeció involuntariamente y aferró la mano de Ruth. —Allí podemos refugiarnos cuando la cosa se pone fea.

El joven de pelo rizado bajó el primero, dándose la vuelta para agarrarse a los laterales de la escalerilla y apoyando los pies en las barras que hacían las veces de peldaños. Berenice le siguió sin dudar, y Samuel después.

—¿Vamos?

La voz de Ruth le llegó algo distorsionada. David hizo pasar la saliva por su garganta a duras penas y apretó los dientes, caminando hacia la escalerilla. El suelo estaba muy cerca ya. A cuatro metros. Hasta podría saltar. Podía ver la calle ancha, los bordillos de las antiguas aceras, desgastados y quebrados, las losas levantadas. El asfalto estaba sucio y lleno de grietas. La boca de la alcantarilla más cercana parecía acechar. Ruth le soltó la mano y bajó delante. Vistos desde arriba, Samuel, Eric y Berenice parecían aún más extraños. «Necesito unos segundos para concienciarme», se dijo, cerrando los ojos y respirando hondo. «Necesito unos segundos para convencerme de que no va a suceder nada terrible.» Intentó pensar en Gabriel, en sí mismo, en lo fuerte que se había sentido en sus momentos de fuerza, pero todo parecía escapársele entre los dedos, barrido por el fuerte soplo del miedo y la angustia.

Una mano se posó sobre su hombro y lo estrechó. La calidez de ese contacto le devolvió de pronto la entereza, como si el ser tocado le hiciera de nuevo real.

—No tengas miedo—dijo Oscar.

—No tengo miedo—respondió él, instintivamente.

No era verdad. Pero a quién le importaba. Agarró la escalerilla y bajó, con el corazón palpitando con violencia, primero sólo en el pecho, después también en la garganta y en los oídos. A cada paso, los peldaños hacían ruido. Finalmente, saltó y puso los pies sobre el suelo.

No ocurrió nada.

Un profundo alivio le hizo relajar los hombros y desengarfiar los dedos, que había crispado. Ruth acudió a su lado y volvieron a cogerse de la mano.

Una vez abajo, Eric y Oscar se acercaron a una portezuela de metal que había en la pared lateral de la torre. Eric sacó una llave y abrió lo que parecía una toma de corriente para el cableado o un cuadro de luces. Ambos estuvieron trasteando durante un rato y después volvieron con un hacha cada uno y una bolsa vieja, amarilla, llena de moho. La abrieron y empezaron a repartir pistolas. Berenice cogió la suya sin vacilación, pero los demás se quedaron congelados.

—¿Qué? —David miró el arma que Eric le tendía. No era la primera vez que veía una, pero nunca se la habían ofrecido a él. —Estás de broma.

—No estoy de broma.

Eric no parecía tener demasiada paciencia, al menos no la que se espera de alguien que se dedica a despertar a otros y ayudarles a enfrentarse a una nueva realidad. Pero Oscar sí. Cogió la Browning de la mano de su camarada y se acercó a David con un cargador en la otra.

—Tal vez no la necesites. Ojalá sea así, pero no viene mal para que estés más seguro.

—No quiero llevar una maldita pistola—dijo David, dando un paso atrás. Había alzado la voz. Quería volver a la escalera. Quería volver detrás de la puerta—. No quiero estar aquí.

—No tenemos tiempo para esto—presionó Eric—. Y menos en mitad de la calle. Coge el arma, vamos a un lugar seguro y después podrás dar rienda suelta a tu frustración. Pero aquí no. Ahora no.

El chico del pelo rizado estaba cargando la suya y se echó el hacha al hombro. Berenice no tardó en pillarle el truco.

—Dejad el seguro puesto—dijo Samuel—. Nunca se sabe.

—¿Es tu primera vez?

—Sí, pero he visto algunos documentales.

—Él es un caballero muy leído, ¿sabes?

—Ya veo.

David les miraba conversar mientras ponían los seguros y colocaban los cargadores, atónito y aterrorizado. Ruth recibió la suya de manos de Eric, que se la dejó preparada y perfecta. La muchacha le agradeció con un hilo de voz, y el chico del pelo rizado le rozó la mejilla con los dedos y murmuró algo que David no pudo oír. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había estado reculando casi hasta regresar a la escalera de incendios.

Oscar le miraba. Parecía no saber qué más hacer. Negó con la cabeza y se le acercó, tendiéndole la mano, ahora vacía.

—David…

—No voy a coger la maldita pistola. Están todos locos. Esto no es un maldito shooter, y mírales, hablando de … como si…

—Tranquilo, lo entiendo. No la cojas. Yo la llevaré. —Estas palabras actuaron como un tranquilizante inmediato. David respiró hondo y se acercó un paso. Oscar seguía tendiéndole la mano, pero no la cogió. No la necesitaba. Ni que fuera un niño. —Sólo no te alejes, ¿de acuerdo? Quédate cerca de mí. No creo que pase nada, pero nunca se sabe. Y no te enfades con ellos. No es que sean frívolos o no comprendan lo terrible y peligroso que es todo esto, es que tú sientes las cosas de una manera distinta porque eres un awen. Los lugares opresivos, cargados de sufrimiento y de maldad como estos te afectan con más potencia.

David entrecerró los ojos. «Otra vez con esa mierda», pensó. No obstante, lo que decía tenía sentido.

—¿Por qué?

—Es instintivo. Le ocurre a todos los que son como tú. No te preocupes.

Finalmente, David suspiró y se unió de nuevo al grupo, habiéndose salido con la suya. Eric había comenzado a avanzar, dirigiéndose al otro lado de la calle, hacia una boca de metro. Oscar y David se habían quedado atrás, aunque Ruth miraba de vez en cuando para cerciorarse de que seguía con ellos. Pero la chica iba ahora junto a Eric, que la había cogido de la mano. A David no se le pasó por alto el detalle, pero no tenía ánimos para pensar en eso ahora.

—Por lo que decís, parece que eso de… lo que quiera que soy, según vosotros, no sólo es totalmente inútil sino que además es débil y frágil—murmuró.

Eric estaba hablando sobre las pistolas Browning muy animadamente. Ninguno levantaba demasiado la voz, pero se le escuchaba con claridad. Explicaba a sus compañeros cómo apuntar y cómo disparar, con el tono seguro y pagado de sí mismo que había conseguido recuperar tras sus vacilaciones iniciales, cuando se encontraron en la habitación de la torre de oficinas.

—¿Te refieres a los awen?—preguntó Oscar. El pelirrojo no prestaba la menor atención a su camarada. Sólo parecía tenerla para él—. No creo que sea así, David. Que los awen sean sensibles no tiene por qué significar que son débiles, o frágiles. Y mucho menos inútiles.

—Pero vosotros no sabéis para qué sirve. Ni si tengo alguna clase de …  hablasteis de augures, que veían el futuro, ¿no?

No lo recordaba bien. Oscar asintió con la cabeza.

—Sí, los augures ven el futuro, los guardianes son guerreros… los ensalmadores son sanadores y los heraldos despiertan a la gente, ayudan a comprender y trabajan con la información y el conocimiento, por llamarlo así.

—¿Y no tenéis ni idea de lo que hacen los…?—no se sentía capaz de decirlo—. Los que son como yo. ¿No sabéis qué poderes mágicos tienen?

Se rió por lo bajo, burlándose de su propio modo de expresarse. Todo era demasiado absurdo.

—Yo no lo sé, eres el primero que veo. Pero hay otros que sí. Podrás conocerles en el debido momento.

—Ya. —Hizo una larga pausa y siguió caminando junto a Oscar, pensativo. El horror que le rodeaba no le llamaba tanto la atención como debiera: fachadas descascarilladas, con enormes manchas rojizas y marrones en el yeso, contenedores volcados con su contenido derramado por las aceras, trozos de cosas orgánicas e inorgánicas en rincones y esquinas, charcos de líquido apestoso en las hendiduras y baches del asfalto. Ojalá le hubiera sorprendido más. Pero no lo hacía. «Siempre lo he sabido, en el fondo», se dijo, resignado. —Vosotros sabíais… ¿Cómo sabéis que soy un… lo que decís que soy? ¿Cómo habéis llegado a esa conclusión, si soy el primero que habéis visto?

Oscar se tomó su tiempo para responder. Cuando lo hizo fue en un tono bajo e íntimo, esquivándole la mirada.

—No hemos conocido a ninguno, pero hemos oído cosas. Dicen que los awen pueden dejarte sin aliento, igual que las hadas o los duendes de las historias. Cuando vinisteis por primera vez al Camaleón, eras como un punto de luz en medio de las tinieblas. Se lo consultamos a un experto y nos lo confirmó.

A David se le subió el calor a las mejillas al escuchar las primeras dos frases de Oscar. «¿Un punto de luz en medio de las tinieblas? Joder.» Si hubiera tenido que describirse a sí mismo, nunca lo hubiera hecho de ese modo, desde luego. Una profunda oleada de gratitud le empujó hacia él, al pensar en el modo en que le trataba y la delicadeza con la que le guiaba en aquel mundo extraño y deprimente. Se le acercó y le rozó con el brazo.

—Gracias.

—¿Por qué?

Negó con la cabeza, restándole importancia. Eric seguía hablando. Al muy capullo le encantaba escuchar su propia voz, al parecer.

—Oye, ¿crees que podría ver a ese experto que has mencionado? Tal vez pueda decirme más sobre mí mismo.

—Desde luego. Te lo presentaré en cuanto sea posible. Seguro que lo encuentras muy iluminador, es un gran tipo.

David sonrió bajo la máscara. Había recuperado algo de su ánimo, y esperaba no volver a perderlo. Estaba cansado de altibajos emocionales.

—Pareces conocerle bien.

—Así es. —Oscar asintió con la cabeza y le miró, apretando un poco el paso. Eric y los demás se habían adelantado demasiado y ahora les esperaban al otro lado de la calle para reagruparse. —Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—¿Él te despertó?

—No, yo… por mi enfermedad, me desperté solo. Es algo que pasa a veces. Muy pocas veces. No sé la explicación, pero el caso es que me quedé dormido y, al despertar, desperté de verdad. —David le escuchaba, fascinado. Oscar hizo una pausa larga, e incluso paró de caminar antes de continuar. —Fue bastante terrible y estuve mucho tiempo escondido en el rincón de mi casa en el que había abierto los ojos a esta realidad, asustado, sin saber qué hacer. Durante algún tiempo, fui uno de esos pocos solitarios que sobreviven aquí, si a eso se le puede llamar sobrevivir. Aunque en mi caso no fue nada heroico. Digamos que no tuve el valor de suicidarme, cosa que después me agradecí a mí mismo.

»Solomon me encontró y me amparó. Me explicó algunas cosas y me ayudó a adaptarme y a encontrar a los míos.

David asintió con la cabeza.



—Entiendo. Oye, voy a… voy a intentar tomarme mejor todo esto—añadió después, repentinamente avergonzado—. Debo pareceros un idiota. Comparado contigo, yo tengo todas las facilidades para enfrentarme a esto, vosotros me las estáis dando.

—No te disculpes. Y no te compares. Las situaciones son diferentes, nuestras historias lo son. No tienes por qué…

—Es igual—le interrumpió—. Lo siento. Lo haré mejor, ¿de acuerdo?

Oscar no respondió, pero vio en sus ojos que sonreía.

Aceleraron la marcha hasta que volvieron a reunirse con los demás en el extremo de la avenida. Después, todos juntos, prosiguieron su camino a lo largo de las calles asfixiantes, bajo la sombra de los colosos de hormigón que les acechaban como dinosaurios cristalizados, siguiendo las instrucciones de Eric.


. . .


Gabriel


Recorrer el interior del centro comercial había sido menos inquietante de lo que Gabriel esperaba. Tal vez porque la oscuridad impedía ver los estantes derribados, los restos de latas, botes y cajas amontonados aquí y allá, los maniquíes retorcidos y demás espantosas visiones que habitaban aquel tenebroso lugar. Las linternas de los patinadores sólo enfocaban al suelo y los caminos que debían seguirse, y Gabriel tampoco se esforzó en exceso por mirar más allá de lo que querían mostrarle. Tras subir escaleras mecánicas detenidas, cruzar pasillos con suelo de tarima y atravesar un par de secciones, los jóvenes cruzaron una puerta de servicio, la cerraron a su espalda y se detuvieron en una escalera de peldaños para quitarse los patines.

—Aquí son más incómodos que útiles—dijo Lucero, quitándose la máscara de gas—. A partir de aquí el aire está limpio. Es zona de los Vigilantes.

—¿Es que estaba sucio antes?

—¿No lo has notado?—preguntó Hechicera. Ella y Litio habían soltado al durmiente en un rincón y estaban descalzándose. Botas, que ya había terminado de hacerlo, se había acercado a la pared para pulsar un interruptor. La luz de seis apliques incrustados en el techo bañó el descansillo en el que se encontraban.

—Sí, pero pensaba que llevabais esas cosas por estética. ¿Qué es lo que he estado respirando?

—Nada que te afecte, porque sigues despierto—repuso Valium.

Cuando descubrieron sus rostros, el profesor les vio por primera vez y sintió pena. Todos tenían un aspecto demacrado y algo pálido, a pesar de los diversos tonos de pigmentación en su piel, que parecía opaca y maltratada. También lucían profundas ojeras y marcas de cansancio en los rostros, a pesar de su evidente juventud. «Estos chicos necesitan una siesta, o unas vacaciones», se dijo.

Los muchachos se dejaron las máscaras colgando del cuello y se dirigieron escaleras arriba, cargando con el durmiente. Gabriel les siguió, respirando hondo. Sin duda el aire era menos ácido allí. Observó que en el techo de cada rellano había un par de rejillas de ventilación y se dio cuenta de que las paredes no estaban manchadas, ni tampoco el suelo. El edificio entero parecía en ruinas, y sin embargo, la escalera de servicio que ahora ascendían se encontraba en perfecto estado.

—Dijiste que podías ayudarme.

Lucero le miró de reojo y se mordió el labio. Tenía una boca carnosa y bien delineada, la nariz recta y los ojos grandes y brillantes. A pesar de los signos de agotamiento en su semblante, era una chica bonita. Hechicera tenía los rasgos más duros, al igual que los chicos a excepción de Botas, que tenía las formas propias de los héroes americanos y aspecto de ser el popular de su instituto.

—Bueno, yo no. Aquí hay alguien que puede.

—Ya veo. ¿Están aquí los Vigilantes?

—Dos de ellos. Uno es un heraldo, así que te puede ayudar.

—Muy bien. —No hizo más preguntas. Era evidente que no sabía qué demonios era un heraldo, pero no creía necesario insistir sobre ese punto. Por el contrario, era el momento de comportarse con cortesía. —Te agradezco mucho que me hayas traído.

—No hay de qué—respondió la muchacha, sonriendo.

—¿Ayudarte? —Hechicera soltó una risilla de las suyas, llena de veneno. —Nuestra querida Lucero es una santa doncella, sí. Pero la verdad es que tú nos has ayudado a nosotros.

Gabriel entrecerró los ojos. No le gustaba la actitud de aquella chica.

—¿Qué quieres decir?

Terminaron de subir la escalinata y llegaron a un corto pasillo de baldosas de mármol, muy limpio. Había tres puertas de madera con manillares de acero a cada lado, y al final una más grande que las demás en la pared de enfrente. No se oía más sonido que el de sus propias voces, sus pasos y sus respiraciones. No parecía que hubiera nadie más allí. Valium abrió la primera puerta de la izquierda y Litio y Hechicera empujaron dentro al durmiente con muy poca delicadeza. La joven esbozó una sonrisa cortante y le miró con desdén.

—Las pesadillas se cagan de miedo cuando sienten la presencia de un guardián. Nos has hecho el camino de vuelta mucho más fácil, guapo.

—Me alegro. Siempre y cuando yo encuentre también aquí lo que busco—respondió, volviendo la mirada hacia Lucero.

—Encontrarás algunas respuestas—afirmó ella. Luego le señaló la puerta del fondo—. No te pedí que vinieras para manipularte.

—Lo sé. Muchas gracias.

Gabriel esbozó una sonrisa cansada y dejó a los extraños miembros de la Resistencia atrás. Se dirigió a la puerta del fondo, puso la mano en el picaporte y la abrió sin la menor vacilación.

Encontró una estancia completamente iluminada con luz eléctrica, con mobiliario de oficina bastante nuevo. Había un ordenador, varios archivos, un cuadro que mostraba un paisaje marítimo, suelo de moqueta, un sofá bastante cómodo con una mesita de cristal delante, un par de sillones de piel, revistero, alfombra y un escritorio modesto. Los muebles no eran caros, pero sí que se había cuidado que combinaran y mantuvieran una cierta armonía; todos tenían líneas y formas bastante minimalistas y predominaba el color blanco. A Gabriel le recordaba a su casa… o como quería que su casa hubiera sido. «En realidad es un maldito estercolero», se recordó. En dos de las paredes había amplias ventanas que daban a la parte de atrás del centro comercial. A través de las grandes cristaleras se podía ver la monstruosa ciudad rojiza.

Sentado en el sofá, un chico de catorce o quince años, rubio y con expresión desvalida, aguardaba recatadamente. La otra presencia era un hombre altísimo que tenía el trasero apoyado en el escritorio y los brazos cruzados sobre el pecho. Vestía traje de chaqueta y un abrigo largo y tenía el pelo rubio oscuro peinado hacia atrás.

Ambos se volvieron al oír abrirse la puerta y clavaron sus ojos en él.

«Bendito sea Dios», pensó Gabriel, armándose de paciencia. No eran ni el lugar ni el momento más adecuados para hartarse de ver cosas extrañas, ni mucho menos. Y no es que los dos ocupantes de la estancia fueran abominables o tuvieran formas monstruosas como Lieren, pero mientras que los ojos del chico parecían totalmente normales, los del hombre alto no tenían pupila y brillaban con un resplandor dorado, tenue y cálido. Su rostro estaba tan bien perfilado que parecía una escultura viva. El chico sentado en el sofá escondía entre las rodillas sus manos, y no era extraño que lo hiciera, porque emitían una vaga luminiscencia brumosa que se apagó poco a poco cuando Gabriel irrumpió en la habitación.

Suspiró y cerró tras de sí, levantando la taza a modo de saludo.

—Disculpen que no haya llamado. Me acabo de despertar.

El muchachito alzó las cejas y murmuró un breve «oh» casi inaudible. En cambio, el hombre alto se limitó a mirar a Gabriel de arriba abajo. Éste aguantó la inspección sin inmutarse. No se sentía amenazado en aquel lugar, ni tampoco aquellos tipos, fueran quienes fuesen, le provocaban rechazo.

—Comprendo—dijo al fin el hombre alto—. Bienvenido, entonces. Mi nombre es Solomon.

Se acercó y le tendió la mano. Gabriel se la estrechó con la derecha, soltando por un instante el regalo de David. Fue un apretón firme y cálido.

—Un placer. Yo soy Gabriel. O era.

—Me alegra decirle que su nombre no tiene por qué cambiar si usted no quiere. —Hizo un gesto con la mano, ofreciéndole asiento, y sonrió. El profesor observó que el hombre alto tenía una voz agradable, lo cual contribuyó a que se encontrara cómodo. Caminó hacia uno de los sillones y se sentó, comprobando que estaba más cansado de lo que quería admitir y que tenía mucho, mucho sueño. —Supongo que tendrá muchas dudas acerca de su recién descubierta naturaleza.

—Las tengo. Sobre eso y sobre todo lo demás, en realidad.

El hombre alto asintió. Sus movimientos eran contenidos, serenos. A Gabriel le recordaba a algunos compañeros que tenía en la universidad, buenos profesores entrados en años.

—¿Desea formular alguna pregunta, entonces?—inquirió. Como por un acuerdo tácito, en ese momento, el chico rubio se levantó y se despidió con una inclinación de cabeza, antes de salir casi corriendo del curioso despacho, cerrando a su espalda. Gabriel alzó la ceja—. Si no sabe por dónde empezar, puedo… simplemente ir relatándole los hechos.

Gabriel lo pensó por unos instantes y después negó con la cabeza, haciéndole un gesto con la taza.

—Prefiero que comience usted, si no es molestia.

—Desde luego—aceptó el hombre alto, inclinando la cabeza ligeramente. Luego pareció dudar un poco—. No obstante, debo pedirle… si no le importa, ¿podría dejar la espada en la mesa?

—No es una espada—contestó Gabriel con sequedad—. Es una taza.

—No se preocupe. Sólo relájese y suéltela despacio y volverá a serlo. Ha respirado demasiado ahí afuera, por lo que tal vez no es consciente del cambio.

Gabriel tomó aire. «No es momento de hartarme de las cosas raras», se repitió, dejando la taza en la mesa de vidrio. Luego cruzó los brazos y se apoyó en el respaldo del sillón, mirándole con insistencia.

—Empiece—ordenó, sin darse cuenta.

Solomon echó las manos a la espalda. Su cabello rubio oscuro se balanceaba sobre sus hombros. Le observó unos segundos y después habló:

—El hombre es el Señor del pensamiento. —Hizo una larga pausa. Su voz era grave, sosegada. Sus ojos extraños estaban fijos en los de Gabriel. Continuó: —Forjador del carácter, generador y formador de las condiciones, el entorno y el destino. Como un ser al que le ha sido dado poder, inteligencia y amor, y como Señor de sus propios pensamientos, el hombre posee la llave de cada situación y posee la capacidad de transformación y regeneración por la cual hace de sí mismo lo que quiere.

—Me suena—dijo Gabriel, entrecerrando los párpados—. ¿Qué es?

—James Allen. “Como un hombre piensa”.

—¿No es un libro de autoayuda?

El hombre alto sonrió a medias, desviando la mirada.

—Algunos prefieren llamarlo filosofía… antaño lo llamaban así. Pero el hecho es que esa afirmación es totalmente real. El hombre es el Señor del pensamiento, forjador del carácter, generador y formador de las condiciones, el entorno y el destino. Y ésta—prosiguió, haciendo un gesto con la mano alrededor, hacia las vigas retorcidas, la niebla rojiza y los edificios herrumbrosos que se veían más allá—es su obra.

»Hace cientos de años, una guerra trajo la destrucción a nuestro mundo. Para explicar esta guerra habría que remontarse al origen del hombre, a su naturaleza misma, y aunque sería algo iluminador y profundo, no es esa mi función ni le dará a usted las respuestas que necesita. Sin embargo, sus preguntas son las mismas que todo hombre, mujer y criatura viva y consciente se ha hecho a lo largo de su vida.

»¿Quién soy? ¿Qué puedo hacer? ¿Cuál es mi destino?

Gabriel frunció el ceño. La voz del hombre alto era hipnótica, llena de matices. Capturaba su atención.

—La guerra fue larga y cruel, una guerra en la que los demonios y las pesadillas cayeron sobre este planeta y lo arrasaron. Todo este mundo se desmoronó, y los vencedores son los que hoy tienen esclavizados a los hombres. Se puede decir, pues, que nosotros, los Vigilantes, fallamos en nuestro cometido de proteger a la humanidad, aunque no nos hemos rendido. Pero a veces es muy difícil protegerles de sí mismos.

—Habla como si no fueran ustedes humanos. Como si no lo fuéramos—se corrigió.

—Lo somos… en cierto modo.

—Hábleme de los monstruos. De esos demonios y pesadillas.

Solomon asintió con la cabeza. Luego caminó hacia el sofá y se sentó en el lugar en el que antes estuviera el muchacho rubio. Observó a Gabriel con expresión tranquila y volvió a hablar.

—Los demonios están, actualmente, fuera de la ecuación. Fueron neutralizados en su mayoría. En cuanto a las criaturas que caminan por esta ciudad, son las llamadas “pesadillas”. Asaltan a los durmientes y se alimentan de ellos, les arrancan sus sueños, sus esperanzas, sus ilusiones. Los aturden, los esclavizan, los ordeñan como a vacas. Cuando no pueden sacar más rendimiento de un durmiente, se llevan su alma.

Gabriel asintió, tomándose unos segundos para comprenderlo. Luego se echó hacia adelante.

—Supongo que es usted consciente de que todo esto suena a argumento de videojuego.

Solomon se rió entre dientes y unió las manos. A pesar del resplandor de los ojos, sus expresiones y su forma de moverse y hablar eran muy humanas.

—Sí, entiendo que cuesta asumirlo. Pero piense de este modo: los argumentos de los videojuegos, de las películas, nacen de la mente humana, de su fantasía creativa y creadora—apuntó, abriendo las manos—. Y el ser humano es el maestro de la mente, forjador del carácter, generador y formador de las condiciones, el entorno y el destino. Con sus expresiones artísticas trata de dar salida a las inquietudes y respuestas del alma. Todos los argumentos de la literatura, el cine, el teatro, todas las historias creadas por el hombre tienen su semilla en lo que su alma conoce y reconoce. En los recuerdos del alma inmortal, en lo que ella intuye. Y todo lo que tiene lugar y cabe en el alma humana, es real.

Gabriel se quedó pensando sobre ello, pero aunque su comprensión racional no parecía alcanzar el significado completo de lo que Solomon había dicho, algo dentro de él parecía entenderlo a un nivel instintivo, profundo.

—Las pesadillas entonces son el enemigo—concluyó.

Solomon volvió a sonreír.

—Se nota que es usted un guardián. Sí, las pesadillas son el enemigo, pero ellas son el instrumento de la Organización, que es la cabeza de esta serpiente horrible que corroe el mundo. La Organización está formada por criaturas corrompidas por los demonios y por las espantosas creaciones que han conseguido atraer a su servicio: estas son las pesadillas, creadas y optimizadas por la Organización en sus laboratorios y centrales de Ingeniería y Desarrollo para someter al género humano… y para combatirnos a nosotros, sus valedores.

—Entendido. ¿Y qué hay de los Vigilantes? ¿Qué papel tienen en esto?

—Los Vigilantes somos un grupo de defensa que trabaja para intentar mantener a salvo lo que queda de la humanidad y devolverle su soberanía. Para ello, intentamos despertar a aquellos que pueden y quieren ser despertados y combatimos contra la Organización y las pesadillas, que tratan de alimentarse de sus almas.

Gabriel asintió con la cabeza. Joder, tenía sentido. Y tanto que sí. Era el telón de fondo perfecto para toda la mierda que le había sucedido en su vida. «La criatura que acabó con mis gemelos era una de esas pesadillas», pensó, creyendo comprender algo. «¿Pero por qué? ¿Por qué matarles así, y a plena vista? Hay algo que aún no…»

—Yo soy un guardián—dijo entonces, como si tomara conciencia de ello por primera vez. No era la primera. Era una verdad que siempre había tenido dentro—. Existo para proteger a la gente de esas pesadillas, ¿no es así?

Solomon apretó los labios y se mesó el mentón, reflexionando. Luego se recostó en el respaldo del sofá.

—En realidad, los guardianes existen para protegernos a todos. Sois la élite militar entre los Vigilantes.

«Maravilloso. Soy el Capitán América.» No pudo evitar una risa baja. Se pasó las manos por la cara y se peinó con los dedos, recogiéndose después el cabello con una goma vieja que llevaba en la muñeca.

—Supongo que eso explica muchas cosas.

—No estoy tan seguro. Usted no es un guardián de nueva generación.

Gabriel se quedó inmóvil y le atravesó con la mirada.

—¿Cómo?

—Un guardián de nueva generación no tiene aún la llama en los ojos, y usted la tiene, y bien visible. Tampoco habría sido capaz de materializar su espada de fuego sin entrenamiento.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que ha sido un guardián antes, en vidas pasadas, y que se ha reencarnado.

El profesor apretó los dientes. «No es el momento. No es el momento de hartarse de las cosas raras, Gabriel. Al fin y al cabo, la reencarnación no es algo tan inusual. Hay culturas que creen en ello. Tú creías un poco en ello, ¿recuerdas? Alguna vez lo has pensado».

—Vale. De acuerdo—aceptó, a regañadientes. El corazón estaba empezando a latirle demasiado rápido y un calor hormigueante le recorría las venas—. Pero no entiendo qué es lo que le resulta extraño de todo esto.

Solomon frunció el ceño y se inclinó en su dirección, escrutándole con los ojos dorados. Su voz, también dorada, le acarició en la distancia.

—Lo que me intriga es el hecho de que esté usted solo. Un guardián depende por completo de su awen. O de su protegido, sea un awen o no. Si un guardián se reencarna, no lo hace solo: lo hace para preparar el camino a su protegido y para defenderle en su nueva encarnación, así que no puedo más que preguntarme: ¿dónde está el suyo? ¿Ha muerto? ¿O es que no le ha encontrado usted todavía?

Las palabras de Solomon le sacudieron los nervios como una descarga eléctrica. Se le congeló la sangre en las venas y después, empezó a hervir. En su cabeza empezaron a zumbar las ideas, las alarmas; las piezas encajaban como en un engranaje perfecto pero saltaban por los aires al ser puesto en movimiento demasiado deprisa, antes de que le diera tiempo a entender con lógica y de manera racional lo que aquello quería decir. Pero no había nada de racional en él en ese momento. «Tengo que volver», se repetía, mientras se ponía en pie como un resorte, agarraba la taza y se precipitaba hacia la puerta. Se detuvo y se giró hacia el hombre alto.

—Tengo que volver—dijo, agitadamente.

Solomon no pareció sorprenderse por su reacción. Se quedó sentado, mirándole, y asintió.

—Cuando le encuentre, puede venir aquí con él, si lo desea. Estaré encantado de conversar con ambos. Pero tenga cuidado. La ciudad está muy revuelta últimamente. —Gabriel asintió y tiró del picaporte para abrir la puerta. —Ah, una cosa más. Aquí no tenemos capas ni armaduras para Guardianes, pero la iglesia del Barrio Viejo está cerca, y allí si que tienen. Si no le da tiempo a ir antes de emprender su búsqueda, al menos asegúrese de mantenerse el rostro cubierto. Verle enfadado puede tener un efecto devastador incluso entre los de su propio bando.

Gabriel compuso un gesto de perplejidad y desesperación. No era momento de hartarse de las cosas raras, pero estaba muy, muy harto de ellas. Soltó un bufido y salió del despacho, cerrando a su espalda.

Mientras atravesaba el pasillo, se cruzó con Lucero, Hechicera y Botas, que estaban repartiéndose unos medicamentos. Al verle, se quedaron pálidos y bajaron la cabeza, respirando precipitadamente, como si se hubieran aterrorizado sin motivo. Seguramente Solomon tenía razón en cuanto al efecto que podía causar verle furioso, porque Hechicera ni siquiera protestó cuando Gabriel le arrancó el impermeable y se lo echó por encima de cualquier forma, cubriéndose el rostro con la capucha. Y es que el profesor estaba muy, muy furioso. Furioso consigo mismo.

«¿Cómo he podido ser tan estúpido?», se reprochaba, desandando el camino a lo largo del centro comercial, completamente a oscuras. No le sorprendió poder ver a la perfección a pesar de las tinieblas. «Da igual que todo esto sea una locura. Tiene sentido. Tiene sentido. Es como dijo Ariadna. Y tengo que encontrar a mi awen, tengo que…»

Si, eso era. Tenía que encontrar a David. Tenía que encontrar a David en aquella ciudad espantosa, antes de que su incompetencia como guardián le causara más desgracias.



. . .

©Hendelie






12 comentarios:

  1. Noooooooooooooooooooooo!!!!!!!!!! ¿Cómo lo has dejado ahí? ¡¡Necesito leer su reencuentro ya!!

    *Respiro profundamente*

    Bien, muchas gracias por estas actualizaciones, no he podido pasarme últimamente, pero tenía muchísimas ganas de leer. Las explicaciones me han parecido claras, creo que no las has alargado demasiado, así que no se han hecho tediosas o aburridas, a lo mejor, deberías haber insistido un poco antes en la facilidad de Gabriel de entenderlo todo porque para cuando se lo dice Solomon ya se ha formado la idea de que lo entiende demasiado bien. No es algo demasiado marcado, así que igual es cosa mía y deberías decirle a alguien más que mire eso en concreto.
    Espero que no te moleste esta apreciación, de verdad, me ha encantado y me parece que has llevado muy bien una de las cosas más complicadas a la hora de escribir, que es explicar todo el mundo imaginario.

    Muchas gracias por subir esto y, por cierto ¡ya tengo la descarga de Fuego y Acero!

    ResponderEliminar
  2. Creo que la facilidad que tiene Gabriel viene dada por muchos factores, en anteriores capítulos Gabriel ya explicó lo que le sucedió con los gemelos y se dejan entrever sus inquietudes en cuanto a si mismo y al mundo que le rodea en sus propias "manías" y la manera que ha tenido de vivir hasta ahora, controlándolo todo compulsivamente. A parte, Solomon ya habla del tema de la reencarnación. Creo que más que entenderlo lo que hace Gabriel es recordarlo de alguna manera, y eso se ve cuando recapitula y recuerda a Cain en su apartamento, en como las cosas cambian en su recuerdo a como han sido en realidad, por que en verdad él siempre ha visto las cosas tal y como son por mucho que lo haya negado o contenido. A mi me llama la atención su capacidad de asimilación, pero creo que con todo lo que se ha ido descubriendo sobre él las piezas encajan a la perfección y para el propio Gabriel es un alivio ya no entender, si no aceptar que las cosas son como son y poder agarrar bien las riendas en cuanto a si mismo.

    ResponderEliminar
  3. ¡Hola guapas! Muchas gracias por el comentario, Ate ^_^

    Claro que no molesta la apreciación, me gusta ver qué os parecen las cosas. Lo cierto es que creo que esa clase de detalles los podremos apreciar mejor todos —incluída yo misma, claro— cuando la historia esté acabada y hagamos una lectura del tirón. O más de una. Creo que hay muchas claves "ocultas" o no directamente a la vista en todo el relato que van dejando una impronta tanto en los personajes como en los lectores, y que hay mucha comprensión instintiva, como en este caso, que quizá si nos ponemos a releer detalles , diálogos y pensamientos de los personajes en capítulos anteriores, podemos unir cabos y decir: "aaamigo, esto viene de aquí".

    En todo caso tendré en cuenta tu apreciación cuando lo relea todo desde el principio y veré a ver si está como tiene que estar o no ^^

    ¡Disfruta mucho con Fuego y Acero! Y muchas gracias por hacer comentarios como éste, que son los que pueden ayudar a mejorar :D

    Besotes!

    ResponderEliminar
  4. Me has hecho pensar un montón con tu comentario ¿eh? jajajaja, no sé si he expresado bien lo que quería decir ahí arriba, pero ya hablaremos más sobre el tema.

    ¡Un superabrazo!

    ResponderEliminar
  5. Estoy @@ todo esta patas pa arriba que despertar mas deprimente entiendo tanto a david!! El profe parece tomarlo con mas frialdad pero tambien piensa que todos estan locos jajajaja tantos personajes nuevos que aparecieron... Continua pronto tambien quiero el reencuentro creo que juntos les sera mas facil todo esto de la resistencia y la organizacion ... Quiero saber que poderes tiene david!!!! Y como los humanos acabaron en este deprimente mundo .. Que por cierto me recuerda a matrix jejeje cariños....

    ResponderEliminar
  6. que capitulazo, y nuevamnete me parecio corto...ehhhh....jejejeje...es joda mia.
    bueno, Gabriel es un alma vieja, solo necesitaba de david en su vida para que todo encajara, para que encajara su furia, para que encajara su vida solitaria, para encajara su razon de ser, y ella como lo dijo solomon es abrir el camino y proteger al chico. Gabriel como se vio en los primeros capis es un angel de guerra siempre con su espada y David es un angel de salvacion como en algun momento lo dijo Gabriel ( el chico es el que lo ha salvado y no inversamente como se creyo cuando se conocieron ).
    espero ansiosamente que cuando se reencuentren David no solo asimilara la realidad, la afrontara con tatoal y absolutamente valentia, el uno sin el otro no pueden estar, van de la mano la valentia con el resplandor de la pureza y eso son ellos dos.
    me muero de ansias por leer cuando se reencuentren.
    me causo mucha gracia aquello de la taza/espada y creo que mi alter ego estaba encantada de andar a su lado jejejejejejejeje ( maldita, algunas tienen mas suerte que otras ), ¿ como se ve gabriel en la realidad furioso? me causo tambien curiosidad ya que los chicos se intimidaron, me encataria saber como se ve........
    diganme por fis que en el proximo habra reencuentro ...por fis......extraño a este par juntitos, sufren estando uno lejos del otro.....
    sin mas me despido y como siempre , una delicia de lectura.

    ResponderEliminar
  7. jajajaja siiii por cierto lo de espada/tazon fue genial me hizo reir mucho....lo curioso de todo es que el profe desperto solo no como david... es como si el despertar de david desencadenara el del profe y todas piezas engranaron.....

    ResponderEliminar
  8. Owww Dios, Dios me emocionó tanto este capitulo, soy feliz!!!! *.*, me muero de ganas por un reencuentro con ambos ya conscientes de sus circunstancias, me encanto la manera en que Gabriel acomodo todo en su mente y lo fue asimilando (o al menos empezando el proceso de asimilarlo) supongo que es su manera de controlarlo todo, como bien dices el tiene una mente cuadriculada XD.

    Me causa gracia que David se crea inútil o débil, ha de ser por aquello de la luminosidad, y la sensibilidad el pobre pensara en hadas y duendecillos jeje, pero sin duda tanto misterio con los awen ha de ser por un excelente motivo!!

    En fin a esperar el proximo capi, yo por mi parte me muero de la curiosidad por muchas otras cosas, como eso del reciclaje que menciono Lieren, y por supuesto el reencuentro!!, ah y como se ve un guardia furioso debe ser una vision jodida o_o

    Gracias por esta preciosa historia, eres la mejor!!

    Mil besos!!

    PD: haber cuando Gabriel se convence de que la dichosa taza es una espada de fuego XD.

    PD2: Me llama la atencion que Gabriel haya sabido de inmediato que David es su Awen, y sin embargo este aun no lo relacione, es por que David esta mas conmocionado?

    ResponderEliminar
  9. creo que podría leer tu novela mil veces y jamas me aburriría. MAGNIFICA!, agradezco al destino haber podido (por casualidad) toparme con tu historia.

    Espero que actualices pronto (:

    ResponderEliminar
  10. @Vangelis sí que se parece un poco a Matrix, ellos mismos lo dicen a veces, jajajaja.

    David y Gabriel siempre han tenido actitudes totalmente opuestas a la hora de enfrentarse a las situaciones y de procesarlas en su coco y en su corazón. O eso creo ^^ Gabriel se escuda agarrándose a las cosas que puede manejar, impone una lógica (aunque sea ilógica) y trata de dominar la situación y controlarla al máximo dentro de lo posible, aunque no la comprenda. David en cambio es mucho más emocional; en lugar de tratar de encajar las cosas en estructuras racionales se deja llevar mucho por el instinto y la intuición.

    El caso es que a ninguno de los dos le está yendo demasiado mal, ¿no creéis?

    Un abrazo, gracias por comentar ^_^

    ResponderEliminar
  11. @Lucero: La verdad es que cada vez que leo tus comentarios me siento genial, porque me da la impresión de que te llega muy claramente todo el simbolismo de la historia y los mensajillos que hay entre doblez y doblez. Me encantan las conclusiones que sacas y la forma que tienes de percibir y sentir la historia. Sobre tu pregunta, aunque ya respondí en el tagboard, sí, habrá reencuentro en el siguiente capítulo... pero solo el principio, es, ejem, un reencuentro largo, por decirlo así. Un abrazo, guapísima.

    @Lisa Cori: Muchísimas gracias por el comentario y por los ánimos!! Sobre los awen, el por qué Gabriel sabe que David es su awen pero el otro no ha dado muestras aún de tener esa certeza... bueno, hay muchas explicaciones posibles, pero prefiero esperar a ver si encontráis alguna en los próximos caps ^^ , igual en cuanto al reciclaje y demás. De todos modos, El Despertar es la primera historia de tres, así que muchos detalles sobre los entresijos del mundo en el que viven los personajes se explican con más detalle y profundidad en La Salamandra y, sobre todo, en La Última Ola. Lo aviso para que no os desesperéis si termina "El Despertar" y os quedan dudas. ¡Esto no es como Perdidos! Jajaja

    Un abrazo y gracias de nuevo!

    ResponderEliminar
  12. Anónimo dijo...
    creo que podría leer tu novela mil veces y jamas me aburriría. MAGNIFICA!, agradezco al destino haber podido (por casualidad) toparme con tu historia.

    Espero que actualices pronto (:

    . . . . . . . .

    @Anónimo: Muchas gracias, yo también me alegro mucho de que nos hayas encontrado!! Tus palabras son una alegría enorme y un gran estímulo. ¡Espero que sigas disfrutando con la novela y nos acompañes por aquí por mucho tiempo! Bienvenid@ <3

    ResponderEliminar

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!