Escena 4, toma primera.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, supe que algo
había cambiado en mi casa. Lo noté antes de abrir los ojos del todo. Hay que
decir que tengo un despertar muy lento. A mi cuerpo le cuesta mucho arrancar
por las mañanas, quizá porque soy algo noctámbulo, pero el caso es que me paso
una media hora intentando acostumbrarme al nuevo día, luego otra hora como un
zombi y luego otras dos siendo un poco más persona. Hasta pasado el medio día no soy realmente un ser completo. Y sin embargo, cuando todavía estaba en estado semi vegetal, ya me di cuenta de que pasaba algo. Saqué la
cabeza de entre las sábanas y traté de identificar las señales, aún medio sobado.
Había muchas. Sonaba la música, bajita, al otro lado de la
puerta. Olía a café y a tostadas, el aroma se colaba hasta mi cuarto. Y el
ambiente parecía menos cargado. Recuerdo arrastrarme fuera de la cama y abrir
la puerta, algo nervioso, para encontrarme la casa limpia y perfectamente
recogida, las ventanas abiertas, las macetas regadas y a Lot Anders en la
cocina, vestido de traje, con el delantal de las tetas y haciendo girar una
tortita en la sartén.
—Ya era hora.
—¿Es muy tarde?
—Casi mediodía.
Me rasqué la nuca, sin saber si debía sentirme avergonzado o
no. Mi mirada se paseaba por los rincones, comprobando que mi nuevo inquilino
no hubiera cambiado nada de sitio.
—Has estado recogiendo —afirmé—. No tenías que haberte
molestado.
Lot me puso delante un plato con tostadas francesas,
tortitas con nata, sirope y una taza de café. El estómago se me contrajo y
empecé a salivar de hambre.
—No es molestia. Además, no me gusta vivir en cuadras.
—Tampoco exageres. Sólo había cuatro platos y alguna cosilla
por medio —repliqué, apoyándome en la barra para atacar mi fastuoso desayuno
con el tenedor.
—Ya. Bueno. Algún día te explicaré el asunto de limpiar
extractores, los bajos de los muebles y otros detalles sin importancia.
Le miré de reojo, masticando. «¿Habrá limpiado toda la casa
con el traje? Seguramente. Qué tipo más curioso», pensé. Mientras yo
desayunaba, él terminó de adecentar la cocina y estuvo hablando sin parar,
dándome consejos sobre decoración de interiores y sobre
combinar colores, entornos armónicos y exceso de cojines. No le hice
mucho caso. Creo que se dio cuenta.
—Supongo que no te interesa demasiado.
—No es eso —repliqué, zampándome la cuarta tortita. Lot
había hecho unas cuantas de sobra, pero para mí ese concepto, “de sobra”, no
existe—. Entiendo lo que dices, y todo eso… es sólo que no quiero cambiar nada.
—¿Ni siquiera a mejor?
—No —admití, casi haciendo un puchero.
Lot puso cara de desdén y se quitó el delantal, resignado.
—Como quieras. Es tu casa. Voy a salir a por mis cosas, ¿de
acuerdo? Hazme sitio en el armario.
—Vale.
Sonreí estúpidamente. Me hacía ilusión, qué queréis que os
diga.
El resto del día transcurrió de un modo peculiar. Lot estuvo
ausente durante varias horas, tiempo que yo aproveché para reconciliarme con mi
hogar. No recordaba cuándo fue la última vez que vino alguien a casa, la última
vez que estuve acompañado allí… e intentar pensar en ello me causaba rechazo.
Observé las hojas de las plantas, brillantes y con algunas gotitas en los
extremos. Las relucientes encimeras, la cafetera nueva. Y me di cuenta de que
mis reticencias iniciales no habían sido más que miedos absurdos. Ahora me resultaba
un alivio ver las huellas de Lot por la casa, oler su colonia en la almohada y
ver la cucharilla de plata en la mesita.
Pues sí, la realidad era que no quería estar solo y que la
llegada de aquel tipo, pese a sus extrañas circunstancias, había resultado un
alivio. «¿Y si no vuelve?», me pregunté. «¿Y si ha ido a buscar a los mafiosos
y se presenta aquí con ellos? No debería haberle dejado largarse».
—No seas tonto, Alex —me recriminé—. Además, si vuelve aquí con los mafiosos basta con no
abrirle la puerta.
Me hundí en el sofá, un poco incómodo. No quería estar solo.
Y Lot no estaba nada mal como compañía, tenía muchas cosas que… bueno, me
gustaban. Sin embargo no podía fiarme de él. «Pues tendré que hacerlo», me
dije. «O al menos, tendré que hacer que no me importe. Eso en caso de que
vuelva».
Mis dudas se disiparon cuando volvió, porque lo hizo. Regresó a eso de las cinco de la tarde, con dos maletas Samsonite y un televisor nuevo, sin caja.
—¿Dónde vas con eso?
—¿Dónde crees?
—Dime que no es robado, por favor.
—¿Tengo aspecto de ladrón? —replicó, indignado, mirándome
por encima de la pantalla. Yo apreté los labios y alcé las cejas.
—La verdad es que preferiría no responder a eso.
Lot resopló.
—Es inadmisible que no tengas tele —dijo, como única
explicación.
No pregunté más. Metimos su equipaje en casa, colocamos la tele
sobre una vieja mesita auxiliar que desocupé y luego me senté en el sofá,
observando cómo Lot deshacía sus maletas. Poco a poco, sus cosas fueron
integrándose en mi ecosistema. Tres bastones con empuñadura de plata en forma
de lagarto fueron a parar al paragüero. La parte baja de la mesita auxiliar
quedó totalmente atestada con un vídeo VHS, un reproductor de DVD y una pila de
películas que rebosaba por las baldas. Lot se acuclilló y lo enchufó todo en un santiamén, sin
dudar en ninguna clavija. Luego le acompañé a mi habitación con la otra maleta
y dejé libre más de la mitad del armario, amontonando mis escasas perchas. Las
camisetas y los tejanos se apretaban en los cajones sin mayor problema, así
que pensé que Lot tendría sitio de sobra. Pero su rostro no expresaba precisamente
satisfacción.
—No va a caber todo.
—¿Tanta ropa tienes?
Me miró como si aquella fuera una pregunta estúpida. Yo me
encogí de hombros y descolgué mis chaquetas.
—Bueno, tendrá que servir.
Durante los siguientes minutos, le vi sacar trajes enfundados
en bolsas protectoras de plástico en las que resaltaban en negro los logotipos
de grandes marcas. Uno a uno los fue colgando en un orden que yo era incapaz de
entender. Llenó el armario de camisas, chalecos, pantalones de sastre,
chaquetas, levitas y cinco abrigos de corte ejecutivo, que al final quedaron
ahí embutidos. Cuando estuvo conforme, empezó a colocar zapatos. Negros, negros
y blancos, negros y rojos. Calcetines oscuros con la punta y el talón de
colores, otros de rayas, otros de rombos. Ropa interior de marca, sobria y
oscura, de corte boxer y con algunos detalles de color. Y las corbatas. Y los
tirantes. Y los cinturones. Y luego, cajitas negras y cuadradas en las que
guardaba alfileres, gemelos y pañuelos para el bolsillo que tuvimos que
guardar en un par de cajones que habían quedado libres en una mesilla de noche.
—¿No has traído nada más cómodo? —le pregunté.
—Los trajes son cómodos.
—Me refiero para estar aquí, en casa.
Él asintió y sacó de la maleta a sus últimos ocupantes: tres
batines de terciopelo, acolchados por dentro, de color verde, burdeos y marrón
grisáceo respectivamente. Se me despertó una sonrisa.
—Te gustan, ¿eh?
Asentí con timidez.
—Deberías ponerte uno para hacer la comida. Así no se te
mancha el traje.
Lot se echó a reír ante mi sutil insinuación, que de sutil
no tenía nada. Yo le acompañé con una sonrisilla pícara.
—¿Alguna vez dejas de tener hambre? —Negué con la cabeza.
—De acuerdo, vamos a ver con qué llenamos ese agujero que tienes en el
estómago.
Comimos lasaña de verduras y pollo con queso y bacon,
bebimos vino y Lot me contó que había hecho la compra y me había llenado la
nevera. Me alegró saber que mi nuevo compañero al menos no era un gorrón en
cuanto a lo que a dinero se refería. Después de comer, nos tiramos en el sofá
para ver alguna de las películas que había traído. No recordaba si había sido
un gran aficionado al cine antes del accidente. Tampoco recordaba qué tipo de
historias me gustaban, pero Lot me miró con cara de saber mucho más que yo y me
dijo que pondría una que seguro que me iba a gustar. Yo no dije nada, aunque
tenía mis dudas. Sin embargo, pronto me encontré atrapado por la sonrisa
angelical de Audrey Hepburn y los paisajes italianos. Sin darme cuenta, la
película en cuestión, que era Vacaciones en Roma, fue absorbiendo mi atención
al tiempo que un melancólico sopor me entumecía los párpados.
Hacia el final de la película, yo ya estaba recostado sobre
el hombro de mi amante mientras fumaba uno de sus cigarrillos con sabor a
canela, viviendo en mi propia carne las emociones de los protagonistas, atento como nunca a la
pantalla plana, lo cual no era difícil porque no había tenido televisión hasta entonces. Él se había enfundado en el batín verde. Bajo la tela
aterciopelada asomaban los pantalones negros y sus curiosos calcetines. Él también fumaba. De vez en cuando decía las frases de la película al mismo
tiempo que los personajes, otras veces hacía comentarios sobre el vestuario, la
fotografía y demás cuestiones de las que yo no sabía nada.
—Por eso se echan de menos estas cosas, ¿ves? Por entonces,
cada vez que ibas a saludar a alguien tenías que quitarte el sombrero. Ahora la
gente se grita, hace cosas raras con las manos o mueve la cabeza como los
pavos.
Sonreí, mirándole de reojo.
—Tú pareces salido de una de estas películas.
—Puede.
Dejó caer la ceniza en el cenicero. Yo me acomodé contra él,
contemplando las imágenes. De vez en cuando le espiaba a hurtadillas, sólo para
ver si la película causaba alguna impresión en él o le hacía reaccionar de
alguna forma. Sin embargo, Lot parecía igual de fantástico e impasible que
siempre, con la sonrisilla burlona y la mirada divertida de un sátiro.
—Ella me parece muy guapa —comenté.
—Tienes buen criterio. ¿No recuerdas qué películas te
gustaban?
—Ni idea —respondí—. No tenía televisor, ni películas, según
parece. Pero estas me gustan. El blanco y negro le da mucha expresividad a
todo.
Lot no añadió nada más, así que seguimos viendo la peli en
silencio. Para los que no la conozcáis, Vacaciones en Roma va de una princesa
que se hace pasar por una chica común durante un viaje a la capital italiana.
Un periodista la reconoce y se ofrece a hacerle de guía durante veinticuatro
horas para conseguir un reportaje en exclusiva sin que ella lo sepa. A lo largo
del día, los dos protagonistas se enamoran, pero al final tienen que separarse porque
ella es princesa y claro, surge el clásico conflicto deber-sentimientos. En ese
preciso momento, la peli estaba acabando. Era el instante en el que, pasado
todo el meollo, Gregory Peck está en una fiesta haciendo un reportaje diferente
y coincide con la princesa. Así que se acerca a ella para devolverle las fotos
que le hizo y que no piensa publicar. La última escena era una sonrisa entre
los dos y una mirada de amor. Como en todas las buenas películas antiguas, los
actores expresaban mogollón sin necesidad de hablar. Sin embargo, y aunque me estaba encantando, a mí aquel desenlace no me dejaba satisfecho; me
resultaba agridulce.
—Deberían escaparse juntos —declaré, negando con la cabeza—.
Yo lo haría, si fuera ella.
Había hablado para mí mismo, de modo que la risilla de Lot
me cogió desprevenido.
—No me cabe duda.
—¿Por qué te ríes? —le pregunté.
—Por nada, por nada. Yo prefiero este final —dijo
rápidamente, tirándose del puño de la camisa para que asomara por la manga del
batín—. Es mas realista, o al menos así es para la mayoría de nosotros.
—¿Más realista? A mi me parece más cobarde.
—¿Ah sí?
—Sí. Puede que terminase mal, pero seguro que hubiera
merecido la pena por los momentos buenos. Y ellos van y lo dejan ahí. En el
aire y con la duda de lo que podría haber sido. —Negué con la cabeza,
vehemente—. Eso es cobardía.
Lot levantó la ceja. Las letras discurrían en la pantalla y
sonaba la música final. Después, unas rayas negras y blancas y el zumbido de la
nieve anunciaron que la cinta había terminado.
—Eso no es exactamente así —dijo él, pulsando el eyector del
vídeo en el mando a distancia—. En realidad, han vivido un día único. Ninguno
de los dos lo va a olvidar.
—Y ahí se va a quedar.
—¿Te parece que necesiten más? —me preguntó.
Yo asentí con la cabeza, sonriendo suavemente.
—¿Por qué solo uno si puedes vivir treinta?
Lot volvió a reírse, levantándose para sacar la cinta y
guardarla. Me resultó llamativo el mimo que ponía al coger el estuche y guardar
la película. Sus movimientos siempre eran muy hábiles, todo lo que tocaba —y
con todo quiero decir todo— lo tocaba con destreza y precisión, pero vi algo
diferente en el gesto distraído con el que acariciaba la tapa del vídeo.
—No creo que nadie haya vivido treinta días como ese. Y
sinceramente, no creo que nadie quiera vivirlos.
—¿Ah no? —Entrecerré los ojos—. ¿No crees que nadie haya
vivido treinta días sintiéndose así?
—No —contestó Lot, vehemente y sin dudar. Luego me dio
la espalda y se agachó para guardar la película junto a las demás—. Creo que no
se puede.
—Pues yo creo que sí —insistí. No sabía por qué me mostraba tan
terco, pero de alguna manera, se me hacía muy desesperanzador pensar que él
pudiera tener razón—. Y creo que son unos cobardes.
Lot se incorporó y se encogió de hombros. Luego volvió a
recostarse a mi lado, con aire desinteresado y el cigarrito colgándole de las
comisuras, envolviéndole en humo gris y perfumado.
—Bueno, es tu opinión… de profano —agregó, bajando un poco
la voz.
Le quité el cigarro de los labios y le robé una calada.
—¿De profano?
—Sí, de profano. No tienes cultura audiovisual. Bueno, quizá
la tuvieras antes, pero como lo has olvidado, ahora mismo no eres más que un
profano.
Le devolví el cigarro a la boca y le sonreí.
—Entonces tendrás que instruirme.
—Claro. —Apoyó el rostro sobre el puño cerrado y sus ojos
rapaces me miraron con fijeza. —¿Tienes fotos?
Fotos. ¿Fotos? Sí, fotos. La palabra me bailó en la cabeza
un momento y sentí una repentina confusión.
—¿Qué?
—Que si tienes fotos. Eres fotógrafo, ¿no?
Reaccioné, sacudiendo la cabeza.
—Sí… sí claro. Tengo algunas.
—¿Dónde están?
Había sido una tarde agradable, que ya daba paso a la noche.
Yo estaba bien alimentado. Había visto una película bonita y no estaba solo. La
luz del atardecer proyectaba claroscuros a través de la celosía de la
ventana y hacía una temperatura perfecta. Brisa suave. Penumbra en el salón. Y
yo no quería pensar en las fotos, y no quería que él viera las fotos, y sin
embargo, por más que buscaba el motivo de esas reticencias en mi interior, no
encontraba nada más que malas excusas y huecos vacíos. «Eres fotógrafo, ¿por
qué no tienes fotos por casa?». «Están todas guardadas. No quiero que las vea».
¿Pero por qué? Sí que quiero que las vea. ¿Es que me importaría si no le
gustaran?». No había una respuesta válida. Un eco de mí mismo me repetía: «No
es eso, no es eso, no es eso». Al final, señalé, vacilante, uno de los
estantes.
«Vaya. Pues lo recuerdo. Recuerdo donde están las dichosas fotos».
Le seguí con la mirada mientras se levantaba. Observé sus
calcetines negros, de punta y talón color verde lima, avanzando hacia la pared.
Miré los pliegues que se formaban en el batín de terciopelo cuando alzaba el
brazo para coger uno de los álbumes que había en la estantería y los dibujos
que el humo de su cigarro trazaba en el aire. Escuché el crujido de las páginas
de papel celofán al abrirse y su susurro mientras pasaban una a una bajo el
atento examen de sus ojos.
Sabía lo que había en la caja, lo que la mirada anaranjada
estaba devorando en aquel momento, aunque entonces no comprendía hasta qué
punto aquello era algo literal. Eran fotos de la ciudad. Fotos que había hecho yo, Alexander, yo. Calles, paisajes
cotidianos. La belleza secreta de la ciudad, eso había en la caja. Gotas de
lluvia grises encerrando en su interior la imagen oblicua de una calle besada
por la luz de un atardecer. El reflejo invertido de casas abigarradas en el
pavimento mojado, charcos en los que el aceite de los coches dibujaba arcoiris
caprichosos, imágenes de los tejados de la ciudad, luces que destellaban, que
formaban autopistas de luz intensa en las calzadas. Gente de espaldas
caminando, el detalle de un rostro que observaba un escaparate, su reflejo
mirando a la cámara a través de la fotografía. Amaneceres, atardeceres, calles
desiertas, basura abandonada en la acera, una muñeca rota sobre el asfalto,
bolsas de plástico que volaban, hojas de otoño en la boca del metro. Miradas
desconocidas.
Me levanté, entristecido de repente y busqué un cd entre
las cajas amontonadas cerca del equipo de música. No recordaba si me gustaba
Nick Cave. Ni siquiera sabía quién narices era. Pero sabía que la canción que quería
escuchar estaba ahí. Cerré los ojos, apoyándome de lado en el mueble y suspiré.
This is a weeping song
A song in which to weep
While all the men and women sleep
This is a weeping song
But I won't be weeping long[1]
Mientras todos duermen. Sí. Había algo en esa canción que
tenía que ver con las fotos, había algo que yo había querido decir, que aún
quería decir sobre eso. Intenté encontrar las palabras, vacilante, sintiendo
que podría llegar a alguna parte. Quizá a alguna de las cerraduras que sellaban
mi memoria. Y entonces Lot volvió a hablar y lo estropeó todo.
—Dios santo. Eres un verdadero cursi.
Sus palabras me sacaron del estado de melancolía y
búsqueda interior en el que había acabado sumiéndome. Fueron como un jarro de
agua fría. Le miré, casi arisco.
—¿Qué?
—Tus fotos son demasiado románticas. Pero veo que sí que
tenías cultura audiovisual, aunque no sé si era de la buena.
—¿Por qué dices eso?
—Porque la cultura audiovisual tiene mucho que ver con los
clichés.
Me crucé de brazos, sin tener muy claro si me estaba
insultando o no.
—¿Y eso qué tiene que ver con mis fotos? —le interrogué, con
el ceño fruncido.
Lot seguía examinando mi álbum, con el cigarro en la boca,
allí de pie como un figurín. Alzó la ceja y volvió a hablar, con ese tono de
voz entre hastiado y seductor.
—A partir de la revolución industrial y de la instauración
de la sociedad de consumo, la creatividad humana en todas sus expresiones se
embarcó en una desesperada búsqueda de la originalidad perdida. Entonces vienen
los clichés. Los motivos que se repiten. —Pasó otra página del álbum—. A fuerza
de repetirse, se incrustan en el subconsciente de la gente y alimentan las
ideas de los malos directores de cine, de los escritores presuntuosos y de los
fotógrafos románticos.
—Parece que consideras el romanticismo como algo de segunda
clase —dije, mirándole con curiosidad—. ¿No te gusta?
—Al contrario, el romanticismo es uno de mis géneros
favoritos. Los clichés me encantan, yo intento ser uno continuamente. Pero no
romántico. Mi relación con el romanticismo es de mero espectador.
El naciente enfado se disipó. Recordé que a Lot nada le
importaba lo suficiente, y eso convertía cualquier juicio que pudiera hacer
sobre mí o sobre las cosas que yo hacía en algo igualmente poco importante. Lot
juzgaba las cosas porque sí, por diversión. A veces lo hacía argumentando desde
una postura conservadora, otras veces, desde la contraria. Coloquialmente
diríamos que le encantaba dar por saco. Y eso incluía tratar de molestarme a
través de la crítica a mi trabajo… pero en sus comentarios había otra capa
debajo de esa primera, de la superficial e irritante. Y era la segunda capa la que me despertaba
curiosidad.
Porque, al fin y al cabo, estaba repasando de arriba a abajo el maldito álbum… y Lot perdía el interés rápidamente cuando algo no le gustaba. Me acerqué a mirar sobre su hombro.
Porque, al fin y al cabo, estaba repasando de arriba a abajo el maldito álbum… y Lot perdía el interés rápidamente cuando algo no le gustaba. Me acerqué a mirar sobre su hombro.
—Puede haber belleza incluso en lo más sórdido y gris de una
ciudad como esta —comenté, atisbando una vieja instantánea que mostraba varios
carteles de sastrerías.
Lot asintió, esta vez sin hacer la menor réplica. Después me
miró de soslayo y esbozó otra sonrisilla.
—Conozco ese establecimiento.
—¿Ah sí?
—Sí, he estado algunas veces.
—Se nota que te gustan los sastres.
Mi inocente comentario hizo que su sonrisa se torciera en
una mueca de sátiro, y asintió, con un «ahám» algo inquietante.
—Sí. Entre otras cosas. —Suspiró, se relamió de una manera
rara y luego cerró el álbum de un golpe. El gesto me pilló por sorpresa y me
hizo dar un respingo. —Me gustan tus fotos, Alexander. Me gustan mucho. Tienen
un algo.
Su veredicto me
agradó. Sonreí despreocupadamente.
—Un algo. Bueno, no está mal.
—No. Si yo fuera un romántico, diría que tienen alma.
Lot dejó el álbum en su lugar con el mismo cuidado que había
empleado en la cinta de vídeo. Eso me agradó más todavía.
—¿Y qué no lo tiene?
De nuevo le escuché reír, mientras se alejaba hacia la
cocina. Cuando empezó a preparar la cena, se me olvidó la melancolía y ese
sentimentalismo absurdo que había hecho presa en mi interior se fue diluyendo
poco a poco entre los aromas del rosbif, la salsa de arándanos, la tortilla de
queso y cilantro y las patatas condimentadas.
Era otra de las virtudes peligrosas de Lot. Era capaz de
hacerte recordar cuando querías olvidar y de hacerte olvidar cuando querías
recordar.
. . .
Escena 4, toma segunda.
Por primera vez en mi nueva vida, esa noche cené con la tele
puesta. Los cubiertos de plata vieja brillaban sobre la mesita, donde se
amontonaban las servilletas de papel de colores, las velas, los platos de
porcelana —cada cual diferente del otro— atestados con los deliciosos manjares
preparados por Lot y los vasos de cristal fino. La botella de vino iba ya por
la mitad y yo estaba repitiendo por segunda vez, fascinado con la conversación de mi
acompañante, con lo hogareño y acogedor que era todo y con su elegante
presencia. Se había quitado el delantal y el batín y estaba sentado en el
suelo, con las mangas de la camisa dobladas sobre los codos y un par de botones
abiertos, el chaleco cerrado y el pelo descolgándose a la derecha de su frente
de vez en cuando a causa de la ausencia de fijador. Mientras yo comía, él
hablaba, usando la tele como telón de fondo. Le escuché, dejándome embrujar por
sus relatos. Lot era capaz de pasar de un tema a otro con facilidad, de
enredarte en un discurso chispeante y lleno de agudezas del que al final no
recordabas nada salvo que había sido tan genial como ir al parque de atracciones. Y entretanto, aún me quedaba atención para observar los pequeños
detalles. Que no llevaba reloj de pulsera, por ejemplo. Que no tenía ningún
anillo en los dedos, que sus uñas parecían lucir una perfecta manicura… y que
tampoco llevaba ninguna medalla. Se me hizo un poco extraño, como vacío.
Cuando quise darme cuenta, estaba terminándome el plato.
—Veo que disfrutas con mi arte culinario, ¿eh? —rió Lot al
verme mirar desolado los restos de rosbif que me quedaban.
—Pues sí, y mucho. Es que está todo buenísimo.
—Gracias.
Sonrió con orgullo, sin disimularlo.
Sonrió con orgullo, sin disimularlo.
—¿Has sido cocinero?
Lot me lanzó una miradita de las suyas, de esas ambiguas y
absurdamente pervertidas que no venían a cuento para nada. Negó con la cabeza y
se limpió las comisuras con la servilleta.
—No. Aprendí a cocinar por amor.
—Tus parejas habrán estado encantadas contigo.
Se rió entre dientes, como si el comentario le resultara muy
chistoso.
—Sí, encantadísimas.
—¿Es que no lo estaban? —pregunté, curioso.
—Sí, sí que lo estaban —replicó, haciendo una mueca engreída
que no supe cómo interpretar— pero no por mis habilidades en la cocina. En
realidad no he tenido oportunidad de compartirlas mucho con nadie, salvo en
algunas ocasiones. Contadas. Y ahora, contigo.
—Entonces me siento afortunado.
—Yo también, estás muy delgado.
—¿Piensas engordarme para luego comerme?
Me reí y me metí lo que quedaba de carne en la boca,
masticando con deleite. Tenía que disfrutar aquellos bocados, quería
saborearlos como si fueran los últimos, aunque no lo fueran. Lot me miró con
expresión perversa, sin parpadear, durante un rato. Me turbó un poco y aparté
la mirada.
—Engordarte y luego comerte es una gran idea.
«Mírale, qué cabrón», pensé, automáticamente. Algo me
resultaba divertido. Supuse que era la relación entre eso y, bueno, ya sabéis.
Otras cuestiones que tienen que ver con comer.
—Pues no vas por mal camino —repliqué, flirteando abiertamente.
Él alzó las cejas y volvió a sonreír como un sátiro.
—Me comí a mis últimas tres parejas. Las engordé con avena y
agua.
Tragué, ayudándome con un buen sorbo de vino.
—¿Y cómo es que se dejaron?
—Les puse un comedero y un bebedero y les dije que era un
juego erótico —contestó. Luego me miró con expresión extraña, muy burlona. —Hay
gente que se cree cualquier cosa, ¿no es verdad?
Parpadeé y me eché a reír. Las bromas de Lot eran un poco
siniestras a veces, pero no dejaban de ser juegos, o así lo veía yo. Dejé el
vaso en la mesa y un suave calor me subió a las mejillas. A lo tonto nos
habíamos bebido ya como un litro entre los dos.
—Pues yo prefiero una dieta más variada. Y los comederos y
los bebederos no me excitan, así que tendrás que ser más imaginativo.
—Bah. —Lot negó con la cabeza. Se puso en pie y empezó a
recoger los platos. —Si te digo la verdad, a ti no quiero engordarte. Me gustas
así, flaco y con cara de despistado.
Sonreí.
—Lo primero preferiría que cambiase un poco. Pero lo segundo
no tiene remedio.
Se fue a la cocina. Escuché el grifo, el correr del agua, y
vigilé sus movimientos discretamente mientras fregaba platos, secaba cubiertos
y recogía los cacharros. En realidad no le espiaba por cautela o desconfianza.
Lo cierto es que, a pesar de que estaba puesta la televisión, Lot me parecía
algo más interesante de observar. Me gustaba el modo en que hacía las cosas. Su
forma de caminar, de mover las manos… su silueta, lo bien que le sentaban los
trajes. Me gustaban sus orejas. Aquel día las había mirado mucho. Y su piel.
Tenía una piel fantástica.
—No es cuestión de cobardía, sino de jerarquía —dijo desde
lejos.
—¿Hablas de la película?
—Exacto.
Me levanté y aparté el viejo mantel que habíamos usado.
Ordené un poco los cojines y fui a buscar un frasquito de aceite al cuarto de
baño. Cuando volví, remangándome, él ya había terminado y estaba sentado en el
sofá de nuevo.
—Son cobardes por no atreverse a romperla —aduje, agitando
el botecito de cristal entre los dedos—. ¿Quieres un té?
—No, gracias. Si no te importa, me quedaré con esto
—respondió, mostrándome la botella de vino que ya había vuelto a secuestrar—.
¿No has pensado que, tal vez, no quieren romperla?
—¿Prefieren la jerarquía al amor? —Hice una mueca de
desagrado—. Pues no me parece buena idea. Eso, a la larga, seguro que es
frustrante.
Él alzó las cejas, pensativo.
—No sé qué decirte. Se trata de una jerarquía de valores, y
en la suya, el amor no es lo primero. ¿Por qué iba a frustrarles algo? No están
siendo desleales a sí mismos.
—Pues eso les convertirá en unos seres tristísimos en su
lecho de muerte —insistí, inamovible.
Lot soltó una carcajada. Luego entrecerró los párpados y me
atravesó con la mirada.
—Eres un poco presuntuoso, ¿no crees?
Sonreí a mi vez. Esa noche, en el salón de mi casa, el
materialismo de Lot Anders y el romanticismo de Alexander Seighin se
enfrentaban por primera vez. Y yo no sabía si era un pulso o simplemente un
intercambio, pero tenía claro que no iba a dejarme derribar por su supuesta
apatía de la vida.
—¿Yo? ¿Por qué?
—No todos sustentan su felicidad en el amor. Ni siquiera en
el amor más puro y verdadero y todos esos cuentos.
—No se trata de amor. Bueno, no solo de eso —me corregí.
—¿Y de qué se trata entonces?
Vi un chispazo de curiosidad en sus ojos ambarinos. Me
acerqué y me senté delante suya.
—¿Te tumbas?
Lot alzó las cejas.
—¿Ya? ¿Así, sin preliminares ni nada? Al menos podrías
fingir que intentas seducirme, aunque también me van los asaltos imprevistos,
si es eso lo que quieres.
Me eché a reír también, abriendo el frasco. El aroma a
sándalo del aceite perfumado se expandió por la habitación.
—No tengas tanta prisa. Voy a darte un masaje.
Lot miró el frasco con desconfianza un momento y se empezó a
quitar la camisa, alejándose un poco. Supuse que temía que se la manchara, así
que apreté los labios reprimiendo una sonrisa y lo tapé hasta que él se
descubrió el torso y hubo plegado la prenda.
—¿Y sabes darlos? Quizá no te acuerdes y me provoques una
contractura. Si eso sucede, tendrás que compensarme doblemente.
Apartó algunos cojines con indolencia y se dejó caer,
rodando para quedar boca abajo. Cruzó los brazos, apoyó la barbilla en ellos y
ladeó el rostro para mirarme. Sobre su hombro derecho, el tatuaje de una salamandra
parecía flexionarse cuando sus músculos se distendían. Era una figura sinuosa,
de bordes negros y pintada con tintas de color naranja intenso. Sonreí. Parecía
que estuviera viva. La rocé con un dedo, sintiéndome vigilado por los ojos de
mi amante mientras me arrastraba hacia él para sentarme sobre su trasero. Luego
volví a abrir el frasco y dejé caer algunas gotas de aceite sobre mi palma,
frotándome las manos. Aparté el botecito lejos de nosotros para no inquietarle.
—En realidad, creo que sí se trata de amor —confesé, a media
voz—. Siempre se trata de eso, ¿sabes?
Habíamos dejado encendida una lamparilla y la suave luz
tamizada brillaba sobre su espalda perfecta. En el cd que había puesto un rato
antes, que era un recopilatorio sin pies ni cabeza grabado en casa, Nick Cave
había dado paso a una serie de canciones de jazz suave que me parecían muy
apropiadas para la situación.
—¿Siempre se trata de eso?
—Sí —declaré, colocando los dedos sobre su piel. Era
increíblemente elástica y cálida, lustrosa, casi plástica. Y de nuevo, al
tocarle, fue como si pudiera filtrarse en mí, como si yo pudiera filtrarme en
él. Era una sensación íntima y seductora, y también muy balsámica, a decir
verdad. Cuando empecé a mover los dedos en una caricia lenta y apretada,
destinada a despertar sus músculos, él ronroneó como un gato enorme—. Lo que
hay de terrible en el mundo es que hay personas que no se dan cuenta de que el
amor debería ser el primero de sus valores. Por sobre todas las cosas. Y no
estoy hablando del amor romántico, no ahora.
Él apoyó el rostro sobre los brazos. No podía verle, pero
podría apostar a que estaba entrecerrando los ojos.
—¿Y por qué debería serlo? —preguntó.
Pasé las manos a ambos lados de la columna vertebral,
trazando surcos con los dedos. Apliqué presión en los puntos que me parecían
tensos. Lo cierto es que estaba concentrado y experimentando, porque no sabía
si iba a acordarme de cómo se hacía esto. Pero lo estaba haciendo bien, y eso
me animó.
—Es el motor de la creación... el hilo conductor de
nuestra grandeza, ¿sabes? —le dije, evocador. Me parecía estar repitiendo
palabras que ya había dicho antes… y sin embargo, no podía recordar haberlo
hecho. —Lo enturbiamos con muchas cosas, te olvidas de él y acabas haciéndole
daño a tu igual. Te olvidas de ser empático… de alimentar el espíritu con
aquello que le hace crecer.
Bajé hacia los riñones.
—¿Crees que el amor es necesario para crear? —murmuró Lot.
Daba la impresión de estar quedándose dormido o algo así.
—Para crear algo verdadero, sí. —Mi voz sonaba muy suave,
y descubrí que me gustaba escucharme, aunque a veces me detenía para pensar en
lo que quería decir o se me entrecortaban las frases al meditar sobre ellas por
el camino. — El amor es el origen de la vida.
Lot gruñó de satisfacción cuando empecé a trabajar la zona
lumbar, donde parecía tener más nudos. Creí que no diría nada más cuando volvió
a sorprenderme con una nueva pregunta.
—¿Cuántos años tienes?
No era exactamente lo que esperaba, así que traté de darle
una respuesta, aunque no estaba seguro. Recordaba vagamente un estúpido gorro
de fiesta y unas velas con el número dos y el número ocho y me veía demasiado
joven como para tener ochenta y dos. Así que estaba claro.
—Veintiocho.
—Eres un cándido.
Fruncí el ceño. Aquellos juicios salían de su boca con ese
tono desganado de quien está de vuelta de todo, y aquello me molestaba un poco.
—No soy un cándido —repliqué tranquilamente, mientras
proseguía con el masaje—. El mundo no es así, por desgracia, porque pocos se dan
cuenta de esto, Lot. Siempre es de día en algún sitio.
Le oí reír otra vez, con la risa seca y ahogada,
burlándose de mí.
—Además de un cándido, eres un cursi.
—Y tu un cínico —susurré, con media sonrisa cansada. No
tenía sentido discutir con él sobre aquellas cosas—. ¿Y qué más da?
Lot suspiró de nuevo, a medida que mis dedos iban
ascendiendo nuevamente hacia sus hombros. Tocarle era muy agradable, y era
evidente que a él también se lo resultaba.
—En realidad, nada —admitió, casi anestesiado—. Cada uno
elige vivir su vida como quiere.
Durante un rato estuvimos en silencio. Me dejé llevar
suavemente por la música, por la energía compartida con el contacto y la
fricción, y cuando quise darme cuenta estaba pensando en abrazos intensos y
besos asfixiantes, con una mezcla de nostalgia y sopor.
Y otra vez, Lot habló y lo estropeó, sacándome de ese
estado hipnótico.
—Tienes que devolverme las fotos que te di.
Me detuve un instante, sin saber de qué me hablaba
exactamente. Parpadeé.
—Las… ¿las fotos? —¿A qué venían las fotos ahora? ¿Por qué
tenía que hacer eso? A veces, cuando más a gusto estaba, decía cosas así y era
como si me zarandease, como si me cortara el rollo en un momento de despliegue
astral. Me daba rabia, pero era una rabia sorda que no llegó a manifestarse—.
Las tengo en el otro pantalón. Te las daré luego o… cuando quieras. ¿Las
quieres ahora?
Negó con la cabeza y se removió debajo de mí. Luego se dio
la vuelta, rozándome las piernas con las manos y observándome con intensidad.
Ya no sonreía y había algo hostil o defensivo al fondo de sus ojos. Una súbita
amargura me atenazó el estómago, como si algo mágico se hubiera estropeado. Me
puse triste, sin saber por qué. Y buscando el por qué, comprendí, de una manera
instintiva, que Lot no iba a dejar que le tocara profundamente. Que seguramente
no me lo permitiría jamás. Siempre interpondría una barrera, y eso era lo que acababa
de hacer.
—¿Conoces la historia de Lot? —susurró de pronto.
Negué con la cabeza, sin saber muy bien qué decir ni qué
hacer. Seguía sentado sobre él, y ahora que se había girado estaba sobre su paquete, ni más ni
menos, y con los dedos aceitosos sobre su pecho, sin atreverme a tocarle
demasiado. Él levantó la mano para rozarme el pelo con ligereza, frotando un
mechón entre los dedos, como si quisiera comprobar si era de verdad.
—Es larga y un auténtico melodrama —prosiguió— como todos
esos cuentos de la Biblia católica.
»Los católicos son gente muy reprimida y muy estrecha, por
lo general, pero su libro sagrado
es un compendio de perversiones. Durante la mitad de la historia, Lot se pasa
el tiempo huyendo de aquí y de allá, y Dios, esa divinidad de iconografía
fascinante (ya sabes, el ojo dentro del triángulo) le prohíbe siempre mirar
atrás. En una de estas, su esposa, que como casi todas las mujeres de la Biblia
es desobediente por naturaleza, vuelve la mirada hacia atrás y se convierte en
estatua de sal. Lo último que se sabe en ese libro sobre Lot es que termina en
un yermo con sus dos hijas, que lo emborrachan y se acuestan con él para tener
descendencia. No nos cuentan nada más.
Hubo un largo rato de silencio, y después esbozó media sonrisa extraña.
—A mí me gustaría saber si estaba borracho de verdad —añadió, por último.
Hubo un largo rato de silencio, y después esbozó media sonrisa extraña.
—A mí me gustaría saber si estaba borracho de verdad —añadió, por último.
Me mordí el labio, preguntándome qué quería decir con todo
eso, si es que quería decir algo.
—Tal vez era su excusa.
—Tal vez —repitió a media voz. Enroscó mi mechón de pelo
en su dedo índice y luego lo deslió, sin apartar los ojos de mí—. ¿Sabes cual
es la diferencia entre huir y avanzar, Alexander?
Entreabrí los labios, con la impresión de que estaba
hipnotizándome o algo así.
—Huir no tiene más meta que escapar de lo que te asusta…
pero avanzar… avanzar siempre conduce a algo —respondí, dubitativo.
—Eso es cierto, en teoría. —Su voz era un ronroneo
seductor. —Pero la verdadera diferencia está en la clase, querido. Una huída
con clase puede convertirse en un avance.
—¿Qué? —parpadeé, desconcertado.
—¿Ves? Dices que soy un cínico, pero en realidad, soy un
romántico.
Solté el aire por la nariz al reprimir una risa algo
amarga. «¿Quién demonios eres?», me preguntaba, mirándole, perdiéndome en esos
ojos cristalinos y hechiceros. «¿Quién demonios eres y qué quieres de mí?».
—Eres extraño —puntualicé, ladeando el rostro para tocar
sus dedos con mi mejilla y acercando los míos a sus labios, fascinado, otra vez
en sus redes—. Equívoco, y contradictorio… y eso me gusta.
—A todo el mundo le gusta el misterio. —Sonrió de nuevo.
—Y el riesgo.
—¿Tengo algo que temer de ti? —repuse, susurrando,
inclinándome hacia él. El aroma del aceite embriagaba mis sentidos y el perfume
de su colonia me llegó también, al acercarme un poco más—. Porque no te tengo
miedo.
«Oh, Dios, estoy flirteando. Lo estoy haciendo. Si ni
siquiera recuerdo cómo lo hacía antes», me dije. «Pues nadie lo diría», me
respondí. Claro que estaba flirteando, y Lot parecía encantado de la vida con
la situación. Empezaba a ser evidente que nada le gustaba más que sentirse
seductor, admirado y adorado. Y también que a mí no me costaba nada dejarme
seducir, admirarle y adorarle.
—No tienes por qué tenerlo —replicó Lot, sonriendo con una
sonrisa perversa y mirándome con expresión de lobo acechante—. Soy un
corderito. Pero lo que estamos haciendo es arriesgado. Eres muy sensible, quizá
te enamores locamente de mí.
Sus dedos me rozaron el cuello. Me incliné hasta rozarle
los labios, repentinamente ansioso, sediento, ávido de su boca y de su cuerpo.
—¿Sigues atado a algo o a alguien? —murmuré, sobre su
boca—. En las fotos que me diste, te vi… y vi que había grilletes en tus manos.
¿Sigue habiendo cadenas en tus muñecas?
Lot entrecerró los párpados y algo se volvió cortante en
su mirada. Su propia hambre se manifestó cuando deslizó las manos a lo largo de
mi cuello y me agarró del pelo con un gesto que rozaba la crispación.
—Qué importa —replicó, con la voz ronca por una emoción
que no supe descifrar—. Hace falta algo más que eso para detenerme.
Mostró los dientes y me mordió el labio inferior, tirando
de él suavemente, incitante, provocador. Le devolví el roce y pronto nos
enredamos en un beso lascivo y ahogado, nuestras lenguas se encontraron y se
anudaron y succioné su saliva como si fuera jodida ambrosía. Una fuerte
necesidad me hizo temblar, casi destrozando mi control.
—¿Entonces qué importa el riesgo? —murmuré a duras penas,
cuando nos separamos un momento.
Él me tiró del pelo con suavidad para hacerme alzar el
rostro. Deslizó la lengua por mi mentón y la curva de mi cuello y sus ojos
burlones asaltaron mis pupilas de nuevo cuando me obligó cambiar de posición,
agarrándome por la cintura y haciéndonos girar sobre el sofá hasta quedar sobre
mí. Rozó mi nariz con la suya y me dio un beso lento y provocativo, mientras yo
le arañaba los brazos lentamente, reclamándole.
—Claro que importa. Hace esto aún más interesante.
Y lo fue.
Aquella noche lo hicimos en el sofá. Tres veces. Sus manos
sujetaron mis muñecas y sus dientes se hundieron en mi piel sin hacerme daño. Me ató con el cinturón, y me gustó. Su lengua recorrió mi cuerpo y me miraba a los ojos mientras se hundía en mi
interior, riéndose como un demonio de los bosques, uno de esos duendes malignos
de los cuentos. Y fui testigo de su risa, de cómo sus ojos, faros ambarinos, se
iban licuando poco a poco y la risa se apagaba y llegaban los jadeos y las miradas de deseo ardiente. Sus caricias dejaron de ser seductoras y se
volvieron posesivas, y hubo momentos de éxtasis y de espectacular habilidad, y
mi voz se rompió en gritos de placer bajo sus ataques, y me sentí lleno y
colmado al final. Pero en cuanto ese poso invisible de amargura amenazaba con
asomar a su mirada, él la apartaba o la cubría con brillante barniz.
Había sabido, quizá desde el principio, que Lot Anders
nunca permitiría que llegase a tocarle de verdad, que nunca me mostraría sus
secretos. Pero cuando volvió a preguntarme mi nombre, después de cada orgasmo,
tuve la clara impresión de que yo también tenía mis propias barreras, mis
propios muros.
—Alexander —respondía cada vez. —Alexander. Alexander
Seighin.
Y Lot sonreía y le brillaban los ojos.
Ahora lo pienso y lo entiendo mejor, la verdad. Entiendo
mejor todo aquello. Lot era un mentiroso consumado. Era tan mentiroso como
capaz de reconocer las mentiras de otros y las verdades que escondían. Así que,
así fue esa noche. Nos entregamos el uno al otro, cada uno desde el extremo de
su trinchera, cada cual desde las almenas de su jodida fortaleza, apenas
rozándonos con las yemas mientras fingíamos que aquello era un abrazo.
Demasiado asustados para abrazarnos de verdad, supongo, o demasiado cobardes.
Lo cierto es que yo sí que quería. En realidad, en el fondo, quería. Pero él
no. Y aunque con el tiempo comprendería mejor las causas de su actitud, lo que
había detrás de su peculiar forma de ser, en aquellos días me formé una imagen muy clara de él.
Que era un cínico. Que era un embustero. Que no era su
jerarquía.
Y por si no me había quedado claro que no lo era, después
de follar toda la noche, Lot se levantó como si nada, se puso el batín y se
marchó a mi habitación, tarareando una canción que me sonaba aunque no podía
reconocer del todo. Me miró desde la puerta, burlón y cruel, y la cerró por dentro.
Me quedé mirándola un buen rato. Después, mitad desamparado y mitad rabioso,
tras sopesar el plan de quemar su puta camisa o manchársela con todo lo que
encontrase, lo descarté todo y decidí sentirme desgraciado. Me dirigí al cuarto
de baño. Allí pude estar a solas conmigo mismo, queriéndome, mimándome y
ocultándome de sus dardos envenenados.
Al fin y al cabo, los médicos me habían dicho que tenía
que cuidarme. Y eso hice, ya que nadie más parecía interesado en ello.
. . .
© Hendelie y Neith
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