jueves, 1 de noviembre de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar — XXXIII



David


«Un poema es una ciudad llena de calles y cloacas, llena de santos, héroes, pordioseros, locos. Un poema es una ciudad en guerra.»[1] David no recordaba a quién pertenecían aquellos versos; ni siquiera estaba seguro de que fueran exactamente así. Un poema es una ciudad. Mientras avanzaba a través de las arterias resecas de aquella, se preguntaba vagamente qué clase de poema sería. No demasiado hermoso, sospechaba. Una elegía cruda y desagradable al óxido, a los charcos misteriosos, a las acechantes alcantarillas.

Llevaban un buen rato caminando. Andaban muy juntos, pegados unos a otros casi hasta tocarse y nadie hablaba ya. Incluso Eric se había callado. Avanzaban pegados a los muros de los edificios, como si hubiera algo que temer, tcon aquellas espantosas máscaras de metal sobre el rostro, con las armas en las manos. David había prometido que intentaría tomárselo mejor, pero no podía evitar que la situación le resultara tan desoladora como el paisaje. Le pesaba sobre los hombros, le hacía bajar la mirada y fijarla en sus propias botas a través del cristal de su visor. Las aceras y el pavimento estaban quebrados, así que cada vez que pisaban se escuchaba un crujido como al arrugar una bolsa de papel, como si estuvieran caminando sobre insectos. Y también había insectos.

Habían atravesado varias calles hacia el este y ahora acababan de entrar en lo que David siempre había creído que era el barrio comercial. Allí, los bloques de hormigón se elevaban a menor altura que en el complejo empresarial, las calles eran más anchas y los edificios aún conservaban vestigios de su antigua elegancia en las molduras de escayola, los remates y los aleros que no se habían caído. Sin embargo, tampoco se libraban de agujeros en los muros, boquetes que parecían causados por explosiones y pisos superiores que se habían venido abajo, dejando sólo a la vista el esqueleto de acero y hormigón de los pilares y las vigas y el viejo papel de pared en los muros interiores. Los luminosos de cines y comercios estaban descolgados, quebrados, algunos totalmente reventados. De vez en cuando se veía chisporrotear una letra, o brillaba el dibujo de alguna marquesina para después zumbar, vacilar y apagarse. Las puertas colgaban de sus bisagras con dificultad, algunas habían sido arrancadas o bien permanecían selladas con tablones, con las persianas metálicas bajadas hasta el suelo y las lunas de cristal llenas de mugre. Apenas se distinguían los restos de lo que un día fueron en el interior. Un maniquí desnudo y un cartel de papel anunciando descuentos. Un expositor de perfumes con un viejo póster publicitario de una mujer mirando seductoramente al espectador. En el escaparate de una tienda de mascotas se veían las jaulas abiertas y vacías, oxidadas. Detrás del cristal roto de un centro de reparación de componentes informáticos sólo quedaban cajas destrozadas, esquirlas de vidrio quebrado y estanterías volcadas sobre un suelo pringoso de una sustancia marrón y rojiza. Los establecimientos de comida rápida y los supermercados estaban en peor estado que el resto de edificios; daban muestras de un saqueo más brutal y concienzudo. Y las paredes. Lo que más impresionó a David fueron las paredes. El yeso y la pintura se habían agrietado y comenzaban a desprenderse como escamas psoriáticas, se rizaban al despegarse, dejando al descubierto los muros secos. Y las cucarachas, claro. Correteaban por todas partes, cruzando las calzadas donde la pintura blanca apenas podía entreverse ya, surgiendo de las bocas de las alcantarillas, de los canalones hediondos, de las oscuras rendijas de puertas y ventantas. Cucarachas gruesas, marrones, de antenas largas y alas translúcidas.

«Todo esto no es tan distinto a la casa de los suburbios», se dijo para animarse. Quizá allí también encontraría alguna flor vacilante asomando entre el alquitrán y la grava. «Pero seguramente ni siquiera existe. Esa flor, en este mundo, no existirá. Hay tantas cosas que no entiendo…»

—La ciudad está dividida en zonas de influencia. —La voz de Eric le llegó como algo irreal, lejana y mitigada por la máscara. Le enfocó en su campo de visión. Aquí la niebla roja no era tan espesa pero en ocasiones se enredaba en los tobillos y cubría el suelo, haciendo imposible que uno pudiera ver dónde pisaba, casi como si fuera un animal vivo. —En realidad, casi toda está en manos de la Organización. Hay unos pocos sectores que están bajo el control de los Vigilantes y luego existen espacios como éste.

—¿Qué son? — preguntó Berenice, mirando alrededor. No dejaba de jugar con su arma entre los dedos, intentando hacerla girar como una pistolera. Si el entorno hostil le atemorizaba en lo más mínimo, la muchacha no daba muestras de ello—. Quiero decir, ¿a quién pertenece esto? ¿A vosotros?

—No, en absoluto. Son campos de cosecha. No están realmente bajo el control de nadie, son territorios en disputa.

—¿Campos de cosecha?

David miró a su alrededor, inquieto. Eso no sonaba nada bien.

—Aquí vienen los durmientes a cosechar… y también las pesadillas, a cosecharles a ellos.

—Muy tranquilizador, Eric.

El chico del pelo rizado se volvió hacia atrás para mirarle y negó con la cabeza. Casi le pareció escuchar una risilla velada. «No sé que le parece tan divertido», se dijo. Empezaba a dolerle el estómago a causa de la tensión.

—No te preocupes. Los Vigilantes lo saben y están atentos. Este lugar y el Barrio Viejo son verdaderos campos de batalla.

—Y lo estamos atravesando.

—Es el único camino.

David suspiró y decidió permanecer en silencio. Su desasosiego fue en aumento, y el hecho de que Oscar se detuviera en seco junto a un local de cócteles destruido no le hizo sentirse más seguro. El joven apenas hizo un gesto a su compañero, y Eric, a pesar de estar de espaldas, debió percibirlo de algún modo. Ambos se reunieron junto a la puerta entornada del local y conversaron en voz baja unos instantes. David se acercó y escudriñó al otro lado, más asustado que curioso.

—¿Qué pasa?

—No te acerques mucho —murmuró Oscar—. Es peligroso.

—Quizá no debería ver esto —apostilló Eric, a media voz.

Pero era tarde. Ya lo estaba viendo. El estómago se le encogió y un temblor involuntario empezó a extenderse en el interior de su cuerpo como si tuviera incrustado entre las costillas un diapasón que alguien hubiera golpeado salvajemente.

—Dios mío…

Oscar le puso la mano en el hombro. Aquel contacto le reconfortó lo suficiente como para aflojar los dedos. Se había sujetado al marco de la puerta y tenía las uñas clavadas en la madera.

En el interior del local estaba oscuro. Las lámparas colgaban del techo como ahorcados, esferas negruzcas que proyectaban su sombra en las paredes sollozantes. Las mesas estaban volcadas y los taburetes también. Los sillones rajados vomitaban las entrañas de algodón sobre el suelo de baldosas rotas. Había cristales quebrados por todas partes y un olor ácido e intenso se extendía por la estancia. Detrás de la barra mugrienta, una joven vestida con un traje que antaño fue blanco pasaba la bayeta sobre la barra. La chica llevaba el cabello erizado recogido en un moño en la nuca. Varios mechones se habían soltado y se balanceaban junto a su rostro ceniciento, con horquillas colgando. Su pelo estaba seco y quebradizo, sucio. Su rostro era una mancha macilenta en la que dos ojos vacuos, de un color azul opaco y apagado, miraban hacia adelante. Tenía el rímel corrido, una pestaña postiza descolgada y los labios agrietados. Estaba terriblemente delgada y la ropa polvorienta y descosida le colgaba del cuerpo desaliñadamente. Limpiaba la superficie de mármol con movimientos mecánicos y constantes pero sin moverse del lugar, por lo que había un círculo brillante en medio de la barra, allí donde ella se aplicaba en su labor. El resto estaba cubierta de polvo.

Polvo y telas de araña. David cayó en la cuenta: apenas había visto telas de araña en la ciudad abandonada, pero aquel local estaba lleno de ellas. El epicentro de todos aquellos jirones de gasa parecía ser un sofá de piel, el único que permanecía intacto en ese antro. Sobre él había sentado un hombre, o algo parecido a un hombre. Desde su posición, David no podía verle bien, y algo en su interior prefería que así fuera. De la espalda del hombre surgían unas monstruosas patas quitinosas y articuladas, cubiertas por cerdas en los extremos, que apoyaba en el suelo y en la propia tela, moviéndola de vez en cuando. Cuando lo hacía, la chica le miraba y sonreía. Absorto en la contemplación de la muchacha, el extraño hombre no parecía ser consciente de la presencia de los jóvenes, ocultos tras la puerta.

—Eso es un esclavista —explicó Oscar, en voz muy baja—. No son directamente agresivos salvo casos de necesidad. Sus tácticas son más refinadas, ellos… bueno, ya lo ves.

—Son manipuladores —añadió Eric. Por primera vez parecía dispuesto a explicar algo en condiciones—. Enredan a la gente en sus telas, seduciéndoles al otro lado hasta que se enganchan a ellos. Mujeres fatales, hombres de negocios con un encanto natural, vendedores de coches… se pueden hacer pasar por cualquier cosa.

—Actores, actrices, cantantes, ídolos de masas. Muchos de ellos, más de los que creeríais, son en realidad esclavistas.

—Se alimentan de la admiración, de la adoración. Esas emociones les hacen fuertes.

David apartó la vista y retrocedió hasta apoyarse en la pared. Empezaba a encontrarse enfermo. Había una similitud entre todo aquello y su propia experiencia. La imagen de Lieren no dejaba de acudir a su memoria, en fragmentos inconexos de escenas que nunca habían tenido lugar, que no podían ser más que productos de su mente sobreestimulada. Él nunca había estado enredado en una tela de araña. Él nunca…

—Será mejor que nos movamos.

Oscar no esperó respuesta por su parte. Le agarró del brazo y tiró de él calle abajo. David se dejó llevar, casi a trompicones, con la mirada fija en el suelo. Había prometido, se había prometido a sí mismo que intentaría llevarlo mejor. Pero cada vez que parecía avanzar algo, cuando al fin conseguía que el suelo pareciese más sólido bajo sus pies, un nuevo horror le sacudía. Si al menos fuera espantoso de verdad, tan espantoso que todos los demás pudieran sentirlo también, tuvieran que admitir que tenían tanto miedo como él… entonces al menos no se sentiría tan inútil. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Por lo visto, quienes le rodeaban eran algo así como el comando especial de las jodidas cosas raras, todos manteniendo la calma, todos asumiendo poco a poco la espantosa realidad sin exabruptos ni crisis. Hasta Ruth estaba tranquila.

—¿Dónde vamos? —preguntó débilmente.

Estaban bajando unas escaleras anchas. Allí, borroso a través del cristal de la máscara de gas, David pudo ver la verja oscura del tren subterráneo. «Vamos al metro», comprendió. Oscar le rodeó los hombros con un brazo y dijo algo que David no escuchó. Apretó los dientes, obligándose a continuar. Cuando atravesaron la puerta, la oscuridad absoluta pareció engullirlo todo.


. . .


Los tornos de metal se recortan en una penumbra imposible. La escasa luz ocre que entra desde el exterior se proyecta en un cuadrado breve sobre el suelo de linóleo. En las paredes, los mapas. La normativa. El listado con las estaciones. En las paredes también los viejos carteles publicitarios, o más bien, el hueco que han dejado. Los baldosines de los muros están rotos. Las cámaras de vigilancia zumban, sus pilotos verdes brillan en la negrura. Buscando, buscando, barren el espacio entre la puerta y las barreras, entre las barreras y las escaleras mecánicas en desuso, entre las escaleras y los andenes. Atisban todos los rincones. Espian en todas partes. Nada se escapa a sus lentes.

Y algo pasa. Alguien entra. Ellas atrapan la imagen de los seis chicos. Caminan pegados a la pared, en un vano intento de ocultarse, sus rostros parecen informes, cubiertos por máscaras. Son tábanos sin alas. Se saltan las cancelas de metal; un chico ayuda a una chica a pasar por encima de las barras. Chica torpe. Ellos también miran, miran, buscan.
Caminan con cautela. Tal vez saben que es inútil, que los ojos de la ciudad siempre les vigilan, pero actúan como si fueran ignorantes. Creen que son libres. Tal vez.

Entonces él las ve. Sus ojos verdes parecen luminosos, brillan intensamente desde detrás de los cristales de la máscara. Se clavan en una de ellas, la señalan. Los demás se reúnen a su alrededor y uno de ellos, un joven vestido como en el siglo diecinueve, levanta un arma. Apunta. Dispara.

Nos ciegan los ojos. ¡Nos ciegan los ojos! Uno a uno, caen. Las cámaras revientan. Saltan chispas. El acero estalla. Seis balas menos y los intrusos han dejado ciega a la ciudad, pero a cambio le han dado algo mucho mejor a sus hijos. El eco de los disparos resuena en los túneles. Las reverberaciones se amplifican, se extienden, vibran. Ellos están en todas partes; en las azoteas, en los tejados, en los sótanos, en los rincones, bajo las camas, dentro de los almacenes. Vagando. Cazando. Acechando.

Y algunos alzan el rostro como bestias bajo la luna llena. Sus ojos contraen las pupilas.

Han escuchado el reclamo.


. . .



El trayecto le pareció eterno. Caminaron a través de los túneles, asediados por aquella espantosa oscuridad. De vez en cuando, Eric se desviaba hacia uno de los pasillos laterales reservados al personal del suburbano. Allí, aguardaban a que pasara un tren y luego continuaban. Tomaron desvíos, cruzaron por estrechos corredores, avanzando y avanzando en la negrura. El chico no hubiera sabido decir cómo se orientaban allí abajo, al cabo de media hora todos los corredores parecían iguales. Las paredes eran opresivas, olía a gasolina y a polvo de minerales, y había goteras y charcos aquí y allá. Cuando algún tren subterráneo se acercaba, los raíles comenzaban a temblar y entonces Oscar o Eric tiraban de su brazo y le pegaban a la pared, o le empujaban en un recoveco. Él se dejaba hacer, demasiado cansado como para oponer resistencia. La negrura que le rodeaba le parecía peor ahora que sus ojos se habían acostumbrado a ella. Le parecía ver sombras grotescas y bultos sospechosos en todas partes, con forma de arácnidos gigantescos o de horrores cósmicos. Le dolía la cabeza a causa de la tensión y el cansancio, y pronto también le dolieron los pies. El camino parecía interminable. La ciudad era tan inmensa por debajo como lo era en la superficie, o tal vez más.

Fue al llegar cerca de una estación cuando lo vieron. Oscar fue el primero. Les hizo un gesto brusco para que se pegaran a la pared y se ocultó detrás de un cuadro de mandos. Luego intercambió una mirada con Eric en la oscuridad, y éste asintió.

—¿Qué pasa? —susurró Ruth—. ¿Algo va mal?

—No corráis —susurró Eric.

El chico se asomó un poco, tratando de atisbar al enemigo. Al fondo del túnel, allá donde las parpadeantes luces de emergencia de la estación del metro iluminaban a intervalos las tinieblas, se encontraba la criatura. David apenas distinguió un cuerpo alargado y fibroso, como de hiena o de galgo, solo que mucho más grande, y un rostro humanoide, con un hocico alargado y los ojos negros, muy brillantes.

Eric y Oscar se colocaron delante, calmados y serenos. Levantaron las armas, respirando hondo.

—Si disparamos otra vez, atraeremos más —susurró el pelirrojo a su compañero. Estaban serenos, pero en tensión—. ¿Nos ha visto?

—Parece que no. Pero pronto lo hará.

La alimaña husmeaba el suelo y volvía la vista con frecuencia hacia el túnel. De pronto, gruñó y se irguió sobre dos patas, caminando en su dirección con el andar articulado de un demonio con piernas de macho cabrío. Y habló. Con una voz cavernosa y profunda, pero humana, que parecía brotar de las entrañas mismas de la tierra.

—¿Dónde estáis, pequeños bocados?

David dejó de respirar. Aquella voz se filtró por sus oídos hasta invadirle la sangre, que se le heló en las venas. No era la primera vez que escuchaba una voz como aquella, aunque no podía recordar ninguna de las anteriores. No lo necesitaba. Un instinto profundamente arraigado, el mismo que le había hecho conmocionarse ante la imagen del esclavista, le paralizó ahora. «Dios mío, ayúdame. Dioses, alguien, ayudadme.» Supo que si ese monstruo atacaba, él no sería capaz ni siquiera de echar a correr.

Pero no sería necesario. Las vías comenzaron a vibrar y el rugido lejano de un tren que se acercaba hizo detenerse a la pesadilla en medio de los raíles. Dudó unos instantes y finalmente saltó al andén casi en el último momento. Sus oídos se ensordecieron y sintió la sacudida y el empuje del aire al pasar el vehículo tan cerca. Escuchó retazos de una voz que le gritaba y después tiraron de nuevo de su brazo, llevándole en la misma dirección por la que habían venido.

A partir de entonces, el ritmo de sus pasos se volvió mucho más rápido.

—Están sobre nuestra pista —dijo Eric—Estad atentos y no hagáis ruido.

El resto de la travesía discurrió en un silencio sepulcral. Todos vigilaban las tinieblas a su alrededor, inquietos, buscando miradas acechantes entre las sombras. Cuando escuchaban algo extraño se ocultaban en los rincones y aguardaban a que volviera a hacerse el silencio. De cuando en cuando, Ruth daba un saltito y se agarraba al brazo de Eric, que le murmuraba al oído para tranquilizarla. Samuel no daba muestras de emoción alguna y Berenice parecía muy seria y concentrada, siempre con el arma preparada, aunque todavía no había tenido que dispararla.

«Tal vez debería haberme interesado más por los estúpidos videojuegos de Nice», se dijo, tratando de sustraerse de la sensación de inminencia y fatalidad que se cernía sobre él pesadamente. «Hasta sabe empuñar el maldito revólver. La verdad es que los libros no me han enseñado demasiado para casos como éste. Podría escribir una poesía cruda y brutal sobre estos túneles y el alma humana, pero con eso no me voy a defender.» Echó de menos su navaja. Con ella había fantaseado en ocasiones, cuando pensaba en quitarse la vida para huir de aquella realidad que no era real. Bueno, ahora tenía lo que entonces había querido. «Pero tampoco quería esto. Yo quería un mundo en el que pudiera estar bien. Ser feliz. Un mundo menos hostil», se lamentó. Se preguntó si existía Dios. Se preguntó si Dios leía en las mentes de los hombres y comprendía sus deseos, sus anhelos. «Debe ser casi imposible leer tantas mentes a la vez. Dios debe tener muchos cerebros, muchos corazones y almas. Lo cual lo convierte también en un ser bastante monstruoso, al fin y al cabo. O tal vez… a lo mejor Dios somos nosotros, todos nosotros. Todas nuestras mentes, todas nuestras almas. El conjunto.» La reflexión sólo le hizo empeorar, la opresión se volvió más fuerte y se le hundieron los hombros. «Sería igual de monstruoso, porque la verdad, somos todos horribles.»

El tiempo comenzó a transcurrir de forma ambigua. Pronto dejó de saber si había pasado media hora o tres horas, y aún estaba disertando consigo mismo sobre teología cuando Eric se detuvo.

—Ya hemos llegado.

David alzó la mirada ante esas tres palabras, que sabían a gloria. Estaban en un pequeño callejón sin salida al que se filtraba un minúsculo rayo de luz desde el techo. Había una escalerilla de metal muy estrecha. Eric comenzó a subirla con buen ritmo y al llegar arriba, empujó lo que resultó ser una tapa de pesado metal.

—Al fin —murmuró Ruth, mirándole con ojos brillantes y agotados. David le devolvió una esforzada sonrisa. —Al fin, aire otra vez.

—Bienvenidos a la base alfa de la Resistencia —añadió Oscar.

La base alfa de la resistencia. David suspiró con resignación y ascendió la escalerilla, hastiado de toda aquella terminología de ciencia ficción. Salió al exterior y comprobó que el aire estaba mucho más limpio. No había niebla roja y podía ver con claridad cuanto le rodeaba. Las rodillas se le habían aflojado un poco a causa de la caminata, pero cuando pisó suelo firme, un escalofrío de inquietud le recorrió y estuvo a punto de irse de bruces al suelo. La niebla roja estaba en el cielo, muy alta, mucho más allá de los altos muros alambrados que les rodeaban y que no permitían atisbar ningún paisaje más allá, salvo el cielo. Torres cuadradas se alzaban en cada esquina de la muralla, con focos desactivados que apuntaban al vacío. Sobre éstos, grandes aspas de acero instaladas en las torres giraban como molinos de viento. El suelo era de hormigón y, en un extremo, imponente como una mole de piedra oscura, se alzaba la fortaleza.

—Tiene que ser una broma —murmuró. Allí estaban. En medio del patio de una maldita prisión, pues eso es lo que era. Una cárcel—. ¿Qué significa esto?

—No te pongas nervioso. —Eric le puso la mano en el brazo y David se la sacudió, lanzándole una mirada cruel. El chico del pelo rizado levantó las palmas, en son de paz. Allí, con el aire despejado y la luz roja que se filtraba desde el cielo, parecía que estuvieran en Marte. —Ven, vamos dentro.

—¿Dentro?

—Nuestra base está aquí, David —explicó Oscar—. En el interior de la prisión. Confía en nosotros, las prisiones son algunos de los lugares más seguros del mundo.

El pelirrojo esbozó una sonrisa, pero esta vez David no se dejó convencer.

—Eso depende de con quien estés encerrado.

—¿No crees que es un poco tarde para empezar a recelar? —intervino Eric, colocando la tapa del pozo de nuevo en su sitio.

—Nunca es tarde para empezar a hacerlo —dijo Berenice. Esta vez, tampoco ella parecía muy segura de lo que estaban haciendo. La vio mirar con desconfianza al chico del pelo rizado y sujetar su arma con más fuerza—. Id delante. Os seguiremos, por ahora.

Eric alzó las cejas y luego las manos, como queriendo hacer ver que era inofensivo. Luego comenzó a caminar hacia las enormes puertas que permitían la entrada al complejo. Oscar fue detrás, a un gesto de Berenice, quien parecía más seria de lo que David la había visto nunca. Samuel estaba mirando las puertas de la muralla.

—Habrá que volver a salir por los túneles.

—¿Salir? —preguntó Ruth—. ¿Para qué?

—Cuando volvamos a casa. —Berenice le envió una mirada severa a su amiga. —¿O es que quieres quedarte con ellos?

Ruth negó con la cabeza, frunciendo un poco el ceño. A David le costaba mucho mirarles directamente, con los rostros demacrados y ese aspecto de enfermos recién huidos del hospital que mostraban en este lado.

—No pero… ellos saben cómo funciona esto… este… este mundo. Y el sitio parece seguro.

—Sí, si lo que nos han contado es verdad —apostilló Samuel.

La mandíbula de Ruth se aflojó y abrió la boca, sin disimular su asombro. David tragó saliva. Ese era un pensamiento que le había estado acechando desde el principio, desde que comenzó aquella locura. ¿Y si los verdaderos enemigos eran Eric y Oscar? ¿Y si todo era una trampa? Sin embargo, su instinto le había inclinado siempre a confiar en el chico pelirrojo. «Bueno, dado mi historial, parece que mi instinto no es algo muy confiable a veces.»

Sacudió la cabeza. Aquello no llevaba a ninguna parte.

—Como ha dicho Berenice, de momento vamos con ellos —decidió.

Ninguno de sus amigos dudó después de que él se pronunciase. Comprendió en aquel momento, presa de una fuerte emoción repentina, que irían a cualquier parte con él. Un calor hormigueante le estalló en el pecho y se le extendió hasta los ojos. Sintiéndose un poco idiota, hizo acopio de toda su decisión y echó a andar detrás de los otros dos. «No es momento para sentimentalismos», se reprendió.

Las puertas de la prisión eran negras y enormes, de acero remachado, muy similar al que se empleaba en la construcción de barcos. El metal estaba cuidado, sin rastro de herrumbre. Al llegar allí, Eric se acercó a unos controles en los que había una placa para huellas dactilares y un escáner de retina. Todo funcionaba a la perfección. Cuando los sistemas le hubieron reconocido, se escuchó un fuerte chasquido y luego el lamento profundo de una pesada hoja de metal entreabriéndose. La pequeña puerta auxiliar se abrió como una boca negra.

—Adelante —dijo Eric.

Entraron en fila, unos tras otros, manteniéndose vigilantes.

—No me gusta esto —susurró Berenice, de forma que nadie mas que él pudiera escucharla—. No os alejéis de mi.

David asintió. Tras cruzar la entrada, aparecieron en un pasillo largo y ancho. En el suelo había pintadas líneas amarillas, delimitando espacios de circulación como si fuera una carretera. Había también una cabina de cristal y varias paredes de vidrio y rejas de metal que acotaban los sectores. No había nadie para recibirles ni se escuchaba el menor indicio de vida. Eric desactivó todas las cerraduras de las compuertas para que pudieran pasar con libertad y caminaron a través de los corredores enrejados. Había goteras en el techo.

—¿Cuántas bases tenéis? —preguntó Samuel, rompiendo el sepulcral silencio.

Eric y Oscar iban desactivando los bloqueos de seguridad de las cancelas, abriéndoles el camino y cerrando a sus espaldas. A David este detalle no se le pasó por alto. «Ahora no podremos salir si ellos no quieren.»

—Hoy por hoy, seis o siete. Tres fijas y otras tres o cuatro variables.

—¿Eso qué significa?

Otra reja se abrió con un zumbido. Las luces del techo eran amarillentas, enfermizas.

—Pues que no ocupamos siempre los mismos sitios. Esto sí, claro. Es algo así como el cuartel general.

—¿Y como es que no os ha localizado la Organización? —inquirió Ruth. Era la primera pregunta que hacía, la primera de ese tipo, y al formularla miró a Eric con inocente extrañeza—. No es que el edificio sea lo que se dice pequeño.

Eric sonrió, desatándose la máscara y bajándosela hasta el cuello. Los demás le imitaron.

—En realidad, sí que saben dónde estamos. Esta localización la poseen, pero no pueden hacer nada de forma directa.

—¿Y qué se lo impide?

David se pasó las manos por el pelo. Sintió un repentino alivio al despojarse de la máscara de gas, tanto que hasta sus pasos se volvieron más ligeros. Se la desabrochó y la llevó en la mano para que no le molestara bajo la barbilla.

Esta vez fue Oscar quien respondió.

—Aquí no llega la niebla. Las pesadillas necesitan la niebla roja para sobrevivir. Una criatura como las que hemos visto hoy no duraría ni diez minutos en nuestro patio; transcurrido ese tiempo, perecería.

David frunció el ceño.

—¿Es por los ventiladores del patio? ¿Por eso no llega la niebla?

—Así es. De por sí esta zona tiene muy poca densidad de niebla, pero además cuando la Resistencia consiguió hacerse con esas aspas enormes dispuso un flujo de aire para evitar que la niebla nos alcanzara.

—¿Y con eso basta?

Terminaron de recorrer el pasillo y llegaron a una amplia sala que resultó ser un distribuidor. Por fortuna, los miembros de la Resistencia habían tenido la deferencia necesaria como para colocar señales indicativas actualizadas, pese a que no debían recibir visitas a menudo. Habían pintado con spray encima de las antiguas, en letras negras sobre fondo rojo indicando dónde se encontraba cada cosa.

—No, no es suficiente para garantizar la vigilia. Por eso los alquimistas empezaron hace ya años a investigar compuestos gaseosos para diluir en el aire. Desde hace algunos años trabajamos con uno que funciona bastante bien.

David dejó de examinar las indicaciones para clavar las pupilas en Eric, que parecía muy tranquilo afirmando aquello. Luego miró las rejillas de ventilación.

—Es decir, que hay alguna clase de droga disuelta en este aire aparentemente puro que evita que la gente entre en el sueño alucinógeno diseñado por la Organización —dijo, para asegurarse de que lo había entendido bien.

Eric asintió.

—Es un modo de explicarlo, sí. Vamos al comedor, debéis estar hambrientos.

Dicho esto, el grupo se encaminó hacia la derecha y de nuevo empezaron a pasar a lo largo de pasillos con cancelas y puertas automáticas que los dos guías abrían y cerraban. Las paredes estaban desnudas y las escasas ventanas enrejadas no permitían la entrada de aire, estaban cubiertas por cristal. Probablemente, cristal blindado. A David estos descubrimientos le tranquilizaban y le desolaban al mismo tiempo. Cada vez se sentía más encerrado.

—Supongo que los alquimistas en realidad son científicos, ¿no? —comentó Samuel.

—Sí. Es la nomenclatura nueva. —Eric se rascó la ceja. El tono de su voz era mucho más agradable ahora y parecía mostrarse más comunicativo en sus respuestas—. Dicen  que cuando los primeros hombres despertaron, se dieron cuenta de que sus viejos conceptos de ciencia ya no valían aquí.

—Hemos tenido que adaptarnos a un nuevo medio —añadió Oscar—. Las leyes de la física siguen siendo las mismas de siempre, pero hay mucho más.

—Muchas cosas que antes sólo se intuían o se tachaban de pseudociencia, aquí son totalmente reales. Y esas leyes de la física son fácilmente eludibles para algunos.

David alternaba la mirada entre uno y otro a medida que caminaban.

—¿A qué os referís con pseudociencia?

—Al poder de la mente para afectar el entorno. Por ejemplo, la telequinesis. No todo el mundo la manifiesta, pero existe. Hay gente capaz de levitar, de mover objetos, de abrir y cerrar puertas hacia la Ilusión… o las habilidades propias de los Vigilantes, por ejemplo. Los augures ven el futuro. Los guardianes tienen premoniciones y desarrollan una fuerza que va más allá de lo natural. Los ensalmadores pueden curar cualquier cosa.

Berenice alzó las cejas y rió entre dientes.

—Guau… eso tengo que verlo para creerlo —dijo, emocionada.

David esbozó una media sonrisa. «Cualquiera diría que se está divirtiendo con esto.»

—Así que la ciencia tiene que lidiar ahora con los superpoderes —concluyó Samuel.

—Algo así, sí.

Eric abrió una última puerta, esta vez sin rejas. Se escuchó un zumbido y un chasquido cuando colocó la mano sobre la placa de identificación de huellas dactilares y la compuerta se abrió, dando acceso a una sala amplia. Había más luz que en los pasillos, blanca y demasiado fluorescente. Se disponían varias mesas alargadas en el centro, carritos para la vajilla sucia, dispensadores de agua y servilletas, máquinas de café y viejos expendedores de sándwiches y bollería. Estos estaban en desuso, viejos y vacíos. En la pared norte de la amplia estancia había una larga barra, bandejas de plástico, recipientes con vasos y cubiertos y una cocina industrial detrás. Y gente. Gente sentada, comiendo. Gente cocinando. Gente fregando platos, gente tomando café y leyendo un libro. Debía haber unas veinte o treinta personas allí. Por primera vez, David escuchó las voces de otras personas en aquel mundo imposible. Personas vivas y conscientes. Personas como él. «No, como yo no», se recordó. «Yo soy un awen

Aun así, el sonido de las charlas amenas le reconfortó.

—Estas son las cocinas y el comedor —explicó Eric, entrando en el salón. Algunas miradas se volvieron hacia ellos, suspicaces y astutas. Había hombres maduros, con canas en el pelo y arrugas pronunciadas, con ojeras profundas. Había también chicos y chicas jóvenes, e incluso niños—. Como veis se pueden aprovechar bien las instalaciones de la vieja cárcel. Obtenemos la electricidad de forma independiente mediante unos generadores algo rudimentarios, pero suficientes.

—¿Tenéis hambre? —dijo Oscar—. No sé qué habrá hoy en el menú, pero los cocineros se lo trabajan a fondo para tenernos contentos. La comida es importante.

—Dios, estoy famélica —reconoció Berenice.

—Yo también —dijo Ruth. Luego ladeó la cabeza —¿De dónde obtenéis los alimentos? Todo parece arrasado ahí fuera.

—Tenemos un vivero, una pequeña granja y pozos de agua potable —explicó Oscar mientras se acercaban a la barra y cogían bandejas y cubiertos. David sintió que su estómago se volvía del revés. No se sentía especialmente hambriento, pero supuso que tendría que comer—. Requieren una gran dedicación, pero garantizan nuestra supervivencia.

—Hay algunos miembros de la Resistencia que se dedican solamente a cultivar, cuidar los recursos o investigar sobre las mejoras que podrían implementarse —explicó Eric.

Cuando se colocaron delante del mostrador con sus bandejas, una muchacha vestida con un mono de operaria se acercó a atenderles. Tenía el pelo rubio muy claro, rapado por un lado y largo por el otro, con adornos de tuercas y cables en los mechones de delante y algunos trasquilones atrás. Llevaba las cejas llenas de piercings y los ojos pintados de negro. Les sonrió con aire travieso.

—Vaya, Eric, ya era hora de que te dejaras caer por aquí. ¿Y qué nos habéis traído? Vaya, vaya, pero si…

La chica se quedó mirando a David fijamente, sorprendida. Éste apartó la mirada con un suspiro de cansancio.

—Acaban de despertar y están hambrientos, Luna —intervino Oscar, dedicándole a la muchacha una sonrisa afable—. ¿Nos puedes dar algo de comer?

Ella no reaccionó al principio. Después parpadeó y volvió en sí.

—Claro, claro. A ver, tenemos arroz con verduras, berenjenas con queso y huevos revueltos. —Sonrió, tratando de disimular su estupefacción y evitando fijar la mirada demasiado en David—. ¿Queréis de todo?

—Sí, por favor. —Berenice puso su bandeja delante de la de los demás.

David esperó pacientemente mientras los platos se llenaban, consciente de la atención que iba despertando a su paso. Claro que no era como ellos. Todos lo notaban. Todos percibían que era extraño, ajeno. ¿Cómo podían saberlo? ¿Tan evidente era? Él no se había visto nada tan raro en el espejo, aparte de una cierta luminosidad. «Pero comparado con ellos sí que es evidente. Todos parecen cansados. Todos tienen ojeras y una mirada opaca, agotada. ¿Es eso? ¿Tan jodidas están las personas normales por culpa de esta niebla, de este… estado de las cosas? Entonces, tal vez ser un awen sea una suerte». No se fijó en los alimentos que le servían y ni siquiera prestó atención a la charla de Berenice mientras caminaban hacia las largas mesas. Percibía las miradas sobre él como agujas punzantes en su nuca.

Cuando se sentaron, solos, en una de las mesas de la esquina, comió mecánicamente, dándose unos minutos de dispersión en los que dejó la mente en blanco. Una pregunta de Ruth atrajo de nuevo su atención.

—¿Y los durmientes, de qué se alimentan?

Oscar estaba atacando su arroz con verduras con auténtico entusiasmo, mientras que Eric se tomaba su tiempo. Los vasos estaban llenos de un oscuro y espeso zumo de arándanos que tenía un olor mucho más intenso, potente y apetecible de lo que David recordaba. ¿Era la primera vez que olía zumo de arándanos de verdad?

—La niebla tiene nutrientes —explicó Eric—. Azúcares, sales minerales, proteínas. Además, las pesadillas alimentan al ganad… —se interrumpió bruscamente y bajó la mirada—. Perdón. Es como lo decimos. Es vulgar, pero no es despreciativo.

—Alimentan a su ganado —Samuel sonrió a medias. Había una huella muy amarga en la mirada del chico desde que habían entrado en aquel mundo grotesco, pero a pesar de todo, seguía siendo el más sereno y firme de los cuatro—. Es así, no creo que debas disculparte por ser honesto.

—Somos como plantas haciendo la fotosíntesis con niebla.

Berenice se echó a reír y se llenó la boca de arroz.

—Un gran símil. En realidad, el funcionamiento es parecido.

—Oye, ¿y cómo habéis conseguido esto? —preguntó entonces Ruth, haciendo un gesto alrededor —. Para ser un refugio es… bueno, parece muy bien organizado.

Eric se embarcó en una larga y pormenorizada explicación acerca de la conquista de la base, que él no había vivido, pues aún no había nacido cuando la primera generación de Desvelados conquistó aquel territorio tras una dura guerra y muchas pérdidas y esfuerzos. David solo prestó atención en parte. Su mente estaba lejos, pensando en todo aquello, tratando de asumir más profundamente lo que era, lo que había aprendido hasta entonces y lo que le habían dicho y podía ser mentira. No llegó a ninguna conclusión concreta, en parte porque constantemente su mente se inclinaba hacia la nostalgia y empezaba a recordar a Gabriel.

Se sentía como si hubiera pasado años sin verle. Su sangre, su piel y algo en su interior, un pequeño nódulo de angustia y de tristeza que parecía estrangularse entre su pecho y su estómago clamaban por él con tanta necesidad como si fuera el aire que respiraba. Se sentía perdido y asustado y tenía la clara sensación de que teniéndole a su lado todo estaría bien. ¿Desde cuándo estaba tan colgado por el profesor? «Quizá desde siempre», reflexionó, dando vueltas con el tenedor sobre la carne de la berenjena. Le recordaba dando clase en la universidad, hipnotizándole con su voz. Le recordaba en la habitación, dejando caer la ceniza en una lata vacía de cocacola. Le recordaba cocinando stovies y bebiendo cerveza negra. Todo aquello parecía lejano, parte de otro mundo, como si lo hubiera soñado. «Dios mío.» Era exactamente eso. Lo había soñado. ¿Y si Gabriel no existía? ¿Y si no era más que un durmiente sin consciencia?

—¿Habéis terminado?

La voz de Oscar le sacó de sus pensamientos. Abrió los ojos y los notó húmedos. Se apresuró en beber un trago de zumo y fingir un bostezo, aunque hubiera preferido no tener que hacerlo. El zumo estaba delicioso.

—Estoy hecho polvo —se justificó.

—Vamos a las Salas del Descanso. Ha sido un día duro para vosotros y además, tenéis que conocerlo todo.

Eric y Oscar intercambiaron una mirada explícita y después echaron a andar a la vez, levantándose con sus bandejas y yendo a dejarlas cívicamente en uno de los carritos. David dejó la suya sobre la mesa. Seguramente, la fantástica organización de tareas de la Resistencia también había pensado en poner a alguien al cuidado de recoger la basura de otros. Al fin y al cabo eso era lo que convertía en efectiva una sociedad, a su entender.

Se dirigieron a otra puerta automática situada al otro lado de la sala. Cuando llegaron, Eric volvió a poner la mano sobre una placa de identificación. El escáner pitó y una luz roja recorrió su palma. Luego se escuchó un tintineo y se encendió un piloto verde encima de la puerta, cuyas compuertas encajadas se abrieron.

—Muy moderno —comentó distraídamente Berenice.

—Si, ¿verdad? No sé si estas puertas existían ya o fueron implementadas por la Resistencia. Bueno, estas son las Salas. Si queréis reposar un rato, os llevaremos a una habitación.

Pero ninguno estaba pensando en reposar, pese al tranquilo tono de voz de Oscar. Se habían quedado quietos bajo el dintel, tensos y de nuevo desconfiados. Berenice estaba rígida, con la pistola en la mano, y David se felicitó de que no la hubiera dejado en ninguna parte. Ruth le miró. Sus ojos parecían asustados, pero no sabía cómo aliviarla. Él también se había puesto alerta al ver en qué consistían las Salas del Descanso.

La puerta que se acababa de abrir daba acceso a las dependencias de los reclusos. Había varias escaleras de rejilla blanca, más compuertas con cancelas automáticas y varias filas de habitaciones selladas. Cada puerta tenía un pequeño ventanuco de cristal y un número, pero ninguna tenía picaporte. La mayoría estaban abiertas y se escuchaba un zumbido eléctrico, una sucesión de pitidos rítmicos e intermitentes y el susurro de unas bombas de aire.

—¿Usáis las celdas para descansar? —preguntó Ruth, inquieta.

Eric se volvió hacia ellos, frunciendo el ceño.

—No os hemos traído aquí para encerraros.

David estrechó los ojos y después le apartó de un empujón para caminar por el pasillo. Fue pasando junto a las celdas abiertas y mirando el interior: En todas ellas había alguien tumbado en la cama, con ventosas en el pecho y un gotero junto al colchón, conectado a las arterias de su brazo mediante un tubo de plástico y una aguja. Los monitores cardiacos se sincronizaban y desincronizaban entre sí a ratos. En la última de ellas había un chico despierto. Estaba sentado en la cama, con el pelo por el rostro, mirando hacia abajo. Se había quitado las ventosas y su monitor estaba apagado. Tenía una manga enrollada por encima del codo y una goma atada al brazo. Estaba inyectándose algo en las venas. A David aquella visión le hizo un nudo espeso y viscoso en la garganta y trastabilló hacia atrás. El chico le escuchó y alzó la mirada. Sus pupilas se dilataron y exhaló un gemido breve, sacudiendo la cabeza después. Parpadeó varias veces, le observó y dibujó una sonrisa amplia.

—Buenos días.

No supo qué responder. Se dio la vuelta y se dirigió hacia Eric y los demás, que esperaban unos metros por detrás de él. 

—¿Qué es esto? —espetó bruscamente, señalando una habitación y fijando los ojos en Eric con expresión de furia contenida—. ¿Por qué están así?

Eric volvió los ojos hacia el cielo con hastío y negó con la cabeza. Oscar dio un paso adelante y respondió por él.

—Solo están durmiendo.

—A mi no me lo parece.

—Aquí no sabemos si al dormir vamos a volver a despertar, David —explicó el pelirrojo pacientemente. —Por eso tienen que usar estos sueros. Son compuestos con disoluciones que ayudan a mantener un sueño reparador y tranquilo, y a la hora de despertar, se administran anfetaminas suaves. Los principios activos que utilizamos garantizan que podremos volver a despertar a este mundo y no nos quedaremos atrapados en la ilusión.

—¿Quieres decir que si alguien se duerme sin toda esta parafernalia vuelve allí?

—No siempre —admitió Oscar—. Pero sí a menudo.

David respiró hondo, sintiendo por enésima vez que el suelo vacilaba bajo sus pies. Instintivamente, dio un paso hacia atrás. Berenice, Ruth y Samuel se apiñaron junto a él al mismo tiempo, buscando la complicidad de aquellos en quienes sí podían confiar.

—No quiero que me pongáis eso. No voy a dormir aquí así. No quiero que me droguéis.

—Sé razonable —dijo Eric, en un intento por convencerle—. Algunos compuestos químicos son necesarios para evitar los efectos de la niebla. Sí, son drogas, pero sin ellas la Resistencia no existiría. Son muy pocos los humanos que son capaces de entrar y salir de la Ilusión a voluntad, requiere un control y un conocimiento de la propia mente que ninguno de nosotros tenemos.

—Yo no soy un humano—espetó David, agresivo—. Soy un awen. Y no me vais a drogar. Puede que no sepa qué significa eso ni qué poderes tengo exactamente, pero te aseguro que cuando los descubra…

—Vale, tranquilo. —Oscar extendió una mano hacia ellos, conciliador—. Oíd, sólo os estamos mostrando lo que hacemos y cómo lo hacemos. Nadie os va a obligar a nada, os lo prometo. Os doy mi palabra. No tenéis por qué temer.

—¿Por qué nos habéis traído aquí en primer lugar? —espetó ahora Samuel. Estaba muy serio y su voz era grave y tajante. —Nos habéis explicado que David es un awen, nos habéis despertado. Muy bien. ¿Era necesario traernos a vuestra base para esto?

Oscar abrió la boca para decir algo pero Eric se adelantó. Sus ojos brillaban con decepción y la voz le salió algo más alta de lo habitual en él.

—Sois tan desconfiados que no os dais cuenta de la lógica de las cosas. Pensad, maldita sea. —Se golpeó la sien con el índice, secamente. —David no necesita esta base, puede ir con los Vigilantes a su barrio. Le acogerán, le reunirán con su Guardián. Pero vosotros sí la necesitáis. Sois humanos, sois normales, y por eso estáis indefensos. No tenéis ningún recurso más allá de vuestra astucia y vuestras capacidades naturales. ¿Qué vais a hacer en este mundo por vuestra cuenta?

—Eric… —Oscar acercó la mano al hombro de su compañero, tratando de sosegar el tono de la conversación.

—¿Quieres que te enseñe lo indefensa que estoy? —Berenice dio un paso hacia adelante.

—¿Y si no queremos quedarnos aquí? —soltó David, levantando la barbilla—. ¿Y si queremos volver a la niebla?

—¿Volver a convertiros en durmientes? ¿Eso queréis? ¡Nadie en su sano juicio quiere eso!

Eric parecía indignado e incrédulo.

—Es nuestra elección —replicó Samuel.

—Ninguna elección es libre si se hace a ciegas.

Aquella última frase la pronunció una voz desconocida, grave y aterciopelada. Los cuatro muchachos se dieron la vuelta para buscar a quién pertenecía, y se encontraron con un hombre en la puerta que habían cruzado minutos antes. No le habían oído llegar, no habían escuchado cómo la compuerta se abría, pero allí estaba. Alto, vestido con traje de chaqueta y esbozando una suave sonrisa paternal. Debía tener unos cuarenta años. El cabello castaño se volvía plateado en las sienes y lucía un rostro ancho de nariz larga y gruesa, labios finos y ojos tristes. David notó algo diferente en él desde aquel primer vistazo. «El traje», se dijo. Se fijó en el corte de su ropa, anticuado, casi salido de principios del siglo anterior. Luego en las arrugas de su frente. «Ha vivido mucho. Ha visto mucho.»  Eric y Oscar se habían quedado completamente callados, y también Berenice y Samuel, como si aquel hombre les inspirase un instintivo respeto. David también lo notaba, aunque no estaba seguro de cual era el origen de aquella sensación. El hombre desconocido volvió a hablar.

—¿Acabáis de despertar?

—Eso me temo.

El desconocido pronunció aún más su sonrisa.

—¿Desilusionado?

—No era lo que me esperaba.

Con una risa suave, el desconocido extendió la mano para saludarle. David la tomó y le dio un apretón comedido, al que él respondió estrechando sus dedos con más intensidad. Fue un gesto cálido, cariñoso. Esperanzado.

—Es un placer conocerte. — El hombre le miraba a los ojos; los suyos eran de un color castaño oscuro sin demasiados matices. Habrían sido vulgares si no fuera por el brillo de determinación que los animaba desde dentro. Eran ojos de visionario. —Mi nombre es Carter . He caminado por realidades imposibles, he visto el principio y el fin de muchas eras, me he codeado con criaturas terribles y con otras hermosas. Pero es la primera vez que estrecho la mano de un awen.

—Con David es suficiente —replicó él. La voz le salió ahogada.

—De acuerdo, entonces. Encantado de conocerte, David. Y a vosotros también, muchachos —añadió, mirando a sus amigos. Éstos respondieron con un breve asentimiento con la cabeza, y pronto, Carter volvió la vista de nuevo hacia él—. ¿Qué tal te estás adaptando?

La presencia del hombre había traído consigo un aura de paz al lugar. De pronto, los pitidos de los monitores cardiacos dejaron de parecerle inquietantes y las sospechas sobre las intenciones de Eric y Oscar pasaron a un segundo plano.

—Lo cierto es que no lo sé. No tengo ni idea de cómo me estoy adaptando, ni de si lo estoy haciendo en absoluto.

Se sintió repentinamente vulnerable y se rodeó con los brazos. De nuevo le sacudió un estremecimiento de nostalgia por Gabriel. Carter se limitó a asentir con la cabeza, mirándole con comprensión.

—Debes tener muchas preguntas.

—Pues sí, la verdad. —Alzó la mirada y la fijó en aquel hombre, con la fugaz esperanza de que pudiera actuar como gurú. —¿Qué zonas son seguras? ¿Dónde hay otros como yo? ¿Qué significa ser… lo que soy? ¿Y seguro que lo soy? ¿Quiénes son las pesadillas? ¿Cómo las distingo en el otro mundo en… en el que no es real? ¿Y cómo vuelvo? ¿Se puede volver? Quiero…

Desgranó las preguntas hasta que se le quebró la voz. Luego negó con la cabeza.

—Demasiado rápido —murmuró el hombre. —Le habéis traído demasiado rápido.

Supo que se dirigía a Eric y a Oscar, porque estos agacharon la cabeza y desviaron las miradas. El pelirrojo se mostró más expresivo, pasándose la mano por el cabello y suspirando entre dientes con desolación. Eric parecía más bien frustrado.

—Me han arrancado de ese mundo, de la ilusión. Si es que lo es. Yo no lo sé, aún tengo que ver si es verdad lo que me han dicho. —Resopló, de pronto sentía deseos de sacudirles a todos por los hombros para espabilarles y que pudieran entender. —Todos decís cosas, nos llenáis la cabeza con palabras. Vale, es vuestra experiencia. Vale, puede ayudarnos. Pero yo … —se le quebró la voz y dejó caer un poco el peso en Samuel, que estaba tras él de nuevo. Su amigo le puso la mano en el hombro. —Yo sólo quiero volver a donde pertenezco.

Carter se quedó en silencio, mirándole.

—Bueno, bueno. —Dijo al fin. Después lo repitió, quitándose las gafas y apretándose el puente de la nariz un momento—. Bueno, bueno. No temas. Volverás. Te acompañaré a la salida, si eso es lo que quieres.

David entrecerró los ojos. ¿Sería una trampa? Miró a Eric y a Oscar, que parecían igual de sorprendidos que él. Luego se volvió hacia sus amigos. Ruth parecía preocupada, y Samuel seguía mostrándose bastante impasible. Berenice, no obstante, se miraba las puntas de las botas.

—¿En serio?

—En serio. —Carter volvió a sonreír. —Esto no es fácil, David. Lo sé. Además, nos hemos acostumbrado a que ciertas cosas necesitan tiempo y preparación… pero es difícil estar realmente preparado. Por mucho que sepas, por muchas cosas que los demás te digan, eso no evita el choque. Esta clase de procesos son como el nacimiento, y nacer siempre es una ruptura. Irrumpir en una realidad nueva es nacer en ella, y es dificultoso y traumático, supone romper con todos los conceptos preestablecidos.

David parpadeó, algo atónito. El hombre tenía una forma de hablar que le recordaba vagamente a Gabriel y quizá por eso no le producía hostilidad alguna ni despertaba su desconfianza.

—¿Conceptos sobre qué?

—Sobre todas las cosas. —Carter se dio la vuelta y volvió a abrir la puerta con un roce de la mano. Luego se hizo a un lado para permitirle salir—. Cómo es el mundo que te rodea. Cuáles son tus posibilidades en él. Quién eres tú.

El chico miró la puerta abierta y luego observó a Eric y a Oscar. El pelirrojo tenia una disculpa en la mirada. Negó con la cabeza.

—No creo que nadie pueda darme la respuesta a esas preguntas —dijo, sin saber muy bien por qué lo hacía. Mandarles al cuerno era mucho más sencillo. Pero no creía que la intención de Oscar hubiera sido otra que buscar su bienestar, y no se merecía que le mandara a ninguna parte—. Ya sé que creéis que tengo que despertar porque soy un awen y todo eso, pero ni siquiera vosotros sabéis qué coño es un awen, lo que supone, o qué es lo mejor para mí. Y la verdad… yo tampoco. Pero creo que es algo que sólo puedo descubrir yo. No importa lo que me expliquéis, toda la saliva que gastéis en mi. Osea, os lo agradezco porque me habéis dado mucha información… pero no voy a saber qué hacer con ella hasta que no me enfrente a esto de verdad. Y eso no puedo hacerlo aquí.

—Tampoco en la ilusión —saltó Eric, sin poder contenerse—. Allí las pesadillas te atraparán y harán contigo lo que quieran. Si hasta ahora no te han consumido del todo es porque has tenido mucha suerte.

David se tensó. Apretó la mandíbula y se puso lívido. Carter no intervino, pero miró a Eric con más curiosidad que otra cosa. Luego se volvió hacia David, como si aguardara oír qué tenía que decir a eso.

—No he tenido tanta suerte como crees. Sólo últimamente. Y de todos modos, he sobrevivido hasta ahora sin meterme en una prisión y drogarme para estar despierto. —Buscó las palabras adecuadas en su mente pero no encontró nada que valiera la pena decir. Suspiró e hizo un gesto de desdén. —Es igual, no espero que lo entendáis. Me habéis abierto muchas puertas, me habéis despertado y os doy las gracias, pero ya es suficiente. A partir de aquí me toca seguir solo.

—¿Qué?

Ruth, Berenice y Samuel se volvieron hacia él, al mismo tiempo.

—Ni lo sueñes —dijo la chica morena—. Hemos llegado hasta aquí contigo y vamos a seguir contigo hasta el final.

—No vamos a separarnos ahora, David. —Berenice sonrió con expresión traviesa—. Además, yo tengo la pistola más grande.

Samuel no dijo nada, pero su decisión también estaba tomada. La vio con claridad en su semblante indiferente, por extraño que pudiera parecer ver algo en él.

David se mordió el labio. Aquello era más lealtad de la que él merecía, y seguramente si estuviera en el lugar de sus amigos haría lo mismo. Se fijó en sus ojeras pronunciadas, en la piel macilenta, en los cabellos erizados y mal peinados. Acercó los dedos a los rizos de Berenice y trató de ordenárselos, provocando que la chica le mirase como si estuviera borracho.

—Tú no quieres volver a la niebla, Berenice. —Lo dijo en un murmullo suave, apagado. La muchacha frunció el ceño, pero sus ojos la delataban. —Y Samuel tampoco, ni Ruth, aunque ahora crea que sí y que es un lugar mucho más seguro que este. Pero todos vosotros os habéis apañado de puta madre aquí. Miraos. Sois como los personajes de una serie de ciencia ficción. Battlestar Galáctica o alguna de esas cosas que os gusta ver.

Berenice dejó oír una risilla y no discutió. Ruth, en cambio, parecía mucho más acongojada que antes.

—¿Por qué quieres regresar, David? ¿Tan terrible es esto? ¿No lo puedes soportar?

El chico tragó saliva. Luego miró a Carter y a los otros dos jóvenes, negando con la cabeza.

—No se trata de eso. No puedo estar aquí yo solo.

—En eso tiene razón. —Las palabras de Carter volvieron a sorprenderle. —Vamos, hijo. Te guiaré hasta la calle.

Le puso la mano en el hombro y comenzó a llevarle hacia el pasillo. Eric protestó y Oscar murmuró una frase ambigua sobre la prudencia. Ruth se lanzó hacia el venerable señor Carter y le agarró de la levita.

—¡Espere! ¡No puede ir él solo de regreso! Hemos andado todo el día… hemos… él… ¡No llegará a la puerta por la que cruzamos! ¿Y si le ocurre algo?

—No os preocupéis —dijo Carter, esbozando una sonrisa—. No le pasará nada.

David volvió el rostro hacia adelante y echó a andar, dejando las protestas de Ruth atrás, con la mano de Carter sobre su hombro, pesada y cálida. Se sentía ingrávido y extraño, y sabía que estaba siendo injusto. Pero no sabía qué otra cosa hacer. Caminaron en silencio durante un largo rato. El hombre abría y cerraba las puertas delante y detrás de él, su silencio era cómodo y su perfume recordaba a tintas y a papel. Le llevó por caminos diferentes a los que habían recorrido al entrar a la prisión, porque no atravesaron el comedor y caminaron a través de corredores muy distintos, algunos sin luz, otros con pósteres sobre los peligros de fumar y consejos para no caer bajo el efecto de la niebla.

—No piensas volver a la ilusión, ¿no es cierto? 

David esbozó media sonrisa.

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno... No has afirmado en ningún momento que fueras a hacerlo.

David dejó escapar el aire entre los dientes.

—La verdad es que no sé donde voy a ir. Pero tengo que comprobar algo.

—¿Estás seguro? Puede que sea peligroso.

El chico desvió la mirada y frunció el ceño. ¿Es que el señor Carter también le leía la mente?

—¿Sabe lo que quiero intentar, acaso?

Carter rió suavemente. Abrió otra puerta.

—No, verdaderamente. Pero no saber donde uno va, en un mundo como este, siempre puede ser peligroso. ¿Quieres contármelo?

David tragó saliva. Había rehuido ese pensamiento durante todo el tiempo posible desde que aquello empezó, pero no se le había olvidado lo que había dicho Eric. Repitió sus palabras, con voz vacilante.

— Los Guardianes y los awen siempre van en parejas. Cada Guardián tiene su awen, están ligados a él y los protegen con su propia vida.

Carter se limitó a asentir y a cerrar la puerta que dejaban atrás. Una luz parpadeó en la pared.

—Así que quieres buscar a tu Guardián. ¿Tienes idea de quién puede ser?

David tomó aire.

—Puede. Si le encuentro, si él… si él viene y hace su trabajo, eso querrá decir que todo es verdad, que esto es real y que somos lo que decís que somos.

Carter silbó entre dientes y se detuvo ante una de las cancelas antes de poner la mano en el panel de identificación de huellas. Le observó con gravedad.

—¿Y si no viene?

—Vendrá.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque estoy harto de todo esto —escupió de pronto— y no por la niebla, ni por los monstruos ni por vosotros. Sino porque no aguanto estar un solo minuto más aquí sin él.

Carter abrió otra puerta y volvió a sonreír.

—Bueno, bueno. Eso es buena señal, joven. Muy buena señal.

El hombre mantuvo aquella misteriosa sonrisa en su rostro durante el resto del trayecto, que hicieron en silencio. David se había trastornado un poco después de aquella última declaración, que había salido de sus labios sin pensar. Sus pasos se aceleraron, mantuvo la vista fija en el frente. Los batientes enrejados se abrían a su paso con un suave zumbido y un chasqueo, en el pasillo que no parecía tener final. El latido de su corazón se acompasó a su caminar, algo en la densidad del aire cambió, mientras algo se desperezaba dentro de su alma, un instinto y un conocimiento tan viejos e incomprensibles para él que debían proceder de alguna parte del subconsciente. Quería estar afuera, necesitaba salir ya. Empezó a imaginar las calles polvorientas, los edificios derruidos, los semáforos quebrados. Las altas torres. Le resultaba tan familiar como si hubiera estado viéndolo toda su vida, podría recorrer las calles con los ojos cerrados.

Y entonces supo dónde tenía que ir.

Pensó que tendría miedo, pero no fue así. Sintió alivio.

Finalmente, Carter se detuvo delante de una puerta que David no había visto antes. Era gruesa, con dos barras curvas pintadas de amarillo que parecían propiciar el giro en en una mecánica similar a la de las puertas de los autobuses. Junto a ella había un panel numérico y un escáner de retina. Y encima del marco de metal, un rectángulo de luz amarilla en el que un monigote pintado de negro cruzaba un arco. «Salida». David se guardó para sí la impaciencia y miró al hombre, que estaba detenido junto al teclado, muy serio.

—Cuando salgas ahí afuera, recuerda algo, joven awen. —David no tenía ganas de discursos de despedida, pero sin embargo, escuchó con atención. Los ojos de Carter comenzaron a brillar, animados por una llama interior. —El universo es caos y entropía. En el mundo de la ilusión, un mundo diseñado por consciencias deseosas de control y necesitadas de estructuras sólidas y mesurables, existe una lógica concreta y calculada. Pero en el mundo real, en el mundo real de verdad, el que aguarda tras esta puerta… allí la única ley que rige es la voluntad.

»El mundo cambia y se transforma, los destinos se escriben gracias a la voluntad de cada uno de nosotros. Proyecta tus pensamientos. Proyecta tus emociones. Ten fe y no te dejes consumir por el pánico o el desaliento. Entonces, todo irá bien.

David tragó saliva y asintió.

—Lo haré. Gracias, señor Carter.

El hombre esbozó otra sonrisa triste y le miró un instante más. Después, se dio la vuelta e introdujo un código en el teclado. Se escuchó el sonido de vapor saliendo a presión de alguna parte y después, la puerta se abrió.

Las calles resquebrajadas aguardaban allí, con sus farolas retorcidas, con sus edificios desnudos, de cristales rotos y paredes desconchadas. En el firmamento, las nubes rojas se rizaban, proyectando el reflejo de una luz blanca muy a lo lejos.

David se llenó los pulmones y echó a caminar, sin colocarse la máscara, con la mirada fija en el horizonte.

Tener fe nunca es tan fácil como cuando no hay otra opción.



. . .



Sus pasos apenas hacen ruido. Es sólo una sombra, una silueta, un diminuto ratón en medio de la devastación. Si lo comparas con la inmensidad de la ciudad, ¿qué tamaño tiene? Menos que una hormiga. Es pequeño y frágil. El bocado perfecto. Y se adivina tan delicioso… su aura resplandece. Su alma huele a fragancias místicas y a fantasía. Los impulsos eléctricos de su pensamiento, de sus emociones, son como frutas efervescentes y tentadoras.

Se interna en la selva de alquitrán, recorriendo las calles con paso seguro. No lleva la máscara. El brillo cálido de sus ojos verdes se puede ver desde lejos. Pero desde más lejos aún podemos oírle. Podemos sentir los impulsos de su espíritu. Podemos captar su rastro.

Algunos prefieren no arriesgarse con él. Tendrá a su guardián cerca. Pero otros se sienten demasiado tentados y comienzan a moverse, lentos, acechantes como insectos, cercándole a través de las calles adyacentes.

Podríamos cazarle con facilidad si fuéramos una manada. Pero ninguno de nosotros trabaja así. No es un trabajo en equipo, sino una competición. Según las normas, el primero que marca a la presa es el legítimo dueño… pero ¿qué sería de nosotros si siempre cumpliéramos las normas?

Sin embargo, hay alguien que tiene más hambre que los demás.

Él estaba en los túneles hace horas, persiguiendo a unos insectos. Les estuvo pisando los talones durante más tiempo del que ellos podrían imaginar, preguntándose qué era aquello. Sabe reconocer a un awen. Pero también sabe reconocer a un Guardián, y allí no había percibido a ninguno. Un awen sin guardián era algo demasiado bueno para ser verdad. Por eso les siguió. Tenía que ser una trampa. Cuando desaparecieron en la superficie, buscó una salida cercana y estuvo rondando en los límites de la niebla. Esperando. Aguardando. Y estaba a punto de tirar la toalla, pero entonces, de nuevo captó el rastro.

Lo desea. Quiere devorarlo entero, tomar su esencia, llenarse de su alma, engullir sus sueños, sus esperanzas, sus ilusiones, su imaginación. Tragarse su dolor, su angustia, su miedo. Y luego, ah sí, morder la jugosa carne, lamer los ojos resplandecientes, arrancar los jirones de músculo y sorber la sangre, hasta la última gota. Quiere quebrar los huesos entre sus dientes y succionar la médula. Hartarse de ese manjar que muy pocos han tenido el privilegio de probar alguna vez. Dicen que consumir un awen es como consumir un mundo. No quiere perdérselo.

Tiene su olor en las fosas nasales, grabado a fuego. Husmea el asfalto. Luego se yergue a dos patas y observa alrededor.

No está solo y lo sabe. Hay dos más acechando a su presa. Pero es suya, suya, ¡es suya! No permitirá que se la arrebaten. Galopa entre las sombras, siguiendo al awen por las avenidas desiertas, por las calles con barricadas en llamas. Es suyo y nadie se lo va a quitar.


. . .



No supo cuánto tiempo había pasado. Había estado caminando durante un tiempo impreciso, sintiendo el latido de su propio corazón y algo más allá… otro latido, el zumbido de los ventiladores, el sonido de las enormes aspas giratorias y un pulso casi inaudible, intrínseco, que parecía llegar como un eco muy lejano. Cuando al fin se detuvo, tenía la sensación de que apenas habían transcurrido unos minutos.

Respirar la niebla roja no era tan desagradable como había creído. Picaba en la nariz y a veces parecía quemarle la garganta y los pulmones, como una calada profunda de tabaco, pero la mayor parte del tiempo, ni siquiera se daba cuenta. A pesar de que al principio notó los efectos con más intensidad —un sopor profundo y una cierta sensación de irrealidad— se aferró a su voluntad, recordando esos momentos que ahora parecían lejanos, cuando había bebido demasiado y tenía que luchar con todas sus fuerzas para no dormirse o desmayarse y llegar a casa. A una casa. A cualquier casa.

Le fue bastante útil y finalmente, la sensación desapareció. Este pequeño triunfo le llenó de ánimos y le hizo caminar con mucha más decisión. Supuso que eso, además de la prisa que de por sí tenía, le había hecho llegar antes. La única ley que rige es la voluntad, había dicho Carter. ¿Eso significaba que bastaba con tener prisa para ir más rápido? Se preguntó si había ido de verdad a más velocidad o era sólo una impresión subjetiva causada por la niebla o por su propia abstracción durante el camino. «Aquí es difícil saber qué sucede de verdad y qué no», se dijo, frotándose los brazos. La ciudad real era fría. Respiró hondo y alzó la vista hacia los edificios de alrededor, comprobando que estaba en el lugar adecuado. Las construcciones no tenían muy buen aspecto, pero aún eran reconocibles. En realidad, no es que estuvieran mucho mejor en el otro lado, en su opinión. Hizo una mueca de desagrado y caminó por la carretera quebrada, la vista fija en el suelo.

Lo cierto es que no esperaba encontrarla. Por eso, cuando la vio, su sorpresa fue mayúscula. Se quedó inmóvil, maravillado, sin estar seguro de que lo que tenía delante fuera cierto. Se inclinó, apoyando la rodilla en el suelo. Ante él, la grieta en el asfalto resquebrajado dejaba al descubierto una pequeña porción de tierra negruzca, seca y compacta. Y de ella emergía el tallo verde, la hoja tierna, la corola de pétalos blancos, un par de ellos mustios, pero el resto aún pujantes, rebeldes, alzándose hacia un cielo venenoso.

—Dios mío —murmuró—, es increíble.

La observó de cerca. Rozó uno de los pétalos con un dedo tembloroso y luego suspiró, parpadeando para alejar las lágrimas. Le ardía la garganta y una emoción profunda, resplandeciente, empezó a vibrar en su pecho. Esperanza. Siempre esperanza. Había esperanza.

—Hay esperanza —dijo, con voz ahogada—. Incluso para esto.

Se permitió un instante de debilidad, deslizando la yema por los pétalos y sintiéndose pequeño pero absurdamente aliviado. Y entonces, alguien habló.

—Les estás atrayendo.

David dio un respingo. Se puso de pie y se dio la vuelta, alarmado, a pesar de que la voz que había sonado tras él era muy suave, tan sosegada como la de un monje budista.

El chico le observaba fijamente, con las manos en los bolsillos. Llevaba unos vaqueros, unas deportivas y una sudadera gris con cremallera, la capucha le cubría la cabeza y los cordones con los que debería haberla ajustado le colgaban hasta el pecho. 

—¿A quién? —preguntó. En realidad quería decir: «¿Quién eres? ¿Quién eres tú y qué haces aquí?», pero su mente parecía haberse ralentizado.

«Le he visto antes», pensó. Aquella expresión lejana, como si viera a través de él o mucho más lejos, esa voz vieja y joven a la vez, aquellos rasgos clásicos, aquella mirada. El chico tenía los ojos de un color gris tan claro que parecían plateados, y se veían en la oscuridad. Tenía el semblante sereno, impasible. Parecía que no estuviera allí. «Le he visto antes. Es el chico del parque. El chico del parque, en San Valentín.»

—A los satures.

—¿Qué es eso?

—Los cazadores. Te están siguiendo. —David se tensó, mirando alrededor. Pero el chico negó con la cabeza. —No tengas miedo. Es como debe ser.

—¿Estás de broma? Necesito un arma.

—¿Ya no tienes fe?

David abrió mucho los ojos, mirando al chico misterioso con fijeza. Era alto y elástico, como una especie de guepardo, pero también parecía menudo, por contradictorio que aquello fuera, tan contradictorio como su aspecto: Aquella ropa anodina que no conseguía hacerle parecer un chico normal, esa voz plana y esa actitud amable que no ocultaban al instinto la sensación de que aquel ser, fuera lo que fuese, poseía un poder que no podía ser entendido. Al menos, no por él. Tartamudeó un poco y después sintió que le temblaban los labios.

—Sí que tengo fe.

El muchacho asintió y pareció satisfecho con la respuesta. Luego perdió la mirada durante unos segundos, y al cabo de un tiempo difícil de calcular, volvió a hablar.

—¿Te gusta la flor?

David asintió con la cabeza.

—Me alegro. Ha sido muy difícil mantenerla con vida.

—¿La has hecho tú? —susurró—. Quiero decir… ¿es tuya?

El muchacho negó con la cabeza.

—No es mía. Sólo la he cuidado. —David pareció decepcionado. El chico hizo un gesto, elevando casi imperceptiblemente la ceja. —¿Te parece mal?

—No. No, no es eso. Sólo que pensaba… creía que si una flor podía crecer entre el asfalto y sobrevivir, entonces eso significaba que había esperanza para todos nosotros.

—¿Ya no significa eso?

David lo pensó un momento, pero su cerebro no respondía demasiado bien. Finalmente, se encogió de hombros.

—No lo sé. La flor no ha crecido así porque sea fuerte y capaz, sino porque tú la has mantenido viva.

—La esperanza no sólo nace de forma espontánea. También se cultiva. —Los ojos plateados volvieron a observarle, a atravesarle y a perderse en la lejanía—. Aquí ninguna es tan fuerte como para vivir por sí sola. Necesita ser alimentada. Siempre.

David no supo qué responder a eso. El chico miró alrededor con calma, como si estuviera contemplando un paisaje con aquellos ojos que parecían ver mucho más lejos. Lo hizo durante un largo rato, aunque de nuevo, David tuvo la impresión de que el tiempo se había parado y se quedó observándole, como hipnotizado. Le parecía sentir el ritmo de su pulso, pese a que no se estaban tocando.

Al cabo de unos segundos, el chico pareció volver en sí.

—Tengo que irme. —David asintió con la cabeza. El desconocido elevó suavemente una comisura, formando algo parecido a una sonrisa. Después señaló hacia un rincón húmedo. —Úsala.

David volvió la vista hacia el lugar que había indicado. Había un montón de basura sobre un charco de algo oscuro y viscoso. Entre los desperdicios asomaba un trozo de cañería roto. «¿Que use eso? ¿Para qué querrá que…?» Se volvió para preguntarle, pero el chico ya no estaba. Recorrió la calle recta que se perdía cuesta abajo con la mirada, y vio su silueta, lejana.

—¿Qué coño…? ¿Cómo es posible? Estaba aquí hace un momento. No puede ser.

Sacudió la cabeza y dudó un instante entre ir tras él y volverse hacia la basura. En el cielo, la niebla roja se hizo más densa, se escuchó un trueno lejano. Un escalofrío le recorrió la médula, y supo que no tenía tiempo de correr detrás del muchacho misterioso.

Le estaban observando.

El instinto le impulsó a moverse despacio, con cautela. Se volvió hacia el rincón mugriento y caminó muy lentamente, fingiendo tranquilidad. Escuchó el sonido de unas zarpas rascando el suelo a su espalda y un gorgoteo grave, leve. Sus nervios se apretaron como nudos, tensándose uno a uno, vibrando con fuerza. Las alarmas gritaban en su cabeza. Estaba ahí. Lo sabía. Podía notar sus ojos brillantes fijos en su espalda. Se inclinó y agarró el tubo. Estaba frío bajo su mano y un trozo de esmalte descascarillado le arañaba la palma.

Se dio la vuelta, apretando los dedos alrededor del metal.

Le vio, erguido sobre los cuartos traseros. Era tan alto como un hombre adulto, con extremidades deformes y alargadas, similares a las patas de una hiena y terminadas en uñas tan largas como cuchillas de segadora. Tenía el vientre hundido y las costillas amplias, los hombros fornidos y un cuello ancho, lleno de venas y nervios. La piel no le cubría por completo y en algunas zonas se podían ver a la perfección los músculos, rojos y blancuzcos, las fibras elásticas que se contraían y distendían al compás de su borboteante respiración. El rostro tenía una lejana similitud con el cráneo desnudo de un caballo, alargado, huesudo, con dos ojos oscuros y sin pupila que brillaban con un resplandor negro. Los ollares cartilaginosos se abrían y cerraban en cada inspiración. Cuando abrió la boca, David comprobó, paralizado por el miedo, que le llegaba hasta el cuello. Se le veían las amígdalas y el principio del esófago, una válvula viscosa que se abría y cerraba. Dos filas de dientes puntiagudos y amontonados se apiñaban en su mandíbula inferior y superior y una lengua larga, como un tentáculo ciliado, hizo su aparición para relamerse.

—Al fin solos, pequeño —dijo la criatura, con la misma voz cavernosa que David había escuchado en los túneles del metro—. No te resistas… lo pasaremos bien. Sólo déjate llevar… déjate embriagar por el dolor. Te enseñaré nuevos límites en ti mismo… compartiremos una noche gloriosa, hasta que tu último y dulce suspiro pase a formar parte de mi.

Habría sido el momento de decir algo heroico. De mostrarse valiente. Pero David estaba aterrado, y a pesar de las advertencias de Carter, no era algo contra lo que pudiera luchar con facilidad.

Cerró los ojos con fuerza y empuñó la tubería.

—Ven si tienes huevos.

Era el momento de decir algo heroico, sí, pero sólo fue capaz de pronunciar aquella frase absurda, con voz chillona y los dientes apretados. Sentía cómo le temblaban las rodillas. Se obligó a afianzar los pies en el suelo.

—¿Piensas pelear? —La criatura soltó una risa que casi parecía el sonido de una sierra contra la madera. Luego sus ojos relucieron y se volvieron rojos—. Muy bien. Será aún más divertido.

Se impulsó sobre los cuartos traseros y saltó sobre él.

«Dios, voy a morir, voy a morir, voy a morir.» Era todo en lo que podía pensar. Cuando el satur se le echó encima, aferró la barra de metal con todas sus fuerzas y se arrojó hacia un lado, consiguiendo esquivar al menos el impacto. Olía a compuestos químicos, a amoniaco, a azufre y a podredumbre. Su rugido era como el sonido de un motor. Sintió las zarpas frías a su alrededor, cortantes, y se encogió, empujando el trozo de cañería cuando vio abrirse las fauces delante de su rostro. «Voy a morir, voy a morir.» Incrustó el tubo entre las mandíbulas, impidiéndole que las cerrara. La criatura bramó. Trató de cortarle con las enormes zarpas, pero David se revolvió, pegándose a él. Era la única manera de mantenerse lejos del alcance de sus garras y de su boca, pero no de su lengua. Aquel tentáculo asqueroso y húmedo trataba de enredársele en la cara.

—¡No te escaparás! —bramó la bestia, a pesar de tener las mandíbulas atascadas con el tubo—. ¡Eres mío! ¡Mío!

El corazón le latía tan deprisa que le dolía el pecho. Apenas podía respirar, se escuchaba a sí mismo jadear desesperadamente y a veces le silbaba la garganta a causa de la hiperventilación. Sus ojos parecían ver hasta el menor detalle, la membrana transparente que cubría los músculos de aquel engendro, el color exacto de su sangre palpitando bajo las venas descubiertas. Las venas. Sus venas. «Tengo que cortarle. Tengo que hacer algo.» Solo mantenerle la boca abierta no era suficiente, acabaría destrozando la cañería y entonces no tendría ni una sola oportunidad.

La criatura cerró los brazos a su alrededor y rodaron por el suelo. David trató de palparse la ropa, buscando a tientas algo, cualquier cosa. Pero la presa de la alimaña le inmovilizó. Escuchó el crujido del metal al romperse y de pronto, le apartó de sí de un empujón y le arrojó contra la pared. El chico se golpeó de lado. Un fuerte dolor le recorrió el hombro y después se extendió hacia su cuello y su cabeza. Empezó a marearse.

—Se acabó el juego.

La cañería estaba en la calzada, partida por la mitad, a varios metros de su alcance.

«Voy a morir.» Se le habían acabado las ocasiones. Pensó estúpidamente en los videojuegos, en ese momento en el que las vidas se acababan y el personaje quedaba tirado en el suelo, inerte, mientras aparecían las palabras “Game Over” sobre la imagen, como un letrero funesto.

Se acabó el juego.

—¿Es que ya no tienes fe?

David parpadeó, intentando enfocar la vista. El muchacho misterioso no estaba allí, hacía tiempo que había desaparecido. El único que hablaba era aquel espantoso satur, lo que quiera que fuese, mientras se acercaba a pasos lentos, disfrutando del momento, pero él no había pronunciado esas palabras. Era la voz del chico raro, pero el chico raro no estaba. «Es una alucinación», se dijo. «Pero tiene razón». El monstruo estaba cada vez más cerca, extremo de su enorme lengua se movía en el aire como una serpiente y en sus ojos había euforia.

Y de pronto, la criatura se detuvo. Algo brilló al otro extremo de la calle con un resplandor rojo. La euforia se transformó en furia y el terrible rostro se demudó en una mueca salvaje; abrió las fauces del todo, se erizaron las púas de su espalda y lanzó un bramido desesperado, lleno de rabia y frustración. Se impulsó y saltó, dispuesto a acabar con él antes de que el resplandor rojo llegara.

David cerró los ojos. Su mente empezó a trabajar a toda velocidad, pasando las imágenes a un ritmo vertiginoso. Le vio sentado en el sofá blanco, inmaculado, que ya no era blanco, bebiendo café y corrigiendo exámenes que, en realidad, no existían. Le vio mirando por el balcón. Le vio tocando el piano, caminando por el barrio viejo. Le vio a su lado, en el metro. Le vio en clase, en un edificio medio derruido, hablando a los durmientes y a los huesos que se sentaban en la grada. Le vio apartándole el cabello del rostro, a su lado, entre las sábanas, en una habitación de paredes corroídas.

«No te rindas»

Se lo había dicho una vez. Varias. Muchas. Siempre.

Se encogió y gritó, proyectando las manos hacia adelante, como si así pudiera detener al monstruo que caía sobre él. El peso del cuerpo deforme le aplastó, durante un instante en el que la carne, la piel y la presión caliente del depredador estuvieron a punto de asfixiarle. Pero después, de pronto, desapareció el peso y desapareció el olor hediondo, desapareció su contacto. David se pegó a la pared, intentando desesperadamente ponerse en pie, con los oídos pitándole y sin dejar de resollar como si hubiera estado corriendo durante millas. Sus ojos captaban visiones inconexas, se emborronaban a veces. Pero le vio.

Le vio allí de pie, con el abrigo largo, con el cabello suelto. Le vio de pie, agarrando a la criatura por las púas de la nuca mientras el satur se debatía, lanzando estremecedores alaridos de pánico. Le vio de pie, la mano derecha iluminada con un haz de luz ardiente y roja, una llamarada viva, sólida, que se elevaba un metro y veinte centímetros hacia el firmamento contaminado. Le vio de pie, con el rostro crispado en una mueca de furia tal que volvió a quedarse petrificado, aunque esta vez no era sólo a causa del miedo.

Era terrible y hermoso, pero sabía que no le haría daño a él. A él no.

«Es mi Guardián.»
Le vio cortarle la lengua a la criatura, que trataba en vano de mantenerse erguida en el suelo. El satur tuvo aún la energía suficiente como para intentar defenderse, trazando un arco con las enormes garras para apartar de sí al profesor. La sangre saltó en el aire y dejó un reguero de gotas rojas, proyectadas en el asfalto formando una curva. Gabriel soltó la lengua inerte en el suelo y tiró de las gruesas púas hacia atrás.

—¡No! ¡NO! —bramó el monstruo, temblando y abriendo sus enormes fauces.

Los ojos rojos miraban hacia todas partes convulsamente, quizá buscando alguna posibilidad de salvación.

Gabriel volvió a levantar la espada. El fuego se reavivó. Los ojos azules tenían las pupilas contraídas, brillaban como imbuidos por llamas interiores con tanta intensidad que el resplandor se le reflejaba en las mejillas.

—La basura se quema —dijo el profesor.

No levantó la voz, pero a David le pareció sentir su reverberación en todas partes. En el suelo, en la pared, en el cielo. En su pecho. La espada descendió y cortó en dos a la criatura, salpicando a Gabriel con algo negruzco y alcalino. Las dos mitades cayeron al suelo, convulsionando, derramando trozos de órganos y líquidos sintéticos. Un par de cables se soltaron y un ojo rojo aún miró a David con súplica durante un instante antes de apagarse.

David no podía reaccionar. Debería hacer algo. Respirar, en primer lugar. Después correr hacia él y abrazarle, como imaginaba que era un reencuentro. Pero en su cabeza reinaba el caos y lo único que era capaz de hacer era mirarle, al borde del desvanecimiento. Desmayarse, sí. Quizá esa sería la mejor idea.

Gabriel golpeó los restos con la espada durante unos segundos más, como si no le bastara con aquello. Después, cuando lo único que quedaba del satur eran trozos irreconocibles de carne y plástico, la espada dejó de arder y mostró la hoja. Era vidriosa, transparente, de formas sinuosas, con la punta curva y algunas zonas pulidas en forma de hendiduras semicirculares. Recordaba a un khopesh de cristal ornamentado, pero mucho más largo. El profesor suspiró profundamente y se limpió la otra mano en el abrigo, pasándosela después por el pelo. Estaba herido, pero no parecía darse cuenta. Lentamente, levantó el rostro hacia él y le miró. Los ojos azules se encontraron con los suyos, y las llamas blancas que bailaban dentro parecieron enardecerse.

Y él solo fue capaz de devolverle la mirada, mientras el suelo que pisaba volvía a hacerse sólido, el universo hacía girar sus engranajes y todo volvía a ser exactamente como debía. Terrible o no, pero correcto.


. . .
  

Gabriel


No estaba cansado. Llevaba horas recorriendo la ciudad, pero no estaba cansado. Todo el agotamiento, la incertidumbre, la impaciencia, el miedo, todo había desaparecido cuando detectó la presencia de David como un resplandor en la lejanía.

Había corrido como no pensaba que fuera capaz de correr. Había atravesado con la espada —bien, era hora de admitir que no era sólo una taza— a una abominación con patas de araña que se había cruzado en su camino. Aunque, estrictamente, había sido Gabriel quien se había cruzado en el camino del engendro, que sucumbió al pánico nada más verle. Había recorrido calles que no estaba seguro de conocer, sintiendo que tenía fuego en los pies, fuego en el alma, fuego en el corazón y en las manos. Se sabía envuelto en llamas, aunque no pudiera verlas, y el tiempo se le había hecho eterno en aquella persecución al límite de sus propias fuerzas.

Y al final, le había encontrado. Justo a tiempo. Ni antes ni después, aunque hubiera preferido que fuera antes. «Dios mío… cómo he podido estar tan ciego», pensaba, perdido de nuevo en aquellos ojos chispeantes, cálidos.

David estaba aún pegado a la pared. El flequillo largo que solía cubrirle la mitad del rostro estaba ahora recogido tras la oreja y se había despeinado el cabello más corto de la coronilla. Estaba boquiabierto, con una expresión de asombro y emoción que hacían pensar que rompería a llorar en cualquier momento a causa de la tensión acumulada. Aún respiraba trabajosamente y tenía la ropa manchada de la sangre del satur.

Pero no estaba herido. Gabriel lo sabía.

No, no estaba cansado. Ni siquiera le dolía la herida. Le bastaba con verle, con verle a salvo y cerca de él. Todas sus células reaccionaban a su presencia; el ritmo cardíaco se acompasaba, la sangre se deslizaba por las venas ligera, efervescente, el calor se extendía desde su estómago como una marea dulce, sosegando sus nervios y la respiración se volvía grata, profunda, tranquila. Y la música empezaba a nacer en su imaginación, a enredarse y desenredarse, a trenzarse alegremente y crecer sin límites. Era armonía y perfección, era inocencia e inspiración. Era su…

«Es mi awen. Siempre lo ha sido. Y siempre lo he sabido. ¿Por qué lo olvidé?»

Una punzada de angustia le golpeó con fuerza en el costado. «Culpabilidad», supo. Dejándose llevar por un impulso que no podía comprender del todo, colocó la espada ante sí, con la punta contra el suelo, cerró ambas manos en la empuñadura y agachó la cabeza.

—Lo siento. Perdóname —declaró, a media voz—. Has sufrido. Has sufrido durante una parte de tu vida, y eso no debería haber pasado.

Hubo un largo silencio. Aguardó, pero finalmente levantó el rostro de nuevo hacia él. David seguía en el mismo sitio, pero su semblante se había ido componiendo de nuevo y su cuerpo se había relajado. Ya no hundía las yemas de los dedos en la pared como un cachorro acorralado.

Y entonces llegó su voz. Suave y dulce.

—¿Cómo haces para encontrarme siempre que me pierdo?

Durante un buen rato no dijo nada. Casi se le olvidó la pregunta. Estaba hipnotizado por el brillo suave de aquellos ojos verdes, por la cálida resonancia de su voz, que aún le acariciaba los oídos. Pero David esperaba una respuesta. Y ya era hora de darle alguna tal y como se merecía.

Pulverizó la distancia que les separaba en tres largas zancadas, incapaz de apartar la vista de sus ojos. Después, ante la atónita mirada de David se arrodilló en la acera quebrada y mugrienta y le rodeó la cintura con los brazos antes de que pudiera huir. Le estrechó contra sí, pegando la mejilla a su vientre, con los ojos cerrados. Se le anudó el aliento en la garganta y un fuerte estallido de calor se extendió desde su estómago hasta la punta de los dedos y las raíces del cabello, inundando sus venas con semillas de sol.

—Es para lo que existo—murmuró, con voz ahogada y ronca por la emoción—. Para encontrarte una y otra vez, a través del infinito y la eternidad.

Una gota de lluvia cayó sobre el pavimento resquebrajado.

Pero no era lluvia.

David deslizó los dedos entre su pelo, contrayéndose y doblándose hacia adelante a causa de los sollozos que le sacudían en silencio.

—Lo siento —repitió Gabriel, en un murmullo—. Te fallé. Te he fallado durante mucho tiempo.

—No. No digas eso.

Las manos de David estrecharon sus cabellos. Le sintió moverse entre sus brazos, deslizarse hacia el suelo, hasta quedar de rodillas frente a él, abrazándole, estrechándole como si quisiera protegerle. «Tú eres el ángel. Siempre has sido tú», pensó, estrangulándose con el nudo de su garganta. «Yo sólo soy un tío con una espada.» Quería decírselo, decirle que le debía su vida, que le amaba como sólo puede amarse cuando se ha hecho durante eras, pero ninguna palabra parecía hacer justicia a sus sentimientos. Unos, antiguos, ancestrales, que pertenecían al Guardián, pujaban por salir y expresarse. Le había añorado tanto, le había echado de menos con cada gota de sangre, durante cada segundo, cada año, cada día… y los otros, los de Gabriel, mucho más vívidos, se entremezclaban y se empujaban unos a otros, amalgamándose en una marea demasiado fuerte como para poder describirse con una simple declaración.

El chico le rodeó el cuello con los brazos y le apretó contra su cuerpo. El profesor le imitó, hasta que le hizo daño y se clavó los huesos de su awen en la carne. Eso estaba bien, no importaba que fuera molesto. Eso estaba bien.

—Nunca más —prometió, un susurro con los labios entre sus cabellos.

—Nunca más.

El susurro quedo de David era todo lo que hacía falta para sellar la promesa. Le soltó para mirarle y los ojos verdes reflejaron los suyos, reflejaron su imagen, embelleciéndola. Se inclinó hacia sus labios y le besó con furia. David le arañó la nuca y respondió con la misma desesperación.

Gabriel suspiró con alivio mientras compartían el beso arrebatado, encadenándolo con otro y otro más.

Ahora todo estaba bien.


. . .


Las nubes rojizas se desenredan. Se convierten en ligeros jirones durante un instante, casi dejando espacio al firmamento. Parecen pinceladas de acuarela. Detrás hay un lienzo oscuro, lo cual confirma que es de noche. Un par de estrellas asoman con timidez en el hueco desgarrado del cielo. Él las mira desde la bocacalle. Levanta los ojos plateados y las observa.

¿Nostalgia?

Sí, es nostalgia.

Ha visto demasiado, demasiado tiempo.

Se pregunta si ha intervenido más de la cuenta. Se pregunta por qué no ha podido evitar dejarse ver, decirle al joven awen las palabras que le ha dicho. Se pregunta por qué a veces siente tantos deseos de estar entre ellos, con ellos, de sentirse como ellos.

¿Nostalgia? Sin duda. Es nostalgia.

Las nubes vuelven a arremolinarse, se estrujan en lo alto y asfixian a las dos estrellas. El muchacho no suspira, no se siente desolado. Siempre sucede. Ha sido bueno poder contemplarlas por un momento.

Mira una última vez al awen y al Guardián. Se pregunta cómo van a reaccionar al darse cuenta de que el awen está aplastando la flor blanca con la rodilla. Imagina que él se sentirá culpable y que el otro le consolará y será comprensivo. Tal vez le prometerá que encontrarán otra. Y la pondrán en una maceta. Al awen seguramente le guste la idea. Aunque la flor ya no importa nada. Ya ha cumplido con su función.

Le caen bien. También le hacen sentirse levemente triste.

Aparta los ojos. Se da la vuelta y les deja allí, besándose en medio de la ciudad arrasada. Él camina, al mismo ritmo de siempre, en silencio. Con las manos en los bolsillos y la capucha cubriéndole el pelo.

Pronto su figura se pierde en las sombras.

. . .

© Hendelie





[1] «Un poema es una ciudad», de Charles Bukowski.

9 comentarios:

  1. carajo!!!!!!!!!!!!! que bueno!!!!!!!!!!! me alegra tantsimo este reencuentro, pero ahora hay otra pregunta: ¿ quien es el chico de ojos plateados?...................
    no tengo palabras, me ha encantao chicas, ahora viene lo bueno, tal vez algunas explicaciones..............pero que bueno, que excelente capitulo....mil gracias, ya extrañaba a este par juntitos.
    ahora a leer el relato corto , ya que no he tenido tiempo, hoy es mi idea para adelantarme del blog. un beso.

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  2. definitivamnete la coneccion entre david y gabriel esta mas alla de cualquier sentimiento vano, divinos.

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  3. omg esto es tan bueno *O*, dormiré tranquila por mucho tiempo ya que otra vez estan juntos

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  4. ¡Gracias, chicas! Nos alegramos de que os haya gustado.

    Aprovecho para avisar de que faltan ya muy poquitos capítulos para que termine «El Despertar», no os diré cuántos, sólo que faltan... ¡Menos de seis!

    Un abrazo a todos ;D

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  5. Ohhh Dios esto fue mas allá de mis expectativas para el reencuentro, fue mas perfecto de lo que me pude haber imaginado, te lo juro mis ojos se llenaron de lagrimas ;_;, la conexión entre ellos es tan hermosa y cálida, vamos que hasta yo me siento mejor ahora XD, de verdad que estoy en las nubes, y debo pedir disculpas por dudar de David!! por supuesto que el ya sabia que debía buscar a su guardián para que todo pudiese tener sentido :3.

    Me gustaría hablar del chico de ojos plateados, del encantador señor Carter, de como la base/prisión me recordó a "The walking dead" :p y todos esos detalles interesantes, pero te repito me siento en las nubes <3.

    Gracias por esta linda historia, nunca me cansare de decírtelo, es perfecta de verdad que es perfecta ^^

    Mil besos y espero con ansias el próximo cap!!

    PD: Gabriel escucho mi propuesta de dejar en paz a la pobre taza!! XD

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  6. ¡Gracias Lisa! Nos alegra que te haya gustado. Para lo de la base-prisión me inspiré en un libro que me regalaron hace años, una guía de supervivencia para una invasión zombie, jajajaja, y explicaban eso, que las cárceles también pueden ser las fortalezas más seguras del mundo. No sabía que salía en The Walking Dead, pero vaya, no me extraña. Creo que el autor de los comics también se ha inspirado mucho en ese libro.

    La taza sigue ahí... en alguna parte... (música de misterio)

    ¡Un besazo!

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  7. Guau!!! me encanto este reencuentro... era todo lo que esperaba,debia ser asi!!! y vaya que me dejo sin aliento Gabriel por fin se dio cuenta que su tazon era una espada jajajajajajaja...... ahora estoy llena de preguntas como el resto de las chicas, quien es ese joven de los ojos plateados!!!! me da la impresion que ha estado vagando desde el principio de los tiempos... es como mistico.... y el venerable señor carter quiero saber mas de el!!! y porsupuesto quiero saber que es un Awen!!!!!!
    Un abrazdo grande Hendelie me encanto el capitulo y me da mucha pena que este por terminar esta historia.......

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  8. Ese reencuentro fue todo lo que esperaba y mas,el beso ...simplemente ...indescrptible ...hermoso explosivo...maravilloso...va mucho mas alla del sexo y tambien lo incluye .ya necesitaba que esos dos se reunieran.Genial el capitulo

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