David
«Un poema es una ciudad llena de calles y cloacas, llena de
santos, héroes, pordioseros, locos. Un poema es una ciudad en guerra.»[1]
David no recordaba a quién pertenecían aquellos versos; ni siquiera estaba
seguro de que fueran exactamente así. Un poema es una ciudad. Mientras avanzaba a través de las arterias resecas de aquella, se preguntaba vagamente qué clase
de poema sería. No demasiado hermoso, sospechaba. Una elegía cruda y desagradable
al óxido, a los charcos misteriosos, a las acechantes alcantarillas.
Llevaban un buen rato caminando. Andaban muy juntos, pegados
unos a otros casi hasta tocarse y nadie hablaba ya. Incluso Eric se había
callado. Avanzaban pegados a los muros de los edificios, como si hubiera algo
que temer, tcon aquellas espantosas máscaras de metal sobre el rostro, con las armas en
las manos. David había prometido que intentaría tomárselo mejor, pero no podía
evitar que la situación le resultara tan desoladora como el paisaje. Le pesaba
sobre los hombros, le hacía bajar la mirada y fijarla en sus propias botas a
través del cristal de su visor. Las
aceras y el pavimento estaban quebrados, así que cada vez que pisaban se
escuchaba un crujido como al arrugar una bolsa de papel, como si estuvieran
caminando sobre insectos. Y también había insectos.
Habían atravesado varias calles hacia el este y ahora
acababan de entrar en lo que David siempre había creído que era el barrio
comercial. Allí, los bloques de hormigón se elevaban a menor altura que en el
complejo empresarial, las calles eran más anchas y los edificios aún
conservaban vestigios de su antigua elegancia en las molduras de escayola, los
remates y los aleros que no se habían caído. Sin embargo, tampoco se libraban
de agujeros en los muros, boquetes que parecían causados por explosiones y
pisos superiores que se habían venido abajo, dejando sólo a la vista el
esqueleto de acero y hormigón de los pilares y las vigas y el viejo papel de pared en los muros interiores. Los luminosos de
cines y comercios estaban descolgados, quebrados, algunos totalmente
reventados. De vez en cuando se veía chisporrotear una letra, o brillaba el
dibujo de alguna marquesina para después zumbar, vacilar y apagarse. Las
puertas colgaban de sus bisagras con dificultad, algunas habían sido
arrancadas o bien permanecían selladas con tablones, con las persianas
metálicas bajadas hasta el suelo y las lunas de cristal llenas de mugre. Apenas
se distinguían los restos de lo que un día fueron en el interior. Un maniquí desnudo
y un cartel de papel anunciando descuentos. Un expositor de perfumes con un
viejo póster publicitario de una mujer mirando seductoramente al espectador. En
el escaparate de una tienda de mascotas se veían las jaulas abiertas y vacías,
oxidadas. Detrás del cristal roto de un centro de reparación de componentes
informáticos sólo quedaban cajas destrozadas, esquirlas de vidrio quebrado y
estanterías volcadas sobre un suelo pringoso de una sustancia marrón y rojiza. Los
establecimientos de comida rápida y los supermercados estaban en peor estado
que el resto de edificios; daban muestras de un saqueo más brutal y
concienzudo. Y las paredes. Lo que más impresionó a David fueron las paredes.
El yeso y la pintura se habían agrietado y comenzaban a desprenderse como escamas
psoriáticas, se rizaban al despegarse, dejando al descubierto los muros secos. Y las cucarachas, claro. Correteaban por todas partes, cruzando las
calzadas donde la pintura blanca apenas podía entreverse ya, surgiendo de las
bocas de las alcantarillas, de los canalones hediondos, de las oscuras rendijas
de puertas y ventantas. Cucarachas gruesas, marrones, de antenas largas y alas
translúcidas.
«Todo esto no es tan distinto a la casa de los suburbios»,
se dijo para animarse. Quizá allí también encontraría alguna flor vacilante
asomando entre el alquitrán y la grava. «Pero seguramente ni siquiera existe.
Esa flor, en este mundo, no existirá. Hay tantas cosas que no entiendo…»
—La ciudad está dividida en zonas de influencia. —La voz de
Eric le llegó como algo irreal, lejana y mitigada por la máscara. Le enfocó en
su campo de visión. Aquí la niebla roja no era tan espesa pero en ocasiones se
enredaba en los tobillos y cubría el suelo, haciendo imposible que uno pudiera
ver dónde pisaba, casi como si fuera un animal vivo. —En realidad, casi toda
está en manos de la Organización. Hay unos pocos sectores que están bajo el
control de los Vigilantes y luego existen espacios como éste.
—¿Qué son? — preguntó Berenice, mirando alrededor. No dejaba
de jugar con su arma entre los dedos, intentando hacerla girar como una
pistolera. Si el entorno hostil le atemorizaba en lo más mínimo, la muchacha no
daba muestras de ello—. Quiero decir, ¿a quién pertenece esto? ¿A vosotros?
—No, en absoluto. Son campos de cosecha. No están realmente
bajo el control de nadie, son territorios en disputa.
—¿Campos de cosecha?
David miró a su alrededor, inquieto. Eso no sonaba nada
bien.
—Aquí vienen los durmientes a cosechar… y también las
pesadillas, a cosecharles a ellos.
—Muy tranquilizador, Eric.
El chico del pelo rizado se volvió hacia atrás para mirarle
y negó con la cabeza. Casi le pareció escuchar una risilla velada. «No sé que
le parece tan divertido», se dijo. Empezaba a dolerle el estómago a causa de la
tensión.
—No te preocupes. Los Vigilantes lo saben y están atentos.
Este lugar y el Barrio Viejo son verdaderos campos de batalla.
—Y lo estamos atravesando.
—Es el único camino.
David suspiró y decidió permanecer en silencio. Su
desasosiego fue en aumento, y el hecho de que Oscar se detuviera en seco junto
a un local de cócteles destruido no le hizo sentirse más seguro. El joven
apenas hizo un gesto a su compañero, y Eric, a pesar de estar de espaldas,
debió percibirlo de algún modo. Ambos se reunieron junto a la puerta entornada
del local y conversaron en voz baja unos instantes. David se acercó y escudriñó
al otro lado, más asustado que curioso.
—¿Qué pasa?
—No te acerques mucho —murmuró Oscar—. Es peligroso.
—Quizá no debería ver esto —apostilló Eric, a media voz.
Pero era tarde. Ya lo estaba viendo. El estómago se le
encogió y un temblor involuntario empezó a extenderse en el interior de su
cuerpo como si tuviera incrustado entre las costillas un diapasón que alguien
hubiera golpeado salvajemente.
—Dios mío…
Oscar le puso la mano en el hombro. Aquel contacto le
reconfortó lo suficiente como para aflojar los dedos. Se había sujetado al
marco de la puerta y tenía las uñas clavadas en la madera.
En el interior del local estaba oscuro. Las lámparas colgaban
del techo como ahorcados, esferas negruzcas que proyectaban su sombra en las
paredes sollozantes. Las mesas estaban volcadas y los taburetes también. Los
sillones rajados vomitaban las entrañas de algodón sobre el suelo de baldosas
rotas. Había cristales quebrados por todas partes y un olor ácido e intenso se
extendía por la estancia. Detrás de la barra mugrienta, una joven vestida con
un traje que antaño fue blanco pasaba la bayeta sobre la barra. La chica
llevaba el cabello erizado recogido en un moño en la nuca. Varios mechones se
habían soltado y se balanceaban junto a su rostro ceniciento, con horquillas
colgando. Su pelo estaba seco y quebradizo, sucio. Su rostro era una mancha
macilenta en la que dos ojos vacuos, de un color azul opaco y apagado, miraban
hacia adelante. Tenía el rímel corrido, una pestaña postiza descolgada y los
labios agrietados. Estaba terriblemente delgada y la ropa polvorienta y
descosida le colgaba del cuerpo desaliñadamente. Limpiaba la superficie de
mármol con movimientos mecánicos y constantes pero sin moverse del lugar, por
lo que había un círculo brillante en medio de la barra, allí donde ella se
aplicaba en su labor. El resto estaba cubierta de polvo.
Polvo y telas de araña. David cayó en la cuenta: apenas
había visto telas de araña en la ciudad abandonada, pero aquel local estaba
lleno de ellas. El epicentro de todos aquellos jirones de gasa parecía ser un
sofá de piel, el único que permanecía intacto en ese antro. Sobre él había
sentado un hombre, o algo parecido a un hombre. Desde su posición, David no
podía verle bien, y algo en su interior prefería que así fuera. De la espalda
del hombre surgían unas monstruosas patas quitinosas y articuladas, cubiertas
por cerdas en los extremos, que apoyaba en el suelo y en la propia tela,
moviéndola de vez en cuando. Cuando lo hacía, la chica le miraba y sonreía.
Absorto en la contemplación de la muchacha, el extraño hombre no parecía ser
consciente de la presencia de los jóvenes, ocultos tras la puerta.
—Eso es un esclavista —explicó Oscar, en voz muy baja—. No
son directamente agresivos salvo casos de necesidad. Sus tácticas son más
refinadas, ellos… bueno, ya lo ves.
—Son manipuladores —añadió Eric. Por primera vez parecía
dispuesto a explicar algo en condiciones—. Enredan a la gente en sus telas,
seduciéndoles al otro lado hasta que se enganchan a ellos. Mujeres fatales,
hombres de negocios con un encanto natural, vendedores de coches… se pueden
hacer pasar por cualquier cosa.
—Actores, actrices, cantantes, ídolos de masas. Muchos de
ellos, más de los que creeríais, son en realidad esclavistas.
—Se alimentan de la admiración, de la adoración. Esas
emociones les hacen fuertes.
David apartó la vista y retrocedió hasta apoyarse en la
pared. Empezaba a encontrarse enfermo. Había una similitud entre todo aquello y
su propia experiencia. La imagen de Lieren no dejaba de acudir a su memoria, en
fragmentos inconexos de escenas que nunca habían tenido lugar, que no podían
ser más que productos de su mente sobreestimulada. Él nunca había estado
enredado en una tela de araña. Él nunca…
—Será mejor que nos movamos.
Oscar no esperó respuesta por su parte. Le agarró del brazo
y tiró de él calle abajo. David se dejó llevar, casi a trompicones, con la
mirada fija en el suelo. Había prometido, se había prometido a sí mismo que
intentaría llevarlo mejor. Pero cada vez que parecía avanzar algo, cuando al
fin conseguía que el suelo pareciese más sólido bajo sus pies, un nuevo horror
le sacudía. Si al menos fuera espantoso de verdad, tan espantoso que todos los
demás pudieran sentirlo también, tuvieran que admitir que tenían tanto miedo
como él… entonces al menos no se sentiría tan inútil. Sin embargo, nada más
lejos de la realidad. Por lo visto, quienes le rodeaban eran algo así como el comando
especial de las jodidas cosas raras, todos manteniendo la calma, todos
asumiendo poco a poco la espantosa realidad sin exabruptos ni crisis. Hasta
Ruth estaba tranquila.
—¿Dónde vamos? —preguntó débilmente.
Estaban bajando unas escaleras anchas. Allí, borroso a través
del cristal de la máscara de gas, David pudo ver la verja oscura del tren
subterráneo. «Vamos al metro», comprendió. Oscar le rodeó los hombros con un
brazo y dijo algo que David no escuchó. Apretó los dientes, obligándose a
continuar. Cuando atravesaron la puerta, la oscuridad absoluta pareció
engullirlo todo.
. . .
Los tornos de metal se recortan en una penumbra
imposible. La escasa luz ocre que entra desde el exterior se proyecta en un
cuadrado breve sobre el suelo de linóleo. En las paredes, los mapas. La
normativa. El listado con las estaciones. En las paredes también los viejos
carteles publicitarios, o más bien, el hueco que han dejado. Los baldosines de
los muros están rotos. Las cámaras de vigilancia zumban, sus pilotos verdes
brillan en la negrura. Buscando, buscando, barren el espacio entre la puerta y
las barreras, entre las barreras y las escaleras mecánicas en desuso, entre las
escaleras y los andenes. Atisban todos los rincones. Espian en todas partes.
Nada se escapa a sus lentes.
Y algo pasa. Alguien entra. Ellas atrapan la imagen de
los seis chicos. Caminan pegados a la pared, en un vano intento de ocultarse,
sus rostros parecen informes, cubiertos por máscaras. Son tábanos sin alas. Se
saltan las cancelas de metal; un chico ayuda a una chica a pasar por encima de
las barras. Chica torpe. Ellos también miran, miran, buscan.
Caminan con cautela. Tal vez saben que es inútil, que los
ojos de la ciudad siempre les vigilan, pero actúan como si fueran ignorantes.
Creen que son libres. Tal vez.
Entonces él las ve. Sus ojos verdes parecen luminosos,
brillan intensamente desde detrás de los cristales de la máscara. Se clavan en
una de ellas, la señalan. Los demás se reúnen a su alrededor y uno de ellos, un
joven vestido como en el siglo diecinueve, levanta un arma. Apunta. Dispara.
Nos ciegan los ojos. ¡Nos ciegan los ojos! Uno a uno,
caen. Las cámaras revientan. Saltan chispas. El acero estalla. Seis balas menos
y los intrusos han dejado ciega a la ciudad, pero a cambio le han dado algo
mucho mejor a sus hijos. El eco de los disparos resuena en los túneles. Las
reverberaciones se amplifican, se extienden, vibran. Ellos están en todas
partes; en las azoteas, en los tejados, en los sótanos, en los rincones, bajo
las camas, dentro de los almacenes. Vagando. Cazando. Acechando.
Y algunos alzan el rostro como bestias bajo la luna
llena. Sus ojos contraen las pupilas.
Han escuchado el reclamo.
Han escuchado el reclamo.
. . .
El trayecto le pareció eterno. Caminaron a través de los
túneles, asediados por aquella espantosa oscuridad. De vez en cuando, Eric se
desviaba hacia uno de los pasillos laterales reservados al personal del
suburbano. Allí, aguardaban a que pasara un tren y luego continuaban. Tomaron
desvíos, cruzaron por estrechos corredores, avanzando y avanzando en la
negrura. El chico no hubiera sabido decir cómo se orientaban allí abajo, al
cabo de media hora todos los corredores parecían iguales. Las paredes eran
opresivas, olía a gasolina y a polvo de minerales, y había goteras y charcos
aquí y allá. Cuando algún tren subterráneo se acercaba, los raíles comenzaban a
temblar y entonces Oscar o Eric tiraban de su brazo y le pegaban a la pared, o
le empujaban en un recoveco. Él se dejaba hacer, demasiado cansado como para
oponer resistencia. La negrura que le rodeaba le parecía peor ahora que sus
ojos se habían acostumbrado a ella. Le parecía ver sombras grotescas y bultos
sospechosos en todas partes, con forma de arácnidos gigantescos o de horrores
cósmicos. Le dolía la cabeza a causa de la tensión y el cansancio, y pronto
también le dolieron los pies. El camino parecía interminable. La ciudad era tan
inmensa por debajo como lo era en la superficie, o tal vez más.
Fue al llegar cerca de una estación cuando lo vieron. Oscar fue el primero. Les hizo un gesto brusco para que se pegaran a la pared y se ocultó detrás de un cuadro de mandos. Luego intercambió una mirada con Eric en la oscuridad, y éste asintió.
—¿Qué pasa? —susurró Ruth—. ¿Algo va mal?
—No corráis —susurró Eric.
El chico se asomó un poco, tratando de atisbar al enemigo.
Al fondo del túnel, allá donde las parpadeantes luces de emergencia de la
estación del metro iluminaban a intervalos las tinieblas, se encontraba la
criatura. David apenas distinguió un cuerpo alargado y fibroso, como de hiena o
de galgo, solo que mucho más grande, y un rostro humanoide, con un hocico
alargado y los ojos negros, muy brillantes.
Eric y Oscar se colocaron delante, calmados y serenos.
Levantaron las armas, respirando hondo.
—Si disparamos otra vez, atraeremos más —susurró el
pelirrojo a su compañero. Estaban serenos, pero en tensión—. ¿Nos ha visto?
—Parece que no. Pero pronto lo hará.
La alimaña husmeaba el suelo y volvía la vista con
frecuencia hacia el túnel. De pronto, gruñó y se irguió sobre dos patas,
caminando en su dirección con el andar articulado de un demonio con piernas de
macho cabrío. Y habló. Con una voz cavernosa y profunda, pero humana, que
parecía brotar de las entrañas mismas de la tierra.
—¿Dónde estáis, pequeños bocados?
David dejó de respirar. Aquella voz se filtró por sus oídos
hasta invadirle la sangre, que se le heló en las venas. No era la primera vez
que escuchaba una voz como aquella, aunque no podía recordar ninguna de las
anteriores. No lo necesitaba. Un instinto profundamente arraigado, el mismo que
le había hecho conmocionarse ante la imagen del esclavista, le paralizó ahora.
«Dios mío, ayúdame. Dioses, alguien, ayudadme.» Supo que si ese monstruo
atacaba, él no sería capaz ni siquiera de echar a correr.
Pero no sería necesario. Las vías comenzaron a vibrar y el
rugido lejano de un tren que se acercaba hizo detenerse a la pesadilla en medio
de los raíles. Dudó unos instantes y finalmente saltó al andén casi en el
último momento. Sus oídos se ensordecieron y sintió la sacudida y el empuje del
aire al pasar el vehículo tan cerca. Escuchó retazos de una voz que le gritaba
y después tiraron de nuevo de su brazo, llevándole en la misma dirección por la
que habían venido.
A partir de entonces, el ritmo de sus pasos se volvió mucho
más rápido.
—Están sobre nuestra pista —dijo Eric—Estad atentos y no
hagáis ruido.
El resto de la travesía discurrió en un silencio sepulcral.
Todos vigilaban las tinieblas a su alrededor, inquietos, buscando miradas
acechantes entre las sombras. Cuando escuchaban algo extraño se ocultaban en
los rincones y aguardaban a que volviera a hacerse el silencio. De cuando en
cuando, Ruth daba un saltito y se agarraba al brazo de Eric, que le murmuraba
al oído para tranquilizarla. Samuel no daba muestras de emoción alguna y Berenice
parecía muy seria y concentrada, siempre con el arma preparada, aunque todavía
no había tenido que dispararla.
«Tal vez debería haberme interesado más por los estúpidos
videojuegos de Nice», se dijo, tratando de sustraerse de la sensación de inminencia
y fatalidad que se cernía sobre él pesadamente. «Hasta sabe empuñar el maldito
revólver. La verdad es que los libros no me han enseñado demasiado para casos
como éste. Podría escribir una poesía cruda y brutal sobre estos túneles y el
alma humana, pero con eso no me voy a defender.» Echó de menos su navaja. Con
ella había fantaseado en ocasiones, cuando pensaba en quitarse la vida para
huir de aquella realidad que no era real. Bueno, ahora tenía lo que entonces
había querido. «Pero tampoco quería esto. Yo quería un mundo en el que pudiera
estar bien. Ser feliz. Un mundo menos hostil», se lamentó. Se preguntó si
existía Dios. Se preguntó si Dios leía en las mentes de los hombres y
comprendía sus deseos, sus anhelos. «Debe ser casi imposible leer tantas mentes
a la vez. Dios debe tener muchos cerebros, muchos corazones y almas. Lo cual lo
convierte también en un ser bastante monstruoso, al fin y al cabo. O tal vez… a
lo mejor Dios somos nosotros, todos nosotros. Todas nuestras mentes, todas
nuestras almas. El conjunto.» La reflexión sólo le hizo empeorar, la opresión
se volvió más fuerte y se le hundieron los hombros. «Sería igual de monstruoso,
porque la verdad, somos todos horribles.»
El tiempo comenzó a transcurrir de forma ambigua. Pronto
dejó de saber si había pasado media hora o tres horas, y aún estaba disertando
consigo mismo sobre teología cuando Eric se detuvo.
—Ya hemos llegado.
David alzó la mirada ante esas tres palabras, que sabían a
gloria. Estaban en un pequeño callejón sin salida al que se filtraba un
minúsculo rayo de luz desde el techo. Había una escalerilla de metal muy
estrecha. Eric comenzó a subirla con buen ritmo y al llegar arriba, empujó lo
que resultó ser una tapa de pesado metal.
—Al fin —murmuró Ruth, mirándole con ojos brillantes y
agotados. David le devolvió una esforzada sonrisa. —Al fin, aire otra vez.
—Bienvenidos a la base alfa de la Resistencia —añadió Oscar.
La base alfa de la resistencia. David suspiró con
resignación y ascendió la escalerilla, hastiado de toda aquella terminología de
ciencia ficción. Salió al exterior y comprobó que el aire estaba mucho más
limpio. No había niebla roja y podía ver con claridad cuanto le rodeaba. Las
rodillas se le habían aflojado un poco a causa de la caminata, pero cuando pisó
suelo firme, un escalofrío de inquietud le recorrió y estuvo a punto de irse de
bruces al suelo. La niebla roja estaba en el cielo, muy alta, mucho más allá de
los altos muros alambrados que les rodeaban y que no permitían atisbar ningún
paisaje más allá, salvo el cielo. Torres cuadradas se alzaban en cada esquina
de la muralla, con focos desactivados que apuntaban al vacío. Sobre éstos,
grandes aspas de acero instaladas en las torres giraban como molinos de viento.
El suelo era de hormigón y, en un extremo, imponente como una mole de piedra
oscura, se alzaba la fortaleza.
—Tiene que ser una broma —murmuró. Allí estaban. En medio
del patio de una maldita prisión, pues eso es lo que era. Una cárcel—. ¿Qué
significa esto?
—No te pongas nervioso. —Eric le puso la mano en el brazo y
David se la sacudió, lanzándole una mirada cruel. El chico del pelo rizado
levantó las palmas, en son de paz. Allí, con el aire despejado y la luz roja
que se filtraba desde el cielo, parecía que estuvieran en Marte. —Ven, vamos
dentro.
—¿Dentro?
—Nuestra base está aquí, David —explicó Oscar—. En el
interior de la prisión. Confía en nosotros, las prisiones son algunos de los
lugares más seguros del mundo.
El pelirrojo esbozó una sonrisa, pero esta vez David no se
dejó convencer.
—Eso depende de con quien estés encerrado.
—¿No crees que es un poco tarde para empezar a recelar?
—intervino Eric, colocando la tapa del pozo de nuevo en su sitio.
—Nunca es tarde para empezar a hacerlo —dijo Berenice. Esta
vez, tampoco ella parecía muy segura de lo que estaban haciendo. La vio mirar
con desconfianza al chico del pelo rizado y sujetar su arma con más fuerza—. Id
delante. Os seguiremos, por ahora.
Eric alzó las cejas y luego las manos, como queriendo hacer
ver que era inofensivo. Luego comenzó a caminar hacia las enormes puertas que
permitían la entrada al complejo. Oscar fue detrás, a un gesto de Berenice,
quien parecía más seria de lo que David la había visto nunca. Samuel estaba
mirando las puertas de la muralla.
—Habrá que volver a salir por los túneles.
—¿Salir? —preguntó Ruth—. ¿Para qué?
—Cuando volvamos a casa. —Berenice le envió una mirada
severa a su amiga. —¿O es que quieres quedarte con ellos?
Ruth negó con la cabeza, frunciendo un poco el ceño. A David
le costaba mucho mirarles directamente, con los rostros demacrados y ese
aspecto de enfermos recién huidos del hospital que mostraban en este lado.
—No pero… ellos saben cómo funciona esto… este… este mundo.
Y el sitio parece seguro.
—Sí, si lo que nos han contado es verdad —apostilló Samuel.
La mandíbula de Ruth se aflojó y abrió la boca, sin
disimular su asombro. David tragó saliva. Ese era un pensamiento que le había
estado acechando desde el principio, desde que comenzó aquella locura. ¿Y si
los verdaderos enemigos eran Eric y Oscar? ¿Y si todo era una trampa? Sin
embargo, su instinto le había inclinado siempre a confiar en el chico
pelirrojo. «Bueno, dado mi historial, parece que mi instinto no es algo muy
confiable a veces.»
Sacudió la cabeza. Aquello no llevaba a ninguna parte.
—Como ha dicho Berenice, de momento vamos con ellos
—decidió.
Ninguno de sus amigos dudó después de que él se pronunciase.
Comprendió en aquel momento, presa de una fuerte emoción repentina, que irían a
cualquier parte con él. Un calor hormigueante le estalló en el pecho y se le
extendió hasta los ojos. Sintiéndose un poco idiota, hizo acopio de toda su
decisión y echó a andar detrás de los otros dos. «No es momento para sentimentalismos», se reprendió.
Las puertas de la prisión eran negras y enormes, de acero
remachado, muy similar al que se empleaba en la construcción de barcos. El
metal estaba cuidado, sin rastro de herrumbre. Al llegar allí, Eric se acercó a
unos controles en los que había una placa para huellas dactilares y un escáner
de retina. Todo funcionaba a la perfección. Cuando los sistemas le hubieron
reconocido, se escuchó un fuerte chasquido y luego el lamento profundo de una
pesada hoja de metal entreabriéndose. La pequeña puerta auxiliar se abrió como una boca negra.
—Adelante —dijo Eric.
Entraron en fila, unos tras otros, manteniéndose vigilantes.
—No me gusta esto —susurró Berenice, de forma que nadie mas que él pudiera escucharla—. No os alejéis de mi.
David asintió. Tras cruzar la entrada, aparecieron en un pasillo largo y ancho. En el suelo había pintadas líneas amarillas, delimitando espacios de circulación como si fuera una carretera. Había también una cabina de cristal y varias paredes de vidrio y rejas de metal que acotaban los sectores. No había nadie para recibirles ni se escuchaba el menor indicio de vida. Eric desactivó todas las cerraduras de las compuertas para que pudieran pasar con libertad y caminaron a través de los corredores enrejados. Había goteras en el techo.
—No me gusta esto —susurró Berenice, de forma que nadie mas que él pudiera escucharla—. No os alejéis de mi.
David asintió. Tras cruzar la entrada, aparecieron en un pasillo largo y ancho. En el suelo había pintadas líneas amarillas, delimitando espacios de circulación como si fuera una carretera. Había también una cabina de cristal y varias paredes de vidrio y rejas de metal que acotaban los sectores. No había nadie para recibirles ni se escuchaba el menor indicio de vida. Eric desactivó todas las cerraduras de las compuertas para que pudieran pasar con libertad y caminaron a través de los corredores enrejados. Había goteras en el techo.
—¿Cuántas bases tenéis? —preguntó Samuel, rompiendo el sepulcral silencio.
Eric y Oscar iban desactivando los bloqueos de seguridad de
las cancelas, abriéndoles el camino y cerrando a sus espaldas. A David
este detalle no se le pasó por alto. «Ahora no podremos salir si ellos no
quieren.»
—Hoy por hoy, seis o siete. Tres fijas y otras tres o cuatro
variables.
—¿Eso qué significa?
Otra reja se abrió con un zumbido. Las luces del techo eran
amarillentas, enfermizas.
—Pues que no ocupamos siempre los mismos sitios. Esto sí,
claro. Es algo así como el cuartel general.
—¿Y como es que no os ha localizado la Organización?
—inquirió Ruth. Era la primera pregunta que hacía, la primera de ese tipo, y al
formularla miró a Eric con inocente extrañeza—. No es que el edificio sea lo
que se dice pequeño.
Eric sonrió, desatándose la máscara y bajándosela hasta el
cuello. Los demás le imitaron.
—En realidad, sí que saben dónde estamos. Esta localización
la poseen, pero no pueden hacer nada de forma directa.
—¿Y qué se lo impide?
David se pasó las manos por el pelo. Sintió un repentino alivio
al despojarse de la máscara de gas, tanto que hasta sus pasos se volvieron más
ligeros. Se la desabrochó y la llevó en la mano para que no le molestara bajo
la barbilla.
Esta vez fue Oscar quien respondió.
—Aquí no llega la niebla. Las pesadillas necesitan la niebla
roja para sobrevivir. Una criatura como las que hemos visto hoy no duraría ni
diez minutos en nuestro patio; transcurrido ese tiempo, perecería.
David frunció el ceño.
—¿Es por los ventiladores del patio? ¿Por eso no llega la niebla?
—Así es. De por sí esta zona tiene muy poca densidad de
niebla, pero además cuando la Resistencia consiguió hacerse con esas aspas
enormes dispuso un flujo de aire para evitar que la niebla nos
alcanzara.
—¿Y con eso basta?
Terminaron de recorrer el pasillo y llegaron a una amplia
sala que resultó ser un distribuidor. Por fortuna, los miembros de la
Resistencia habían tenido la deferencia necesaria como para colocar señales
indicativas actualizadas, pese a que no debían recibir visitas a menudo. Habían pintado con spray encima de las
antiguas, en letras negras sobre fondo rojo indicando dónde se encontraba cada cosa.
—No, no es suficiente para garantizar la vigilia. Por eso
los alquimistas empezaron hace ya años a investigar compuestos gaseosos para
diluir en el aire. Desde hace algunos años trabajamos con uno que funciona
bastante bien.
David dejó de examinar las indicaciones para clavar las
pupilas en Eric, que parecía muy tranquilo afirmando aquello. Luego miró las
rejillas de ventilación.
—Es decir, que hay alguna clase de droga disuelta en este
aire aparentemente puro que evita que la gente entre en el sueño alucinógeno
diseñado por la Organización —dijo, para asegurarse de que lo había entendido
bien.
Eric asintió.
—Es un modo de explicarlo, sí. Vamos al comedor, debéis
estar hambrientos.
Dicho esto, el grupo se encaminó hacia la derecha y de nuevo
empezaron a pasar a lo largo de pasillos con cancelas y puertas automáticas que
los dos guías abrían y cerraban. Las paredes estaban desnudas y las escasas
ventanas enrejadas no permitían la entrada de aire, estaban cubiertas por
cristal. Probablemente, cristal blindado. A David estos descubrimientos le tranquilizaban y le desolaban al mismo tiempo. Cada vez se sentía más encerrado.
—Supongo que los alquimistas en realidad son científicos,
¿no? —comentó Samuel.
—Sí. Es la nomenclatura nueva. —Eric se rascó la ceja. El
tono de su voz era mucho más agradable ahora y parecía mostrarse más
comunicativo en sus respuestas—. Dicen
que cuando los primeros hombres despertaron, se dieron cuenta de que sus
viejos conceptos de ciencia ya no valían aquí.
—Hemos tenido que adaptarnos a un nuevo medio —añadió
Oscar—. Las leyes de la física siguen siendo las mismas de siempre, pero hay
mucho más.
—Muchas cosas que antes sólo se intuían o se tachaban de
pseudociencia, aquí son totalmente reales. Y esas leyes de la física son
fácilmente eludibles para algunos.
David alternaba la mirada entre uno y otro a medida que
caminaban.
—¿A qué os referís con pseudociencia?
—Al poder de la mente para afectar el entorno. Por ejemplo,
la telequinesis. No todo el mundo la manifiesta, pero existe. Hay gente capaz
de levitar, de mover objetos, de abrir y cerrar puertas hacia la Ilusión… o las
habilidades propias de los Vigilantes, por ejemplo. Los augures ven el futuro.
Los guardianes tienen premoniciones y desarrollan una fuerza que va más allá de
lo natural. Los ensalmadores pueden curar cualquier cosa.
Berenice alzó las cejas y rió entre dientes.
—Guau… eso tengo que verlo para creerlo —dijo, emocionada.
David esbozó una media sonrisa. «Cualquiera diría que se
está divirtiendo con esto.»
—Así que la ciencia tiene que lidiar ahora con los
superpoderes —concluyó Samuel.
—Algo así, sí.
Eric abrió una última puerta, esta vez sin rejas. Se escuchó
un zumbido y un chasquido cuando colocó la mano sobre la placa de
identificación de huellas dactilares y la compuerta se abrió, dando acceso a
una sala amplia. Había más luz que en los pasillos, blanca y demasiado
fluorescente. Se disponían varias mesas alargadas en el centro, carritos para
la vajilla sucia, dispensadores de agua y servilletas, máquinas de café y
viejos expendedores de sándwiches y bollería. Estos estaban en desuso, viejos y vacíos. En la
pared norte de la amplia estancia había una larga barra, bandejas de plástico,
recipientes con vasos y cubiertos y una cocina industrial detrás. Y gente.
Gente sentada, comiendo. Gente cocinando. Gente fregando platos, gente tomando
café y leyendo un libro. Debía haber unas veinte o treinta personas allí. Por
primera vez, David escuchó las voces de otras personas en aquel mundo
imposible. Personas vivas y conscientes. Personas como él. «No, como yo no», se
recordó. «Yo soy un awen.»
Aun así, el sonido de las charlas amenas le reconfortó.
Aun así, el sonido de las charlas amenas le reconfortó.
—Estas son las cocinas y el comedor —explicó Eric, entrando
en el salón. Algunas miradas se volvieron hacia ellos, suspicaces y astutas.
Había hombres maduros, con canas en el pelo y arrugas pronunciadas, con ojeras
profundas. Había también chicos y chicas jóvenes, e incluso niños—. Como veis
se pueden aprovechar bien las instalaciones de la vieja cárcel. Obtenemos la
electricidad de forma independiente mediante unos generadores algo
rudimentarios, pero suficientes.
—¿Tenéis hambre? —dijo Oscar—. No sé qué habrá hoy en el menú, pero los cocineros se lo trabajan a fondo para tenernos contentos. La comida es importante.
—¿Tenéis hambre? —dijo Oscar—. No sé qué habrá hoy en el menú, pero los cocineros se lo trabajan a fondo para tenernos contentos. La comida es importante.
—Dios, estoy famélica —reconoció Berenice.
—Yo también —dijo Ruth. Luego ladeó la cabeza —¿De dónde
obtenéis los alimentos? Todo parece arrasado ahí fuera.
—Tenemos un vivero, una pequeña granja y pozos de agua
potable —explicó Oscar mientras se acercaban a la barra y cogían bandejas y
cubiertos. David sintió que su estómago se volvía del revés. No se sentía
especialmente hambriento, pero supuso que tendría que comer—. Requieren una
gran dedicación, pero garantizan nuestra supervivencia.
—Hay algunos miembros de la Resistencia que se dedican
solamente a cultivar, cuidar los recursos o investigar sobre las mejoras que
podrían implementarse —explicó Eric.
Cuando se colocaron delante del mostrador con sus bandejas,
una muchacha vestida con un mono de operaria se acercó a atenderles. Tenía el
pelo rubio muy claro, rapado por un lado y largo por el otro, con adornos de
tuercas y cables en los mechones de delante y algunos trasquilones atrás. Llevaba las cejas llenas de piercings y los ojos pintados de negro. Les sonrió con aire
travieso.
—Vaya, Eric, ya era hora de que te dejaras caer por aquí. ¿Y
qué nos habéis traído? Vaya, vaya, pero si…
La chica se quedó mirando a David fijamente, sorprendida.
Éste apartó la mirada con un suspiro de cansancio.
—Acaban de despertar y están hambrientos, Luna —intervino
Oscar, dedicándole a la muchacha una sonrisa afable—. ¿Nos puedes dar algo de
comer?
Ella no reaccionó al principio. Después parpadeó y volvió en
sí.
—Claro, claro. A ver, tenemos arroz con verduras, berenjenas
con queso y huevos revueltos. —Sonrió, tratando de disimular su estupefacción y
evitando fijar la mirada demasiado en David—. ¿Queréis de todo?
—Sí, por favor. —Berenice puso su bandeja delante de la de
los demás.
David esperó pacientemente mientras los platos se llenaban,
consciente de la atención que iba despertando a su paso. Claro que no era como
ellos. Todos lo notaban. Todos percibían que era extraño, ajeno. ¿Cómo podían
saberlo? ¿Tan evidente era? Él no se había visto nada tan raro en el espejo,
aparte de una cierta luminosidad. «Pero comparado con ellos sí que es evidente.
Todos parecen cansados. Todos tienen ojeras y una mirada opaca, agotada. ¿Es
eso? ¿Tan jodidas están las personas normales por culpa de esta niebla, de
este… estado de las cosas? Entonces, tal vez ser un awen sea una suerte». No se fijó en los alimentos que le
servían y ni siquiera prestó atención a la charla de Berenice mientras
caminaban hacia las largas mesas. Percibía las miradas sobre él como agujas
punzantes en su nuca.
Cuando se sentaron, solos, en una de las mesas de la
esquina, comió mecánicamente, dándose unos minutos de dispersión en los que
dejó la mente en blanco. Una pregunta de Ruth atrajo de nuevo su atención.
—¿Y los durmientes, de qué se alimentan?
Oscar estaba atacando su arroz con verduras con auténtico
entusiasmo, mientras que Eric se tomaba su tiempo. Los vasos estaban llenos de
un oscuro y espeso zumo de arándanos que tenía un olor mucho más intenso,
potente y apetecible de lo que David recordaba. ¿Era la primera vez que olía
zumo de arándanos de verdad?
—La niebla tiene nutrientes —explicó Eric—. Azúcares, sales
minerales, proteínas. Además, las pesadillas alimentan al ganad… —se
interrumpió bruscamente y bajó la mirada—. Perdón. Es como lo decimos. Es
vulgar, pero no es despreciativo.
—Alimentan a su ganado —Samuel sonrió a medias. Había una
huella muy amarga en la mirada del chico desde que habían entrado en aquel
mundo grotesco, pero a pesar de todo, seguía siendo el más sereno y firme de
los cuatro—. Es así, no creo que debas disculparte por ser honesto.
—Somos como plantas haciendo la fotosíntesis con niebla.
Berenice se echó a reír y se llenó la boca de arroz.
—Un gran símil. En realidad, el funcionamiento es parecido.
—Oye, ¿y cómo habéis conseguido esto? —preguntó entonces
Ruth, haciendo un gesto alrededor —. Para ser un refugio es… bueno, parece muy
bien organizado.
Eric se embarcó en una larga y pormenorizada explicación
acerca de la conquista de la base, que él no había vivido, pues aún no había
nacido cuando la primera generación de Desvelados conquistó aquel territorio
tras una dura guerra y muchas pérdidas y esfuerzos. David solo prestó atención
en parte. Su mente estaba lejos, pensando en todo aquello, tratando de asumir
más profundamente lo que era, lo que había aprendido hasta entonces y lo que le
habían dicho y podía ser mentira. No llegó a ninguna conclusión concreta, en
parte porque constantemente su mente se inclinaba hacia la nostalgia y empezaba
a recordar a Gabriel.
Se sentía como si hubiera pasado años sin verle. Su sangre,
su piel y algo en su interior, un pequeño nódulo de angustia y de tristeza que
parecía estrangularse entre su pecho y su estómago clamaban por él con tanta
necesidad como si fuera el aire que respiraba. Se sentía perdido y asustado y
tenía la clara sensación de que teniéndole a su lado todo estaría bien. ¿Desde
cuándo estaba tan colgado por el profesor? «Quizá desde siempre», reflexionó,
dando vueltas con el tenedor sobre la carne de la berenjena. Le recordaba dando
clase en la universidad, hipnotizándole con su voz. Le recordaba en la
habitación, dejando caer la ceniza en una lata vacía de cocacola. Le recordaba
cocinando stovies y bebiendo cerveza negra. Todo aquello parecía lejano, parte
de otro mundo, como si lo hubiera soñado. «Dios mío.» Era exactamente eso. Lo
había soñado. ¿Y si Gabriel no existía? ¿Y si no era más que un durmiente sin
consciencia?
—¿Habéis terminado?
La voz de Oscar le sacó de sus pensamientos. Abrió los ojos
y los notó húmedos. Se apresuró en beber un trago de zumo y fingir un bostezo,
aunque hubiera preferido no tener que hacerlo. El zumo estaba delicioso.
—Estoy hecho polvo —se justificó.
—Vamos a las Salas del Descanso. Ha sido un día duro para
vosotros y además, tenéis que conocerlo todo.
Eric y Oscar intercambiaron una mirada explícita y después
echaron a andar a la vez, levantándose con sus bandejas y yendo a dejarlas
cívicamente en uno de los carritos. David dejó la suya sobre la mesa.
Seguramente, la fantástica organización de tareas de la Resistencia también
había pensado en poner a alguien al cuidado de recoger la basura de otros. Al
fin y al cabo eso era lo que convertía en efectiva una sociedad, a su entender.
Se dirigieron a otra puerta automática situada al otro lado
de la sala. Cuando llegaron, Eric volvió a poner la mano sobre una placa de
identificación. El escáner pitó y una luz roja recorrió su palma. Luego se
escuchó un tintineo y se encendió un piloto verde encima de la puerta, cuyas
compuertas encajadas se abrieron.
—Muy moderno —comentó distraídamente Berenice.
—Si, ¿verdad? No sé si estas puertas existían ya o fueron
implementadas por la Resistencia. Bueno, estas son las Salas. Si queréis
reposar un rato, os llevaremos a una habitación.
Pero ninguno estaba pensando en reposar, pese al tranquilo
tono de voz de Oscar. Se habían quedado quietos bajo el dintel, tensos y de
nuevo desconfiados. Berenice estaba rígida, con la pistola en la mano, y David
se felicitó de que no la hubiera dejado en ninguna parte. Ruth le miró. Sus ojos
parecían asustados, pero no sabía cómo aliviarla. Él también se había puesto
alerta al ver en qué consistían las Salas del Descanso.
La puerta que se acababa de abrir daba acceso a las
dependencias de los reclusos. Había varias escaleras de rejilla blanca, más
compuertas con cancelas automáticas y varias filas de habitaciones selladas.
Cada puerta tenía un pequeño ventanuco de cristal y un número, pero ninguna
tenía picaporte. La mayoría estaban abiertas y se escuchaba un zumbido
eléctrico, una sucesión de pitidos rítmicos e intermitentes y el susurro de
unas bombas de aire.
—¿Usáis las celdas para descansar? —preguntó Ruth, inquieta.
Eric se volvió hacia ellos, frunciendo el ceño.
—No os hemos traído aquí para encerraros.
David estrechó los ojos y después le apartó de un empujón
para caminar por el pasillo. Fue pasando junto a las celdas abiertas y mirando
el interior: En todas ellas había alguien tumbado en la cama, con ventosas en
el pecho y un gotero junto al colchón, conectado a las arterias de su brazo
mediante un tubo de plástico y una aguja. Los monitores cardiacos se
sincronizaban y desincronizaban entre sí a ratos. En la última de ellas había
un chico despierto. Estaba sentado en la cama, con el pelo por el rostro,
mirando hacia abajo. Se había quitado las ventosas y su monitor estaba apagado.
Tenía una manga enrollada por encima del codo y una goma atada al brazo. Estaba
inyectándose algo en las venas. A David aquella visión le hizo un nudo espeso y
viscoso en la garganta y trastabilló hacia atrás. El chico le escuchó y alzó la
mirada. Sus pupilas se dilataron y exhaló un gemido breve, sacudiendo la cabeza
después. Parpadeó varias veces, le observó y dibujó una sonrisa amplia.
—Buenos días.
No supo qué responder. Se dio la vuelta y se dirigió hacia
Eric y los demás, que esperaban unos metros por detrás de él.
—¿Qué es esto? —espetó bruscamente, señalando una habitación
y fijando los ojos en Eric con expresión de furia contenida—. ¿Por qué están
así?
Eric volvió los ojos hacia el cielo con hastío y negó con la
cabeza. Oscar dio un paso adelante y respondió por él.
—Solo están durmiendo.
—A mi no me lo parece.
—Aquí no sabemos si al dormir vamos a volver a despertar,
David —explicó el pelirrojo pacientemente. —Por eso tienen que usar estos sueros.
Son compuestos con disoluciones que ayudan a mantener un sueño reparador y
tranquilo, y a la hora de despertar, se administran anfetaminas suaves. Los
principios activos que utilizamos garantizan que podremos volver a despertar a
este mundo y no nos quedaremos atrapados en la ilusión.
—¿Quieres decir que si alguien se duerme sin toda esta
parafernalia vuelve allí?
—No siempre —admitió Oscar—. Pero sí a menudo.
David respiró hondo, sintiendo por enésima vez que el suelo
vacilaba bajo sus pies. Instintivamente, dio un paso hacia atrás. Berenice,
Ruth y Samuel se apiñaron junto a él al mismo tiempo, buscando la complicidad
de aquellos en quienes sí podían confiar.
—No quiero que me pongáis eso. No voy a dormir aquí así. No
quiero que me droguéis.
—Sé razonable —dijo Eric, en un intento por convencerle—.
Algunos compuestos químicos son necesarios para evitar los efectos de la
niebla. Sí, son drogas, pero sin ellas la Resistencia no existiría. Son muy
pocos los humanos que son capaces de entrar y salir de la Ilusión a voluntad,
requiere un control y un conocimiento de la propia mente que ninguno de
nosotros tenemos.
—Yo no soy un humano—espetó David, agresivo—. Soy un awen. Y no me vais a drogar. Puede que no sepa qué significa
eso ni qué poderes tengo exactamente, pero te aseguro que cuando los descubra…
—Vale, tranquilo. —Oscar extendió una mano hacia ellos,
conciliador—. Oíd, sólo os estamos mostrando lo que hacemos y cómo lo hacemos.
Nadie os va a obligar a nada, os lo prometo. Os doy mi palabra. No tenéis por
qué temer.
—¿Por qué nos habéis traído aquí en primer lugar? —espetó
ahora Samuel. Estaba muy serio y su voz era grave y tajante. —Nos habéis
explicado que David es un awen, nos
habéis despertado. Muy bien. ¿Era necesario traernos a vuestra base para esto?
Oscar abrió la boca para decir algo pero Eric se adelantó.
Sus ojos brillaban con decepción y la voz le salió algo más alta de lo habitual
en él.
—Sois tan desconfiados que no os dais cuenta de la lógica de
las cosas. Pensad, maldita sea. —Se golpeó la sien con el índice, secamente.
—David no necesita esta base, puede ir con los Vigilantes a su barrio. Le
acogerán, le reunirán con su Guardián. Pero vosotros sí la necesitáis. Sois
humanos, sois normales, y por eso estáis indefensos. No tenéis ningún recurso más allá de vuestra astucia y
vuestras capacidades naturales. ¿Qué vais a hacer en este mundo por vuestra cuenta?
—Eric… —Oscar acercó la mano al hombro de su compañero,
tratando de sosegar el tono de la conversación.
—¿Quieres que te enseñe lo indefensa que estoy? —Berenice dio un paso hacia adelante.
—¿Quieres que te enseñe lo indefensa que estoy? —Berenice dio un paso hacia adelante.
—¿Y si no queremos quedarnos aquí? —soltó David, levantando
la barbilla—. ¿Y si queremos volver a la niebla?
—¿Volver a convertiros en durmientes? ¿Eso queréis? ¡Nadie
en su sano juicio quiere eso!
Eric parecía indignado e incrédulo.
—Es nuestra elección —replicó Samuel.
—Ninguna elección es libre si se hace a ciegas.
Aquella última frase la pronunció una voz desconocida, grave
y aterciopelada. Los cuatro muchachos se dieron la vuelta para buscar a quién
pertenecía, y se encontraron con un hombre en la puerta que habían
cruzado minutos antes. No le habían oído llegar, no habían escuchado cómo la
compuerta se abría, pero allí estaba. Alto, vestido con traje de chaqueta y
esbozando una suave sonrisa paternal. Debía tener unos cuarenta años. El
cabello castaño se volvía plateado en las sienes y lucía un rostro ancho de
nariz larga y gruesa, labios finos y ojos tristes. David notó algo diferente en
él desde aquel primer vistazo. «El traje», se dijo. Se fijó en el corte de su
ropa, anticuado, casi salido de principios del siglo anterior. Luego en las
arrugas de su frente. «Ha vivido mucho. Ha visto mucho.» Eric y Oscar se habían quedado
completamente callados, y también Berenice y Samuel, como si aquel hombre les
inspirase un instintivo respeto. David también lo notaba, aunque no estaba seguro
de cual era el origen de aquella sensación. El hombre desconocido volvió a
hablar.
—¿Acabáis de despertar?
—Eso me temo.
El desconocido pronunció aún más su sonrisa.
—¿Desilusionado?
—No era lo que me esperaba.
Con una risa suave, el desconocido extendió la mano para
saludarle. David la tomó y le dio un apretón comedido, al que él respondió
estrechando sus dedos con más intensidad. Fue un gesto cálido, cariñoso.
Esperanzado.
—Es un placer conocerte. — El hombre le miraba a los ojos;
los suyos eran de un color castaño oscuro sin demasiados matices. Habrían sido
vulgares si no fuera por el brillo de determinación que los animaba desde
dentro. Eran ojos de visionario. —Mi nombre es Carter . He caminado por
realidades imposibles, he visto el principio y el fin de muchas eras, me he
codeado con criaturas terribles y con otras hermosas. Pero es la primera vez
que estrecho la mano de un awen.
—Con David es suficiente —replicó él. La voz le salió
ahogada.
—De acuerdo, entonces. Encantado de conocerte, David. Y a
vosotros también, muchachos —añadió, mirando a sus amigos. Éstos respondieron
con un breve asentimiento con la cabeza, y pronto, Carter volvió la vista de
nuevo hacia él—. ¿Qué tal te estás adaptando?
La presencia del hombre había traído consigo un aura de paz
al lugar. De pronto, los pitidos de los monitores cardiacos dejaron de
parecerle inquietantes y las sospechas sobre las intenciones de Eric y Oscar
pasaron a un segundo plano.
—Lo cierto es que no lo sé. No tengo ni idea de cómo me
estoy adaptando, ni de si lo estoy haciendo en absoluto.
Se sintió repentinamente vulnerable y se rodeó con los
brazos. De nuevo le sacudió un estremecimiento de nostalgia por Gabriel. Carter
se limitó a asentir con la cabeza, mirándole con comprensión.
—Debes tener muchas preguntas.
—Pues sí, la verdad. —Alzó la mirada y la fijó en aquel
hombre, con la fugaz esperanza de que pudiera actuar como gurú. —¿Qué zonas son
seguras? ¿Dónde hay otros como yo? ¿Qué significa ser… lo que soy? ¿Y seguro
que lo soy? ¿Quiénes son las pesadillas? ¿Cómo las distingo en el otro mundo
en… en el que no es real? ¿Y cómo vuelvo? ¿Se puede volver? Quiero…
Desgranó las preguntas hasta que se le quebró la voz. Luego
negó con la cabeza.
—Demasiado rápido —murmuró el hombre. —Le habéis traído
demasiado rápido.
Supo que se dirigía a Eric y a Oscar, porque estos agacharon
la cabeza y desviaron las miradas. El pelirrojo se mostró más expresivo,
pasándose la mano por el cabello y suspirando entre dientes con desolación.
Eric parecía más bien frustrado.
—Me han arrancado de ese mundo, de la ilusión. Si es que lo
es. Yo no lo sé, aún tengo que ver si es verdad lo que me han dicho. —Resopló, de pronto sentía deseos de sacudirles a todos por los hombros para espabilarles y que pudieran entender. —Todos
decís cosas, nos llenáis la cabeza con palabras. Vale, es vuestra experiencia.
Vale, puede ayudarnos. Pero yo … —se le quebró la voz y dejó caer un poco el
peso en Samuel, que estaba tras él de nuevo. Su amigo le puso la mano en el
hombro. —Yo sólo quiero volver a donde pertenezco.
Carter se quedó en silencio, mirándole.
—Bueno, bueno. —Dijo al fin. Después lo repitió, quitándose
las gafas y apretándose el puente de la nariz un momento—. Bueno, bueno. No
temas. Volverás. Te acompañaré a la salida, si eso es lo que quieres.
David entrecerró los ojos. ¿Sería una trampa? Miró a Eric y
a Oscar, que parecían igual de sorprendidos que él. Luego se volvió hacia sus
amigos. Ruth parecía preocupada, y Samuel seguía mostrándose bastante impasible.
Berenice, no obstante, se miraba las puntas de las botas.
—¿En serio?
—En serio. —Carter volvió a sonreír. —Esto no es fácil,
David. Lo sé. Además, nos hemos acostumbrado a que ciertas cosas necesitan
tiempo y preparación… pero es difícil estar realmente preparado. Por mucho que
sepas, por muchas cosas que los demás te digan, eso no evita el choque. Esta
clase de procesos son como el nacimiento, y nacer siempre es una ruptura.
Irrumpir en una realidad nueva es nacer en ella, y es dificultoso y traumático,
supone romper con todos los conceptos preestablecidos.
David parpadeó, algo atónito. El hombre tenía una forma de
hablar que le recordaba vagamente a Gabriel y quizá por eso no le producía
hostilidad alguna ni despertaba su desconfianza.
—¿Conceptos sobre qué?
—Sobre todas las cosas. —Carter se dio la vuelta y volvió a
abrir la puerta con un roce de la mano. Luego se hizo a un lado para
permitirle salir—. Cómo es el mundo que te rodea. Cuáles son tus posibilidades
en él. Quién eres tú.
El chico miró la puerta abierta y luego observó a Eric y a
Oscar. El pelirrojo tenia una disculpa en la mirada. Negó con la cabeza.
—No creo que nadie pueda darme la respuesta a esas preguntas
—dijo, sin saber muy bien por qué lo hacía. Mandarles al cuerno era mucho más
sencillo. Pero no creía que la intención de Oscar hubiera sido otra que buscar
su bienestar, y no se merecía que le mandara a ninguna parte—. Ya sé que creéis
que tengo que despertar porque soy un awen
y todo eso, pero ni siquiera vosotros sabéis qué coño es un awen, lo que supone, o qué es lo mejor para mí. Y la
verdad… yo tampoco. Pero creo que es algo que sólo puedo descubrir yo. No
importa lo que me expliquéis, toda la saliva que gastéis en mi. Osea, os lo
agradezco porque me habéis dado mucha información… pero no voy a saber qué
hacer con ella hasta que no me enfrente a esto de verdad. Y eso no puedo
hacerlo aquí.
—Tampoco en la ilusión —saltó Eric, sin poder contenerse—.
Allí las pesadillas te atraparán y harán contigo lo que quieran. Si hasta ahora
no te han consumido del todo es porque has tenido mucha suerte.
David se tensó. Apretó la mandíbula y se puso lívido. Carter
no intervino, pero miró a Eric con más curiosidad que otra cosa. Luego se
volvió hacia David, como si aguardara oír qué tenía que decir a eso.
—No he tenido tanta suerte como crees. Sólo últimamente. Y
de todos modos, he sobrevivido hasta ahora sin meterme en una prisión y
drogarme para estar despierto. —Buscó las palabras adecuadas en su mente pero
no encontró nada que valiera la pena decir. Suspiró e hizo un gesto de desdén.
—Es igual, no espero que lo entendáis. Me habéis abierto muchas puertas, me habéis
despertado y os doy las gracias, pero ya es suficiente. A partir de aquí me
toca seguir solo.
—¿Qué?
Ruth, Berenice y Samuel se volvieron hacia él, al mismo
tiempo.
—Ni lo sueñes —dijo la chica morena—. Hemos llegado hasta
aquí contigo y vamos a seguir contigo hasta el final.
—No vamos a separarnos ahora, David. —Berenice sonrió con
expresión traviesa—. Además, yo tengo la pistola más grande.
Samuel no dijo nada, pero su decisión también estaba tomada.
La vio con claridad en su semblante indiferente, por extraño que pudiera
parecer ver algo en él.
David se mordió el labio. Aquello era más lealtad de la que
él merecía, y seguramente si estuviera en el lugar de sus amigos haría lo
mismo. Se fijó en sus ojeras pronunciadas, en la piel macilenta, en los
cabellos erizados y mal peinados. Acercó los dedos a los rizos de Berenice y
trató de ordenárselos, provocando que la chica le mirase como si estuviera
borracho.
—Tú no quieres volver a la niebla, Berenice. —Lo dijo en un
murmullo suave, apagado. La muchacha frunció el ceño, pero sus ojos la
delataban. —Y Samuel tampoco, ni Ruth, aunque ahora crea que sí y que es un
lugar mucho más seguro que este. Pero todos vosotros os habéis apañado de puta
madre aquí. Miraos. Sois como los personajes de una serie de ciencia ficción. Battlestar Galáctica o alguna de esas cosas que os gusta ver.
Berenice dejó oír una risilla y no discutió. Ruth, en
cambio, parecía mucho más acongojada que antes.
—¿Por qué quieres regresar, David? ¿Tan terrible es esto?
¿No lo puedes soportar?
El chico tragó saliva. Luego miró a Carter y a los otros dos
jóvenes, negando con la cabeza.
—No se trata de eso. No puedo estar aquí yo solo.
—En eso tiene razón. —Las palabras de Carter volvieron a
sorprenderle. —Vamos, hijo. Te guiaré hasta la calle.
Le puso la mano en el hombro y comenzó a llevarle hacia el
pasillo. Eric protestó y Oscar murmuró una frase ambigua sobre la prudencia.
Ruth se lanzó hacia el venerable señor Carter y le agarró de la levita.
—¡Espere! ¡No puede ir él solo de regreso! Hemos andado todo
el día… hemos… él… ¡No llegará a la puerta por la que cruzamos! ¿Y si le ocurre algo?
—No os preocupéis —dijo Carter, esbozando una sonrisa—. No
le pasará nada.
David volvió el rostro hacia adelante y echó a andar,
dejando las protestas de Ruth atrás, con la mano de Carter sobre su hombro,
pesada y cálida. Se sentía ingrávido y extraño, y sabía que estaba siendo
injusto. Pero no sabía qué otra cosa hacer. Caminaron en silencio durante un
largo rato. El hombre abría y cerraba las puertas delante y detrás de él, su
silencio era cómodo y su perfume recordaba a tintas y a papel. Le llevó por
caminos diferentes a los que habían recorrido al entrar a la prisión, porque no
atravesaron el comedor y caminaron a través de corredores muy distintos,
algunos sin luz, otros con pósteres sobre los peligros de fumar y consejos para
no caer bajo el efecto de la niebla.
—No piensas volver a la ilusión, ¿no es cierto?
David esbozó media sonrisa.
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno... No has afirmado en ningún momento que fueras a hacerlo.
David dejó escapar el aire entre los dientes.
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno... No has afirmado en ningún momento que fueras a hacerlo.
David dejó escapar el aire entre los dientes.
—La verdad es que no sé donde voy a ir. Pero tengo que
comprobar algo.
—¿Estás seguro? Puede que sea peligroso.
El chico desvió la mirada y frunció el ceño. ¿Es que el
señor Carter también le leía la mente?
—¿Sabe lo que quiero intentar, acaso?
Carter rió suavemente. Abrió otra puerta.
—No, verdaderamente. Pero no saber donde uno va, en un mundo
como este, siempre puede ser peligroso. ¿Quieres contármelo?
David tragó saliva. Había rehuido ese pensamiento durante
todo el tiempo posible desde que aquello empezó, pero no se le había olvidado
lo que había dicho Eric. Repitió sus palabras, con voz vacilante.
— Los Guardianes y los awen siempre van en parejas. Cada Guardián tiene su awen, están ligados a él y los protegen con su propia
vida.
Carter se limitó a asentir y a cerrar la puerta que dejaban
atrás. Una luz parpadeó en la pared.
—Así que quieres buscar a tu Guardián. ¿Tienes idea de quién
puede ser?
David tomó aire.
—Puede. Si le encuentro, si él… si él viene y hace su
trabajo, eso querrá decir que todo es verdad, que esto es real y que somos lo
que decís que somos.
Carter silbó entre dientes y se detuvo ante una de las
cancelas antes de poner la mano en el panel de identificación de huellas. Le
observó con gravedad.
—¿Y si no viene?
—Vendrá.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque estoy harto de todo esto —escupió de pronto— y no
por la niebla, ni por los monstruos ni por vosotros. Sino porque no aguanto
estar un solo minuto más aquí sin él.
Carter abrió otra puerta y volvió a sonreír.
—Bueno, bueno. Eso es buena señal, joven. Muy buena señal.
El hombre mantuvo aquella misteriosa sonrisa en su rostro
durante el resto del trayecto, que hicieron en silencio. David se había
trastornado un poco después de aquella última declaración, que había salido de
sus labios sin pensar. Sus pasos se aceleraron, mantuvo la vista fija en el frente.
Los batientes enrejados se abrían a su paso con un suave zumbido y un chasqueo,
en el pasillo que no parecía tener final. El latido de su corazón se acompasó a
su caminar, algo en la densidad del aire cambió, mientras algo se desperezaba
dentro de su alma, un instinto y un conocimiento tan viejos e incomprensibles
para él que debían proceder de alguna parte del subconsciente. Quería estar
afuera, necesitaba salir ya. Empezó a imaginar las calles polvorientas, los
edificios derruidos, los semáforos quebrados. Las altas torres. Le resultaba
tan familiar como si hubiera estado viéndolo toda su vida, podría recorrer las
calles con los ojos cerrados.
Y entonces supo dónde tenía que ir.
Pensó que tendría miedo, pero no fue así. Sintió alivio.
Finalmente, Carter se detuvo delante de una puerta que David
no había visto antes. Era gruesa, con dos barras curvas pintadas de
amarillo que parecían propiciar el giro en en una mecánica similar a la de las
puertas de los autobuses. Junto a ella había un panel numérico y un escáner de
retina. Y encima del marco de metal, un rectángulo de luz amarilla en el que un
monigote pintado de negro cruzaba un arco. «Salida». David se guardó para sí la
impaciencia y miró al hombre, que estaba detenido junto al teclado, muy serio.
—Cuando salgas ahí afuera, recuerda algo, joven awen. —David no tenía ganas de discursos de despedida,
pero sin embargo, escuchó con atención. Los ojos de Carter comenzaron a
brillar, animados por una llama interior. —El universo es caos y entropía. En
el mundo de la ilusión, un mundo diseñado por consciencias deseosas de control
y necesitadas de estructuras sólidas y mesurables, existe una lógica concreta y
calculada. Pero en el mundo real, en el mundo real de verdad, el que aguarda tras esta puerta… allí la única ley
que rige es la voluntad.
»El mundo cambia y se transforma, los destinos se escriben
gracias a la voluntad de cada uno de nosotros. Proyecta tus pensamientos.
Proyecta tus emociones. Ten fe y no te dejes consumir por el pánico o el desaliento.
Entonces, todo irá bien.
David tragó saliva y asintió.
—Lo haré. Gracias, señor Carter.
El hombre esbozó otra sonrisa triste y le miró un instante
más. Después, se dio la vuelta e introdujo un código en el teclado. Se escuchó
el sonido de vapor saliendo a presión de alguna parte y después, la puerta se
abrió.
Las calles resquebrajadas aguardaban allí, con sus farolas
retorcidas, con sus edificios desnudos, de cristales rotos y paredes
desconchadas. En el firmamento, las nubes rojas se rizaban, proyectando el
reflejo de una luz blanca muy a lo lejos.
David se llenó los pulmones y echó a caminar, sin colocarse
la máscara, con la mirada fija en el horizonte.
Tener fe nunca es tan fácil como cuando no hay otra opción.
. . .
Sus pasos apenas hacen ruido. Es sólo una sombra, una
silueta, un diminuto ratón en medio de la devastación. Si lo comparas con la
inmensidad de la ciudad, ¿qué tamaño tiene? Menos que una hormiga. Es pequeño y
frágil. El bocado perfecto. Y se adivina tan delicioso… su aura resplandece. Su
alma huele a fragancias místicas y a fantasía. Los impulsos eléctricos de su
pensamiento, de sus emociones, son como frutas efervescentes y tentadoras.
Se interna en la selva de alquitrán, recorriendo las
calles con paso seguro. No lleva la máscara. El brillo cálido de sus ojos
verdes se puede ver desde lejos. Pero desde más lejos aún podemos oírle.
Podemos sentir los impulsos de su espíritu. Podemos captar su rastro.
Algunos prefieren no arriesgarse con él. Tendrá a su
guardián cerca. Pero otros se sienten demasiado tentados y comienzan a moverse,
lentos, acechantes como insectos, cercándole a través de las calles adyacentes.
Podríamos cazarle con facilidad si fuéramos una manada.
Pero ninguno de nosotros trabaja así. No es un trabajo en equipo, sino una
competición. Según las normas, el primero que marca a la presa es el legítimo
dueño… pero ¿qué sería de nosotros si siempre cumpliéramos las normas?
Sin embargo, hay alguien que tiene más hambre que los
demás.
Él estaba en los túneles hace horas, persiguiendo a unos
insectos. Les estuvo pisando los talones durante más tiempo del que ellos
podrían imaginar, preguntándose qué era aquello. Sabe reconocer a un awen. Pero
también sabe reconocer a un Guardián, y allí no había percibido a ninguno. Un
awen sin guardián era algo demasiado bueno para ser verdad. Por eso les siguió.
Tenía que ser una trampa. Cuando desaparecieron en la superficie, buscó una
salida cercana y estuvo rondando en los límites de la niebla. Esperando.
Aguardando. Y estaba a punto de tirar la toalla, pero entonces, de nuevo captó
el rastro.
Lo desea. Quiere devorarlo entero, tomar su esencia,
llenarse de su alma, engullir sus sueños, sus esperanzas, sus ilusiones, su
imaginación. Tragarse su dolor, su angustia, su miedo. Y luego, ah sí, morder
la jugosa carne, lamer los ojos resplandecientes, arrancar los jirones de
músculo y sorber la sangre, hasta la última gota. Quiere quebrar los huesos
entre sus dientes y succionar la médula. Hartarse de ese manjar que muy pocos
han tenido el privilegio de probar alguna vez. Dicen que consumir un awen es
como consumir un mundo. No quiere perdérselo.
Tiene su olor en las fosas nasales, grabado a fuego.
Husmea el asfalto. Luego se yergue a dos patas y observa alrededor.
No está solo y lo sabe. Hay dos más acechando a su presa.
Pero es suya, suya, ¡es suya! No permitirá que se la arrebaten. Galopa entre
las sombras, siguiendo al awen por las avenidas desiertas, por las calles con
barricadas en llamas. Es suyo y nadie se lo va a quitar.
. . .
No supo cuánto tiempo había pasado. Había estado caminando
durante un tiempo impreciso, sintiendo el latido de su propio corazón y algo
más allá… otro latido, el zumbido de los ventiladores, el sonido de las enormes
aspas giratorias y un pulso casi inaudible, intrínseco, que parecía llegar como
un eco muy lejano. Cuando al fin se detuvo, tenía la sensación de que apenas
habían transcurrido unos minutos.
Respirar la niebla roja no era tan desagradable como había
creído. Picaba en la nariz y a veces parecía quemarle la garganta y los
pulmones, como una calada profunda de tabaco, pero la mayor parte del tiempo,
ni siquiera se daba cuenta. A pesar de que al principio notó los efectos con
más intensidad —un sopor profundo y una cierta sensación de irrealidad— se
aferró a su voluntad, recordando esos momentos que ahora parecían lejanos,
cuando había bebido demasiado y tenía que luchar con todas sus fuerzas para no
dormirse o desmayarse y llegar a casa. A una casa. A cualquier casa.
Le fue bastante útil y finalmente, la sensación desapareció.
Este pequeño triunfo le llenó de ánimos y le hizo caminar con mucha más
decisión. Supuso que eso, además de la prisa que de por sí tenía, le había hecho llegar antes. La única ley que rige es la voluntad, había dicho Carter.
¿Eso significaba que bastaba con tener prisa para ir más rápido? Se preguntó si
había ido de verdad a más velocidad o era sólo una impresión subjetiva causada por
la niebla o por su propia abstracción durante el camino. «Aquí es difícil saber
qué sucede de verdad y qué no», se dijo, frotándose los brazos. La ciudad real
era fría. Respiró hondo y alzó la vista hacia los edificios de alrededor,
comprobando que estaba en el lugar adecuado. Las construcciones no tenían muy
buen aspecto, pero aún eran reconocibles. En realidad, no es que estuvieran
mucho mejor en el otro lado, en su opinión. Hizo una mueca de desagrado y
caminó por la carretera quebrada, la vista fija en el suelo.
Lo cierto es que no esperaba encontrarla. Por eso, cuando la
vio, su sorpresa fue mayúscula. Se quedó inmóvil, maravillado, sin estar
seguro de que lo que tenía delante fuera cierto. Se inclinó, apoyando la
rodilla en el suelo. Ante él, la grieta en el asfalto resquebrajado dejaba al
descubierto una pequeña porción de tierra negruzca, seca y compacta. Y de ella
emergía el tallo verde, la hoja tierna, la corola de pétalos blancos, un par de
ellos mustios, pero el resto aún pujantes, rebeldes, alzándose hacia un cielo
venenoso.
—Dios mío —murmuró—, es increíble.
La observó de cerca. Rozó uno de los pétalos con un dedo
tembloroso y luego suspiró, parpadeando para alejar las lágrimas. Le ardía la
garganta y una emoción profunda, resplandeciente, empezó a vibrar en su pecho.
Esperanza. Siempre esperanza. Había esperanza.
—Hay esperanza —dijo, con voz ahogada—. Incluso para esto.
Se permitió un instante de debilidad, deslizando la yema por los pétalos y sintiéndose pequeño pero absurdamente aliviado. Y entonces, alguien habló.
Se permitió un instante de debilidad, deslizando la yema por los pétalos y sintiéndose pequeño pero absurdamente aliviado. Y entonces, alguien habló.
—Les estás atrayendo.
David dio un respingo. Se puso de pie y se dio la vuelta,
alarmado, a pesar de que la voz que había sonado tras él era muy suave, tan
sosegada como la de un monje budista.
El chico le observaba fijamente, con las manos en los
bolsillos. Llevaba unos vaqueros, unas deportivas y una sudadera gris con
cremallera, la capucha le cubría la cabeza y los cordones con los que debería haberla ajustado le
colgaban hasta el pecho.
—¿A quién? —preguntó. En realidad quería decir: «¿Quién
eres? ¿Quién eres tú y qué haces aquí?», pero su mente parecía haberse
ralentizado.
«Le he visto antes», pensó. Aquella expresión lejana, como si viera a través de él o mucho más lejos, esa voz vieja y joven a la vez, aquellos rasgos clásicos, aquella mirada. El chico tenía los ojos de un color gris tan claro que parecían plateados, y se veían en la oscuridad. Tenía el semblante sereno, impasible. Parecía que no estuviera allí. «Le he visto antes. Es el chico del parque. El chico del parque, en San Valentín.»
«Le he visto antes», pensó. Aquella expresión lejana, como si viera a través de él o mucho más lejos, esa voz vieja y joven a la vez, aquellos rasgos clásicos, aquella mirada. El chico tenía los ojos de un color gris tan claro que parecían plateados, y se veían en la oscuridad. Tenía el semblante sereno, impasible. Parecía que no estuviera allí. «Le he visto antes. Es el chico del parque. El chico del parque, en San Valentín.»
—A los satures.
—¿Qué es eso?
—Los cazadores. Te están siguiendo. —David se tensó, mirando
alrededor. Pero el chico negó con la cabeza. —No tengas miedo. Es como debe
ser.
—¿Estás de broma? Necesito un arma.
—¿Ya no tienes fe?
David abrió mucho los ojos, mirando al chico misterioso con
fijeza. Era alto y elástico, como una especie de guepardo, pero también parecía
menudo, por contradictorio que aquello fuera, tan contradictorio como su aspecto: Aquella
ropa anodina que no conseguía hacerle parecer un chico normal, esa voz plana y
esa actitud amable que no ocultaban al instinto la sensación de que aquel ser,
fuera lo que fuese, poseía un poder que no podía ser entendido. Al menos, no
por él. Tartamudeó un poco y después sintió que le temblaban los labios.
—Sí que tengo fe.
El muchacho asintió y pareció satisfecho con la respuesta. Luego perdió la mirada durante unos segundos, y al cabo de un tiempo difícil de calcular, volvió a hablar.
—¿Te gusta la flor?
David asintió con la cabeza.
—Me alegro. Ha sido muy difícil mantenerla con vida.
—¿La has hecho tú? —susurró—. Quiero decir… ¿es tuya?
El muchacho negó con la cabeza.
—No es mía. Sólo la he cuidado. —David pareció decepcionado. El chico hizo un gesto, elevando casi imperceptiblemente la ceja. —¿Te parece mal?
—No. No, no es eso. Sólo que pensaba… creía que si una flor
podía crecer entre el asfalto y sobrevivir, entonces eso significaba que había
esperanza para todos nosotros.
—¿Ya no significa eso?
David lo pensó un momento, pero su cerebro no respondía demasiado bien. Finalmente, se encogió de hombros.
David lo pensó un momento, pero su cerebro no respondía demasiado bien. Finalmente, se encogió de hombros.
—No lo sé. La flor no ha crecido así porque sea fuerte y
capaz, sino porque tú la has mantenido viva.
—La esperanza no sólo nace de forma espontánea. También se
cultiva. —Los ojos plateados volvieron a observarle, a atravesarle y a perderse en la lejanía—. Aquí ninguna es tan fuerte como para vivir por sí sola. Necesita ser
alimentada. Siempre.
David no supo qué responder a eso. El chico miró alrededor
con calma, como si estuviera contemplando un paisaje con aquellos ojos que
parecían ver mucho más lejos. Lo hizo durante un largo rato, aunque de nuevo,
David tuvo la impresión de que el tiempo se había parado y se quedó
observándole, como hipnotizado. Le parecía sentir el ritmo de su pulso, pese a
que no se estaban tocando.
Al cabo de unos segundos, el chico pareció volver en sí.
—Tengo que irme. —David asintió con la cabeza. El
desconocido elevó suavemente una comisura, formando algo parecido a una
sonrisa. Después señaló hacia un rincón húmedo. —Úsala.
David volvió la vista hacia el lugar que había indicado.
Había un montón de basura sobre un charco de algo oscuro y viscoso. Entre los
desperdicios asomaba un trozo de cañería roto. «¿Que use eso? ¿Para qué querrá
que…?» Se volvió para preguntarle, pero el chico ya no estaba. Recorrió la
calle recta que se perdía cuesta abajo con la mirada, y vio su silueta, lejana.
—¿Qué coño…? ¿Cómo es posible? Estaba aquí hace un momento.
No puede ser.
Sacudió la cabeza y dudó un instante entre ir tras él y
volverse hacia la basura. En el cielo, la niebla roja se hizo más densa, se
escuchó un trueno lejano. Un escalofrío le recorrió la médula, y supo que no
tenía tiempo de correr detrás del muchacho misterioso.
Le estaban observando.
El instinto le impulsó a moverse despacio, con cautela. Se volvió hacia el rincón mugriento y caminó muy lentamente, fingiendo tranquilidad. Escuchó el sonido de unas zarpas rascando el suelo a su espalda y un gorgoteo grave, leve. Sus nervios se apretaron como nudos, tensándose uno a uno, vibrando con fuerza. Las alarmas gritaban en su cabeza. Estaba ahí. Lo sabía. Podía notar sus ojos brillantes fijos en su espalda. Se inclinó y agarró el tubo. Estaba frío bajo su mano y un trozo de esmalte descascarillado le arañaba la palma.
Le estaban observando.
El instinto le impulsó a moverse despacio, con cautela. Se volvió hacia el rincón mugriento y caminó muy lentamente, fingiendo tranquilidad. Escuchó el sonido de unas zarpas rascando el suelo a su espalda y un gorgoteo grave, leve. Sus nervios se apretaron como nudos, tensándose uno a uno, vibrando con fuerza. Las alarmas gritaban en su cabeza. Estaba ahí. Lo sabía. Podía notar sus ojos brillantes fijos en su espalda. Se inclinó y agarró el tubo. Estaba frío bajo su mano y un trozo de esmalte descascarillado le arañaba la palma.
Se dio la vuelta, apretando los dedos alrededor del metal.
Le vio, erguido sobre los cuartos traseros. Era tan alto
como un hombre adulto, con extremidades deformes y alargadas, similares a las
patas de una hiena y terminadas en uñas tan largas como cuchillas de segadora.
Tenía el vientre hundido y las costillas amplias, los hombros fornidos y un
cuello ancho, lleno de venas y nervios. La piel no le cubría por completo y en
algunas zonas se podían ver a la perfección los músculos, rojos y blancuzcos,
las fibras elásticas que se contraían y distendían al compás de su borboteante
respiración. El rostro tenía una lejana similitud con el cráneo desnudo de un
caballo, alargado, huesudo, con dos ojos oscuros y sin pupila que brillaban con
un resplandor negro. Los ollares cartilaginosos se abrían y cerraban en cada
inspiración. Cuando abrió la boca, David comprobó, paralizado por el miedo, que
le llegaba hasta el cuello. Se le veían las amígdalas y el principio del
esófago, una válvula viscosa que se abría y cerraba. Dos filas de dientes
puntiagudos y amontonados se apiñaban en su mandíbula inferior y superior y una
lengua larga, como un tentáculo ciliado, hizo su aparición para relamerse.
—Al fin solos, pequeño —dijo la criatura, con la misma voz
cavernosa que David había escuchado en los túneles del metro—. No te resistas…
lo pasaremos bien. Sólo déjate llevar… déjate embriagar por el dolor. Te
enseñaré nuevos límites en ti mismo… compartiremos una noche gloriosa, hasta
que tu último y dulce suspiro pase a formar parte de mi.
Habría sido el momento de decir algo heroico. De mostrarse
valiente. Pero David estaba aterrado, y a pesar de las advertencias de Carter,
no era algo contra lo que pudiera luchar con facilidad.
Cerró los ojos con fuerza y empuñó la tubería.
—Ven si tienes huevos.
Era el momento de decir algo heroico, sí, pero sólo fue capaz de
pronunciar aquella frase absurda, con voz chillona y los dientes apretados.
Sentía cómo le temblaban las rodillas. Se obligó a afianzar los pies en el
suelo.
—¿Piensas pelear? —La criatura soltó una risa que casi
parecía el sonido de una sierra contra la madera. Luego sus ojos relucieron y
se volvieron rojos—. Muy bien. Será aún más divertido.
Se impulsó sobre los cuartos traseros y saltó sobre él.
«Dios, voy a morir, voy a morir, voy a morir.» Era todo en
lo que podía pensar. Cuando el satur se le echó encima, aferró la barra de
metal con todas sus fuerzas y se arrojó hacia un lado, consiguiendo esquivar al
menos el impacto. Olía a compuestos químicos, a amoniaco, a azufre y a
podredumbre. Su rugido era como el sonido de un motor. Sintió las zarpas frías
a su alrededor, cortantes, y se encogió, empujando el trozo de cañería cuando vio
abrirse las fauces delante de su rostro. «Voy a morir, voy a morir.» Incrustó
el tubo entre las mandíbulas, impidiéndole que las cerrara. La criatura bramó.
Trató de cortarle con las enormes zarpas, pero David se revolvió, pegándose a
él. Era la única manera de mantenerse lejos del alcance de sus garras y de su
boca, pero no de su lengua. Aquel tentáculo asqueroso y húmedo trataba de
enredársele en la cara.
—¡No te escaparás! —bramó la bestia, a pesar de tener las
mandíbulas atascadas con el tubo—. ¡Eres mío! ¡Mío!
El corazón le latía tan deprisa que le dolía el pecho.
Apenas podía respirar, se escuchaba a sí mismo jadear desesperadamente y a
veces le silbaba la garganta a causa de la hiperventilación. Sus ojos parecían
ver hasta el menor detalle, la membrana transparente que cubría los músculos de
aquel engendro, el color exacto de su sangre palpitando bajo las venas
descubiertas. Las venas. Sus venas. «Tengo que cortarle. Tengo que hacer algo.»
Solo mantenerle la boca abierta no era suficiente, acabaría destrozando la
cañería y entonces no tendría ni una sola oportunidad.
La criatura cerró los brazos a su alrededor y rodaron por el
suelo. David trató de palparse la ropa, buscando a tientas algo, cualquier
cosa. Pero la presa de la alimaña le inmovilizó. Escuchó el crujido del metal
al romperse y de pronto, le apartó de sí de un empujón y le arrojó contra la
pared. El chico se golpeó de lado. Un fuerte dolor le recorrió el hombro y
después se extendió hacia su cuello y su cabeza. Empezó a marearse.
—Se acabó el juego.
La cañería estaba en la calzada, partida por la mitad, a varios metros de su alcance.
La cañería estaba en la calzada, partida por la mitad, a varios metros de su alcance.
«Voy a morir.» Se le habían acabado las ocasiones. Pensó
estúpidamente en los videojuegos, en ese momento en el que las vidas se
acababan y el personaje quedaba tirado en el suelo, inerte, mientras aparecían
las palabras “Game Over” sobre la imagen, como un letrero funesto.
Se acabó el juego.
—¿Es que ya no tienes fe?
David parpadeó, intentando enfocar la vista. El muchacho
misterioso no estaba allí, hacía tiempo que había desaparecido. El único que
hablaba era aquel espantoso satur, lo que quiera que fuese, mientras se
acercaba a pasos lentos, disfrutando del momento, pero él no había pronunciado esas palabras. Era la voz del chico raro, pero el chico raro no estaba. «Es una alucinación», se dijo. «Pero tiene razón». El monstruo estaba cada vez más cerca, extremo de su enorme
lengua se movía en el aire como una serpiente y en sus ojos había
euforia.
Y de pronto, la criatura se detuvo. Algo brilló al otro
extremo de la calle con un resplandor rojo. La euforia se transformó en furia y
el terrible rostro se demudó en una mueca salvaje; abrió las fauces del todo,
se erizaron las púas de su espalda y lanzó un bramido desesperado, lleno de
rabia y frustración. Se impulsó y saltó, dispuesto a acabar con él antes de que
el resplandor rojo llegara.
David cerró los ojos. Su mente empezó a trabajar a toda
velocidad, pasando las imágenes a un ritmo vertiginoso. Le vio sentado en el
sofá blanco, inmaculado, que ya no era blanco, bebiendo café y corrigiendo
exámenes que, en realidad, no existían. Le vio mirando por el balcón. Le vio
tocando el piano, caminando por el barrio viejo. Le vio a su lado, en el metro.
Le vio en clase, en un edificio medio derruido, hablando a los durmientes y a
los huesos que se sentaban en la grada. Le vio apartándole el cabello del
rostro, a su lado, entre las sábanas, en una habitación de paredes corroídas.
«No te rindas»
Se lo había dicho una vez. Varias. Muchas. Siempre.
Se encogió y gritó, proyectando las manos hacia adelante,
como si así pudiera detener al monstruo que caía sobre él. El peso del cuerpo
deforme le aplastó, durante un instante en el que la carne, la piel y la
presión caliente del depredador estuvieron a punto de asfixiarle. Pero después, de
pronto, desapareció el peso y desapareció el olor hediondo, desapareció su contacto. David se pegó a la pared, intentando desesperadamente
ponerse en pie, con los oídos pitándole y sin dejar de resollar como si hubiera
estado corriendo durante millas. Sus ojos captaban visiones inconexas, se
emborronaban a veces. Pero le vio.
Le vio allí de pie, con el abrigo largo, con el cabello
suelto. Le vio de pie, agarrando a la criatura por las púas de la nuca mientras el
satur se debatía, lanzando estremecedores alaridos de pánico. Le vio de pie, la
mano derecha iluminada con un haz de luz ardiente y roja, una llamarada viva,
sólida, que se elevaba un metro y veinte centímetros hacia el firmamento
contaminado. Le vio de pie, con el rostro crispado en una mueca de furia tal
que volvió a quedarse petrificado, aunque esta vez no era sólo a causa del
miedo.
Era terrible y hermoso, pero sabía que no le haría daño a él. A él no.
Era terrible y hermoso, pero sabía que no le haría daño a él. A él no.
«Es mi Guardián.»
Le vio cortarle la lengua a la criatura, que trataba en vano
de mantenerse erguida en el suelo. El satur tuvo aún la energía suficiente como
para intentar defenderse, trazando un arco con las enormes garras para apartar
de sí al profesor. La sangre saltó en el aire y dejó un reguero de gotas rojas,
proyectadas en el asfalto formando una curva. Gabriel soltó la lengua inerte en
el suelo y tiró de las gruesas púas hacia atrás.
—¡No! ¡NO! —bramó el monstruo, temblando y abriendo sus
enormes fauces.
Los ojos rojos miraban hacia todas partes convulsamente,
quizá buscando alguna posibilidad de salvación.
Gabriel volvió a levantar la espada. El fuego se reavivó.
Los ojos azules tenían las pupilas contraídas, brillaban como imbuidos por
llamas interiores con tanta intensidad que el resplandor se le reflejaba en las
mejillas.
—La basura se quema —dijo el profesor.
No levantó la voz, pero a David le pareció sentir su
reverberación en todas partes. En el suelo, en la pared, en el cielo. En su
pecho. La espada descendió y cortó en dos a la criatura, salpicando a Gabriel
con algo negruzco y alcalino. Las dos mitades cayeron al suelo, convulsionando,
derramando trozos de órganos y líquidos sintéticos. Un par de cables se
soltaron y un ojo rojo aún miró a David con súplica durante un instante antes
de apagarse.
David no podía reaccionar. Debería hacer algo. Respirar, en
primer lugar. Después correr hacia él y abrazarle, como imaginaba que era un
reencuentro. Pero en su cabeza reinaba el caos y lo único que era capaz de
hacer era mirarle, al borde del desvanecimiento. Desmayarse, sí. Quizá esa
sería la mejor idea.
Gabriel golpeó los restos con la espada durante unos
segundos más, como si no le bastara con aquello. Después, cuando lo único que
quedaba del satur eran trozos irreconocibles de carne y plástico, la espada
dejó de arder y mostró la hoja. Era vidriosa, transparente, de formas sinuosas,
con la punta curva y algunas zonas pulidas en forma de hendiduras
semicirculares. Recordaba a un khopesh de cristal ornamentado, pero mucho más
largo. El profesor suspiró profundamente y se limpió la otra mano en el abrigo,
pasándosela después por el pelo. Estaba herido, pero no parecía darse cuenta. Lentamente,
levantó el rostro hacia él y le miró. Los ojos azules se encontraron con los
suyos, y las llamas blancas que bailaban dentro parecieron enardecerse.
Y él solo fue capaz de devolverle la mirada, mientras el
suelo que pisaba volvía a hacerse sólido, el universo hacía girar sus
engranajes y todo volvía a ser exactamente como debía. Terrible o no, pero
correcto.
. . .
No estaba cansado. Llevaba horas recorriendo la ciudad, pero
no estaba cansado. Todo el agotamiento, la incertidumbre, la impaciencia, el
miedo, todo había desaparecido cuando detectó la presencia de David como un
resplandor en la lejanía.
Había corrido como no pensaba que fuera capaz de correr.
Había atravesado con la espada —bien, era hora de admitir que no era sólo una
taza— a una abominación con patas de araña que se había cruzado en su camino.
Aunque, estrictamente, había sido Gabriel quien se había cruzado en el camino
del engendro, que sucumbió al pánico nada más verle. Había recorrido calles que
no estaba seguro de conocer, sintiendo que tenía fuego en los pies, fuego en el
alma, fuego en el corazón y en las manos. Se sabía envuelto en llamas, aunque
no pudiera verlas, y el tiempo se le había hecho eterno en aquella persecución
al límite de sus propias fuerzas.
Y al final, le había encontrado. Justo a tiempo. Ni antes ni
después, aunque hubiera preferido que fuera antes. «Dios mío… cómo he podido
estar tan ciego», pensaba, perdido de nuevo en aquellos ojos chispeantes,
cálidos.
David estaba aún pegado a la pared. El flequillo largo que
solía cubrirle la mitad del rostro estaba ahora recogido tras la oreja y se
había despeinado el cabello más corto de la coronilla. Estaba boquiabierto, con
una expresión de asombro y emoción que hacían pensar que rompería a llorar en
cualquier momento a causa de la tensión acumulada. Aún respiraba trabajosamente
y tenía la ropa manchada de la sangre del satur.
Pero no estaba herido. Gabriel lo sabía.
No, no estaba cansado. Ni siquiera le dolía la herida. Le
bastaba con verle, con verle a salvo y cerca de él. Todas sus células
reaccionaban a su presencia; el ritmo cardíaco se acompasaba, la sangre se
deslizaba por las venas ligera, efervescente, el calor se extendía desde su
estómago como una marea dulce, sosegando sus nervios y la respiración se volvía
grata, profunda, tranquila. Y la música empezaba a nacer en su imaginación, a
enredarse y desenredarse, a trenzarse alegremente y crecer sin límites. Era
armonía y perfección, era inocencia e inspiración. Era su…
«Es mi awen. Siempre
lo ha sido. Y siempre lo he sabido. ¿Por qué lo olvidé?»
Una punzada de angustia le golpeó con fuerza en el costado.
«Culpabilidad», supo. Dejándose llevar por un impulso que no podía comprender
del todo, colocó la espada ante sí, con la punta contra el suelo, cerró ambas
manos en la empuñadura y agachó la cabeza.
—Lo siento. Perdóname —declaró, a media voz—. Has sufrido.
Has sufrido durante una parte de tu vida, y eso no debería haber pasado.
Hubo un largo silencio. Aguardó, pero finalmente levantó el
rostro de nuevo hacia él. David seguía en el mismo sitio, pero su semblante se
había ido componiendo de nuevo y su cuerpo se había relajado. Ya no hundía las
yemas de los dedos en la pared como un cachorro acorralado.
Y entonces llegó su voz. Suave y dulce.
—¿Cómo haces para encontrarme siempre que me pierdo?
Durante un buen rato no dijo nada. Casi se le olvidó la
pregunta. Estaba hipnotizado por el brillo suave de aquellos ojos verdes, por
la cálida resonancia de su voz, que aún le acariciaba los oídos. Pero David
esperaba una respuesta. Y ya era hora de darle alguna tal y como se merecía.
Pulverizó la distancia que les separaba en tres largas
zancadas, incapaz de apartar la vista de sus ojos. Después, ante la atónita
mirada de David se arrodilló en la acera quebrada y mugrienta y le rodeó la
cintura con los brazos antes de que pudiera huir. Le estrechó contra sí,
pegando la mejilla a su vientre, con los ojos cerrados. Se le anudó el aliento
en la garganta y un fuerte estallido de calor se extendió desde su estómago
hasta la punta de los dedos y las raíces del cabello, inundando sus venas con
semillas de sol.
—Es para lo que existo—murmuró, con voz ahogada y ronca por
la emoción—. Para encontrarte una y otra vez, a través del infinito y la
eternidad.
Una gota de lluvia cayó sobre el pavimento resquebrajado.
Pero no era lluvia.
David deslizó los dedos entre su pelo, contrayéndose y
doblándose hacia adelante a causa de los sollozos que le sacudían en silencio.
—Lo siento —repitió Gabriel, en un murmullo—. Te fallé. Te
he fallado durante mucho tiempo.
—No. No digas eso.
Las manos de David estrecharon sus cabellos. Le sintió
moverse entre sus brazos, deslizarse hacia el suelo, hasta quedar de rodillas
frente a él, abrazándole, estrechándole como si quisiera protegerle. «Tú eres
el ángel. Siempre has sido tú», pensó, estrangulándose con el nudo de su
garganta. «Yo sólo soy un tío con una espada.» Quería decírselo, decirle que le
debía su vida, que le amaba como sólo puede amarse cuando se ha hecho durante
eras, pero ninguna palabra parecía hacer justicia a sus sentimientos. Unos,
antiguos, ancestrales, que pertenecían al Guardián, pujaban por salir y
expresarse. Le había añorado tanto, le había echado de menos con cada gota de
sangre, durante cada segundo, cada año, cada día… y los otros, los de Gabriel,
mucho más vívidos, se entremezclaban y se empujaban unos a otros, amalgamándose
en una marea demasiado fuerte como para poder describirse con una simple
declaración.
El chico le rodeó el cuello con los brazos y le apretó
contra su cuerpo. El profesor le imitó, hasta que le hizo daño y se clavó los
huesos de su awen en la carne. Eso
estaba bien, no importaba que fuera molesto. Eso estaba bien.
—Nunca más —prometió, un susurro con los labios entre sus cabellos.
—Nunca más.
El susurro quedo de David era todo lo que hacía falta para
sellar la promesa. Le soltó para mirarle y los ojos verdes reflejaron los
suyos, reflejaron su imagen, embelleciéndola. Se inclinó hacia sus labios y le
besó con furia. David le arañó la nuca y respondió con la misma desesperación.
Gabriel suspiró con alivio mientras compartían el beso
arrebatado, encadenándolo con otro y otro más.
Ahora todo estaba bien.
. . .
¿Nostalgia?
Sí, es nostalgia.
Ha visto demasiado, demasiado tiempo.
Se pregunta si ha intervenido más de la cuenta. Se pregunta por qué
no ha podido evitar dejarse ver, decirle al joven awen las palabras que le ha dicho. Se pregunta por qué a
veces siente tantos deseos de estar entre ellos, con ellos, de sentirse como
ellos.
¿Nostalgia? Sin duda. Es nostalgia.
Las nubes vuelven a arremolinarse, se estrujan en lo alto y
asfixian a las dos estrellas. El muchacho no suspira, no se siente desolado.
Siempre sucede. Ha sido bueno poder contemplarlas por un momento.
Mira una última vez al awen y al Guardián. Se pregunta cómo van a reaccionar al darse cuenta de
que el awen está aplastando la
flor blanca con la rodilla. Imagina que él se sentirá culpable y que el otro le
consolará y será comprensivo. Tal vez le prometerá que encontrarán otra. Y la
pondrán en una maceta. Al awen
seguramente le guste la idea. Aunque la flor ya no importa nada. Ya ha cumplido con su función.
Le caen bien. También le hacen sentirse levemente triste.
Aparta los ojos. Se da la vuelta y les deja allí, besándose en medio de la ciudad arrasada. Él camina, al mismo ritmo de siempre, en silencio. Con las manos en los bolsillos y la capucha cubriéndole el pelo.
Aparta los ojos. Se da la vuelta y les deja allí, besándose en medio de la ciudad arrasada. Él camina, al mismo ritmo de siempre, en silencio. Con las manos en los bolsillos y la capucha cubriéndole el pelo.
Pronto su figura se pierde en las sombras.
. . .
© Hendelie
carajo!!!!!!!!!!!!! que bueno!!!!!!!!!!! me alegra tantsimo este reencuentro, pero ahora hay otra pregunta: ¿ quien es el chico de ojos plateados?...................
ResponderEliminarno tengo palabras, me ha encantao chicas, ahora viene lo bueno, tal vez algunas explicaciones..............pero que bueno, que excelente capitulo....mil gracias, ya extrañaba a este par juntitos.
ahora a leer el relato corto , ya que no he tenido tiempo, hoy es mi idea para adelantarme del blog. un beso.
definitivamnete la coneccion entre david y gabriel esta mas alla de cualquier sentimiento vano, divinos.
ResponderEliminaromg esto es tan bueno *O*, dormiré tranquila por mucho tiempo ya que otra vez estan juntos
ResponderEliminar¡Gracias, chicas! Nos alegramos de que os haya gustado.
ResponderEliminarAprovecho para avisar de que faltan ya muy poquitos capítulos para que termine «El Despertar», no os diré cuántos, sólo que faltan... ¡Menos de seis!
Un abrazo a todos ;D
Ohhh Dios esto fue mas allá de mis expectativas para el reencuentro, fue mas perfecto de lo que me pude haber imaginado, te lo juro mis ojos se llenaron de lagrimas ;_;, la conexión entre ellos es tan hermosa y cálida, vamos que hasta yo me siento mejor ahora XD, de verdad que estoy en las nubes, y debo pedir disculpas por dudar de David!! por supuesto que el ya sabia que debía buscar a su guardián para que todo pudiese tener sentido :3.
ResponderEliminarMe gustaría hablar del chico de ojos plateados, del encantador señor Carter, de como la base/prisión me recordó a "The walking dead" :p y todos esos detalles interesantes, pero te repito me siento en las nubes <3.
Gracias por esta linda historia, nunca me cansare de decírtelo, es perfecta de verdad que es perfecta ^^
Mil besos y espero con ansias el próximo cap!!
PD: Gabriel escucho mi propuesta de dejar en paz a la pobre taza!! XD
¡Gracias Lisa! Nos alegra que te haya gustado. Para lo de la base-prisión me inspiré en un libro que me regalaron hace años, una guía de supervivencia para una invasión zombie, jajajaja, y explicaban eso, que las cárceles también pueden ser las fortalezas más seguras del mundo. No sabía que salía en The Walking Dead, pero vaya, no me extraña. Creo que el autor de los comics también se ha inspirado mucho en ese libro.
ResponderEliminarLa taza sigue ahí... en alguna parte... (música de misterio)
¡Un besazo!
*-* /clap
ResponderEliminarGuau!!! me encanto este reencuentro... era todo lo que esperaba,debia ser asi!!! y vaya que me dejo sin aliento Gabriel por fin se dio cuenta que su tazon era una espada jajajajajajaja...... ahora estoy llena de preguntas como el resto de las chicas, quien es ese joven de los ojos plateados!!!! me da la impresion que ha estado vagando desde el principio de los tiempos... es como mistico.... y el venerable señor carter quiero saber mas de el!!! y porsupuesto quiero saber que es un Awen!!!!!!
ResponderEliminarUn abrazdo grande Hendelie me encanto el capitulo y me da mucha pena que este por terminar esta historia.......
Ese reencuentro fue todo lo que esperaba y mas,el beso ...simplemente ...indescrptible ...hermoso explosivo...maravilloso...va mucho mas alla del sexo y tambien lo incluye .ya necesitaba que esos dos se reunieran.Genial el capitulo
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