Escena 2, toma primera.
Al día siguiente, a eso de las cinco, salí de casa otra vez.
Llevaba el trípode bajo el brazo y la bolsa con la cámara colgando del hombro,
una cinta verde en el pelo para que no me estorbara en los ojos y, esta vez,
una chaqueta vaquera. No pensaba quedarme congelado otra vez. Tomé el metro
hasta el centro y después el autobús, siguiendo las indicaciones que yo mismo
me había escrito tras consultar los mapas. Le pregunté al conductor por la
parada más cercana al puente, pero me bajé un poco antes para dar una vuelta y
familiarizarme con el lugar.
Estaba un poco nervioso. A eso de las siete menos cuarto, el
sol aún no se había puesto, pero ya empezaba a bajar en el cielo. Había una luz
preciosa allí, de color ocre, salmón, dorado y rojizo. Se reflejaba en los
vidrios de los faroles de hierro negro y en los pulidos adoquines de las
calles, que formaban semicírculos. Era el empedrado original de la ciudad, y
las fachadas también parecían conservar esa atemporalidad de todo lo antiguo.
Las casas eran antiguas, tenían verjas y rejas de forja y balcones, algunos de
ellos con plantas. Había acroteras, bustos, balaustradas y zócalos medio
escondidos en todas las fachadas de piedra. Yo ya se lo había dicho el día
anterior a Lot Anders: el Barrio Viejo tenía mucho encanto. Pero lo había hecho
de un modo reflejo, porque la verdad es que no me acordaba. Entonces, mientras
callejeaba por la zona, me di cuenta de que había acertado. Era un sitio
genial. También me di cuenta de que caminar por la ciudad con el MP3 a todo
volumen la envolvía en un hechizo diferente, la hacía distinta, más hermosa en
cierto modo. Embriagado y emocionado, flotando en medio de la ensoñación
nostálgica a la que me transportaba la voz de Ella Fitzgerald, que cantaba sobre
lo mucho que había llovido en su vida, el tiempo parecía disolverse. Pero
bueno, solo lo parecía. Cuando miré el reloj, vi que iba a llegar tarde y que
no tenía ni idea de dónde demonios estaba.
Encontré, gracias al cielo, una indicación atornillada en
una esquina y la seguí. Crucé a través de una calle estrechísima en la que dos
edificios se inclinaban el uno hacia el otro, con las ventanas mirándose como
ojos curiosos. Algunos lugares me sonaban. Había sitios que recordaba
vagamente, como si los hubiera contemplado tiempo atrás a través de un
objetivo… y al mismo tiempo, como si hubiera posado en ellos. Era extraño y
melancólico. Una rara tristeza empezó a pesarme en los hombros. Y entonces, un
balón de gomaespuma me golpeó en el brazo.
Agarré la pelota con fastidio y miré alrededor, buscando a
sus dueños. Un grupo de chavales salió a mi encuentro, apenas tenían más de
siete u ocho años. Sonreí al verles. Se mostraron curiosos acerca del trípode,
me preguntaron si era un francotirador y tuve que explicarles que sólo
disparaba fotos.
—Por ese camino está cortado —dijo uno de ellos cuando les
devolví el balón—. ¿Hacia donde quieres ir?
—Voy al Puente de las Hermanas —expliqué—. ¿No se puede
cruzar andando?
—No, por ahí no. Tienes que ir hacia allá y luego entrar en
el primer túnel a la izquierda.
Le di las gracias y les di unos chicles que llevaba en el
bolsillo. Ellos sonrieron, con los dientes mellados y las mejillas llenas de
pecas. Luego se marcharon en otra dirección. Siguiendo sus indicaciones, no
tardé en llegar a una vieja plaza. La dominaba un parque con árboles de hojas
rojizas y castañas, dispuestos en círculo alrededor de un quiosco para los
músicos con escaleras de piedra, hecho de metal entrelazado en color verde
oscuro. El techo y los arcos estaban cubiertos de hiedra. Alrededor del parque,
las filas de casas estaban separadas por callejones en arco, túneles de medio
cañón en cuyos muros se entreveían inscripciones de color rojo. Dos de ellos
eran oscuros y estaban iluminados por dentro con faroles, pero el otro era
corto, apenas un arco ancho, y al otro lado se abría un espacio despejado. Y
allí estaba el puente.
La visión de la plaza me provocó un inexplicable escalofrío,
pero me obligué a prestar atención a lo que me había traído allí. Me puse los
auriculares otra vez y apreté el paso, rumbo al lugar de la cita. Atravesé el
túnel y pronto les vi. Y estaban de frente, por lo que deduje que había llegado
por el camino correcto.
Había un tipo alto con un abrigo largo, un chaval joven y
rubio, de aspecto afeminado y enfermizo, la chica del pelo rosa y mi cliente,
Lot Anders. De nuevo se encontraba impecablemente vestido, con un traje negro a
rayas blancas y finas, zapatos negros y rojos, corbata roja y chaleco con
botones oscuros. Llevaba el bastón en una mano y la otra metida en el bolsillo,
y en cuanto me vio, avanzó hacia mi y me saludó con una media sonrisa y un
brillo ávido en los ojos.
—Antiguamente, esta ciudad estaba surcada por un río —me
dijo, a modo de bienvenida, mientras le tendía la mano y él la estrechaba—. Hoy
el puente al menos sirve para que el tráfico pase por debajo y no nos joda el
casco antiguo. ¿Qué tal has llegado?
—Disculpa el retraso… me he perdido un poco —respondí,
devolviéndole el apretón con una sonrisa de circunstancias.
Los demás me miraban, allí en el puente. Lot me puso la mano
en el hombro y me llevó hacia ellos. El chico joven parecía asustado o
sorprendido, la chica del pelo rosa estaba muy sonriente, y el hombre maduro,
que tenía el pelo por los hombros y un abrigo largo pese a la época del año,
parecía estar perdido en sus pensamientos. Al acercarnos, todos dirigieron la
mirada hacia mí.
—Sí que vienes preparado —me dijo Lot, dando una palmadita
al trípode—. Ah, estos son los demás—indicó, haciendo un gesto vago con la
mano.
—Hola —saludé—. He traído de todo, por si queréis algo
especial. Este barrio es increíble, seguro que salen cosas interesantes.
—¡Es genial que hayas venido! —exclamó la chica de rosa,
acercándose impetuosamente y empujando a Lot para apartarle de mí y cogerme del
brazo—. ¿Nos vas a hacer las fotos tú? Ellos dos son muy tímidos, no quieren
salir.
Yo asentí, algo sorprendido por su entusiasmo.
—Bueno, el cliente manda, así que haré fotos de quien me
digáis.
—En realidad, no tenemos ninguna idea previa —aclaró Lot,
colocándose al otro lado para evitar los efusivos arranques de su compañera, a
la que lanzó una mirada dura—. Puedes hacer lo que te parezca que va a quedar
bien. Como si quieres fotografiar solo el escenario.
—Vale —dije, echando un vistazo alrededor y tratando de
hacerme con el control de la situación mientras colocaba el trípode y abría la
bolsa de la cámara. El lugar estaba desierto y la luz era hermosa—. Podemos
hacer unas cuantas aquí y después sacar algunas más en la plaza de ahí detrás.
Con las farolas encendidas debe ser realmente preciosa.
—Donde quieras —dijo la chica de rosa. Luego me guiñó el ojo
varias veces, con simpatía—. Puedes hacerles unos cuantos robados a los sosos
del fondo.
Le devolví el gesto, feliz de que hubiera alguien con buen
carácter en aquel extraño grupo. Lot no parecía de muy buen humor, no dejaba de
lanzar miradas severas a unos y a otros cuando pensaba que no me daba cuenta.
—Dadme dos minutos para prepararlo todo y nos ponemos manos
a la obra.
—¡Genial! —exclamó ella alegremente.
Con un gesto afectuoso, se agarró del brazo de Lot, que se
la quitó de encima con desprecio contenido y mirando hacia otra parte.
—Tómate tu tiempo —me dijo él.
Asentí y fingí no prestarle atención mientras disponía los
instrumentos con menos precisión de la que quisiera. Comprobé que me observaba
durante unos segundos. Después, sacó un puro y se marchó hacia el puente para
reunirse con los demás, seguido por la chica del pelo rosa. Me pregunté si era
su novia o algo así. Ella parecía muy joven. Pero él tenía pinta de proxeneta,
o de pervertido. Tal vez no fuera tan descabellado.
Escogí la lente adecuada según el manual que me había leído
la noche anterior y la encajé en el cuerpo voluminoso de la cámara. Era un
artilugio digital y pesado, con muchas opciones, que no me hacía sentir del
todo cómodo. Guardé el MP3 apagado en la bolsa y me pasé la cinta de la cámara
por el cuello, sujetándola después con toda la profesionalidad que fui capaz de
fingir y miré a mis clientes.
«Vamos allá, Alex», me dije, armándome de valor.
—Bueno, vamos a empezar —anuncié, con voz vacilante—. Los
que no queráis salir, poneos detrás de mí y… um… bueno, los demás colocaos en
la balaustrada e imaginaos que sois superfamosos, y que hay miles de fans
queriendo ver estas fotos y… pues… poned cara de interesantes.
Había dado las indicaciones con menos precisión que un mono
jugando a Operación, pero aun así, la
reacción de mis clientes fue casi automática. El tipo más alto, el del pelo
castaño por los hombros, se quedó tal como estaba, mirando al infinito con
nostalgia. El muchacho de aspecto enfermizo desvió sus ojos asustados hacia mí
y miró a la cámara con expresión de gacela atropellada. La del pelo rosa,
sonrió e hizo el signo de la victoria con dos dedos. Lot se limitó a girar el
rostro un ápice y a hacer algunos movimientos sutiles, pero no le costó nada
componer una pose totalmente fotogénica. Y como no podía ser de otro modo, lo
de poner cara de interesante se le daba de maravilla. Lo cierto es que, por
separado, podían haber sido fotos bastante interesantes, pero los cuatro en
conjunto componían un cuadro bastante… no sé como decirlo. Creo que la palabra
es grotesco. El guaperas que sabía posar dándome el lado bueno como si aquello
fuera su reportaje personal, el otro guaperas con la mirada perdida como un
gótico, el chico joven con rostro de necesidad y la muchacha saludando a cámara
como una turista. No había por donde cogerlo, pero aun así, empecé a pulsar el
disparador, intentando indicarles para que ese desastre se convirtiera, poco a
poco, en algo más homogéneo. No parecían un grupo en absoluto. Esta impresión
se hizo más fuerte cuando empecé a captar cada vez con más frecuencia las
miradas hostiles que se lanzaban. A través del objetivo sorprendí en dos
ocasiones expresiones asesinas de parte de mi cliente, Lot Anders, hacia su
compañero el gótico, es decir, el alto del abrigo. La chica del pelo rosa
parecía tratar de conciliar. Y el otro estaba asustado todo el tiempo.
Por mucho que lo intenté, entre la tensión que reinaba en el
grupo y mi falta de práctica con esos trastos pese a ser fotógrafo profesional,
no conseguí gran cosa. No me atreví a revisar los resultados en ese momento por
miedo a descubrir que habían salido fatal, pues ya se había puesto el sol. Así
que les hice un gesto con la mano y coloqué el trípode que no había utilizado a
un lado.
—Ahora, si vais caminando hacia la plaza, os sacaré algunas
fotos.
—¡Genial! —respondió la chica de rosa.
Nadie más dijo una sola palabra. El hombre del abrigo empujó
al muchachito para que fuera delante y él y la chica se colocaron a ambos lados
de Lot cuando empezaron a andar. Al principio pensé que iba en el centro porque
era el líder del grupo, pero luego tuve la sensación de que eso parecía más
bien una escolta policial. La tensión se hacía cada vez más pesada. Mi cliente
no había vuelto a sonreír y ya ni siquiera posaba. El flash resonaba y
destellaba en el túnel cuando comenzaron a cruzarlo en silencio, y los chasquidos
del obturador al abrirse y cerrarse y el zoom del objetivo acompañaban el eco de sus pasos sobre los adoquines.
Cuando llegaron a la plaza me detuve, presa del desánimo. Bajé la cámara y les
miré con expresión de circunstancias. Los problemas que tuvieran entre ellos no
me importaban lo más mínimo, pero la situación me hacía sentir lo bastante
incómodo como para que las ganas de volver a casa se antepusieran a las
necesidades económicas.
—Si… si no es buen momento podemos quedar cualquier otro día
—aventuré, colocando la tapa de plástico sobre el objetivo—. Creo que no estáis
del todo a gusto.
—Eso es cierto. —El que habló fue el hombre del abrigo. Era
la primera vez que abría la boca y su voz era suave, pero llena de
autoridad.—No estamos del todo a gusto.
—No voy a cobraros más ni nada de eso por hacerlo otro día
—agregué, tratando de salvar mi acuerdo. Me pregunté si no debería haber
firmado un contrato—. O no hacerlo en absoluto. En ese caso, no os cobraría
nada.
El silencio se hizo espeso. Me aparté un mechón de pelo de
la cara y lo recogí bajo la cinta de tela, sin saber muy bien qué hacer. Lot se
había dado la vuelta y miraba hacia el puente y los demás me estaban ignorando
de un modo que no sabía si me preocupaba más de lo que me asustaba, o me
cabreaba más que ambas cosas. Cuando mi cliente se dio la vuelta, su rostro se
había demudado en una máscara de rabia contenida. Tenía la mandíbula tensa y
los ojos le echaban chispas, aunque su modo de hablar y de moverse fue tan
natural y elegante como siempre.
—No te preocupes —me dijo mientras se ajustaba la corbata—.
Las fotos saldrán mejor sin mí.
Luego tiró el puro al suelo y lo aplastó con el zapato,
dejando una marca oscura en los adoquines. Sacó un fajo de billetes del
interior de la chaqueta y me los tendió.
—No, no. Creo que es mejor que lo dejemos aquí, y ya me
dirás si quieres más fotos o no— le dije, rechazando el montón de dinero con un
gesto. Eran de cien, y había más de lo acordado. Ver tanta pasta me asustó
tanto o más que la actitud de aquellos tipos—. No es necesario. Mejor me vuelvo
a casa.
—Cógelo —insistió Lot, con la voz de quien no está
acostumbrado a insistir ni tiene paciencia para ello.
—Déjalo, en serio. Ni siquiera he revelado las fotos, y no
he hecho prácticamente nada.
—Escúchame. Las cosas no son lo que parecen. Te quieren
quitar de en medio. Desde todos lados. Así que coge esto y sal corriendo.
Cuando dijo eso me quedé mirándole, incrédulo. Tras él, en
el puente, la chica estaba delante del hombre alto y del muchachito tísico,
hablando con ellos como si quisiera convencerles de algo. Ellos dos miraban en
nuestra dirección. El chavalito no me daba ningún miedo, pero el alto… el alto
era harina de otro costal. Sin embargo, recordé lo que había pasado la noche
anterior y miré a los ojos a mi interlocutor. Ahora parecían naranjas. Muy
naranjas.
—Estás de broma, ¿no? —Sonreí. Tenía que ser eso.
Él me devolvió la sonrisa y fingió reírse, volviéndose un
momento hacia atrás como para indicar a los del fondo que todo iba bien. Luego
me habló entre dientes, sin borrar la sonrisa.
—Eso es, que no lo noten. —Me puso los billetes en la mano
como pudo. Cuando me tocó, de nuevo su contacto me resultó cálido y sólido, muy
real. —Me van a matar por esto, pero en fin. Un sudamericano dijo algo sobre
que vale más morir de pie que vivir arrodillado. Por mi parte, siempre he
preferido vivir de pie. O sentado. O tumbado, no diré que no… y lo de
arrodillarse tampoco está mal a veces, si merece la pena lo que va a quedar a
la altura de tu cara.
—¿Qué estás diciendo? —murmuré.
A pesar de su consejo, mi sonrisa había desaparecido. Agarré
los billetes, cerrando los dedos sobre el papel hasta arrugarlos por completo.
—¡Lot!
La chica de rosa se había dado la vuelta y gritaba a mi
cliente. Al extremo del puente, el chico del uniforme escolar avanzaba hacia
nosotros. Caminaba despacio, con los ojos muy brillantes fijos en mí. Supe que
era un depredador y que iba a matarme. Y la verdad es que eso me tranquilizó,
porque ahora mi pánico tenía un sentido, y tenía todo el derecho del mundo a
estar acojonado.
—No era una broma… —murmuré, más para mí mismo, mirando de
nuevo al hombre del traje que tenía delante—. No era una broma.
—Ve por el túnel del centro.
—¡Lot! —volvió a gritar la chica de rosa—. ¡Maldita sea!
Pasaron a nuestro lado, a todo correr. Sólo ella se volvió
para mirarnos desde el fondo del corredor, sacudió la cabeza con frustración y
siguió su camino. Yo me había quedado como paralizado, sin saber qué hacer, a
punto de atrapar algo en mi mente, un recuerdo, la comprensión de algún
misterio. Lot Anders, si es que en realidad ése era su nombre, se estaba
sacudiendo la chaqueta y ajustándose los gemelos, como si se preparase para
recoger a su novia o algo así. No parecía nervioso ni asustado, aunque estaba
mortalmente serio.
—Vámonos… —dije, instintivamente, tirándole de la manga.
—Cuando esto acabe, iré al quiosco de los músicos, en el
parque. —Esbozó una sonrisa llena de humor. —No tienes por qué estar allí. Nada
te obliga.
—No… no deberías qued… —me interrumpí, al ver que lo que
tenía en la otra mano ya no eran billetes. Eran fotografías. Eran las
fotografías que había tomado esa misma tarde. Aquello no tenía ningún sentido.
El maldito niño psicópata llamado Saul estaba cada vez más cerca y había
apretado el paso, y entonces una rabia irracional me creció desde el estómago y
se mezcló con mi miedo. «Que les jodan a todos, Alex», me dije. Apreté los
dientes y le solté la manga, que tenía aferrada con dos dedos como si fuera una
pinza. —No sé qué coño pasa, pero ten cuidado.
Me guiñó el ojo y se dio la vuelta. Se metió una mano en el
bolsillo y luego golpeó la punta del bastón contra el suelo, haciendo que
rebotara y sujetándolo de la empuñadura. Lo hizo girar como un molinillo una
sola vez, antes de echar a andar hacia Saul, tranquilo y elegante como un
caballero de los años veinte. Los ojos del crío relumbraron, rabiosos.
Y entonces me di la vuelta y salí corriendo. Golpeé el
trípode en mi huida, que se cayó al suelo. Sonó a cosas quebradas y a piezas
saltando por los aires. No miré hacia atrás y simplemente corrí como un loco,
dejándome dominar por el pánico y sintiéndome bastante aliviado de poder
hacerlo de una vez por todas.
. . .
Escena 2, toma segunda.
La huida fue una verdadera locura. Recuerdo atravesar los
túneles como si me estuviera persiguiendo el infierno entero, con la bolsa de
la cámara bamboleándose contra mi costado, la chaqueta vaquera dándome
demasiado calor y las deportivas rechinando sobre las piedras del suelo. De vez
en cuando miraba las fotos arrugadas que llevaba en la mano mientras mi mente
me gritaba que eso no podía ser, era imposible, imposible, totalmente
imposible. Pronto empezaron a resonar golpes en mi cabeza, como si algo
metálico retumbara dentro. Las luces de los túneles se volvieron borrosas y las
frases en latín parecían susurrarse a sí mismas, hablarme al oído. «El juez es
condenado cuando el culpable es absuelto», decía una.
—¿Qué está pasando? —gimoteé, cerrando los ojos y
sujetándome a la esquina un momento antes de salir a la plaza y seguir
corriendo—. No era una broma… no era una broma…
Estuve maldiciendo todo lo maldecible durante un buen rato
hasta que llegué de nuevo a la plaza. Me apoyé en el quiosco, con el corazón
retumbándome y las piernas temblando. Sentía pinchazos en el pecho, los
pulmones y el costado. Aún estaba débil para hacer esfuerzos de ese tipo, el
aliento me faltaba y la garganta me ardía. Incliné el torso hacia adelante,
resollando con dificultad. Cuando hube recuperado un poco el aliento, lo
suficiente para no estar mareado, coloqué la espalda contra una de las columnas
y miré hacia el túnel, aterrorizado.
—Maldito Lot… más te vale volver y…
Me puse las manos en las sienes, respirando hondo. Tenía que
relajarme. Esto no podía ser más que un sueño esquizoide o algún maldito efecto
secundario de la medicación. Los doctores me habían advertido, ¿no? No lo
recordaba. Las cosas mejoraron cuando me di cuenta de que lo que retumbaba en
mi cabeza era el propio latido de mi corazón.
—Despiértate, Alex. Despiértate —me repetía.
La plaza estaba vacía. El viento hacía susurrar las hojas de
los árboles. Y ahí estaba yo, como un idiota, asustado y encogido detrás de uno
de los muros del quiosco, preguntándome si el niño psicópata habría matado a
Lot, si me encontraría después de haber acabado con él, preguntándome muchas
cosas de las que no quería saber la respuesta. Al final, me quedé callado, con
la cabeza hundida entre las manos.
Y entonces se oyeron los pasos. Era el golpeteo rítmico,
tranquilo, de unas suelas de poliuretano que se acercaban. Alcé la cabeza.
Seguramente parecía un cervatillo asustado cuando me asomé por un arco del
cenador para comprobar quién venía y decidir si debía echar a correr otra vez o
no. Los pasos se volvieron sordos cuando entraron en la zona arenosa que daba
paso a la glorieta del quiosco en el que me escondía. Me guardé las fotos en el
bolsillo del pantalón y esperé a que la silueta pasara bajo la luz de una
farola. El haz amarillento iluminó primero unos zapatos elegantes. Luego el
bajo de unos pantalones de traje sastre con finas rayas blancas y el bastón que
se balanceaba. La chaqueta abierta, el chaleco negro, la corbata roja. Recuerdo
que me sentí aliviado. Dejé escapar el aire de los pulmones y me dejé caer de
nuevo sentado en el suelo, alzando el rostro.
Lot Anders se acercó parsimoniosamente. No parecía tener
ninguna prisa, el condenado. Se había despeinado un poco, un par de mechones de
pelo negro colgaban sobre su frente, brillantes de fijador. Me pasé la mano por
la cara y cuando la aparté estaba delante mía, algo inclinado, ofreciéndome uno
de esos cigarros aromáticos. Lo agarré con brusquedad, presa de una repentina
rabia.
—¿Alguien piensa explicarme qué coño está pasando? —exclamé.
El cigarro me temblaba entre los dedos. Acto seguido me arrepentí, negando con
la cabeza—. No, no. Mejor me vuelvo a casa. Mejor me olvido de esta mierda.
Estáis todos chalados. Esto no tiene nada que ver conmigo.
Lot abrió la boca, como si fuera a decir algo. Aterrado y
furioso, me llevé el dedo a los labios y le chisté. Él alzó las cejas y
reprimió media sonrisa.
—En todo caso, explicar las cosas tampoco es mi trabajo
—resolvió, encogiéndose de hombros.
Se encendió un pitillo y me acercó el mechero de gasolina.
Se lo arrebaté para encender el mío yo solito, cosa de la que era muy capaz
aunque me temblaran las manos. Me embutí una calada larga y rápida en los
pulmones, volviendo a maldecir a todo el mundo durante un rato. El humo me
abrasó el esófago. Me puse en pie mientras tosía, colocándome bien la bolsa de
la cámara. Mis pies vacilaron un momento, aún tenía las rodillas flojas.
—Vale, yo me largo —anuncié.
El tipo abrió los dedos, mostrándome las manos vacías.
—¿Me devuelves el mechero?
Le miré. El tío estaba algo ojeroso, y un poco pálido, a
decir verdad. Pero tal vez era efecto de las farolas. Sentí un absurdo consuelo
al pensar que estaba bien, que se había librado de lo que fuera. «Qué coño,
Alex. ¿Es que acaso importaba? Ni siquiera tenías que haberle esperado. Debiste
huir. Huir a un lugar seguro. Volver a casa», me dijo mi parte cabreada.
Le di el mechero y me puse en camino a buen paso. Quería
dejar todo eso atrás. «No tenías que haber hecho caso a aquel anónimo. No
tenías que haber ido al antro de los locos ayer, ni tenías que haber venido hoy
al puente. ¿En qué estabas pensando? Estabas bien, Alex. Estabas bien. Ibas a
recuperarte.»
—No me sigas —escupí.
Normalmente, yo no hablaba así. Normalmente, no me
comportaba así. Yo era un chico dulce y tranquilo, pero esa pandilla de
cabrones me estaba poniendo al límite.
—Tú solo no tienes nada que hacer —respondió Lot, unos pasos
por detrás de mí. Las suelas de sus zapatos repiqueteaban, haciendo el
contrapunto a mis zapatillas silenciosas y creando un ritmo sincopado que me
ponía de los nervios sin razón—. Y admitámoslo, yo tampoco voy a poder
sobrevivir por mi cuenta. Ahora ya no. Nos encontrarán y nos matarán a los dos.
O quizá nos hagan cosas peores que eso.
Miré por encima de mi hombro. Le vi poniéndose un largo
abrigo negro que no sabía de donde demonios había sacado y calzándose un par de
guantes de piel.
—No sé de qué me estás hablando. Puedo sobrevivir solo
perfectamente, lo he hecho hasta ahora. —Apreté el paso. ¿Por qué no me dejaba
en paz? —Yo no tengo nada que ver con esto.
—Es gracioso que digas eso. El que realmente no tiene nada
que ver soy yo. —Me agarró del brazo con suavidad y me hizo girar hacia una
bocacalle—. Por aquí.
Su contacto, su forma tan tranquila de hablar, que se atreviera
a guiarme para volver a mi propia casa, eso ya era el colmo. Me sacudí su mano
y me volví hacia él, dominado por una ira que no recordaba haber sentido hasta
entonces (lo cual no era relevante, dado que era amnésico).
—¡Pues lárgate! ¡Déjame en paz! —me alejé dos pasos de él,
frotándome el brazo. No es que me hubiera hecho daño, pero me sentía agredido
de algún modo—. ¡Todo iba bien hasta que apareciste!
Lot elevó los ojos hacia el cielo e hizo un gesto con los
dedos, como si estuviera enrollando algo entre ellos.
—Eso es, sigue. —Dio una calada al cigarro con indiferencia.
—Desahógate.
—¡Nadie te ha pedido ayuda! —grité. Tenía ganas de
golpearle. De pronto, toda esa rabia se diluyó en una gran desazón y me sentí
el ser más desgraciado del mundo entero. ¿Por qué? ¿Por qué me pasaba esto?—.
Solo… solo quiero estar tranquilo. ¿Es tanto pedir?
En ese momento me di cuenta de que Lot Anders no tenía
corazón. Yo estaba hecho polvo y sólo quería que me dejaran en paz. Y él me
miraba como si no se creyera una palabra, como si yo no le diera pena en
absoluto. A veces alzaba las cejas, intentando entender por qué me lo tomaba
tan mal. Sí, entonces me di cuenta de que era un cabronazo.
—Yo puedo ser muy discreto. Y sé hacer mis cosas en el lugar
adecuado. Ni te enterarás de que estoy ahí.
Me di la vuelta, incrédulo, y seguí caminando, rodeándome
con los brazos para abrazarme a mí mismo. Habían estado a punto de matarme, y
ahora él quería… no sabía exactamente lo que quería. Venir conmigo. Meterse en
mi casa. En mi casa.
—Solo quiero cuidarme… me vas a traer problemas… no quiero
problemas —balbuceé, consciente de que había perdido la batalla—, quiero estar
tranquilo, por favor…
—Esto no va a ser fácil para ninguno de los dos —dijo él,
aunque el tono de su voz no parecía indicar que le resultara difícil nada.
«Cabrón. Es un aprovechado», pensé. —De todas formas, te haré un resumen para
que lo entiendas. ¿Has visto El padrino?
Negué con la cabeza y me detuve, tratando de recordar por
dónde había venido y de reconocer el lugar donde estaba. Sólo quería volver a
mi sofá. A mi habitación. La mano de Lot me tocó en el brazo y me empujó con
sutileza hacia la calle de la derecha. Me dejé llevar, como si no tuviera otra
opción, y enfilé hacia donde me indicaba.
—Pues imagínate que hay dos familias —continuó Lot, fumando
tranquilamente—. Los Corleone y los… Tiziano, por ejemplo. Son dos familias
enfrentadas. Luego hay otra más, pero esa es una familia de inútiles y no nos
interesa en absoluto.
»Bien, yo trabajaba para los Corleone, pero rompí las reglas
y me metí en problemas. Así que se me ocurrió buscar protección con los
Tiziano. En cuanto a ti, debiste hacer algo que molestó mucho a los Corleone.
Pero en tu caso es igual, porque los Tiziano también quieren liártela. Y yo
estoy harto de trabajar para todos ellos. Que se las arreglen con otro. Antes
he tenido que decirte algunas mentirijillas, pero espero que comprendas las
circunstancias; no tenía mucha elección.
—Joder… he sido un camello, seguro —murmuré, desolado—. ¿Qué
clase de…? Yo soy fotógrafo, ya no soy nada más. Si alguna vez he sido eso,
¿qué más les da? ¿Por qué no me dejan en paz?
—No, si yo te entiendo. Gira a la izquierda en la siguiente.
Eso es.
Obedecí. Y me paré en seco otra vez.
—¿Dónde estamos yendo?
—A tu casa.
Lot esbozó una media sonrisa seductora. No me sedujo en
absoluto, pero me ayudó a relajarme, esa es la verdad. Seguí caminando, sin
entender por qué le creía. Tal vez debería empujarle a la carretera o tirarle a
las vías del metro. Por un momento me pareció buena idea, pero al siguiente me
escandalicé de mí mismo.
—No recuerdo el camino —murmuré.
—No te preocupes, lo encontraremos. Estamos dando un pequeño
rodeo para despistarles. ¿Tienes hambre?
—Sí. Muchísima.
—Yo también.
Alzó la ceja, mirándome de reojo con una intención que no
comprendí.
—Debería hacer más caso a los médicos —reflexioné en alto,
apartando la vista—. No sé para qué salgo de casa.
—A los médicos hay que hacerles caso siempre, menos cuando
te dicen que vas a morir dentro de cuatro meses. Entonces es mejor
desobedecerles. —Habíamos llegado a una calle más ancha, aún dentro del barrio
viejo. Allí había una parada de metro que no reconocí, con una marquesina muy
decorada y barandillas de forja. Se parecía a algunas entradas al suburbano de
París que había visto en las revistas de fotografía que había por casa. Lot se
adelantó un poco, sin apagar el cigarrillo mientras bajaba las escaleras.
—¿Dónde vives?
—En… en la antigua zona industrial del ensanche. La zona
este. —Le seguí. El interior de la parada estaba bien iluminado y había bancos
de madera. Todo parecía antiguo y bien conservado. Había un mapeado de las
líneas de tren subterráneo hecho con baldosines pintados y un cartel que
especificaba el nombre de esa parada. Aunque lo leí, lo olvidé al instante. —Me
mandaste un anónimo, ¿no?
—No fue por mi voluntad —admitió él, sentándose en el banco
de madera con una pose que me recordó a Oscar Wilde. Yo me dejé caer a su lado,
bastante destrozado y con el estómago doliéndome de hambre. Seguro que mi
aspecto era, por contraste, aún más lastimoso a su lado. —Esta gente no sabe
hacer nada por sí sola.
—¿Los mafiosos? —pregunté, débilmente.
—Sí. —Lot señaló hacia un lado con el bastón. —Aquí vendría
bien una máquina de chocolatinas, ¿no crees?
Me quedé mirándole, atónito. Sí, el señor Anders era un ser
de lo más empático. No parecía darle la menor importancia a nada. Me pasé las
manos por el rostro. «Esto es de locos», pensé. La perspectiva de meterle en mi
piso aún me desagradaba, pero al menos ya no sentía deseos de asesinarle.
—Tengo comida en casa —dije, resignado—. ¿Te gustan las
hamburguesas?
Me miró de soslayo.
—Depende.
—¿De qué?
—De si te refieres a un montón de carne de origen dudoso,
picada y cocinada a la plancha, o a una chica alemana con grandes pechos, a ser
posible.
—Hablo de comida —repliqué, sin fuerzas ni ganas de reírle
la gracia.
—No me has aclarado nada. —Le miré, extrañado, pero él se
limitó a reír entre dientes y darme una palmada en el hombro que, aunque no fue
muy fuerte, me hizo desequilibrarme un poco. Me sentía muy débil. —Bueno,
anímate. A mí me gusta improvisar y tú tienes cara de no tener ganas de
improvisar hoy, así que cocinaré yo, ¿de acuerdo? Te haré la cena.
Al oír eso, la idea de que viniera a mi casa me pareció
mucho más aceptable. Me erguí un poco, tragando saliva de pura hambre y asentí
con la cabeza.
—Vale. Pero no cocines una alemana. —Mi tentativa de bromear
era patética, pero creí que era adecuado poner un poco de mi parte. —El médico
me ha dicho que coma carne roja, así que tendrá que ser rusa o china.
Lot asintió, riendo entre dientes.
—De acuerdo. ¿Con uniforme, o peladas?
—Peladas. Se digieren mejor.
La atractiva risa de Lot Anders se apagó a causa del ruido
del metro, que ya llegaba. Se detuvo ante nosotros y las puertas se abrieron
con un sonido de timbre muy suave, incluso agradable. Todos los vagones iban
vacíos. Él se hizo a un lado para dejarme pasar primero, haciendo un ademán
cortés.
—Siempre tú delante, por favor.
Alcé las cejas, tomando el comentario como una galantería.
—Gracias.
Entré, esbozando una sonrisa débil y me dejé caer en uno de
los asientos. El metro se puso en marcha con un suave traqueteo y nos llevó a
la siguiente estación, donde la puerta volvió a abrirse y se subieron algunos
hombres y mujeres. Luego las luces parpadearon un momento y volvieron a
encenderse al entrar en los oscuros túneles por segunda vez.
Hicimos el trayecto en silencio. Yo iba sentado, con las
manos entre las rodillas y la bolsa de la cámara encima de los muslos, cerrando
los ojos a ratos, haciéndome preguntas que no me atrevía a formular en voz
alta, mirando de vez en cuando a la gente y muy a menudo a Lot. Él no se había
sentado. Permanecía frente a mí, vuelto de perfil, sujetándose con una mano en
una de las barras verticales y con la otra echada a la espalda, sosteniendo el
bastón tras de sí con la punta sobre el suelo. Sus ojos anaranjados observaban
a la gente con auténtica curiosidad, miradas fijas, de felino, y también
escrutaban la oscuridad de los túneles con la misma expresión de ávido interés.
Me dio la sensación de que prestaba una verdadera atención al entorno, de que
era consciente de esas pequeñas cosas que los demás no solemos percibir, como
el número de asientos por vagón, el sonido metálico del enganche entre cada
coche del tren, la huella de humedad en uno de los cristales o las manchas del
suelo. Estaba empezando a cuestionarme qué clase de tipo era realmente ese Lot
Anders cuando la grabación de megafonía anunció la parada de mi barrio.
—Ah… es aquí —dije.
—¿Y ayer viniste andando?
Me levanté y no llevé la mano a la palanca de la puerta,
sospechando que mi curioso acompañante se adelantaría para abrirme. Y así fue.
—Tengo que moverme.
—¿Prescripción médica?
Asentí. Mi parada de metro era bastante fea. Austera y
vieja, las paredes de ladrillo estaban llenas de pintadas variadas y horribles,
firmas de lo más imaginativas en tonos negros y fluorescentes y, dominándolas a
todas ellas, un gigantesco miembro viril de color rojo que atrajo la atención
de Lot.
—Qué gran pene —dijo, alzando las cejas—. ¿Este es el barrio
de los artistas?
—De los que se creen artistas, más bien —resoplé.
Subimos por las escaleras mecánicas. Lot movía el bastón a
veces y se marcó un par de pasos de baile en los escalones de metal mientras
miraba a su alrededor con suma atención. «Está como una cabra. Debería haberlo
imaginado. La gente hoy en día ya no lleva bastón. Ni esos trajes, ni esos
zapatos… seguro que es un loco». Me hice callar a mí mismo mentalmente y
respiré hondo. Aunque así fuera, estaba muerto de hambre y ese loco había
prometido hacerme la cena. Era un vago consuelo, pero me aferré a él.
Cuando salimos al exterior, mi barrio nos dio la bienvenida
con un golpe de viento bastante fresco para la época del año. Los ojos
anaranjados de Lot lo recorrieron con interés.
—Bonito lugar. ¿Son naves industriales?
Asentí.
—Son fábricas y almacenes construidas a principios del siglo
pasado. Las han rehabilitado y las han transformado en viviendas.
Lo cierto es que mi zona era un lugar bastante agradable
donde vivir. Los grandes edificios, cadáveres industriales del modernismo,
tenían la fachada de ladrillo renovada, vigas nuevas de metal y ventanas con
grandes lunas de cristal alargadas. Había lofts y apartamentos de todo precio y tamaño, escaleras de incendios
convertidas en escaleras para el día a día, persianas y cortinas tras las
ventanas. La parte baja de los edificios no se había escapado del ataque de los
sprays y las pintadas, pero aun
así, todo conservaba un aspecto agradable. Las calles tenían un tráfico
tranquilo y semáforos nuevos de iluminación LED.
Sólo con poner el pie en el exterior, en mi territorio, me
sentí mucho más tranquilo. La luz suave del alumbrado eléctrico bañaba las
calles conocidas. Las atravesé a buen paso, seguido por los zapatos resonantes
de Lot Anders y todo el resto de él. Los trenes pasaban sobre puentes metálicos
varias manzanas al sur. Sus luces y el ruido traqueteante atraían la atención
de mi invitado.
—¿Tienes perro, gato, canario, tortuga, algo? —preguntó,
sacando un cigarrillo de la pitillera de metal.
Lo encendió. Una nube de humo gris le envolvió un momento y
luego quedó flotando tras él.
—Tenía.
Giramos en mi calle y me detuve delante del edificio. Era un
bloque bajito, de tres plantas. Una escalera de emergencia, de metal y madera,
daba acceso a tres rellanos con una puerta en cada uno. Comencé a subir. Lot
Anders, que iba detrás mía, se sujetó a la barandilla por delante de mi mano y
giró en el exterior como si fuera Fred Astaire, ascendiendo por la baranda
hasta saltar delante mía, de frente. Siguió subiendo, caminando de espaldas.
—¿Qué pasó?
Parpadeé, sorprendido. Aquel hombre era de lo más
desconcertante.
—Pues… me lo encontré tieso al volver del hospital.
—¿Has estado mucho tiempo allí?
Se hizo a un lado y volvió a dejar que caminara delante. La
noche se había cerrado y apenas quedaba un tizne de añil en el firmamento. Tuve
otra punzada en el estómago, en parte por el hambre, pero también por su
pregunta. No le respondí. Saqué las llaves y abrí la puerta al llegar a la
buhardilla, entrando primero y franqueándole el paso. Puso el pie en el
interior, dedicándome media sonrisa satisfecha.
Le seguí con la mirada mientras entraba en mi casa y se miraba en mi espejo. Le sentía como un intruso y eso me causaba
un cierto rechazo. Sin embargo, al mismo tiempo, era agradable que hubiera
alguien más allí… aunque fuera él.
Mi casa, como ya he dicho, era mi refugio, mi trinchera. La
había convertido en un hogar con mucho esfuerzo. La había acondicionado con
todas las cosas que me gustaban, por lo que, aunque pequeña, era acogedora y
agradable. El suelo de madera crujió cuando Lot y yo entramos en ella. Le
observé, preguntándome absurdamente qué opinión le merecería un hogar como ese
a un hombre como él.
A poca distancia del pequeño recibidor, donde un espejo de
cuerpo entero nos devolvía el reflejo, la tarima estaba totalmente cubierta de
alfombras de estilo persa y esteras de bambú. Muchas tenían aspecto raído y
estaban remendadas con parches de otras alfombras y trozos de tela. No eran
nuevas, pero no me gustaba tirar nada. La casa en sí misma no era más que una
sala amplia que se estrechaba a un lado por el techo en buhardilla, y las
ventanas de la pared más alta filtraban la luz del exterior a través de la
celosía de madera que las cubría. Había pocos muebles, ninguna silla y estantes
colgados de las paredes, atiborrados de libros y objetos de todo tipo y
procedencia: figuritas artesanas de barro, madera y piedra, cajas de madera,
cedés que se apilaban aquí y allá y un equipo de música. El sofá no era más que
un montón de almohadones enormes cubiertos por fundas con motivos étnicos,
tirados en el suelo alrededor de una mesilla de cristal y patas de forja. Las
lámparas eran esferas de papeles de colores que colgaban en cada esquina e
iluminaban en tonos diferentes los cuatro vértices de la sala. Había telas
colgadas en las paredes como si se tratara de una jaima, produciendo una sensación algo caótica pero muy
cálida. La cocina estaba al fondo, al lado de una puerta cerrada que daba a mi
habitación. Era pequeña y compacta, con una estrecha barra americana que la
separaba del salón alfombrado.
Mi invitado caminó con los zapatos sobre las alfombras, que
apagaban (al fin) el sonido de las suelas. Se plantó en mitad de la estancia y
miró alrededor con interés.
—Era un gato, ¿verdad?
Esperaba otro tipo de comentario, algo sobre la casa, así
que me costó un poco reaccionar.
—Eh… sí. Un gato negro con una pata blanca.
—Oh. —Se quitó el abrigo y la chaqueta y los dejó sobre la
mesita, apoyando el bastón contra la pared. Luego se desabrochó los puños de la
camisa y empezó a doblar las mangas sobre sus codos. —Así que un gato con un
solo calcetín. ¿Tenía nombre?
Dejé la bolsa de la cámara en uno de los estantes y me dejé
caer sobre los cojines, suspirando con alivio. Mi respuesta brotó débil y
cansada.
—Supongo que sí.
Cerré los ojos un momento, aspirando el olor particular de
mi hogar. Me hundí lentamente entre los almohadones, estrujando uno contra mi
pecho para aplacar ese sentimiento de desamparo tan chungo que se estaba
cebando conmigo desde la escenita del puente. Entretanto, podía escuchar a Lot
Anders trajinando en la cocina: abría y cerraba cajones, revolvía entre los
cubiertos, hurgaba en la nevera, destapaba latas y botes.
—Espléndido —dijo, en un momento dado, como si hablara para
sí—. Siempre me había preguntado qué tal estaría a la brasileña.
—¿Qué brasileña? —murmuré, alzando la cabeza un poco.
Vi entonces que llevaba puesto, encima de la camisa y del
impecable pantalón de sastre, un delantal con el cuerpo de una tía en bragas
estampado en el frontal. Había encontrado las copas y tenía una botella de vino
debajo del brazo. Con la otra mano, había metido el sacacorchos en el tapón con
gran pericia. Al extraerlo, el corcho hizo “pop”, y una de las tetas del delantal quedó al descubierto.
—Necesitas un trago —declaró— y poner un cable en alguna
parte.
—¿Un cable? ¿Para qué?
Vertió el vino tinto en las copas y se me acercó,
tendiéndome la que había llenado a rebosar.
— Eso... creo que es mejor que lo hablemos más adelante.
Ahora podría darte un síncope, y te necesito para sobrevivir. —Le lancé una
mirada un poco dolida, pero cogí la copa y di un sorbo cauteloso. Él volvió a
dibujar una sonrisa seductora. —Entonces… así que fotógrafo, ¿eh? —Dio un
trago de su copa, levantándola de la base, y luego volvió a la cocina. —Yo me
dedico al espectáculo.
—Pensaba que también eras camello —dije, sin saber si podría
escucharme. Apenas me salía la voz del cuerpo—. O… no sé, proxeneta. Algo de
mafiosos.
—Hum… proxeneta. Me gusta, pero por ahora, no. —Mientras se
afanaba en lo que fuera que hacía, a veces desaparecía de mi campo de visión
tras la puerta de la nevera o al agacharse para coger algún objeto de los
armarios inferiores. Cerré los ojos.—En el mundo de la delincuencia, yo
pertenezco a esa clase a la que algunos llaman con muy poco romanticismo,
“estafadores”. A mí me gusta más el término “creativo”. ¿Esto es cayena?
—¿Eh?
—Deberías reorganizar las especias.
—Ah… sí, claro. O sea, que eres un estafador. —Abrí los ojos
y un olorcillo a salsa boloñesa llegó hasta mí, provocándome otra punzada en el
estómago. — Eso me inspira muchísima confianza.
—Detecto ironía, lo cual me alegra. Si no confías en un
estafador, demuestras que no eres tan estúpido como ellos se creen. —Sacó la
cuchara de la cacerola y se volvió hacia mí, levantando la ceja. —O eso espero.
Me mordí el labio y me erguí un poco, apoyándome en el codo.
Bebí un poco más de vino y dejé la copa en la mesa. Claro que no confiaba en un
maldito estafador, pero ¿acaso tenía algo más por el momento? Al fin, me atreví
a hacer una pregunta.
—¿Qué… qué era lo que hacía yo?
Lot no debió escucharme, porque no obtuve ninguna
contestación. Suspiré y me eché un poco hacia adelante, mirando el abrigo y la
chaqueta de mi invitado que estaban sobre la mesa. Aparté las prendas, con
cuidado para no arrugarlas. Estaban tan perfectas que me habría dado mucha pena
que les cayera una mancha o algo así. Luego agarré un espejito de mano que
había quedado sepultado debajo de unos cojines y me miré, comprobando que
estaba tan hecho un asco como sospechaba. Los mechones teñidos de rojo se me habían
desordenado por completo, dejando a la vista algunas partes a las que el tinte
no había llegado bien y aún permanecían totalmente blancas. Volvía a tener
ojeras, y seguía estando escuálido. Me peiné con los dedos y me toqué bajo los
ojos. «Menudo desastre, Alex», me reprendí. Los médicos me habían dicho que
tenía que cuidarme. Y yo quería cuidarme, quería cuidarme por encima de
cualquier cosa… sin embargo, no terminaba de levantar cabeza. Y menos ahora,
con todo esto.
Estaba pensando que debía tomarme mucho más en serio mi
salud cuando Lot salió de detrás de la barra, llevando una servilleta blanca
doblada en el brazo, dos platos con una montaña de pasta, la botella de vino,
su propia copa y cubiertos limpios. Parecía tener tanta pericia para hacer de camarero
como para hacer de cocinero y posar en las fotos. La salsa de tomate y carne
humeaba, el aroma delicioso se me filtraba hasta los pulmones y me hizo
salivar.
—Eso huele genial —dije, haciendo sitio en la mesa e
irguiéndome más como un pajarillo hambriento, que era más o menos lo que era en
ese momento.
—Sí, ¿verdad? Cuando estoy desnuda cocino mejor.
Lo dispuso todo sobre la mesa sin tirar nada, sin vacilar en
ningún movimiento. Luego se desató el delantal de las tetas y lo arrojó a un
lado. Observé sus movimientos, admirado, igual que la noche anterior en el
café.
—Menuda prác…
—Te dedicabas a la extorsión —soltó, tomando asiento con
naturalidad.
—…tica, ¿Qué? ¿Yo? ¿A la extorsión? —Me eché a reír,
recuperado del sobresalto inicial. Negué con la cabeza y agarré el tenedor,
atacando los spaghetti. —No creo. ¿En
serio?
Lot suspiró, como si estuviera hastiado por algún motivo.
—Mira, tengo que confesarte algo. —Se puso la servilleta
sobre las rodillas, mirándome con expresión lacónica. —Conmigo hay una única
norma: las cosas que salen de mi boca pueden ser verdad o mentira, y muchas
veces, ni siquiera yo lo sé. Así que, tú eliges lo que quieres creerte y lo que
no. Como ves, a pesar de ser un embustero, intento ser honesto.
Y después, me guiñó el ojo. Luego empezó a comer como si
nada, con buen apetito y sin mancharse ni siquiera los labios. Lo cierto es que
tenía algo de fascinante la forma en que hacía las cosas, desde caminar hasta
comer pasta. Había en sus ademanes ese glamour propio de las estrellas de cine de los años treinta y cuarenta que
hacía del acto de enrollar unos cuantos spaghetti en el tenedor toda una obra de arte.
—Pues vaya roto para un descosido —murmuré, obligándome a
masticar despacio.
Mi estómago parecía un pozo sin fondo. En serio. Un maldito
agujero. No importaba cuánto comiera, siempre tenía hambre.
—Si puedo elegir, prefiero ser el descosido.
—Supongo que roto es una palabra que me va muy bien ahora
mismo —comenté, mientras devoraba mi ración.
—Bonito detalle, gracias. ¿Vas a ser tan complaciente en
todo?
Me reí por lo bajo.
—Estas cosas no se eligen. Es cierto que estoy roto, es así.
Las desgracias vienen solas.
Lot se encogió de hombros y levantó el índice para remarcar
sus palabras.
—Quizá no se puedan elegir, pero al menos tenemos libertad
para escoger los matices. Ya sabes, como los piratas mancos. —Sonrió de nuevo,
malicioso. —Te puedes burlar de un manco. Pero burlarte de un tipo con un
garfio en lugar de una mano, es un poco más arriesgado, ¿entiendes?
Me eché a reír, tomando otro trago de vino. Él se rió
conmigo, escrutándome con sus ojos extraños, que aquí se veían aún más
naranjas.
—Ya… supongo que es cuestión de adaptarse.
—Exacto.
—Aunque si de verdad he sido un… —ni siquiera me atrevía a
pronunciarlo— debería pensar en irme de la ciudad. O del país.
Lot dejó de comer un momento para observarme fijamente, con
la media sonrisa perpetua. Me contemplaba con la misma atención que había
dedicado a la casa, a mi barrio y a los detalles del metro en el que habíamos
venido. Enrolló otro montón de pasta en el tenedor y dijo, con voz provocadora:
—¿Tienes miedo?
Negué firmemente… y mi firmeza desapareció. Luego moví la
cabeza afirmativamente.
—Creo que no quiero acordarme de nada —confesé.
Me limpié los labios con la servilleta y agaché la cabeza.
Sentí sus ojos rodando sobre mí. Luego bebió vino y se encogió de hombros con
indiferencia.
—Ese es uno de los detalles que sí puedes elegir, como los mancos con los garfios. Si
no quieres recordar, si eso te hace más fuerte o te permite soportar mejor las
cosas, es asunto tuyo. Pero la vida no es un lugar por el que ir con miedo.
Apreté los labios.
—No quiero problemas con nadie, Lot. En serio… yo…
—Y ese es uno de los detalles que no puedes elegir. Al menos, no siempre.
—No sé que he hecho para que quiera matarme nadie... supongo
que lo intentaron antes y no les salió bien... y es un asco… —añadí.
Me tendió su plato, donde aún quedaba pasta y salsa de carne
y tomate. Su sonrisa me reconfortó un poco (también la comida), hasta que
volvió a hablar.
—En cualquier caso, causas más problemas de los que tienes.
—¿Que yo los causo? —le señalé con el tenedor. Habría
saltado de indignación si no hubiera estado agotado—. Todo este lío ha
comenzado con tu notita, ¿sabes?
Lot alzó ambas manos, declarándose inocente mientras yo me
zampaba sus sobras.
—Ya te lo dije. No escribí esa nota por voluntad propia.
—Ya. Y eso puede ser cierto o no —dije después de tragar,
parafraseando sus palabras.
Él sonrió, con un brillo de diversión en la mirada.
—No voy a causarte problemas. Y esto puede ser cierto o no.
Pero al menos es algo que podrás comprobar.
Parpadeé, desviando la vista.
—Bueno, te he metido en mi casa y la cena está buena
—reconocí—. Eso ya es algo. Aún no me has matado ni has intentado comerme.
Lot estaba terminándose la copa de vino, y cuando dije
aquello, pareció regocijarse aún más. «Tal vez no es una mala persona o un
cabrón malvado, sino que, simplemente, todo le resulta divertido», pensé, al
ver su expresión. No estaba seguro de si eso era mejor o peor que ser un
cabronazo.
—Cuando haga efecto el veneno, te despiezaré —dijo, tras
dejar la copa vacía en la mesa—. Pero prometo no mancharte la alfombra.
Le miré de soslayo, sin mucho convencimiento.
—Da igual, si están muy viejas ya. —Miré los dos platos
vacíos con desazón. Luego dejé el tenedor, abracé un cojín y me hundí de nuevo
en la superficie mullida. Le observé por encima del almohadón. —¿Te obligaron a
escribirla? —pregunté, volviendo al asunto de la nota. Era muy fácil perderse
en divagaciones con aquel tipo.
—Al menos me dejaron elegir el contenido.
Bueno, eso explicaba muchas cosas. El anónimo que había
recibido tenía un aire misterioso y elegante, tal vez un poco provocador. En
ese momento no recordaba las palabras, ni tampoco ahora puedo hacerlo, pero
estoy seguro de que eso también formaba parte del truco. Le escruté a fondo,
tratando de averiguar sus motivaciones, de descubrir un poco mejor quién era.
—¿Por qué haces esto? —pregunté, al fin—. Al menos,
trabajando para alguna de esas dos… familias, como las has llamado antes, sólo
tendrías problemas con una. Ahora tienes problemas con las dos.
—No era exactamente así. —Volvió a llenar las copas y cruzó
las piernas. —Cuando tuve problemas con los Corleone, traté de escurrir el
bulto y los Tiziano me hicieron una oferta irrechazable: ser un agente doble.
Mis opciones no eran muchas. Si decía que no, iba a terminar mal en cualquier
caso, y los buenos chicos, los Tiziano, al menos me daban de comer.
—¿Los buenos chicos eran policías?
—Algo así. Una especie de grupo de inteligencia
independiente.
—¿Y ellos me buscan a mí por lo mismo? ¿Porque yo trabajaba
con los mafiosos, con los… Corleone?
—No, ellos te buscan por otro motivo. Quieren que te reformes
y que deshagas algunas cosas que hiciste en su día. Quieren que les ayudes a
joder a los mafiosos.
—¿He… he matado a alguien? —pregunté, con un súbito terror.
—¿Tú? —Lot se echó a reír—. No, por Dios. Es decir, mírate.
No das la planta. Bueno, no has sido un santo, pero tampoco un demonio, al
menos por lo poco que yo sé.
Fruncí el ceño y reflexioné un poco. Si podía creerme lo que
Lot Anders me estaba contando, entonces…
—No quiero ser eso. Lo que fuera. No quiero volver a hacer
lo que hacía —declaré, lleno de convicción. Luego bajé la voz—. Tenía que
haberme muerto, ¿sabes? Los médicos aún no se explican cómo sigo vivo. Y eso…
eso es una señal. Como una oportunidad, o algo así.
Para mi sorpresa, Lot asintió con la cabeza, tragando un
sorbo de vino. Luego nos quedamos un rato en silencio, yo pensando en todo
aquello, él mirándome con aire analítico y una expresión un poco más seria.
—En cuanto a tu pregunta, no sé por qué hago esto —se
encogió de hombros otra vez, alzando la ceja—. Porque estoy harto, supongo. Y
además, cuando Saul apareció en el puente, tú me tiraste de la manga para que
huyera. Y eso es más de lo que han hecho estos capullos por mí en toda mi vida.
Ni los Corleone, ni los Tiziano. —Luego dio otro trago y murmuró para sí: —Salvo
honrosas excepciones.
Me mordí el labio inferior.
—Estabas diciendo que iban a matarte —murmuré— y tú
intentabas advertirme, que me pusiera a salvo. Era lo mínimo que podía hacer.
Por educación, ¿no?
—No te esfuerces en disimular.
Me eché a reír, creyendo saber por dónde iban los tiros.
—Sí, me has pillado. Es por tu atractivo.
Lot se pasó la mano por el pelo y me dio el perfil bueno, en
un gesto muy teatral.
—Oh, bueno, estaba pensando en otra cosa, pero tu confesión
tiene más sentido, sin duda.
—¿Y cual es tu teoría? —pregunté, manteniendo la sonrisa.
— Que
eres demasiado buenazo como para permanecer impasible ante la inminente muerte
de un congénere. Sobre todo si sabe vestir.
—Es otra manera de decirlo, sí. Supongo que cualquiera
hubiera hecho lo mismo.
Esta vez fue Lot quien soltó una carcajada, como si le
hubiera contado un chiste buenísimo. Luego se palmeó la rodilla y me señaló con
dos dedos.
—Tienes futuro, chico.
—¿Estás siendo sarcástico?
—No, ahora no —aclaró, frunciendo después el ceño y haciendo
un gesto con la mano, quitándole importancia—. O sí, no lo he decidido.
Puse cara de circunstancias y me hundí más en los cojines.
Cocinaba bien, pero raro era un rato.
—Bueno, ¿sabes?, todo el tiempo que estoy viviendo es
regalado así que… que sea lo que Dios quiera. O quien quiera que esté ahí
arriba —resolví, volviendo la mirada hacia el techo un momento y suspirando
después, abrazado a mi cojín como un huerfanito. Lot meneó la cabeza y me lanzó
una mirada similar a la que ponen los adultos cuando escuchan a niños demasiado
mayores hablando de Papá Noel como si existiera. Una pregunta terrible se me
cruzó por la mente, y la formulé, llevado por el miedo—. ¿Voy a tener que irme
de aquí?
—¿Eh?
—De mi casa. ¿Voy a tener que irme de mi casa? Antes he
dicho eso de salir del país, pero la verdad es que no quiero irme a ninguna
parte.
Lot se tragó el resto del vino y se limpió los labios.
—Pues no te vayas. Si quieres saber mi opinión, creo que si
esos inútiles supieran dónde vives, no me habrían pedido que te escribiera.
—¿Y cómo lo sabías tú?
—No lo sabía —replicó, sonriendo. «Otra vez está pasándoselo
bien», me dije.
—Recibí tu nota. ¿Cómo me la enviaste si no lo sabías?
—Pues verás… me dijeron tu nombre e hice lo que los tipos
importantes no son capaces de hacer —dijo, irguiéndose y entrecerrando los
ojos.
—¿El qué? —susurré, incorporándome a medias también.
Esperaba que me revelase alguna clase de método fantástico,
profesional o inteligente para encontrar a alguien. Por el contrario, dijo:
—Miré una guía.
Mi estupefacción fue total. Alcé las cejas y luego me dejé
caer de nuevo en mi nido, riéndome con ganas.
—Es mentira. No pueden ser tan idiotas. —dije, entre risas.
—No se trata de idiotez, sino de recursos. Ellos no se toman
la molestia de hacer esas cosas. Son como… no sé. No se me ocurre ningún símil
ahora. Son muy buenos en lo suyo, pero no puedes sacarles de ahí.
—Pero puede que ahora sí lo hagan. Mirar una guía, ¿no?
—Claro, puede que ahora sí lo hagan. Pero ya no les servirá
de mucho.
—¿No? ¿Por qué?
—He hecho un arreglo en la guía.
—He hecho un arreglo en la guía.
Sonreí, agradecido, y me abracé de nuevo, acariciándome los
brazos a mí mismo.
—Vale. No quiero irme de aquí —murmuré de nuevo, mirándole
con candidez.
Llegados a este punto, debo decir que no soy idiota. No lo
soy ahora ni tampoco lo era entonces. Claro que sabía que todo eso era mentira.
Uno no puede hacer un arreglo en una guía en cuestión de horas, y además,
habíamos estado juntos todo ese tiempo. Era totalmente consciente de que sólo
estaba soltando embustes por su boca, pero él lo había dejado claro. Yo podía
elegir lo que quería creerme y lo que no. Y eso que estaba diciendo, eso quería
creérmelo. Lo deseaba con todo mi ser: estar a salvo, poder cuidar de mí. «Todo
irá bien, Alex», me decía a mí mismo. «Nadie te hará daño. No lo permitiremos.»
Aún no sabía por qué Lot había venido conmigo. No sabía qué
pretendía y no había logrado en aquel rato averiguar nada nuevo sobre él. De
todos modos, todo podía ser falso. En aquel momento se había puesto en pie y
estaba recogiendo los platos de la mesa. Se había quitado los zapatos y
caminaba sobre las alfombras mostrando los calcetines, negros pero con la punta
y el talón de color naranja intenso.
—Y… tú puedes dormir en el sofá —dije entonces, otorgándole
al fin mi permiso oficial para vivir en mi casa, al menos por un tiempo—. O en
la cama. A mi me da igual dormir aquí.
No supe si me había escuchado o no. Supuse que sí, porque al
dejar los platos en la cocina empezó a aflojarse la corbata con ademanes muy
masculinos y abrió la puerta de mi cuarto. Entró y husmeó un poco antes de
acercarse de nuevo al sofá para recoger el abrigo, la chaqueta y sus zapatos,
con la corbata desatada colgando a ambos lados del cuello.
—Me quedaré ahí.
Me sonrió con aire malicioso y cogió la botella de vino por
el camino, mientras se dirigía a mi
habitación y yo me preguntaba desde cuándo le iba ofreciendo mi cuarto a
desconocidos que me arruinaban la vida. Suspiré, sintiéndome tonto perdido. Lot
trasladó sus pertenencias a mi cuarto y después se plantó en la puerta, apoyado
en el marco. Empezó a desabrocharse la camisa. Luego me miró de arriba a abajo.
—¿Y tú? ¿Piensas quedarte ahí olfateando los cojines? —dijo,
con algo de desdén.
Arrugué el entrecejo, sorprendido.
—Pues… no sé. No tengo sueño aún… puede que me vista y salga
de marcha un rato —respondí estúpidamente. «¿De qué tienes miedo?», me decía a
mí mismo. «Te estás comportando como un bobo».
—Sí, seguro. ¿Con tus amigos imaginarios?
—Claro, con Campanilla y Peter Pan —repliqué, sin decidir
aún si valía la pena malgastar energías en sentirme molesto.
—Venga ya. No tienes amigos, eres amnésico.
—Muy listo.
—No hay que serlo para darse cuenta, no es que lo disimules
en absoluto. —Me alcé sobre los codos, mirándole con reproche, pero él se rió
entre dientes y luego volvió a sonreírme con la misma expresión canalla de
antes. —Cuando te canses de oler tapicerías, hay sitio para ti aquí dentro.
Pero si tardas en decidirte, quizá no quede vino. Yo no soy de los que esperan.
Abrí la boca, sin saber qué decir, notando cómo se me subían
los colores a las mejillas. En cualquier caso, Lot no me dio tiempo a
responder. Se llevó dos dedos a la sien a modo de despedida y volvió dentro,
cerrando la puerta tras de sí y dejándome ahí, pasmado, alucinando con todo lo
ocurrido.
. . .
Escena 2, toma tercera.
La
habitación del fotógrafo era tan étnica como el resto de su casa. Lot dejó los
zapatos a un lado, buscó algo parecido a una percha para colgar la chaqueta y
el abrigo y luego se subió al colchón con la botella de vino en la mano, dando
algunos saltos para comprobar la resistencia. Echó un vistazo, registrando todo
cuanto allí había. La mesita del rincón con el portátil cerrado encima, el
estante con libros, el armario, el baúl, las telas decorativas, la estrecha
ventana, la lamparita árabe. A continuación se dejó caer en la cama y apartó
los cojines y la colcha de lino, dando un trago al tinto y cogiendo el libro
que había en la mesilla. Mandalas.
Perfecto.
Aún no le
había dado tiempo a aburrirse y no había bebido más que tres tragos de la
botella cuando la puerta de la habitación se entreabrió y Alex asomó la nariz.
Tenía el rostro muy pálido, los rasgos juveniles y cándidos y aquel brillo
extraño, púrpura, al fondo de las pupilas, ahora mitigado. A pesar de que,
según sus informaciones, Alexander Seighin tenía veintiocho años, su manera de
expresarse y la inocencia de su semblante le hacían parecer más joven.
—¿No te
importa que duerma contigo? —murmuró el fotógrafo.
Lot se rió
por dentro. No sabía si aquel colega se había caído de un guindo o si es
que intentaba jugar a alguna clase
de juego con él, pero el caso es que le divertía. Era estimulante y novedoso, y
una fantástica aventura para terminar. Esbozó una sonrisa ancha y provocativa.
—Pues
depende —ronroneó.
El chico
entró y cerró a su espalda con cautela, como si temiera hacer ruido. Parecía
dudar.
—¿De qué?
Lot dejó el
libro y rodó un poco hacia un lado estudiadamente. Se apoyó sobre el codo,
mostrando la camisa abierta hasta el ombligo y componiendo una postura que
parecía natural pero estaba medida hasta el último detalle.
—De la
situación en la que te duermas.
Se lamió los
labios y sonrió de nuevo. Vio el destello al fondo de las pupilas del fotógrafo
y el rubor en sus mejillas. Sí, esas cosas eran su especialidad. Sabía lo bien
que le quedaban los pantalones de pinza. Sabía que la piel bajo la tela de la
camisa abierta mostraba los músculos fibrosos y definidos lo suficiente como
para despertar curiosidad sobre su tacto. Sabía que era guapo, seductor e
irresistible. Y había sabido, desde que llegaron al metro, que aquella noche se
iba a follar a Alexander Seighin con toda probabilidad.
—La… la
verdad es que no tengo sueño —admitió Alex.
Lot sonrió
triunfalmente. «Pues claro que no tienes sueño. Y menos que vas a tener». Ya
estaba hecho, lo había conseguido. Y en un tiempo récord.
Lamentó no
tener cerca un espejo para besarse a sí mismo.
. . .
Realmente los es un manipulador y mentiroso ...lo has cortado en la mejor parte,,, sino más recuerdo a lot le gusta mucho el sexo... Así mantendrá bastante ocupado a alex jajajajajajaja .....
ResponderEliminarjijiji :D sí que le gusta, sí. En esta historia nos vamos a acabar cansando de escenas guarras, ya veréis. Aunque bueno, de eso creo que no se cansa nadie.
ResponderEliminarja! el que escupe pa arriba , en la cara le cae, vamos a ver quien termina besando su propio reflejo en el espejo....alex de cabello blanco ojos violetas... que buena combinacion con el oscuro de lot... quienes son??? trabajan para ambos bandos ... resistencia y demonios ??? interesante, muy interesante...
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