jueves, 7 de febrero de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 2



Escena 2, toma primera.


Al día siguiente, a eso de las cinco, salí de casa otra vez. Llevaba el trípode bajo el brazo y la bolsa con la cámara colgando del hombro, una cinta verde en el pelo para que no me estorbara en los ojos y, esta vez, una chaqueta vaquera. No pensaba quedarme congelado otra vez. Tomé el metro hasta el centro y después el autobús, siguiendo las indicaciones que yo mismo me había escrito tras consultar los mapas. Le pregunté al conductor por la parada más cercana al puente, pero me bajé un poco antes para dar una vuelta y familiarizarme con el lugar.

Estaba un poco nervioso. A eso de las siete menos cuarto, el sol aún no se había puesto, pero ya empezaba a bajar en el cielo. Había una luz preciosa allí, de color ocre, salmón, dorado y rojizo. Se reflejaba en los vidrios de los faroles de hierro negro y en los pulidos adoquines de las calles, que formaban semicírculos. Era el empedrado original de la ciudad, y las fachadas también parecían conservar esa atemporalidad de todo lo antiguo. Las casas eran antiguas, tenían verjas y rejas de forja y balcones, algunos de ellos con plantas. Había acroteras, bustos, balaustradas y zócalos medio escondidos en todas las fachadas de piedra. Yo ya se lo había dicho el día anterior a Lot Anders: el Barrio Viejo tenía mucho encanto. Pero lo había hecho de un modo reflejo, porque la verdad es que no me acordaba. Entonces, mientras callejeaba por la zona, me di cuenta de que había acertado. Era un sitio genial. También me di cuenta de que caminar por la ciudad con el MP3 a todo volumen la envolvía en un hechizo diferente, la hacía distinta, más hermosa en cierto modo. Embriagado y emocionado, flotando en medio de la ensoñación nostálgica a la que me transportaba la voz de Ella Fitzgerald, que cantaba sobre lo mucho que había llovido en su vida, el tiempo parecía disolverse. Pero bueno, solo lo parecía. Cuando miré el reloj, vi que iba a llegar tarde y que no tenía ni idea de dónde demonios estaba.

Encontré, gracias al cielo, una indicación atornillada en una esquina y la seguí. Crucé a través de una calle estrechísima en la que dos edificios se inclinaban el uno hacia el otro, con las ventanas mirándose como ojos curiosos. Algunos lugares me sonaban. Había sitios que recordaba vagamente, como si los hubiera contemplado tiempo atrás a través de un objetivo… y al mismo tiempo, como si hubiera posado en ellos. Era extraño y melancólico. Una rara tristeza empezó a pesarme en los hombros. Y entonces, un balón de gomaespuma me golpeó en el brazo.

Agarré la pelota con fastidio y miré alrededor, buscando a sus dueños. Un grupo de chavales salió a mi encuentro, apenas tenían más de siete u ocho años. Sonreí al verles. Se mostraron curiosos acerca del trípode, me preguntaron si era un francotirador y tuve que explicarles que sólo disparaba fotos.

—Por ese camino está cortado —dijo uno de ellos cuando les devolví el balón—. ¿Hacia donde quieres ir?

—Voy al Puente de las Hermanas —expliqué—. ¿No se puede cruzar andando?

—No, por ahí no. Tienes que ir hacia allá y luego entrar en el primer túnel a la izquierda.

Le di las gracias y les di unos chicles que llevaba en el bolsillo. Ellos sonrieron, con los dientes mellados y las mejillas llenas de pecas. Luego se marcharon en otra dirección. Siguiendo sus indicaciones, no tardé en llegar a una vieja plaza. La dominaba un parque con árboles de hojas rojizas y castañas, dispuestos en círculo alrededor de un quiosco para los músicos con escaleras de piedra, hecho de metal entrelazado en color verde oscuro. El techo y los arcos estaban cubiertos de hiedra. Alrededor del parque, las filas de casas estaban separadas por callejones en arco, túneles de medio cañón en cuyos muros se entreveían inscripciones de color rojo. Dos de ellos eran oscuros y estaban iluminados por dentro con faroles, pero el otro era corto, apenas un arco ancho, y al otro lado se abría un espacio despejado. Y allí estaba el puente.

La visión de la plaza me provocó un inexplicable escalofrío, pero me obligué a prestar atención a lo que me había traído allí. Me puse los auriculares otra vez y apreté el paso, rumbo al lugar de la cita. Atravesé el túnel y pronto les vi. Y estaban de frente, por lo que deduje que había llegado por el camino correcto.

Había un tipo alto con un abrigo largo, un chaval joven y rubio, de aspecto afeminado y enfermizo, la chica del pelo rosa y mi cliente, Lot Anders. De nuevo se encontraba impecablemente vestido, con un traje negro a rayas blancas y finas, zapatos negros y rojos, corbata roja y chaleco con botones oscuros. Llevaba el bastón en una mano y la otra metida en el bolsillo, y en cuanto me vio, avanzó hacia mi y me saludó con una media sonrisa y un brillo ávido en los ojos.

—Antiguamente, esta ciudad estaba surcada por un río —me dijo, a modo de bienvenida, mientras le tendía la mano y él la estrechaba—. Hoy el puente al menos sirve para que el tráfico pase por debajo y no nos joda el casco antiguo. ¿Qué tal has llegado?

—Disculpa el retraso… me he perdido un poco —respondí, devolviéndole el apretón con una sonrisa de circunstancias.

Los demás me miraban, allí en el puente. Lot me puso la mano en el hombro y me llevó hacia ellos. El chico joven parecía asustado o sorprendido, la chica del pelo rosa estaba muy sonriente, y el hombre maduro, que tenía el pelo por los hombros y un abrigo largo pese a la época del año, parecía estar perdido en sus pensamientos. Al acercarnos, todos dirigieron la mirada hacia mí.

—Sí que vienes preparado —me dijo Lot, dando una palmadita al trípode—. Ah, estos son los demás—indicó, haciendo un gesto vago con la mano.

—Hola —saludé—. He traído de todo, por si queréis algo especial. Este barrio es increíble, seguro que salen cosas interesantes.

—¡Es genial que hayas venido! —exclamó la chica de rosa, acercándose impetuosamente y empujando a Lot para apartarle de mí y cogerme del brazo—. ¿Nos vas a hacer las fotos tú? Ellos dos son muy tímidos, no quieren salir.

Yo asentí, algo sorprendido por su entusiasmo.

—Bueno, el cliente manda, así que haré fotos de quien me digáis.

—En realidad, no tenemos ninguna idea previa —aclaró Lot, colocándose al otro lado para evitar los efusivos arranques de su compañera, a la que lanzó una mirada dura—. Puedes hacer lo que te parezca que va a quedar bien. Como si quieres fotografiar solo el escenario.

—Vale —dije, echando un vistazo alrededor y tratando de hacerme con el control de la situación mientras colocaba el trípode y abría la bolsa de la cámara. El lugar estaba desierto y la luz era hermosa—. Podemos hacer unas cuantas aquí y después sacar algunas más en la plaza de ahí detrás. Con las farolas encendidas debe ser realmente preciosa.

—Donde quieras —dijo la chica de rosa. Luego me guiñó el ojo varias veces, con simpatía—. Puedes hacerles unos cuantos robados a los sosos del fondo.

Le devolví el gesto, feliz de que hubiera alguien con buen carácter en aquel extraño grupo. Lot no parecía de muy buen humor, no dejaba de lanzar miradas severas a unos y a otros cuando pensaba que no me daba cuenta.

—Dadme dos minutos para prepararlo todo y nos ponemos manos a la obra.

—¡Genial! —exclamó ella alegremente.

Con un gesto afectuoso, se agarró del brazo de Lot, que se la quitó de encima con desprecio contenido y mirando hacia otra parte.

—Tómate tu tiempo —me dijo él.

Asentí y fingí no prestarle atención mientras disponía los instrumentos con menos precisión de la que quisiera. Comprobé que me observaba durante unos segundos. Después, sacó un puro y se marchó hacia el puente para reunirse con los demás, seguido por la chica del pelo rosa. Me pregunté si era su novia o algo así. Ella parecía muy joven. Pero él tenía pinta de proxeneta, o de pervertido. Tal vez no fuera tan descabellado.

Escogí la lente adecuada según el manual que me había leído la noche anterior y la encajé en el cuerpo voluminoso de la cámara. Era un artilugio digital y pesado, con muchas opciones, que no me hacía sentir del todo cómodo. Guardé el MP3 apagado en la bolsa y me pasé la cinta de la cámara por el cuello, sujetándola después con toda la profesionalidad que fui capaz de fingir y miré a mis clientes.

«Vamos allá, Alex», me dije, armándome de valor.

—Bueno, vamos a empezar —anuncié, con voz vacilante—. Los que no queráis salir, poneos detrás de mí y… um… bueno, los demás colocaos en la balaustrada e imaginaos que sois superfamosos, y que hay miles de fans queriendo ver estas fotos y… pues… poned cara de interesantes.

Había dado las indicaciones con menos precisión que un mono jugando a Operación, pero aun así, la reacción de mis clientes fue casi automática. El tipo más alto, el del pelo castaño por los hombros, se quedó tal como estaba, mirando al infinito con nostalgia. El muchacho de aspecto enfermizo desvió sus ojos asustados hacia mí y miró a la cámara con expresión de gacela atropellada. La del pelo rosa, sonrió e hizo el signo de la victoria con dos dedos. Lot se limitó a girar el rostro un ápice y a hacer algunos movimientos sutiles, pero no le costó nada componer una pose totalmente fotogénica. Y como no podía ser de otro modo, lo de poner cara de interesante se le daba de maravilla. Lo cierto es que, por separado, podían haber sido fotos bastante interesantes, pero los cuatro en conjunto componían un cuadro bastante… no sé como decirlo. Creo que la palabra es grotesco. El guaperas que sabía posar dándome el lado bueno como si aquello fuera su reportaje personal, el otro guaperas con la mirada perdida como un gótico, el chico joven con rostro de necesidad y la muchacha saludando a cámara como una turista. No había por donde cogerlo, pero aun así, empecé a pulsar el disparador, intentando indicarles para que ese desastre se convirtiera, poco a poco, en algo más homogéneo. No parecían un grupo en absoluto. Esta impresión se hizo más fuerte cuando empecé a captar cada vez con más frecuencia las miradas hostiles que se lanzaban. A través del objetivo sorprendí en dos ocasiones expresiones asesinas de parte de mi cliente, Lot Anders, hacia su compañero el gótico, es decir, el alto del abrigo. La chica del pelo rosa parecía tratar de conciliar. Y el otro estaba asustado todo el tiempo.

Por mucho que lo intenté, entre la tensión que reinaba en el grupo y mi falta de práctica con esos trastos pese a ser fotógrafo profesional, no conseguí gran cosa. No me atreví a revisar los resultados en ese momento por miedo a descubrir que habían salido fatal, pues ya se había puesto el sol. Así que les hice un gesto con la mano y coloqué el trípode que no había utilizado a un lado.

—Ahora, si vais caminando hacia la plaza, os sacaré algunas fotos.

—¡Genial! —respondió la chica de rosa.

Nadie más dijo una sola palabra. El hombre del abrigo empujó al muchachito para que fuera delante y él y la chica se colocaron a ambos lados de Lot cuando empezaron a andar. Al principio pensé que iba en el centro porque era el líder del grupo, pero luego tuve la sensación de que eso parecía más bien una escolta policial. La tensión se hacía cada vez más pesada. Mi cliente no había vuelto a sonreír y ya ni siquiera posaba. El flash resonaba y destellaba en el túnel cuando comenzaron a cruzarlo en silencio, y los chasquidos del obturador al abrirse y cerrarse y el zoom del objetivo acompañaban el eco de sus pasos sobre los adoquines. Cuando llegaron a la plaza me detuve, presa del desánimo. Bajé la cámara y les miré con expresión de circunstancias. Los problemas que tuvieran entre ellos no me importaban lo más mínimo, pero la situación me hacía sentir lo bastante incómodo como para que las ganas de volver a casa se antepusieran a las necesidades económicas.

—Si… si no es buen momento podemos quedar cualquier otro día —aventuré, colocando la tapa de plástico sobre el objetivo—. Creo que no estáis del todo a gusto.

—Eso es cierto. —El que habló fue el hombre del abrigo. Era la primera vez que abría la boca y su voz era suave, pero llena de autoridad.—No estamos del todo a gusto.

—No voy a cobraros más ni nada de eso por hacerlo otro día —agregué, tratando de salvar mi acuerdo. Me pregunté si no debería haber firmado un contrato—. O no hacerlo en absoluto. En ese caso, no os cobraría nada.

El silencio se hizo espeso. Me aparté un mechón de pelo de la cara y lo recogí bajo la cinta de tela, sin saber muy bien qué hacer. Lot se había dado la vuelta y miraba hacia el puente y los demás me estaban ignorando de un modo que no sabía si me preocupaba más de lo que me asustaba, o me cabreaba más que ambas cosas. Cuando mi cliente se dio la vuelta, su rostro se había demudado en una máscara de rabia contenida. Tenía la mandíbula tensa y los ojos le echaban chispas, aunque su modo de hablar y de moverse fue tan natural y elegante como siempre.

—No te preocupes —me dijo mientras se ajustaba la corbata—. Las fotos saldrán mejor sin mí.

Luego tiró el puro al suelo y lo aplastó con el zapato, dejando una marca oscura en los adoquines. Sacó un fajo de billetes del interior de la chaqueta y me los tendió.

—No, no. Creo que es mejor que lo dejemos aquí, y ya me dirás si quieres más fotos o no— le dije, rechazando el montón de dinero con un gesto. Eran de cien, y había más de lo acordado. Ver tanta pasta me asustó tanto o más que la actitud de aquellos tipos—. No es necesario. Mejor me vuelvo a casa.

—Cógelo —insistió Lot, con la voz de quien no está acostumbrado a insistir ni tiene paciencia para ello.

—Déjalo, en serio. Ni siquiera he revelado las fotos, y no he hecho prácticamente nada.

—Escúchame. Las cosas no son lo que parecen. Te quieren quitar de en medio. Desde todos lados. Así que coge esto y sal corriendo.

Cuando dijo eso me quedé mirándole, incrédulo. Tras él, en el puente, la chica estaba delante del hombre alto y del muchachito tísico, hablando con ellos como si quisiera convencerles de algo. Ellos dos miraban en nuestra dirección. El chavalito no me daba ningún miedo, pero el alto… el alto era harina de otro costal. Sin embargo, recordé lo que había pasado la noche anterior y miré a los ojos a mi interlocutor. Ahora parecían naranjas. Muy naranjas.

—Estás de broma, ¿no? —Sonreí. Tenía que ser eso.

Él me devolvió la sonrisa y fingió reírse, volviéndose un momento hacia atrás como para indicar a los del fondo que todo iba bien. Luego me habló entre dientes, sin borrar la sonrisa.

—Eso es, que no lo noten. —Me puso los billetes en la mano como pudo. Cuando me tocó, de nuevo su contacto me resultó cálido y sólido, muy real. —Me van a matar por esto, pero en fin. Un sudamericano dijo algo sobre que vale más morir de pie que vivir arrodillado. Por mi parte, siempre he preferido vivir de pie. O sentado. O tumbado, no diré que no… y lo de arrodillarse tampoco está mal a veces, si merece la pena lo que va a quedar a la altura de tu cara.

—¿Qué estás diciendo? —murmuré. 

A pesar de su consejo, mi sonrisa había desaparecido. Agarré los billetes, cerrando los dedos sobre el papel hasta arrugarlos por completo.

—¡Lot!

La chica de rosa se había dado la vuelta y gritaba a mi cliente. Al extremo del puente, el chico del uniforme escolar avanzaba hacia nosotros. Caminaba despacio, con los ojos muy brillantes fijos en mí. Supe que era un depredador y que iba a matarme. Y la verdad es que eso me tranquilizó, porque ahora mi pánico tenía un sentido, y tenía todo el derecho del mundo a estar acojonado.

—No era una broma… —murmuré, más para mí mismo, mirando de nuevo al hombre del traje que tenía delante—. No era una broma.

—Ve por el túnel del centro.

—¡Lot! —volvió a gritar la chica de rosa—. ¡Maldita sea!

Pasaron a nuestro lado, a todo correr. Sólo ella se volvió para mirarnos desde el fondo del corredor, sacudió la cabeza con frustración y siguió su camino. Yo me había quedado como paralizado, sin saber qué hacer, a punto de atrapar algo en mi mente, un recuerdo, la comprensión de algún misterio. Lot Anders, si es que en realidad ése era su nombre, se estaba sacudiendo la chaqueta y ajustándose los gemelos, como si se preparase para recoger a su novia o algo así. No parecía nervioso ni asustado, aunque estaba mortalmente serio.

—Vámonos… —dije, instintivamente, tirándole de la manga.

—Cuando esto acabe, iré al quiosco de los músicos, en el parque. —Esbozó una sonrisa llena de humor. —No tienes por qué estar allí. Nada te obliga.

—No… no deberías qued… —me interrumpí, al ver que lo que tenía en la otra mano ya no eran billetes. Eran fotografías. Eran las fotografías que había tomado esa misma tarde. Aquello no tenía ningún sentido. El maldito niño psicópata llamado Saul estaba cada vez más cerca y había apretado el paso, y entonces una rabia irracional me creció desde el estómago y se mezcló con mi miedo. «Que les jodan a todos, Alex», me dije. Apreté los dientes y le solté la manga, que tenía aferrada con dos dedos como si fuera una pinza. —No sé qué coño pasa, pero ten cuidado.

Me guiñó el ojo y se dio la vuelta. Se metió una mano en el bolsillo y luego golpeó la punta del bastón contra el suelo, haciendo que rebotara y sujetándolo de la empuñadura. Lo hizo girar como un molinillo una sola vez, antes de echar a andar hacia Saul, tranquilo y elegante como un caballero de los años veinte. Los ojos del crío relumbraron, rabiosos.

Y entonces me di la vuelta y salí corriendo. Golpeé el trípode en mi huida, que se cayó al suelo. Sonó a cosas quebradas y a piezas saltando por los aires. No miré hacia atrás y simplemente corrí como un loco, dejándome dominar por el pánico y sintiéndome bastante aliviado de poder hacerlo de una vez por todas.


. . .


Escena 2, toma segunda.


La huida fue una verdadera locura. Recuerdo atravesar los túneles como si me estuviera persiguiendo el infierno entero, con la bolsa de la cámara bamboleándose contra mi costado, la chaqueta vaquera dándome demasiado calor y las deportivas rechinando sobre las piedras del suelo. De vez en cuando miraba las fotos arrugadas que llevaba en la mano mientras mi mente me gritaba que eso no podía ser, era imposible, imposible, totalmente imposible. Pronto empezaron a resonar golpes en mi cabeza, como si algo metálico retumbara dentro. Las luces de los túneles se volvieron borrosas y las frases en latín parecían susurrarse a sí mismas, hablarme al oído. «El juez es condenado cuando el culpable es absuelto», decía una.

—¿Qué está pasando? —gimoteé, cerrando los ojos y sujetándome a la esquina un momento antes de salir a la plaza y seguir corriendo—. No era una broma… no era una broma…

Estuve maldiciendo todo lo maldecible durante un buen rato hasta que llegué de nuevo a la plaza. Me apoyé en el quiosco, con el corazón retumbándome y las piernas temblando. Sentía pinchazos en el pecho, los pulmones y el costado. Aún estaba débil para hacer esfuerzos de ese tipo, el aliento me faltaba y la garganta me ardía. Incliné el torso hacia adelante, resollando con dificultad. Cuando hube recuperado un poco el aliento, lo suficiente para no estar mareado, coloqué la espalda contra una de las columnas y miré hacia el túnel, aterrorizado.

—Maldito Lot… más te vale volver y…

Me puse las manos en las sienes, respirando hondo. Tenía que relajarme. Esto no podía ser más que un sueño esquizoide o algún maldito efecto secundario de la medicación. Los doctores me habían advertido, ¿no? No lo recordaba. Las cosas mejoraron cuando me di cuenta de que lo que retumbaba en mi cabeza era el propio latido de mi corazón.

—Despiértate, Alex. Despiértate —me repetía.

La plaza estaba vacía. El viento hacía susurrar las hojas de los árboles. Y ahí estaba yo, como un idiota, asustado y encogido detrás de uno de los muros del quiosco, preguntándome si el niño psicópata habría matado a Lot, si me encontraría después de haber acabado con él, preguntándome muchas cosas de las que no quería saber la respuesta. Al final, me quedé callado, con la cabeza hundida entre las manos.

Y entonces se oyeron los pasos. Era el golpeteo rítmico, tranquilo, de unas suelas de poliuretano que se acercaban. Alcé la cabeza. Seguramente parecía un cervatillo asustado cuando me asomé por un arco del cenador para comprobar quién venía y decidir si debía echar a correr otra vez o no. Los pasos se volvieron sordos cuando entraron en la zona arenosa que daba paso a la glorieta del quiosco en el que me escondía. Me guardé las fotos en el bolsillo del pantalón y esperé a que la silueta pasara bajo la luz de una farola. El haz amarillento iluminó primero unos zapatos elegantes. Luego el bajo de unos pantalones de traje sastre con finas rayas blancas y el bastón que se balanceaba. La chaqueta abierta, el chaleco negro, la corbata roja. Recuerdo que me sentí aliviado. Dejé escapar el aire de los pulmones y me dejé caer de nuevo sentado en el suelo, alzando el rostro.

Lot Anders se acercó parsimoniosamente. No parecía tener ninguna prisa, el condenado. Se había despeinado un poco, un par de mechones de pelo negro colgaban sobre su frente, brillantes de fijador. Me pasé la mano por la cara y cuando la aparté estaba delante mía, algo inclinado, ofreciéndome uno de esos cigarros aromáticos. Lo agarré con brusquedad, presa de una repentina rabia.

—¿Alguien piensa explicarme qué coño está pasando? —exclamé. El cigarro me temblaba entre los dedos. Acto seguido me arrepentí, negando con la cabeza—. No, no. Mejor me vuelvo a casa. Mejor me olvido de esta mierda. Estáis todos chalados. Esto no tiene nada que ver conmigo.

Lot abrió la boca, como si fuera a decir algo. Aterrado y furioso, me llevé el dedo a los labios y le chisté. Él alzó las cejas y reprimió media sonrisa.

—En todo caso, explicar las cosas tampoco es mi trabajo —resolvió, encogiéndose de hombros.

Se encendió un pitillo y me acercó el mechero de gasolina. Se lo arrebaté para encender el mío yo solito, cosa de la que era muy capaz aunque me temblaran las manos. Me embutí una calada larga y rápida en los pulmones, volviendo a maldecir a todo el mundo durante un rato. El humo me abrasó el esófago. Me puse en pie mientras tosía, colocándome bien la bolsa de la cámara. Mis pies vacilaron un momento, aún tenía las rodillas flojas.

—Vale, yo me largo —anuncié.

El tipo abrió los dedos, mostrándome las manos vacías.

—¿Me devuelves el mechero?

Le miré. El tío estaba algo ojeroso, y un poco pálido, a decir verdad. Pero tal vez era efecto de las farolas. Sentí un absurdo consuelo al pensar que estaba bien, que se había librado de lo que fuera. «Qué coño, Alex. ¿Es que acaso importaba? Ni siquiera tenías que haberle esperado. Debiste huir. Huir a un lugar seguro. Volver a casa», me dijo mi parte cabreada.

Le di el mechero y me puse en camino a buen paso. Quería dejar todo eso atrás. «No tenías que haber hecho caso a aquel anónimo. No tenías que haber ido al antro de los locos ayer, ni tenías que haber venido hoy al puente. ¿En qué estabas pensando? Estabas bien, Alex. Estabas bien. Ibas a recuperarte.»

—No me sigas —escupí.

Normalmente, yo no hablaba así. Normalmente, no me comportaba así. Yo era un chico dulce y tranquilo, pero esa pandilla de cabrones me estaba poniendo al límite.

—Tú solo no tienes nada que hacer —respondió Lot, unos pasos por detrás de mí. Las suelas de sus zapatos repiqueteaban, haciendo el contrapunto a mis zapatillas silenciosas y creando un ritmo sincopado que me ponía de los nervios sin razón—. Y admitámoslo, yo tampoco voy a poder sobrevivir por mi cuenta. Ahora ya no. Nos encontrarán y nos matarán a los dos. O quizá nos hagan cosas peores que eso.

Miré por encima de mi hombro. Le vi poniéndose un largo abrigo negro que no sabía de donde demonios había sacado y calzándose un par de guantes de piel.

—No sé de qué me estás hablando. Puedo sobrevivir solo perfectamente, lo he hecho hasta ahora. —Apreté el paso. ¿Por qué no me dejaba en paz? —Yo no tengo nada que ver con esto.

—Es gracioso que digas eso. El que realmente no tiene nada que ver soy yo. —Me agarró del brazo con suavidad y me hizo girar hacia una bocacalle—. Por aquí.

Su contacto, su forma tan tranquila de hablar, que se atreviera a guiarme para volver a mi propia casa, eso ya era el colmo. Me sacudí su mano y me volví hacia él, dominado por una ira que no recordaba haber sentido hasta entonces (lo cual no era relevante, dado que era amnésico).

—¡Pues lárgate! ¡Déjame en paz! —me alejé dos pasos de él, frotándome el brazo. No es que me hubiera hecho daño, pero me sentía agredido de algún modo—. ¡Todo iba bien hasta que apareciste!

Lot elevó los ojos hacia el cielo e hizo un gesto con los dedos, como si estuviera enrollando algo entre ellos.

—Eso es, sigue. —Dio una calada al cigarro con indiferencia. —Desahógate.

—¡Nadie te ha pedido ayuda! —grité. Tenía ganas de golpearle. De pronto, toda esa rabia se diluyó en una gran desazón y me sentí el ser más desgraciado del mundo entero. ¿Por qué? ¿Por qué me pasaba esto?—. Solo… solo quiero estar tranquilo. ¿Es tanto pedir?

En ese momento me di cuenta de que Lot Anders no tenía corazón. Yo estaba hecho polvo y sólo quería que me dejaran en paz. Y él me miraba como si no se creyera una palabra, como si yo no le diera pena en absoluto. A veces alzaba las cejas, intentando entender por qué me lo tomaba tan mal. Sí, entonces me di cuenta de que era un cabronazo.

—Yo puedo ser muy discreto. Y sé hacer mis cosas en el lugar adecuado. Ni te enterarás de que estoy ahí.

Me di la vuelta, incrédulo, y seguí caminando, rodeándome con los brazos para abrazarme a mí mismo. Habían estado a punto de matarme, y ahora él quería… no sabía exactamente lo que quería. Venir conmigo. Meterse en mi casa. En mi casa.

—Solo quiero cuidarme… me vas a traer problemas… no quiero problemas —balbuceé, consciente de que había perdido la batalla—, quiero estar tranquilo, por favor…

—Esto no va a ser fácil para ninguno de los dos —dijo él, aunque el tono de su voz no parecía indicar que le resultara difícil nada. «Cabrón. Es un aprovechado», pensé. —De todas formas, te haré un resumen para que lo entiendas. ¿Has visto El padrino?

Negué con la cabeza y me detuve, tratando de recordar por dónde había venido y de reconocer el lugar donde estaba. Sólo quería volver a mi sofá. A mi habitación. La mano de Lot me tocó en el brazo y me empujó con sutileza hacia la calle de la derecha. Me dejé llevar, como si no tuviera otra opción, y enfilé hacia donde me indicaba.

—Pues imagínate que hay dos familias —continuó Lot, fumando tranquilamente—. Los Corleone y los… Tiziano, por ejemplo. Son dos familias enfrentadas. Luego hay otra más, pero esa es una familia de inútiles y no nos interesa en absoluto.

»Bien, yo trabajaba para los Corleone, pero rompí las reglas y me metí en problemas. Así que se me ocurrió buscar protección con los Tiziano. En cuanto a ti, debiste hacer algo que molestó mucho a los Corleone. Pero en tu caso es igual, porque los Tiziano también quieren liártela. Y yo estoy harto de trabajar para todos ellos. Que se las arreglen con otro. Antes he tenido que decirte algunas mentirijillas, pero espero que comprendas las circunstancias; no tenía mucha elección.

—Joder… he sido un camello, seguro —murmuré, desolado—. ¿Qué clase de…? Yo soy fotógrafo, ya no soy nada más. Si alguna vez he sido eso, ¿qué más les da? ¿Por qué no me dejan en paz?

—No, si yo te entiendo. Gira a la izquierda en la siguiente. Eso es.

Obedecí. Y me paré en seco otra vez.

—¿Dónde estamos yendo?

—A tu casa.

Lot esbozó una media sonrisa seductora. No me sedujo en absoluto, pero me ayudó a relajarme, esa es la verdad. Seguí caminando, sin entender por qué le creía. Tal vez debería empujarle a la carretera o tirarle a las vías del metro. Por un momento me pareció buena idea, pero al siguiente me escandalicé de mí mismo.

—No recuerdo el camino —murmuré.

—No te preocupes, lo encontraremos. Estamos dando un pequeño rodeo para despistarles. ¿Tienes hambre?

—Sí. Muchísima.

—Yo también.

Alzó la ceja, mirándome de reojo con una intención que no comprendí.

—Debería hacer más caso a los médicos —reflexioné en alto, apartando la vista—. No sé para qué salgo de casa.

—A los médicos hay que hacerles caso siempre, menos cuando te dicen que vas a morir dentro de cuatro meses. Entonces es mejor desobedecerles. —Habíamos llegado a una calle más ancha, aún dentro del barrio viejo. Allí había una parada de metro que no reconocí, con una marquesina muy decorada y barandillas de forja. Se parecía a algunas entradas al suburbano de París que había visto en las revistas de fotografía que había por casa. Lot se adelantó un poco, sin apagar el cigarrillo mientras bajaba las escaleras. —¿Dónde vives?

—En… en la antigua zona industrial del ensanche. La zona este. —Le seguí. El interior de la parada estaba bien iluminado y había bancos de madera. Todo parecía antiguo y bien conservado. Había un mapeado de las líneas de tren subterráneo hecho con baldosines pintados y un cartel que especificaba el nombre de esa parada. Aunque lo leí, lo olvidé al instante. —Me mandaste un anónimo, ¿no?

—No fue por mi voluntad —admitió él, sentándose en el banco de madera con una pose que me recordó a Oscar Wilde. Yo me dejé caer a su lado, bastante destrozado y con el estómago doliéndome de hambre. Seguro que mi aspecto era, por contraste, aún más lastimoso a su lado. —Esta gente no sabe hacer nada por sí sola.

—¿Los mafiosos? —pregunté, débilmente.

—Sí. —Lot señaló hacia un lado con el bastón. —Aquí vendría bien una máquina de chocolatinas, ¿no crees?

Me quedé mirándole, atónito. Sí, el señor Anders era un ser de lo más empático. No parecía darle la menor importancia a nada. Me pasé las manos por el rostro. «Esto es de locos», pensé. La perspectiva de meterle en mi piso aún me desagradaba, pero al menos ya no sentía deseos de asesinarle.

—Tengo comida en casa —dije, resignado—. ¿Te gustan las hamburguesas?

Me miró de soslayo.

—Depende.

—¿De qué?

—De si te refieres a un montón de carne de origen dudoso, picada y cocinada a la plancha, o a una chica alemana con grandes pechos, a ser posible.

—Hablo de comida —repliqué, sin fuerzas ni ganas de reírle la gracia.

—No me has aclarado nada. —Le miré, extrañado, pero él se limitó a reír entre dientes y darme una palmada en el hombro que, aunque no fue muy fuerte, me hizo desequilibrarme un poco. Me sentía muy débil. —Bueno, anímate. A mí me gusta improvisar y tú tienes cara de no tener ganas de improvisar hoy, así que cocinaré yo, ¿de acuerdo? Te haré la cena.

Al oír eso, la idea de que viniera a mi casa me pareció mucho más aceptable. Me erguí un poco, tragando saliva de pura hambre y asentí con la cabeza.

—Vale. Pero no cocines una alemana. —Mi tentativa de bromear era patética, pero creí que era adecuado poner un poco de mi parte. —El médico me ha dicho que coma carne roja, así que tendrá que ser rusa o china.

Lot asintió, riendo entre dientes.

—De acuerdo. ¿Con uniforme, o peladas?

—Peladas. Se digieren mejor.

La atractiva risa de Lot Anders se apagó a causa del ruido del metro, que ya llegaba. Se detuvo ante nosotros y las puertas se abrieron con un sonido de timbre muy suave, incluso agradable. Todos los vagones iban vacíos. Él se hizo a un lado para dejarme pasar primero, haciendo un ademán cortés.

—Siempre tú delante, por favor.

Alcé las cejas, tomando el comentario como una galantería.

—Gracias.

Entré, esbozando una sonrisa débil y me dejé caer en uno de los asientos. El metro se puso en marcha con un suave traqueteo y nos llevó a la siguiente estación, donde la puerta volvió a abrirse y se subieron algunos hombres y mujeres. Luego las luces parpadearon un momento y volvieron a encenderse al entrar en los oscuros túneles por segunda vez.

Hicimos el trayecto en silencio. Yo iba sentado, con las manos entre las rodillas y la bolsa de la cámara encima de los muslos, cerrando los ojos a ratos, haciéndome preguntas que no me atrevía a formular en voz alta, mirando de vez en cuando a la gente y muy a menudo a Lot. Él no se había sentado. Permanecía frente a mí, vuelto de perfil, sujetándose con una mano en una de las barras verticales y con la otra echada a la espalda, sosteniendo el bastón tras de sí con la punta sobre el suelo. Sus ojos anaranjados observaban a la gente con auténtica curiosidad, miradas fijas, de felino, y también escrutaban la oscuridad de los túneles con la misma expresión de ávido interés. Me dio la sensación de que prestaba una verdadera atención al entorno, de que era consciente de esas pequeñas cosas que los demás no solemos percibir, como el número de asientos por vagón, el sonido metálico del enganche entre cada coche del tren, la huella de humedad en uno de los cristales o las manchas del suelo. Estaba empezando a cuestionarme qué clase de tipo era realmente ese Lot Anders cuando la grabación de megafonía anunció la parada de mi barrio.

—Ah… es aquí —dije.

—¿Y ayer viniste andando?

Me levanté y no llevé la mano a la palanca de la puerta, sospechando que mi curioso acompañante se adelantaría para abrirme. Y así fue.

—Tengo que moverme.

—¿Prescripción médica?

Asentí. Mi parada de metro era bastante fea. Austera y vieja, las paredes de ladrillo estaban llenas de pintadas variadas y horribles, firmas de lo más imaginativas en tonos negros y fluorescentes y, dominándolas a todas ellas, un gigantesco miembro viril de color rojo que atrajo la atención de Lot.

—Qué gran pene —dijo, alzando las cejas—. ¿Este es el barrio de los artistas?

—De los que se creen artistas, más bien —resoplé.

Subimos por las escaleras mecánicas. Lot movía el bastón a veces y se marcó un par de pasos de baile en los escalones de metal mientras miraba a su alrededor con suma atención. «Está como una cabra. Debería haberlo imaginado. La gente hoy en día ya no lleva bastón. Ni esos trajes, ni esos zapatos… seguro que es un loco». Me hice callar a mí mismo mentalmente y respiré hondo. Aunque así fuera, estaba muerto de hambre y ese loco había prometido hacerme la cena. Era un vago consuelo, pero me aferré a él.

Cuando salimos al exterior, mi barrio nos dio la bienvenida con un golpe de viento bastante fresco para la época del año. Los ojos anaranjados de Lot lo recorrieron con interés.

—Bonito lugar. ¿Son naves industriales?

Asentí.

—Son fábricas y almacenes construidas a principios del siglo pasado. Las han rehabilitado y las han transformado en viviendas.

Lo cierto es que mi zona era un lugar bastante agradable donde vivir. Los grandes edificios, cadáveres industriales del modernismo, tenían la fachada de ladrillo renovada, vigas nuevas de metal y ventanas con grandes lunas de cristal alargadas. Había lofts y apartamentos de todo precio y tamaño, escaleras de incendios convertidas en escaleras para el día a día, persianas y cortinas tras las ventanas. La parte baja de los edificios no se había escapado del ataque de los sprays y las pintadas, pero aun así, todo conservaba un aspecto agradable. Las calles tenían un tráfico tranquilo y semáforos nuevos de iluminación LED.

Sólo con poner el pie en el exterior, en mi territorio, me sentí mucho más tranquilo. La luz suave del alumbrado eléctrico bañaba las calles conocidas. Las atravesé a buen paso, seguido por los zapatos resonantes de Lot Anders y todo el resto de él. Los trenes pasaban sobre puentes metálicos varias manzanas al sur. Sus luces y el ruido traqueteante atraían la atención de mi invitado.

—¿Tienes perro, gato, canario, tortuga, algo? —preguntó, sacando un cigarrillo de la pitillera de metal.

Lo encendió. Una nube de humo gris le envolvió un momento y luego quedó flotando tras él.

—Tenía.

Giramos en mi calle y me detuve delante del edificio. Era un bloque bajito, de tres plantas. Una escalera de emergencia, de metal y madera, daba acceso a tres rellanos con una puerta en cada uno. Comencé a subir. Lot Anders, que iba detrás mía, se sujetó a la barandilla por delante de mi mano y giró en el exterior como si fuera Fred Astaire, ascendiendo por la baranda hasta saltar delante mía, de frente. Siguió subiendo, caminando de espaldas.

—¿Qué pasó?

Parpadeé, sorprendido. Aquel hombre era de lo más desconcertante.

—Pues… me lo encontré tieso al volver del hospital.

—¿Has estado mucho tiempo allí?

Se hizo a un lado y volvió a dejar que caminara delante. La noche se había cerrado y apenas quedaba un tizne de añil en el firmamento. Tuve otra punzada en el estómago, en parte por el hambre, pero también por su pregunta. No le respondí. Saqué las llaves y abrí la puerta al llegar a la buhardilla, entrando primero y franqueándole el paso. Puso el pie en el interior, dedicándome media sonrisa satisfecha.

Le seguí con la mirada mientras entraba en mi casa y se miraba en mi espejo. Le sentía como un intruso y eso me causaba un cierto rechazo. Sin embargo, al mismo tiempo, era agradable que hubiera alguien más allí… aunque fuera él.

Mi casa, como ya he dicho, era mi refugio, mi trinchera. La había convertido en un hogar con mucho esfuerzo. La había acondicionado con todas las cosas que me gustaban, por lo que, aunque pequeña, era acogedora y agradable. El suelo de madera crujió cuando Lot y yo entramos en ella. Le observé, preguntándome absurdamente qué opinión le merecería un hogar como ese a un hombre como él.

A poca distancia del pequeño recibidor, donde un espejo de cuerpo entero nos devolvía el reflejo, la tarima estaba totalmente cubierta de alfombras de estilo persa y esteras de bambú. Muchas tenían aspecto raído y estaban remendadas con parches de otras alfombras y trozos de tela. No eran nuevas, pero no me gustaba tirar nada. La casa en sí misma no era más que una sala amplia que se estrechaba a un lado por el techo en buhardilla, y las ventanas de la pared más alta filtraban la luz del exterior a través de la celosía de madera que las cubría. Había pocos muebles, ninguna silla y estantes colgados de las paredes, atiborrados de libros y objetos de todo tipo y procedencia: figuritas artesanas de barro, madera y piedra, cajas de madera, cedés que se apilaban aquí y allá y un equipo de música. El sofá no era más que un montón de almohadones enormes cubiertos por fundas con motivos étnicos, tirados en el suelo alrededor de una mesilla de cristal y patas de forja. Las lámparas eran esferas de papeles de colores que colgaban en cada esquina e iluminaban en tonos diferentes los cuatro vértices de la sala. Había telas colgadas en las paredes como si se tratara de una jaima, produciendo una sensación algo caótica pero muy cálida. La cocina estaba al fondo, al lado de una puerta cerrada que daba a mi habitación. Era pequeña y compacta, con una estrecha barra americana que la separaba del salón alfombrado.

Mi invitado caminó con los zapatos sobre las alfombras, que apagaban (al fin) el sonido de las suelas. Se plantó en mitad de la estancia y miró alrededor con interés.

—Era un gato, ¿verdad?

Esperaba otro tipo de comentario, algo sobre la casa, así que me costó un poco reaccionar.

—Eh… sí. Un gato negro con una pata blanca.

—Oh. —Se quitó el abrigo y la chaqueta y los dejó sobre la mesita, apoyando el bastón contra la pared. Luego se desabrochó los puños de la camisa y empezó a doblar las mangas sobre sus codos. —Así que un gato con un solo calcetín. ¿Tenía nombre?

Dejé la bolsa de la cámara en uno de los estantes y me dejé caer sobre los cojines, suspirando con alivio. Mi respuesta brotó débil y cansada.

—Supongo que sí.

Cerré los ojos un momento, aspirando el olor particular de mi hogar. Me hundí lentamente entre los almohadones, estrujando uno contra mi pecho para aplacar ese sentimiento de desamparo tan chungo que se estaba cebando conmigo desde la escenita del puente. Entretanto, podía escuchar a Lot Anders trajinando en la cocina: abría y cerraba cajones, revolvía entre los cubiertos, hurgaba en la nevera, destapaba latas y botes.

—Espléndido —dijo, en un momento dado, como si hablara para sí—. Siempre me había preguntado qué tal estaría a la brasileña.

—¿Qué brasileña? —murmuré, alzando la cabeza un poco.

Vi entonces que llevaba puesto, encima de la camisa y del impecable pantalón de sastre, un delantal con el cuerpo de una tía en bragas estampado en el frontal. Había encontrado las copas y tenía una botella de vino debajo del brazo. Con la otra mano, había metido el sacacorchos en el tapón con gran pericia. Al extraerlo, el corcho hizo “pop”, y una de las tetas del delantal quedó al descubierto.

—Necesitas un trago —declaró— y poner un cable en alguna parte.

—¿Un cable? ¿Para qué?

Vertió el vino tinto en las copas y se me acercó, tendiéndome la que había llenado a rebosar.

— Eso... creo que es mejor que lo hablemos más adelante. Ahora podría darte un síncope, y te necesito para sobrevivir. —Le lancé una mirada un poco dolida, pero cogí la copa y di un sorbo cauteloso. Él volvió a dibujar una sonrisa seductora. —Entonces… así que fotógrafo, ¿eh? —Dio un trago de su copa, levantándola de la base, y luego volvió a la cocina. —Yo me dedico al espectáculo.

—Pensaba que también eras camello —dije, sin saber si podría escucharme. Apenas me salía la voz del cuerpo—. O… no sé, proxeneta. Algo de mafiosos.

—Hum… proxeneta. Me gusta, pero por ahora, no. —Mientras se afanaba en lo que fuera que hacía, a veces desaparecía de mi campo de visión tras la puerta de la nevera o al agacharse para coger algún objeto de los armarios inferiores. Cerré los ojos.—En el mundo de la delincuencia, yo pertenezco a esa clase a la que algunos llaman con muy poco romanticismo, “estafadores”. A mí me gusta más el término “creativo”. ¿Esto es cayena?

—¿Eh?

—Deberías reorganizar las especias.

—Ah… sí, claro. O sea, que eres un estafador. —Abrí los ojos y un olorcillo a salsa boloñesa llegó hasta mí, provocándome otra punzada en el estómago. — Eso me inspira muchísima confianza.

—Detecto ironía, lo cual me alegra. Si no confías en un estafador, demuestras que no eres tan estúpido como ellos se creen. —Sacó la cuchara de la cacerola y se volvió hacia mí, levantando la ceja. —O eso espero.

Me mordí el labio y me erguí un poco, apoyándome en el codo. Bebí un poco más de vino y dejé la copa en la mesa. Claro que no confiaba en un maldito estafador, pero ¿acaso tenía algo más por el momento? Al fin, me atreví a hacer una pregunta.

—¿Qué… qué era lo que hacía yo?

Lot no debió escucharme, porque no obtuve ninguna contestación. Suspiré y me eché un poco hacia adelante, mirando el abrigo y la chaqueta de mi invitado que estaban sobre la mesa. Aparté las prendas, con cuidado para no arrugarlas. Estaban tan perfectas que me habría dado mucha pena que les cayera una mancha o algo así. Luego agarré un espejito de mano que había quedado sepultado debajo de unos cojines y me miré, comprobando que estaba tan hecho un asco como sospechaba. Los mechones teñidos de rojo se me habían desordenado por completo, dejando a la vista algunas partes a las que el tinte no había llegado bien y aún permanecían totalmente blancas. Volvía a tener ojeras, y seguía estando escuálido. Me peiné con los dedos y me toqué bajo los ojos. «Menudo desastre, Alex», me reprendí. Los médicos me habían dicho que tenía que cuidarme. Y yo quería cuidarme, quería cuidarme por encima de cualquier cosa… sin embargo, no terminaba de levantar cabeza. Y menos ahora, con todo esto.

Estaba pensando que debía tomarme mucho más en serio mi salud cuando Lot salió de detrás de la barra, llevando una servilleta blanca doblada en el brazo, dos platos con una montaña de pasta, la botella de vino, su propia copa y cubiertos limpios. Parecía tener tanta pericia para hacer de camarero como para hacer de cocinero y posar en las fotos. La salsa de tomate y carne humeaba, el aroma delicioso se me filtraba hasta los pulmones y me hizo salivar.

—Eso huele genial —dije, haciendo sitio en la mesa e irguiéndome más como un pajarillo hambriento, que era más o menos lo que era en ese momento.

—Sí, ¿verdad? Cuando estoy desnuda cocino mejor.

Lo dispuso todo sobre la mesa sin tirar nada, sin vacilar en ningún movimiento. Luego se desató el delantal de las tetas y lo arrojó a un lado. Observé sus movimientos, admirado, igual que la noche anterior en el café.

—Menuda prác…

—Te dedicabas a la extorsión —soltó, tomando asiento con naturalidad.

—…tica, ¿Qué? ¿Yo? ¿A la extorsión? —Me eché a reír, recuperado del sobresalto inicial. Negué con la cabeza y agarré el tenedor, atacando los spaghetti. —No creo. ¿En serio?

Lot suspiró, como si estuviera hastiado por algún motivo.

—Mira, tengo que confesarte algo. —Se puso la servilleta sobre las rodillas, mirándome con expresión lacónica. —Conmigo hay una única norma: las cosas que salen de mi boca pueden ser verdad o mentira, y muchas veces, ni siquiera yo lo sé. Así que, tú eliges lo que quieres creerte y lo que no. Como ves, a pesar de ser un embustero, intento ser honesto.

Y después, me guiñó el ojo. Luego empezó a comer como si nada, con buen apetito y sin mancharse ni siquiera los labios. Lo cierto es que tenía algo de fascinante la forma en que hacía las cosas, desde caminar hasta comer pasta. Había en sus ademanes ese glamour propio de las estrellas de cine de los años treinta y cuarenta que hacía del acto de enrollar unos cuantos spaghetti en el tenedor toda una obra de arte.

—Pues vaya roto para un descosido —murmuré, obligándome a masticar despacio.

Mi estómago parecía un pozo sin fondo. En serio. Un maldito agujero. No importaba cuánto comiera, siempre tenía hambre.

—Si puedo elegir, prefiero ser el descosido.

—Supongo que roto es una palabra que me va muy bien ahora mismo —comenté, mientras devoraba mi ración.

—Bonito detalle, gracias. ¿Vas a ser tan complaciente en todo?

Me reí por lo bajo.

—Estas cosas no se eligen. Es cierto que estoy roto, es así. Las desgracias vienen solas.

Lot se encogió de hombros y levantó el índice para remarcar sus palabras.

—Quizá no se puedan elegir, pero al menos tenemos libertad para escoger los matices. Ya sabes, como los piratas mancos. —Sonrió de nuevo, malicioso. —Te puedes burlar de un manco. Pero burlarte de un tipo con un garfio en lugar de una mano, es un poco más arriesgado, ¿entiendes?

Me eché a reír, tomando otro trago de vino. Él se rió conmigo, escrutándome con sus ojos extraños, que aquí se veían aún más naranjas.

—Ya… supongo que es cuestión de adaptarse.

—Exacto.

—Aunque si de verdad he sido un… —ni siquiera me atrevía a pronunciarlo— debería pensar en irme de la ciudad. O del país.

Lot dejó de comer un momento para observarme fijamente, con la media sonrisa perpetua. Me contemplaba con la misma atención que había dedicado a la casa, a mi barrio y a los detalles del metro en el que habíamos venido. Enrolló otro montón de pasta en el tenedor y dijo, con voz provocadora:

—¿Tienes miedo?

Negué firmemente… y mi firmeza desapareció. Luego moví la cabeza afirmativamente.

—Creo que no quiero acordarme de nada —confesé.

Me limpié los labios con la servilleta y agaché la cabeza. Sentí sus ojos rodando sobre mí. Luego bebió vino y se encogió de hombros con indiferencia.

—Ese es uno de los detalles que puedes elegir, como los mancos con los garfios. Si no quieres recordar, si eso te hace más fuerte o te permite soportar mejor las cosas, es asunto tuyo. Pero la vida no es un lugar por el que ir con miedo.

Apreté los labios.

—No quiero problemas con nadie, Lot. En serio… yo…

—Y ese es uno de los detalles que no puedes elegir. Al menos, no siempre.

—No sé que he hecho para que quiera matarme nadie... supongo que lo intentaron antes y no les salió bien... y es un asco… —añadí.

Me tendió su plato, donde aún quedaba pasta y salsa de carne y tomate. Su sonrisa me reconfortó un poco (también la comida), hasta que volvió a hablar.

—En cualquier caso, causas más problemas de los que tienes.

—¿Que yo los causo? —le señalé con el tenedor. Habría saltado de indignación si no hubiera estado agotado—. Todo este lío ha comenzado con tu notita, ¿sabes?

Lot alzó ambas manos, declarándose inocente mientras yo me zampaba sus sobras.

—Ya te lo dije. No escribí esa nota por voluntad propia.

—Ya. Y eso puede ser cierto o no —dije después de tragar, parafraseando sus palabras.

Él sonrió, con un brillo de diversión en la mirada.

—No voy a causarte problemas. Y esto puede ser cierto o no. Pero al menos es algo que podrás comprobar.

Parpadeé, desviando la vista.

—Bueno, te he metido en mi casa y la cena está buena —reconocí—. Eso ya es algo. Aún no me has matado ni has intentado comerme.

Lot estaba terminándose la copa de vino, y cuando dije aquello, pareció regocijarse aún más. «Tal vez no es una mala persona o un cabrón malvado, sino que, simplemente, todo le resulta divertido», pensé, al ver su expresión. No estaba seguro de si eso era mejor o peor que ser un cabronazo.

—Cuando haga efecto el veneno, te despiezaré —dijo, tras dejar la copa vacía en la mesa—. Pero prometo no mancharte la alfombra.

Le miré de soslayo, sin mucho convencimiento.

—Da igual, si están muy viejas ya. —Miré los dos platos vacíos con desazón. Luego dejé el tenedor, abracé un cojín y me hundí de nuevo en la superficie mullida. Le observé por encima del almohadón. —¿Te obligaron a escribirla? —pregunté, volviendo al asunto de la nota. Era muy fácil perderse en divagaciones con aquel tipo.

—Al menos me dejaron elegir el contenido.

Bueno, eso explicaba muchas cosas. El anónimo que había recibido tenía un aire misterioso y elegante, tal vez un poco provocador. En ese momento no recordaba las palabras, ni tampoco ahora puedo hacerlo, pero estoy seguro de que eso también formaba parte del truco. Le escruté a fondo, tratando de averiguar sus motivaciones, de descubrir un poco mejor quién era.

—¿Por qué haces esto? —pregunté, al fin—. Al menos, trabajando para alguna de esas dos… familias, como las has llamado antes, sólo tendrías problemas con una. Ahora tienes problemas con las dos.

—No era exactamente así. —Volvió a llenar las copas y cruzó las piernas. —Cuando tuve problemas con los Corleone, traté de escurrir el bulto y los Tiziano me hicieron una oferta irrechazable: ser un agente doble. Mis opciones no eran muchas. Si decía que no, iba a terminar mal en cualquier caso, y los buenos chicos, los Tiziano, al menos me daban de comer.

—¿Los buenos chicos eran policías?

—Algo así. Una especie de grupo de inteligencia independiente.

—¿Y ellos me buscan a mí por lo mismo? ¿Porque yo trabajaba con los mafiosos, con los… Corleone?

—No, ellos te buscan por otro motivo. Quieren que te reformes y que deshagas algunas cosas que hiciste en su día. Quieren que les ayudes a joder a los mafiosos.

—¿He… he matado a alguien? —pregunté, con un súbito terror.

—¿Tú? —Lot se echó a reír—. No, por Dios. Es decir, mírate. No das la planta. Bueno, no has sido un santo, pero tampoco un demonio, al menos por lo poco que yo sé.

Fruncí el ceño y reflexioné un poco. Si podía creerme lo que Lot Anders me estaba contando, entonces…

—No quiero ser eso. Lo que fuera. No quiero volver a hacer lo que hacía —declaré, lleno de convicción. Luego bajé la voz—. Tenía que haberme muerto, ¿sabes? Los médicos aún no se explican cómo sigo vivo. Y eso… eso es una señal. Como una oportunidad, o algo así.

Para mi sorpresa, Lot asintió con la cabeza, tragando un sorbo de vino. Luego nos quedamos un rato en silencio, yo pensando en todo aquello, él mirándome con aire analítico y una expresión un poco más seria.

—En cuanto a tu pregunta, no sé por qué hago esto —se encogió de hombros otra vez, alzando la ceja—. Porque estoy harto, supongo. Y además, cuando Saul apareció en el puente, tú me tiraste de la manga para que huyera. Y eso es más de lo que han hecho estos capullos por mí en toda mi vida. Ni los Corleone, ni los Tiziano. —Luego dio otro trago y murmuró para sí: —Salvo honrosas excepciones.

Me mordí el labio inferior.

—Estabas diciendo que iban a matarte —murmuré— y tú intentabas advertirme, que me pusiera a salvo. Era lo mínimo que podía hacer. Por educación, ¿no?

—No te esfuerces en disimular.

Me eché a reír, creyendo saber por dónde iban los tiros.

—Sí, me has pillado. Es por tu atractivo.

Lot se pasó la mano por el pelo y me dio el perfil bueno, en un gesto muy teatral.

—Oh, bueno, estaba pensando en otra cosa, pero tu confesión tiene más sentido, sin duda.

—¿Y cual es tu teoría? —pregunté, manteniendo la sonrisa.

Que eres demasiado buenazo como para permanecer impasible ante la inminente muerte de un congénere. Sobre todo si sabe vestir.

—Es otra manera de decirlo, sí. Supongo que cualquiera hubiera hecho lo mismo.

Esta vez fue Lot quien soltó una carcajada, como si le hubiera contado un chiste buenísimo. Luego se palmeó la rodilla y me señaló con dos dedos.

—Tienes futuro, chico.

—¿Estás siendo sarcástico?

—No, ahora no —aclaró, frunciendo después el ceño y haciendo un gesto con la mano, quitándole importancia—. O sí, no lo he decidido.

Puse cara de circunstancias y me hundí más en los cojines. Cocinaba bien, pero raro era un rato.

—Bueno, ¿sabes?, todo el tiempo que estoy viviendo es regalado así que… que sea lo que Dios quiera. O quien quiera que esté ahí arriba —resolví, volviendo la mirada hacia el techo un momento y suspirando después, abrazado a mi cojín como un huerfanito. Lot meneó la cabeza y me lanzó una mirada similar a la que ponen los adultos cuando escuchan a niños demasiado mayores hablando de Papá Noel como si existiera. Una pregunta terrible se me cruzó por la mente, y la formulé, llevado por el miedo—. ¿Voy a tener que irme de aquí?

—¿Eh?

—De mi casa. ¿Voy a tener que irme de mi casa? Antes he dicho eso de salir del país, pero la verdad es que no quiero irme a ninguna parte.

Lot se tragó el resto del vino y se limpió los labios.

—Pues no te vayas. Si quieres saber mi opinión, creo que si esos inútiles supieran dónde vives, no me habrían pedido que te escribiera.

—¿Y cómo lo sabías tú?

—No lo sabía —replicó, sonriendo. «Otra vez está pasándoselo bien», me dije.

—Recibí tu nota. ¿Cómo me la enviaste si no lo sabías?

—Pues verás… me dijeron tu nombre e hice lo que los tipos importantes no son capaces de hacer —dijo, irguiéndose y entrecerrando los ojos.

—¿El qué? —susurré, incorporándome a medias también.

Esperaba que me revelase alguna clase de método fantástico, profesional o inteligente para encontrar a alguien. Por el contrario, dijo:

—Miré una guía.

Mi estupefacción fue total. Alcé las cejas y luego me dejé caer de nuevo en mi nido, riéndome con ganas.

—Es mentira. No pueden ser tan idiotas. —dije, entre risas.

—No se trata de idiotez, sino de recursos. Ellos no se toman la molestia de hacer esas cosas. Son como… no sé. No se me ocurre ningún símil ahora. Son muy buenos en lo suyo, pero no puedes sacarles de ahí.

—Pero puede que ahora sí lo hagan. Mirar una guía, ¿no?

—Claro, puede que ahora sí lo hagan. Pero ya no les servirá de mucho.

—¿No? ¿Por qué?

—He hecho un arreglo en la guía.

Sonreí, agradecido, y me abracé de nuevo, acariciándome los brazos a mí mismo.

—Vale. No quiero irme de aquí —murmuré de nuevo, mirándole con candidez.

Llegados a este punto, debo decir que no soy idiota. No lo soy ahora ni tampoco lo era entonces. Claro que sabía que todo eso era mentira. Uno no puede hacer un arreglo en una guía en cuestión de horas, y además, habíamos estado juntos todo ese tiempo. Era totalmente consciente de que sólo estaba soltando embustes por su boca, pero él lo había dejado claro. Yo podía elegir lo que quería creerme y lo que no. Y eso que estaba diciendo, eso quería creérmelo. Lo deseaba con todo mi ser: estar a salvo, poder cuidar de mí. «Todo irá bien, Alex», me decía a mí mismo. «Nadie te hará daño. No lo permitiremos.»

Aún no sabía por qué Lot había venido conmigo. No sabía qué pretendía y no había logrado en aquel rato averiguar nada nuevo sobre él. De todos modos, todo podía ser falso. En aquel momento se había puesto en pie y estaba recogiendo los platos de la mesa. Se había quitado los zapatos y caminaba sobre las alfombras mostrando los calcetines, negros pero con la punta y el talón de color naranja intenso.

—Y… tú puedes dormir en el sofá —dije entonces, otorgándole al fin mi permiso oficial para vivir en mi casa, al menos por un tiempo—. O en la cama. A mi me da igual dormir aquí.

No supe si me había escuchado o no. Supuse que sí, porque al dejar los platos en la cocina empezó a aflojarse la corbata con ademanes muy masculinos y abrió la puerta de mi cuarto. Entró y husmeó un poco antes de acercarse de nuevo al sofá para recoger el abrigo, la chaqueta y sus zapatos, con la corbata desatada colgando a ambos lados del cuello.

—Me quedaré ahí.

Me sonrió con aire malicioso y cogió la botella de vino por el camino, mientras se dirigía a mi habitación y yo me preguntaba desde cuándo le iba ofreciendo mi cuarto a desconocidos que me arruinaban la vida. Suspiré, sintiéndome tonto perdido. Lot trasladó sus pertenencias a mi cuarto y después se plantó en la puerta, apoyado en el marco. Empezó a desabrocharse la camisa. Luego me miró de arriba a abajo.

—¿Y tú? ¿Piensas quedarte ahí olfateando los cojines? —dijo, con algo de desdén.

Arrugué el entrecejo, sorprendido.

—Pues… no sé. No tengo sueño aún… puede que me vista y salga de marcha un rato —respondí estúpidamente. «¿De qué tienes miedo?», me decía a mí mismo. «Te estás comportando como un bobo».

—Sí, seguro. ¿Con tus amigos imaginarios?

—Claro, con Campanilla y Peter Pan —repliqué, sin decidir aún si valía la pena malgastar energías en sentirme molesto.

—Venga ya. No tienes amigos, eres amnésico.

—Muy listo.

—No hay que serlo para darse cuenta, no es que lo disimules en absoluto. —Me alcé sobre los codos, mirándole con reproche, pero él se rió entre dientes y luego volvió a sonreírme con la misma expresión canalla de antes. —Cuando te canses de oler tapicerías, hay sitio para ti aquí dentro. Pero si tardas en decidirte, quizá no quede vino. Yo no soy de los que esperan.

Abrí la boca, sin saber qué decir, notando cómo se me subían los colores a las mejillas. En cualquier caso, Lot no me dio tiempo a responder. Se llevó dos dedos a la sien a modo de despedida y volvió dentro, cerrando la puerta tras de sí y dejándome ahí, pasmado, alucinando con todo lo ocurrido.

. . .



Escena 2, toma tercera.


La habitación del fotógrafo era tan étnica como el resto de su casa. Lot dejó los zapatos a un lado, buscó algo parecido a una percha para colgar la chaqueta y el abrigo y luego se subió al colchón con la botella de vino en la mano, dando algunos saltos para comprobar la resistencia. Echó un vistazo, registrando todo cuanto allí había. La mesita del rincón con el portátil cerrado encima, el estante con libros, el armario, el baúl, las telas decorativas, la estrecha ventana, la lamparita árabe. A continuación se dejó caer en la cama y apartó los cojines y la colcha de lino, dando un trago al tinto y cogiendo el libro que había en la mesilla. Mandalas. Perfecto.

Aún no le había dado tiempo a aburrirse y no había bebido más que tres tragos de la botella cuando la puerta de la habitación se entreabrió y Alex asomó la nariz. Tenía el rostro muy pálido, los rasgos juveniles y cándidos y aquel brillo extraño, púrpura, al fondo de las pupilas, ahora mitigado. A pesar de que, según sus informaciones, Alexander Seighin tenía veintiocho años, su manera de expresarse y la inocencia de su semblante le hacían parecer más joven.

—¿No te importa que duerma contigo? —murmuró el fotógrafo.

Lot se rió por dentro. No sabía si aquel colega se había caído de un guindo o si es que  intentaba jugar a alguna clase de juego con él, pero el caso es que le divertía. Era estimulante y novedoso, y una fantástica aventura para terminar. Esbozó una sonrisa ancha y provocativa.

—Pues depende —ronroneó.

El chico entró y cerró a su espalda con cautela, como si temiera hacer ruido. Parecía dudar.

—¿De qué?

Lot dejó el libro y rodó un poco hacia un lado estudiadamente. Se apoyó sobre el codo, mostrando la camisa abierta hasta el ombligo y componiendo una postura que parecía natural pero estaba medida hasta el último detalle.

—De la situación en la que te duermas.

Se lamió los labios y sonrió de nuevo. Vio el destello al fondo de las pupilas del fotógrafo y el rubor en sus mejillas. Sí, esas cosas eran su especialidad. Sabía lo bien que le quedaban los pantalones de pinza. Sabía que la piel bajo la tela de la camisa abierta mostraba los músculos fibrosos y definidos lo suficiente como para despertar curiosidad sobre su tacto. Sabía que era guapo, seductor e irresistible. Y había sabido, desde que llegaron al metro, que aquella noche se iba a follar a Alexander Seighin con toda probabilidad.

—La… la verdad es que no tengo sueño —admitió Alex.

Lot sonrió triunfalmente. «Pues claro que no tienes sueño. Y menos que vas a tener». Ya estaba hecho, lo había conseguido. Y en un tiempo récord.

Lamentó no tener cerca un espejo para besarse a sí mismo.



. . .

©Hendelie & Neith









3 comentarios:

  1. Realmente los es un manipulador y mentiroso ...lo has cortado en la mejor parte,,, sino más recuerdo a lot le gusta mucho el sexo... Así mantendrá bastante ocupado a alex jajajajajajaja .....

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  2. jijiji :D sí que le gusta, sí. En esta historia nos vamos a acabar cansando de escenas guarras, ya veréis. Aunque bueno, de eso creo que no se cansa nadie.

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  3. ja! el que escupe pa arriba , en la cara le cae, vamos a ver quien termina besando su propio reflejo en el espejo....alex de cabello blanco ojos violetas... que buena combinacion con el oscuro de lot... quienes son??? trabajan para ambos bandos ... resistencia y demonios ??? interesante, muy interesante...

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