Escena 5, toma primera.
Lot Anders pasó la noche solo, durmiendo en la habitación de
Alex a pierna suelta y sin la menor preocupación. A eso de las seis de la
mañana, el joven fotógrafo entreabrió la puerta y se metió bajo las sábanas, a
su lado. No le rodeó con los brazos ni hizo el menor acercamiento. Su cuerpo
apenas pesaba sobre el colchón y su intrusión fue de lo más discreta, pero no
lo suficiente como para que Lot no se diera cuenta: abrió los ojos y aguardó
durante algunos minutos hasta que le escuchó respirar profundamente. Entonces
se dio la vuelta y le espió. Sí, Alexander estaba dormido por completo. Tras
comprobarlo, se levantó con la mayor cautela y se dirigió al cuarto de baño.
Sus pies enfundados en los calcetines de punta verde no hacían ruido sobre la
crujiente tarima, así que no había peligro de despertarle. Abrió la puerta con
todo cuidado y se sentó al borde de la bañera.
Las paredes encaladas todavía permanecían húmedas. La toalla
que Alex había usado se balanceaba en la barra de la cortina y la pequeña
ventana dejaba entrar la luz de la luna, mohosa y apagada. Olía a jabón y a
sales. El ilusionista alargó la mano hacia la esponja y la estrujó entre los
dedos, con una media sonrisa. Un chorrito de agua blanquecina cayó sobre la
porcelana de la bañera y se formó espuma entre sus dedos.
—Tú sí que sabes cómo mantener tu cuerpo en buen estado,
¿eh? Y sin necesidad de barnices ni químicos —murmuró—. Chico listo.
Soltó la esponja de cualquier manera y se miró al espejo. Al
ver su semblante, frunció el ceño con un arrebato de mal humor. Empezaba a
tener ojeras otra vez y su cutis perdía el lustre. Eran las consecuencias de la
falta de energía; llevaba dos días alimentándose únicamente de imágenes y
fotografías y siendo asaltado por una rémora hambrienta, cosa que empezaba a
notarse en su salud. Aunque para ser justos, las instantáneas de ese Alex
habían resultado sorprendentemente nutritivas: había mucho sentimiento, una
gran cantidad de energía emocional acumulada en ellas. Eso las había convertido
en raciones de emergencia de lo más satisfactorias, pero a pesar de todo… no
eran suficiente.
Suspiró y apartó la mirada del espejo, pensativo.
En aquellos momentos, Lot Anders tenía muchos problemas.
Bastante serios, además. No estaba pasando precisamente por el mejor momento de
su carrera. No obstante, no era una persona de naturaleza dramática, así que
pasó a analizar los asuntos que le parecían prioritarios, y uno fundamental era
el tema de llenar la despensa. Por una parte, aunque tenía fuentes de energía a
su alcance, tenía que asegurarse una provisión de alimento constante y
suficiente. Una que no le obligara a estar relamiendo fotografías y cintas de
vídeo que antes o después acabarían desgastándose y desapareciendo. Y por otra
parte, tenía que empezar a poner orden en las conductas absurdas de la rémora.
Más allá de la fascinación que la situación le producía, la rémora que se
hospedaba en el endeble cuerpo del fotógrafo estaba adquiriendo manías de lo
más irritantes… que para hacer la cuestión aún más interesante, tenían algo que
divertía tremendamente a Lot.
En la penumbra del cuarto de baño, esbozó una sonrisilla
siniestra al recordar cómo había intentado aquel pequeño bastardo volver a
alimentarse de él. De él. De un
ilusionista. Y por segunda vez. Era intolerable, aunque le hacía gracia. A Lot
siempre le había gustado la rebeldía, eso de romper las normas era muy de su
estilo, aunque claro, si esto estuviera ocurriendo en el entorno controlador y
paternalista de la Organización, Lot Anders habría arrancado el corazón de esa
pequeña rémora intrusiva y la habría arrojado por un conducto de desecho. Allí
no se permitían esta clase de comportamientos. Atentaban directamente contra
las jerarquías establecidas y el orden imperante. No se consentían. Jamás.
Nunca. Bajo ningún concepto. Y si se daban tales casos, se aplicaban severos
correctivos tanto a la víctima como al infractor: al primero por permitir
semejante despropósito o no estar lo suficientemente preparado para evitarlo,
al segundo, por romper las reglas.
Por ese y otros motivos de sentido común, a Lot nunca le
había succionado la energía una rémora hasta entonces. Y tenía que reconocer
que había sido una experiencia peculiar. Algo… cómo decirlo, algo punzante, sí, y ligeramente ácida, con una cierta sensación
corrosiva al principio, pero después era como una mezcla entre una extracción
sanguínea y una felación. No era desagradable del todo. Tampoco era agradable
del todo. Era raro. Y morboso. Aquella misma noche, cuando con la excusa de
darle un masaje la rémora intentó que bajara la guardia para volver a clavarle
el aguijón por segunda vez y beber un poco más, Lot no había tenido el menor
reparo en cortar con la situación de inmediato. Después, durante el sexo, la
rémora lo había intentado un par de veces más. Y entonces no había sido capaz
de negárselo, para qué engañarse. No había querido resistirse. Lo cierto es que
le había parecido de lo más adecuado en medio de aquel intercambio húmedo y
carnal, vibrante de deseo; el complemento perfecto para la carga emocional de
la situación. Alex y su inquilino le miraban con ojos llenos de súplica y
necesidad mientras él se hundía en el interior de aquel cuerpo completamente
humano, tan cálido y tan frágil. Le dijo que no mirara atrás, y los ojos de
Alexander estaban llenos de deseo, tragedia y agonía. Y pensó que no había
razón para no consolarle un poco. Le pareció adecuado darle lo que quería. Muy
apropiado para la escena.
Bien, apropiado o no, estético o no, había sido imprudente.
Ahora tenía ojeras y amenazaba con empezar a caérsele el pelo, y todo porque le
gustaba que una rémora mugrienta le relamiera los engranajes. Qué bajeza. Qué
maravillosa degradación. Se rió en silencio y luego se frotó las manos, dando
por finalizado el experimento. Una cosa era el morbo y la lascivia, la emoción
de jugar con fuego, y otra muy distinta tirarse de cabeza a la hoguera. Había
algunos riesgos que no estaba dispuesto a correr. No habría una tercera vez.
Sentado en el borde de la bañera, empezó a sopesar sus
opciones y a valorar las diversas soluciones que se le ocurrían para solventar
sus problemas. Tras unos instantes de reflexión, una nueva sonrisa diabólica le
cruzó el rostro. Regresó a la habitación y comprobó que su nuevo amante seguía
dormido. Se puso el batín y se fue a la cocina, con el teléfono móvil en la
mano. Escribió un mensaje de texto pidiendo una dirección, configuró el aparato
en modo silencio y se sirvió una copa de vino mientras aguardaba la respuesta.
Al otro lado de la celosía, el amanecer se pintaba de gris perla. Había algo de
humedad, la calle estaba completamente vacía y una suave brisa agitaba las
cortinas, las hojas de las plantas y las nubes del cielo.
Cuando el teléfono empezó a vibrar, Lot frunció el ceño.
Esperaba un mensaje, no llamadas. Y al observar el nombre que parpadeaba en la
pantalla, su sorpresa se tornó en desagrado. No esperaba llamadas, y menos aún
de él.
Caminó silenciosamente hacia el rincón más apartado del
saloncito, lo más lejos posible de la puerta del dormitorio y descolgó.
—¿Qué quieres? —murmuró en voz baja—. No puedo hablar ahora.
—Buenos días, Elliot —dijo al otro lado una voz conocida,
tranquila y bien temperada—. Me gustaría saber para qué necesitas esas señas.
Lot se quedó en silencio un momento, sorprendido. Meneó la
cabeza. Siempre subestimaba a su mentor, siempre. Decidió hacerse el tonto.
—¿Qué señas?
—Has escrito a un miembro de los Vigilantes para pedirles
una dirección.
Hacer el tonto nunca funcionaba con él, claro. A veces se le
olvidaba.
—Ese mensaje no era para ti —replicó altivamente—. Esto es
una violación de mi intimidad.
—¿Tienes problemas? —preguntó su interlocutor, haciendo caso
omiso a sus quejas.
—¿Es una pregunta retórica?
—Claro que no lo es, Elliot. Si necesitas algo, yo…
—No necesito nada —interrumpió rápidamente. El otro
ilusionista hablaba siempre de una forma tan hipnótica y seductora como la suya
propia. Deformación profesional. Solo que en su caso, los matices eran
completamente opuestos. Su discurso era sosegado, paternal, lleno de afecto
contenido. Inspiraba confianza inmediata. Y resultaba románticamente
misterioso, con esa mezcla de acentos tan extraña, en parte británico y en
parte sureño, que hacía pensar en viajes, en aventuras, en castillos celtas y
en ranchos de Alabama. Con su peculiar expresividad, esa vibración grave, rica
y vital que siempre le había gustado tanto como ahora le molestaba—. Gracias.
No es asunto tuyo. Deja de espiarme.
—No te estoy espiando.
—¿Entonces por qué tienes acceso a los mensajes que mando a
otras personas?
—Es que también me lo has mandado a mí.
Lot volvió a quedar en silencio, algo perplejo. Colgó sin
despedirse y navegó a través de los menús de configuración del teléfono móvil.
Observó con desazón que su mentor estaba en lo cierto. Aún tenía activada la
función especial que enviaba una copia de todos sus mensajes de texto y un
registro de sus llamadas a su maestro. Chasqueó la lengua y se quedó observando
el menú luminoso en la pantalla, pensándose si desactivarla o no. Entonces, el
aparato volvió a vibrar. Descolgó y se lo llevó a la oreja, con la expresión
neutra.
—Ya lo has comprobado —dijo la voz al otro lado.
—Sí —admitió Lot, impasible.
—¿Por qué me quieres mantener al margen?
—Porque no es asunto tuyo. ¿Por qué te empeñas en seguir en
contacto?
—No te has marchado. —La voz al otro lado se volvió
amarga. —Si sigues aquí, ¿por qué debería dejar de estar en contacto?
—Que no me haya ido no significa nada. Sigo sin querer saber
nada de ti.
Las palabras de Lot fueron recibidas al otro lado de la
línea con un silencio lleno de indignación.
—Permite que te recuerde la situación —dijo su maestro,
finalmente—. Era yo quien estaba enfadado y no quería saber nada de ti.
—Sí, lo sé. —Lot entrecerró los ojos, malicioso—. Observo
que hablas en pasado. ¿Eso significa que ya has cambiado de idea?
—Honestamente, no es la clase de conversación que considero
apropiado tratar por teléfono.
—Da igual, olvídalo. Ahora yo tampoco quiero saber nada de
tí.
Otro silencio.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace varios días. ¿Qué más da? Déjame en paz.
—De acuerdo. ¿Quieres que rompa toda comunicación, entonces?
Lot se quedó callado. Pasó un minuto. Pasaron dos.
—¿Elliot?
Tres minutos.
Lot Anders colgó el teléfono y lo deslizó en el interior del
bolsillo del batín. Empezaba a sentir frío en alguna parte, una sensación
opresiva y amarga. Era desagradable. Se abrió las solapas del batín y se lo
bajó por un lado. Rozó con los dedos el tatuaje que llevaba en el hombro. El
reptil anaranjado comenzó a brillar y se hinchó como una pústula húmeda,
tomando relieve y despegándose de su piel. Luego correteó a lo largo de su
brazo y trepó hasta la celosía. Desde allí, miró a Lot Anders con sus ojos
negros y profundos. El ilusionista le devolvió la mirada y luego se arregló el
batín, recuperando la expresión burlona. El malestar había desaparecido.
Fue a la habitación para vestirse. Si nadie quería darle la
jodida dirección, él mismo la encontraría. En realidad no necesitaba a nadie,
solo había pedido la información por pereza. No porque no pudiera hacer las
cosas por sí mismo. Ni siquiera le costaría gran esfuerzo.
Al pasar junto al espejo, se pasó la mano por el pelo y
contempló su fabulosa imagen antes de seguir con su camino. Qué estúpida era la
gente.
. . .
Escena 5, toma segunda.
Al día siguiente, cuando me desperté, Lot no estaba en la
cama. Me di la vuelta, medio dormido aún y pasé la mano sobre el colchón vacío
en el lugar en el que él debería estar. La almohada olía a su colonia. No había
calor residual, pero sí la huella de su cuerpo sobre las sábanas. Me di cuenta
de lo fácilmente que había olvidado que detestaba dormir solo.
Mientras volvía al mundo de los vivos en mi proceso habitual de despertar, me costaba entender qué nos había pasado la noche anterior. Me había sentado horriblemente mal que me dejara ahí tirado después de follar y que se encerrara en mi cuarto a dormir sin mí, pero en ese momento, a la luz del día, empecé a sentirme culpable. A lo mejor había hecho algo mal y no me había dado cuenta. Quizá me comporté de manera inadecuada en algo. ¿Habría dicho alguna cosa molesta? En cuanto al sexo, había sido un intercambio bastante caliente, casi pornográfico. ¿Quizá no le había gustado? A lo mejor pensaba que era un poco putilla. «Cuando vuelva hablaré con él», decidí, intentando quitarme las inseguridades de la cabeza.
Mientras volvía al mundo de los vivos en mi proceso habitual de despertar, me costaba entender qué nos había pasado la noche anterior. Me había sentado horriblemente mal que me dejara ahí tirado después de follar y que se encerrara en mi cuarto a dormir sin mí, pero en ese momento, a la luz del día, empecé a sentirme culpable. A lo mejor había hecho algo mal y no me había dado cuenta. Quizá me comporté de manera inadecuada en algo. ¿Habría dicho alguna cosa molesta? En cuanto al sexo, había sido un intercambio bastante caliente, casi pornográfico. ¿Quizá no le había gustado? A lo mejor pensaba que era un poco putilla. «Cuando vuelva hablaré con él», decidí, intentando quitarme las inseguridades de la cabeza.
Me quedé en la cama hasta que me sentí con fuerzas para
levantarme. Luego, hice la comida y me senté a ver películas mientras le
esperaba. Vi Some like it hot, Bonnie
and Clyde, El apartamento y La fiera de mi niña.
Después empezó a pesarme la soledad, así que me fui a la ducha, donde
estuve bajo el agua un buen rato, pensando otra vez en las más terribles
posibilidades. ¿Y si se había ido? ¿Y si me había dejado? «¿Dejarme? ¿Dejarme
de qué? Si ni siquiera tenemos nada. ¿O sí?», me decía a mí mismo. «No, no me
ha dejado. Es sólo que está raro. Algo no ha ido bien. Pero lo arreglaremos.»
Al salir de la ducha me fui a la ventana a mirar la calle
mientras fumaba uno de sus cigarritos, ya más tranquilo. No me había dejado
porque no se había llevado nada, así que no tenía por qué preocuparme tanto.
Todos sus trajes fantásticos y sus zapatos estaban en mi armario, los bastones
seguían en el paragüero. Además, hacía un día muy bonito, dorado, de luz clara
y sol bondadoso que no hacía daño a los ojos ni secaba los colores de la
ciudad. Seguramente se había ido a pasear. Seguramente no sucedía nada.
Contemplé el paisaje, pensando en hacer fotos. Sobre los
tejados de las naves industriales y los viejos edificios, las nubes se rizaban
con la barriga teñida de rosa y naranja.
Empezaba a apetecerme un helado cuando sonó el timbre. Fui a
la puerta, apagando el cigarrito en el cenicero por el camino. Me asomé a la
mirilla y, al otro lado, Lot me sonrió. La lente convexa me transmitió su
imagen distorsionada, un poco siniestra, pero en ese momento no presté mucha
atención a su cara de psicópata ni al bulto que llevaba en el hombro. Estaba
demasiado ocupado sintiéndome feliz por su regreso (ya, soy un cándido, ya lo
sé). Descorrí el cerrojo y abrí la puerta, franqueándole el paso.
—Hola, Lot. ¿Necesitas ayuda?
—Hola, flaquito.
Me robó un beso al entrar en casa y caminó hacia el sofá. Entonces vi que
lo que llevaba era una alfombra enrollada, y que de su interior asomaba una
mata de pelo rubio pegada a una cabeza. Cabeza que a su vez estaría unida a un
cuerpo. Era un cuerpo. Mi mente lo procesó, empezó a buscar un significado y
entró en un bucle de pánico. Se me borró la sonrisa de la cara y cerré la
puerta a toda prisa, pasando los cerrojos y pegándome a la pared con los ojos
como platos. «Dios mío. Es un cuerpo. ¡Un cuerpo! Que no sea un cadáver. Que no
sea un cadáver, por favor».
—Lot…
No me atrevía ni a preguntar. Él me miró de soslayo.
—Bien, bien, bien. Supongo que quieres una explicación. Es
una excusa muy manida, pero en fin, allá va: esto no es lo que parece. — Soltó
la alfombra sobre el sofá de cualquier manera. El bulto enrollado en su
interior gimió y se removió un poco—. Además, está vivo.
—Vale… y, ¿qué hacía un tío envuelto en una alfombra en tu
hombro?
—Lo puse yo —dijo Lot, con una gran sonrisa.
—¿Por qué?
«No sigas preguntando, no quieres saberlo», decía una parte
de mí. Una mano blanca, torpe, salió de dentro de la alfombra y palpó
alrededor, aferrándose a uno de mis cojines. Escuché un murmullo adormilado.
Entretanto, Lot se colocaba la chaqueta como si nada.
—Verás, he estado comprobando algunas cosas. Y traigo dos
noticias, una buena y otra mala. —Abrí la boca para hablar pero él no me dejó,
estaba soltando su carrete, como siempre. —Supongo que quieres la mala primero,
así que te la diré sin paños calientes: te están buscando. Sí, ya sabes, los
mafiosos. Las dos familias, los Corleone y los Amati, o como sean, no recuerdo
el nombre que les puse el otro día. Pero tranquilo, la noticia buena
contrarresta el pánico que pudiera producirte lo que te acabo de decir. Me
alegra comunicarte que, de momento, nadie ha encontrado tu casa. Gracias a mí,
claro. ¿No es genial?
«¿Genial? Claro. Estupendo. Maravilloso. Sublime.» Sacudí la
cabeza, algo aturdido.
—¿Y este tipo estaba buscándome? —pregunté, señalando el
fardo que se desperezaba en mi sofá.
Lot se acercó a él y mientras hablaba tiró de un extremo de
la alfombra, desenrollándola con el ademán de un mago que revela el lugar en el
que ha aparecido su ayudante después del truco, todo airoso y espectacular.
—Exacto. Por lo visto quiere hablar contigo…
Un muchacho de apenas veinte años cayó sobre los cojines, de
un modo muy poco airoso y espectacular. No se parecía a las bellas ayudantes de
los magos, la verdad. Era delgado y de aspecto frágil, vestido con unos
vaqueros deshilachados y un jersey viejo con el cuello demasiado amplio. Tenía
la piel muy clara y su cabello era del color del trigo joven, largo hasta los
hombros y más corto por delante. Miraba alrededor con la expresión ida, como si
estuviera drogado, cosa muy probable, y llevaba una mordaza. «Es el chico del
otro día. El de las fotos en el puente.» Lo recordaba claramente, al lado del
otro tío, el hombre alto e imperturbable, con expresión de estatua. El chico
miraba al objetivo con ojos de gacela.
—Joder, Lot.
Me acerqué al sofá y me incliné sobre nuestro rehén,
sacándole el pañuelo que llevaba en la boca. Lot seguía a lo suyo.
—… así que me he dicho: pues se lo llevo al flaco y que él
decida.
—Pobre chico.
El jovencito gimió, tratando de enfocar la mirada. Parecía
ir volviendo en sí poco a poco. Fui a la cocina y llené un vaso de agua.
—Tienes muchos libros de Ghandi y de esos indios pacíficos,
no creí que aprobases el asesinato. Me pareció mejor traértelo. ¿Ves? Soy
considerado.
Considerado, sí. Ya ni siquiera me sorprendía. Me arrodillé
frente al chico y esperé a que reaccionara un poco antes de darle el agua. Los
enormes ojos claros del muchacho se fijaron en mí con una mezcla de miedo y
confusión. Le hablé con dulzura. No quería que se pusiera nervioso o se
asustara, bastante culpable me sentía ya.
—Hola, chaval. ¿Tienes sed?
Cogió el vaso con una mano temblorosa. Parecía tan perdido
que me conmoví.
—Hola —respondió, con un hilillo de voz.
Lot murmuró algo y se dio media vuelta, dirigiéndose a la
cocina. Escuché el sonido del vidrio entrechocando y supuse que iba a servirse
una copa. Ahora no tenía tiempo ni ganas de prestarle atención así que me
concentré en mi huésped inesperado, que parecía necesitar un abrazo
urgentemente.
—Disculpa por las formas. Lot me ha dicho que estabas
preguntando por mí y te ha traído para que hablemos. —Sonreí para hacerle
sentir seguro—. Tranquilo, ¿vale?
El joven se bebió el agua con avidez, observándome por
encima del borde del vaso. Luego lo dejó sobre la mesa cautelosamente y reculó
en el sofá, pegando la espalda a los cojines y rodeándose las rodillas con los
brazos. Su expresión de desamparo era tan absoluta que había que ser de piedra
para no sentir al menos un poco de compasión. Ser de piedra o ser un cretino
como Lot, quien demostraba tener la empatía de un ladrillo. Estaba bebiendo y
fumando al otro lado de la barra, sonriendo como si estuviera asistiendo a un
espectáculo de variedades o algo así. El muy cabrón.
—No debería estar solo —murmuró el chico.
—Tranquilo. Nadie te va a hacer daño, te doy mi palabra. —El
chico volvió a mirar alrededor. Mi sensación de culpa iba en aumento. Intenté
sonreír de nuevo—. ¿Cómo te llamas? Yo soy Alex, aunque seguro que ya lo sabes.
—Sí. Yo soy Isaac.
El muchacho intentó devolverme la sonrisa, aunque le quedó
rara y poco convencida. Aun así, su esfuerzo me relajó un poco. Había temido
que se pusiera a llorar, que quisiera huir o algo así.
—Encantado, Isaac.
—Ha sido muy raro.
—Ya. Lo siento. Para mí también es muy raro todo esto.
Isaac parecía ya bastante recuperado. Ahora miraba de reojo
a Lot, y al hacerlo se encogió un poco más. De pronto pareció recordar por qué
estaba allí y regresó a él un cierto aplomo. Se dirigió a mí.
—Tú… nosotros… nosotros queríamos hablar contigo.
Asentí con la cabeza.
—Estás aquí para eso. Podemos hablar tranquilamente, ¿vale?
No tengas miedo.
El chico volvió a mirar a Lot.
—¿Él se va a quedar? —preguntó.
—¿Me voy a quedar? —repitió Lot, como un eco, mirándome
también.
«Por mí como si te tiras por la ventana. ¿Cómo se te ocurre
hacer esto?», hubiera querido decirle. Pero no, en realidad no quería que se
tirase por la ventana. Incluso con el marrón que acababa de colocarme, me
sentía muy aliviado de que hubiera regresado a casa.
—¿No puedes decírmelo delante de él?
—¿No puedes decírselo delante de mí? —Ahora Lot miraba hacia
Isaac, con esa sonrisa de sátiro.
El muchacho reflexionó unos momentos.
—Supongo que sí. Al menos algunas cosas.
Lot sonrió, como si aquello fuera una gran noticia. Le lancé
una mirada reprobatoria. Empezaba a cansarme de que se lo tomara todo a guasa.
—Vale. Entonces te escucho. Te escuchamos —me corregí.
El muchacho asintió y luego tomó aire. Me pareció que estaba
dándose ánimos a sí mismo. Volvió a coger el vaso y bebió el agua que le
quedaba. Después, tras perderse en sus pensamientos un instante, apretó las
yemas contra el vidrio y volvió a alzar la mirada.
—Alex, eres especial.
Su declaración me sorprendió, aunque me pareció una forma
muy agradable de empezar una conversación. Esbocé media sonrisa.
—Todos lo somos, pero creo que no hablas de eso, ¿verdad?
—No. —El chico meneó la cabeza, luego asintió y prosiguió
con su disertación. Le temblaba un poco la voz y parecía vacilar mientras
hablaba—. Bueno, quizá sí. Hay gente más diferente que otros. Personas que
destacan porque tienen habilidades o características distintas.
—¿Y tú crees que yo tengo características distintas?
—Bueno…
El chico dudó.
—No sé hacer nada fuera de lo común, Isaac —le aclaré—.
Pero, aun así, ¿por qué crees eso?
—No estoy seguro. A mí me han explicado todo esto hace poco.
Cuando pregunté quién eras tú y por qué íbamos a conocerte, Solomon y Nun me
dijeron que eras Alex, que eras especial. Que tenías una maldición pero querías
ser diferente y ser mejor.
Isaac daba vueltas al vaso entre los dedos. Eran largos,
blancos, delicados. Lot nos miraba desde la cocina, tomando largas caladas de
su cigarro y exhalando el humo silenciosamente. Sus ojos anaranjados iban de
uno a otro a medida que conversábamos, escrutadores, tocándonos de un modo casi
físico. Yo intentaba tomarme con calma lo que decía Isaac. No parecía mal
chico, pero sus palabras me inquietaban. Me ponían a la defensiva de un modo
que no me gustaba nada y me costaba un poco controlar. Pero en todo caso, quizá
el chico sabía cosas sobre mi pasado, y entonces, lo mejor era saberlas
también, ¿no?
—Creo que antes estaba metido en asuntos turbios —admití—
pero no sé si creérmelo.
El muchacho asintió.
—Ellos dicen que hiciste algo malo, pero que no lo pudiste
evitar —continuó. Me di cuenta de que le costaba tanto hablar de esto porque
estaba escogiendo las palabras con cuidado—. Dicen que te puedes salvar. Al
menos, quieren intentarlo. Quieren ayudarte. Nadie quiere hacerte daño, ninguno
de nosotros. —Y lo repitió, con especial énfasis, como si quisiera enviarme
alguna clase de mensaje cifrado en aquella frase—: Ninguno de nosotros quiere
hacerte daño.
Ninguno de nosotros. ¿Ninguno de ellos? ¿De quienes? ¿Es que
otros sí? Me eché hacia atrás, buscando a Lot con la mirada. De pronto tenía la
sensación de que estaba en peligro. No podía confiar en nadie. Sólo en él, y ni
siquiera del todo. Puede que fuera un mentiroso, pero no tenía nada más. La
inquietud me hormigueaba por dentro, como agua que se hubiera ido calentando
poco a poco hasta hervir.
—¿Y por qué quieren ayudarme? —pregunté, con un tono algo
más seco—. ¿De qué tengo que salvarme?
Isaac pareció extrañarse de mi pregunta. Arrugó el entrecejo
y miró a Lot fugazmente.
—¿Él no te ha contado nada?
«Ya. Sólo puedes confiar en él, ¿no, Alex? Aquí no puedes
confiar en nadie, no te engañes.» Sacudí la cabeza negativamente.
—Algo. No le he preguntado demasiado, ¿sabes?
Isaac se lamió los labios y continuó. Parecía angustiado
ahora.
—La gente a la que tú perteneces… pertenecías, mejor dicho…
son la Organización. Son criaturas horribles. Ellos necesitan que vuelvas a
hacerlo. Quieren que sigas haciéndolo para ellos.
El hormigueo se convirtió en nerviosismo.
—¿Hacer el qué?
—Y si no quieres, o no puedes… bueno, antes te buscaban para
reciclarte. Si no hubiera ocurrido todo esto, tal vez se hubieran olvidado,
pero ahora las cosas se han complicado más. No estoy seguro. Yo también estoy
asustado. Todo esto me viene grande. Yo no debería estar aquí.
Organización. Reciclaje. Esas palabras me alteraron aún más.
Se me secó la boca y todos mis sistemas de defensa empezaron a reaccionar. Me
alejé instintivamente del muchacho, cerrándome sobre mí mismo. No me gustaba
tenerle ahí. No me gustaba que estuviera en mi casa, ni escucharle hablar. De
pronto solo deseé que desapareciese.
—Es cierto, no deberías estar aquí. —Miré a Lot—. No
deberías haberle traído.
Mi amante se encogió de hombros.
—¿Y qué iba a hacer si no? No soy un asesino. Aún.
—No. No lo eres, ni lo vas a ser —aseveré.
Respondió algo que no llegué a entender, volviendo el rostro
hacia la nevera, como si le interesara más hablar con ella que escuchar lo que
yo tuviera que decir. La vocecilla de Isaac volvió a captar mi atención.
—Mi gente puede ayudarte.
Me pasé las manos por la cara.
—¿Qué gente?
—Los Vigilantes.
Otra palabra inquietante. Me puse a la defensiva otra vez.
—No necesito ayuda —espeté.
—Pero podrías dejar de ser lo que eras. Dejar de tener
hambre. ¿No tienes hambre?
Lot sonrió ladinamente y nos miró otra vez.
—Sí, ¿no tienes hambre, Alex? —preguntó, sibilino y
malévolo.
De pronto, algo se volvió espeso en el ambiente. Isaac se
encogió en el sofá. Se puso alerta, abrió mucho los ojos y los fijó en Lot
Anders, que estaba mirándole a su vez, con la brillante corbata verde lima
resplandeciendo como un foco colorido en su atuendo oscuro. En mi interior,
algo se agitó. Se me encogió el estómago y luego se abrió, como una boca
rugiente. Sentí muchas ganas de arrojarme sobre el pobre muchacho y hacer cosas
espantosas, y no sabía de donde venían esos impulsos tan extraños, no podía
comprenderlo del todo. Pero tampoco quería. Me aterraba. Me angustiaba. «Que se
vaya. Lot, sácale de aquí. No quiero que esté aquí». Lo pensé, pero no lo dije.
Estaba indignándome.
—Sí. Sí tengo hambre. —Claro que tenía hambre. Mierda, y
tanto. Y ellos lo sabían. Todos lo sabían, y nadie había movido un dedo hasta
ahora. Nadie había querido ayudarme hasta entonces. ¿Por qué? ¿Por qué habían
tenido que esperar hasta que…? De pronto me enfadé. —¿Cómo vais a ayudarme con
eso, eh? ¿Es que podéis? ¿Podéis salvar a la gente? Eso has dicho, que podíais
salvarme, pero no me lo creo. No me creo nada, y si de verdad podéis hacerlo,
ahora no lo deseo.
«Salvarte. Salvarte dicen, esos hipócritas, esos bastardos.
No les escuches», me dije.
—Pero… —Isaac
negó con la cabeza y abrió la boca para explicar algo.
Entonces, Lot salió de detrás de la barra y caminó hacia
nosotros. Isaac cerró la boca e hizo ademán de incorporarse, pero se detuvo a
medio camino. La tensión, el miedo, la rabia, todo se disipó en el ambiente
cuando Lot Anders se hizo dueño de la situación, caminando hacia nosotros como
si fuera una estrella de Hollywood, con un andar lleno de glamour y un
magnetismo irresistible. Nos quedamos mirándole como idiotas. Al llegar hasta
nosotros, se interpuso entre el muchacho y yo, con el bastón en la mano. No le
había visto ir a cogerlo y sin embargo allí estaba, entre sus dedos. Isaac se
liberó de la fascinación de su presencia y dio un respingo. Me pareció que
echaría a correr, pero entonces Lot le tocó en el hombro con la empuñadura de
plata y le miró, asintiendo con mucha calma.
—Todo está bien, jovencito. Estás muy tranquilo —empezó a
decir. Su voz era acariciadora, hipnótica—. Te sientes seguro, confortable y
tranquilo.
El muchacho desorbitó los ojos, crispó el semblante en una
mueca de horror y cuando intentó hablar sólo fue capaz de emitir un gemido
quejumbroso.
—No…
—Sí, querido. Estás relajado… sientes la sangre en tus
venas, latiendo muy despacio, de manera constante. Tus músculos se ablandan
poco a poco. Los nudos se deshacen, la inquietud desaparece.
De nuevo se escapó un gemido ininteligible entre los labios
de Isaac y después su expresión se relajó poco a poco hasta quedar vacía. Tenía
las pupilas fijas en los ojos naranjas de Lot Anders, los labios entreabiertos
y los párpados medio caídos. Comprendí lo que estaba ocurriendo. Él estaba
robándole al muchacho su voluntad. Me mordí el labio y aparté la mirada. Todo
aquello era muy desagradable, me ponía enfermo.
— Ahora, Isaac, voy a contar hasta tres y despertarás. Una…
«Le está hipnotizando. ¿Por qué le ha traído? Debió dejarle
en la calle. Este chico no es peligroso. No supone la menor amenaza, no me he
sentido amenazado por él, en absoluto. Odio las cosas que dice, pero nada más.
Y ahora este numerito. Es ridículo. Es ridículo.»
Permanecí en silencio, con el rostro vuelto hacia la puerta.
—Dos…
Lot se había movido hasta colocarse junto a mí, sin apartar
el bastón del hombro de Isaac. Me abracé a mí mismo, alejándome un paso de él.
Aun así, el aroma a cerezas de su cigarro y el perfume de su colonia me
envolvieron, su presencia me rozaba, me rodeaba como velos de aire magnético,
energizado, me obligaba a mirarle otra vez, de reojo.
«Yo no debería tener estos disgustos, los médicos me han
dicho que tengo que evitar situaciones emocionales bruscas. Y las pastillas…
ayer olvidé tomarlas. Tengo que volver a tomarlas, o me pondré peor. Tengo que
cuidarme. Tengo que cuidarme.»
—…y tres.
Lot chasqueó los dedos. Isaac puso los ojos en blanco y se
desvaneció, cayendo hacia adelante cuando Lot apartó su bastón. Se derrumbó
sobre el suelo, golpeó la mesa con una pierna y se quedó ahí tirado, como si le
hubieran pegado un tiro. Di un respingo y me acerqué instintivamente a Lot,
clavándome las uñas en los brazos otra vez.
—Dios mío. ¿Qué coño…? ¿Qué le has hecho?
Trastabillé hacia atrás, tratando de alejarme del cadáver.
—Tranquilo, flaquito. Sólo está dormido.
Lot lanzó el bastón al aire y volvió a atraparlo. Luego me
pasó el brazo por los hombros y me atrajo hacia él, tapándome la visión del
pobre chico descalabrado. En ese momento lo agradecí. Su contacto me
reconfortó. Cerré los ojos un momento y cuando los abrí, respiré hondo y los
alcé hacia él. Lot me miraba con una expresión cercana a la ternura, acunándome
entre sus brazos, con el bastón contra mi espalda.
—¿Qué vamos a hacer con él? —murmuré.
—Antes de decidir eso, ¿qué piensas acerca de lo que te ha
dicho?
Apreté los labios. No quería pensar en eso más.
—Sólo ha dicho vaguedades.
—Y tú no quieres saber nada de esas vaguedades, ¿no es
cierto? —Negué con la cabeza—. Bien, entonces podemos hacer dos cosas. —Hizo
una pausa y yo asentí para que continuara—. Una, seguir adelante, hasta el
final, a nuestra manera. Dejarles atrás, a todos estos. A los Corleone, a los
Salami, a todos ellos y sus estúpidos planteamientos impersonales y exentos de
glamour.
Volví a asentir. Lot me soltó y me puso su cigarro entre los
labios. Tomé una calada profunda, nerviosa, y luego otra más. Él hizo girar la
boquilla entre mis labios y la empujó un poco más al interior de mi boca. Esos
gestos disimulados y el modo en que me miraba mientras yo fumaba como un loco
me recordaron inmediatamente que toda su ternura no era más que una mentira,
que mi amante era un aprovechado y un pervertido. Me indigné de nuevo. ¿Cómo
podía ponerse cachondo viéndome chupar un jodido cigarrillo en una situación
tan desagradable como aquella, con un chaval tirado en el suelo y todo eso? Le
quité el cigarro de los dedos para que dejara de excitarse y me fui a
aplastarlo en el cenicero. Me temblaban las manos.
—¿Y la otra opción?
Lot esbozó una sonrisa sarcástica.
—Ser como la princesa Ana y Joe Bradley en Vacaciones en
Roma. Regresar, asumir las consecuencias y volver a ser lo que se supone que
tenemos que ser.
—No. No voy a volver —repliqué, tajantemente—. Fuera lo que
fuera antes, no.
Lot hizo girar el bastón entre las manos y compuso una pose
teatral.
—Muy bien. Tienes agallas, flaco. En fin, tienes que
alimentarte. —Señaló a Isaac, ahí tirado como si fuera un muñeco roto—.
Después, me lo llevaré lejos de tu casa y le haré despertar para que vuelva con
los demás. Seguramente se cabrearán. A mí me importa un bledo, pero quizá tú no
quieres tener más enemigos. En todo caso, si nos lo cargamos podemos esconderlo
en alguna parte y echarle la culpa a…
—¿De qué estás hablando? No, para. Para, para, para. —Negué
con la cabeza. Me sentía como si fuera a ponerme histérico. Y no recordaba
haberme puesto histérico nunca, pero mi corazón latía muy deprisa y sentía
deseos de estrangular a alguien, o a algo. —No sigas. Tiene que volver. No hay
otra opción, ¿entiendes? La última frase que has dicho no existe.
Lot me miró largamente y después se encogió de hombros. Parecía
decepcionado.
—De acuerdo, como quieras. Devolveremos a Ceniciento a su
casita. Pero tú te lo comerás
antes.
Si tenía miedo de ponerme histérico, en ese momento se me
pasó de golpe. El corazón se detuvo en mi pecho y se me bajó la sangre a los pies.
Me apoyé en la pared y miré a mi amante, lívido, abrazándome mis propios brazos
de nuevo.
—¿Qué…?
Lot hizo una mueca de hastío.
—Vamos, no me mires así. Tienes en esa habitación… no sé,
catorce o quince libros que hablan del alimento espiritual —dijo, señalando mi
cuarto—. Yo te digo que meriendes un poco del chaval este y me miras como si
estuviera hablándote de violar ancianas.
—Yo no… yo no hago esas cosas. No sé de qué me hablas.
—Negué de nuevo con la cabeza.
—Claro, lo que tú digas. Mira, a mí me gusta esto. Lo que
hacemos, la manera en la que se ha planteado esta situación. Me gusta el
jueguecito que te traes, es excitante, no lo negaré. Pero no me compensa tanto
como para ser tu filete continuamente, ¿entiendes lo que te estoy diciendo? —Él
dio unos cuantos pasos hacia mí. Yo traté de huir, pegándome a la pared y
apartando los ojos de él. Pero no podía dejar de escuchar sus palabras, y a mi
pesar entendía todo lo que me estaba diciendo. Y lo odiaba. Lo odiaba tanto…
—No puedo hacerlo, y tampoco quiero. Si esto sigue así, las cosas terminarán
muy mal, de modo que haz lo que tengas que hacer. Cuanto antes, mejor.
Me giré para darle la espalda y quedé apoyado en la pared.
Mi mirada se topó con los libros de la estantería, después con la puerta de la
calle. Una sensación de pánico muy elemental me creó un hondo vacío en el
pecho. Era como estar cayendo hacia dentro de mí mismo, dejando una estela
fría, y no encontrar nada al otro lado. Ni suelo, ni aire, ni paisajes. Nada,
solo un tubo estéril que descendía eternamente.
—Fingiremos que no ocurre.
—Cállate —solté, tenso y malhumorado.
Él me puso la mano en el hombro y me hizo volverme hacia él.
Me sujetó la barbilla con suavidad y me miró a los ojos. Lot Anders, empático
como un ladrillo. En realidad, todo era culpa suya.
—Vamos, flaquito. Relájate. No es tan horrible. —Le aparté y
le cogí de la muñeca. No fue un gesto violento, y él se soltó con cautela,
luego frunció el ceño. —¿Quieres que te deje solo, o prefieres que me quede?
Iba a tener que hacerlo, estaba claro. Y dadas las
circunstancias, prefería tener compañía, aunque fuera la suya.
—Quédate.
Sonrió torcidamente.
Yo no esperaba comprensión por su parte. Tampoco apoyo.
Estaba seguro de que no me lo iba a dar, ¿qué más le daba a él mi sufrimiento?
Sabía cómo era Lot Anders, o creía saberlo, ya a esas alturas. Imaginaba que se
limitaría a disfrutar del espectáculo como si nada tuviera importancia, a
cachondearse y a hacer burlas sobre la situación. No podía esperar que me
arropase. Y sin embargo prefería tenerle cerca. Tal vez porque no esperaba nada
de él, cuando me abrazó por detrás me sentí mucho mejor.
La tarde dorada se iba volviendo ocre poco a poco, al otro
lado de la ventana. Eran colores que me gustaban. Estupendos para hacer fotos.
Me imaginé el exterior, la suave brisa agitando las hojas, el revoloteo de los
pájaros, el lento discurrir del tráfico en la ciudad. Tomé aire y me llené la
cabeza de imágenes hermosas mientras me desembarazaba del abrazo de mi amante y
me recostaba en el sofá. Lot cogió a Isaac en brazos y le dejó tendido a mi
lado, peinándole con los dedos. Me incliné sobre él y le rocé la mejilla
pálida. Por suerte no parecía herido. Miré sus párpados cerrados y los labios
suaves.
—¿Le va a doler? —murmuré muy bajito.
No recordaba nada. No recordaba cómo se procedía, si era
dañino o no, para mí o para los demás. No recordaba por qué podía hacerlo, qué
clase de don era aquel ni por qué lo poseía yo. Pero sí recordaba que lo
odiaba. Y que me odiaba a mí mismo por tenerlo.
—No, no le dolerá.
A juzgar por su voz, Lot parecía hablar en serio. Aun así,
vacilé.
¿Alguna vez os habéis encontrado en una situación así? En la
obligación de hacer algo que os parece espantoso porque no hay otra opción,
porque las circunstancias presionan, porque es el mal menor. En esas ocasiones,
el mundo de pronto parece un lugar horrible. La esperanza se borra del
diccionario y es como si los
colores se fundieran en uno solo, sucio, oscuro y roto. Y sabes que cuando
termines con lo que has de hacer, tú también tendrás ese mismo color, y estarás
sucio, oscuro y roto. Pues en esa situación estaba yo entonces. Miraba a Isaac
y me sentía como un demonio. Peor que un demonio. El estómago se me encogió y
empezó a rugir otra vez, con un hambre torturadora.
—¿Me estás mintiendo?
No lo quería saber, pero aun así pregunté. Los dedos de Lot
me rozaron la nuca en una caricia suave.
—No, Alexander. No te estoy mintiendo.
Le creí. Cerré los ojos y me incliné sobre el muchacho
desvanecido. Acerqué los labios a los suyos y los sellé con un gesto que
parecía un beso, aunque no lo era. No del todo. Luego crispé las manos sobre
sus mejillas y dejé que sucediera. Abrí sus labios con los míos, metí la lengua
en su boca y succioné.
Imaginad cómo es tragar estrellas. O beber corrientes
eléctricas sin quemarse. Así es como se siente uno al engullir la energía vital
de alguien. Les arrebatas sus impulsos eléctricos, sus corrientes estáticas, te
apropias de la fuerza espiritual que compone sus auras y, sobre todo, lo más
importante, su energía emocional. Devoras sus sueños, sus sentimientos, sus
sufrimientos. Puedes devorarles hasta dejarles vacíos, como carcasas rotas.
Puedes devorarles hasta convertirles en pellejos quebrados y sin esperanza.
Pero nosotros no hacemos eso. Siempre dejamos algo, lo suficiente para que todo
su interior se reconstruya poco a poco una vez que nos hemos marchado. No
arrancamos las raíces, sólo cortamos las ramas a los jodidos árboles. Cada
persona es diferente, como la fruta. Algunas son más carnosas, otras menos
jugosas, pero todas, todas son comestibles. En el caso de Isaac, su energía
resultó ser un océano de sensaciones gloriosas, un banquete en el que yo,
hambriento y desesperado como estaba, me regocijé y me revolqué hasta saciarme.
Se me aceleraba la respiración, como si estuviera subiéndome un chute de
heroína o me hubiera montado en un carrusel descontrolado.
Me apreté contra el chaval y le estrujé contra mí,
arañándole la cara sin querer. Gemí y me froté contra su cuerpo, raptado por
las sensaciones sublimes, cegado por la ambrosía que estaba degustando, incapaz
de detenerme. Él se sacudió con tres espasmos, aún inconsciente, e inició un
forcejeo vago, como el de los malos sueños. Pero no me importó nada. Solo podía
pensar en tomar más, en llenarme más, en saciarme, en acabar al fin con el
hambre atroz que no me dejaba vivir. Sabía que aquello me convertía en un
monstruo. Pero no podía hacer nada, sino lamentarme.
Y mientras yo me enfrentaba a mí mismo y a aquella espantosa
situación, Lot Anders se sentó a mi lado y puso una película. Se sirvió una
copa, un cóctel probablemente, se encendió un cigarrillo y dejó que el tiempo
pasara como si tal cosa, como si todo aquello no fuera con él, aunque a veces
me miraba de soslayo.
Y bebí, y bebí, y bebí, más de lo habitual, más de la mitad
de lo que ese chico tenía ahí para ofrecerme.
Cuando,
haciendo un gran esfuerzo de voluntad y guiado por un instinto tan fuerte como
el hambre, fui capaz de parar, Isaac estaba ojeroso y blanco como la cera. Sus
labios pálidos como hojas de papel seguían húmedos de mi saliva y tenía surcos
rojos en las mejillas. Estaba cubierto de sudor frío. Su semblante dormido se
crispaba en una expresión de angustia. Yo me sentía como una mierda, pero al mismo
tiempo embriagado y ahíto. Me hice un ovillo a su lado sobre el sofá y me
esforcé en respirar correctamente.
En la pantalla, Tony Curtis se besaba con su amante y era
sorprendido por su mujer, que le pedía el divorcio de inmediato. Lot bebía en
un vaso bajo y dejaba caer la ceniza en el cenicero, sin prestarme la menor
atención, en apariencia.
Todo era grotesco y horrible. Me abracé a mí mismo y me
intenté consolar, mirando a Isaac con desazón.
—No te preocupes —dijo Lot—. A él no le importa.
—Lo que tú digas —susurré amargamente.
El ilusionista se nos acercó, inclinándose sobre el sofá.
Miró a Isaac, comprobó su temperatura colocándole una mano en la frente y le
tomó el pulso. Después, le echó la alfombra por encima, como si su visión le
molestara y no fuera más que un juguete roto. Apagó el televisor con el mando a
distancia y me atravesó con sus ojos naranjas.
—Ahora no te lo quedes todo para ti. Dame mi parte. —Le
devolví la mirada, perplejo y todavía embriagado. La sensación de drenar a una
persona es increíblemente intensa, pero después te deja tonto y bastante
indefenso, como si hubieras fumado muchos porros o algo así. —Claro, no sabes
hacer eso, ¿verdad?
—Creo que no —admití.
—Para ser de los que lo dan todo, se te ve falto de práctica
—dijo Lot, de nuevo con la sonrisa burlona y la cara de guasa. Me rodeó con el
brazo y se me acercó lentamente, con aire seductor—. Bueno, bueno. Ya irás
aprendiendo la manera. Por ahora sólo relájate.
Me encogí un poco, desconfiado. No hay nada que inspire más
recelo que un tipo pidiéndote que te relajes. Y si es un tipo como Lot, peor.
—¿Qué vas a hacer?
La mirada hipnótica me buscaba, insistente. Cuando me
encontró, nos miramos. Sus ojos eran cálidos, brillaba el deseo, tibio, al
fondo de las pupilas. Me rozó la mejilla con la nariz, la mandíbula con los
labios, me estrechó muy suavemente y apoyó su frente en mi sien. Después,
mirándome entre las pestañas oscuras, susurró:
—Bésame, Alexander.
Y lo hice. No podía resistir esa voz, esa mirada, el
magnético deseo que emanaba. Ladeé el rostro y le besé, agarrándole de la
camisa para tirar de él hacia mí y tumbarnos sobre el sofá, al lado de Isaac,
que ahora que estaba cubierto por la alfombra parecía no existir. Le arañé el
pecho por encima de la tela. Él abrió mis labios con los suyos gentilmente y su
lengua se enredó en la mía, agitándose y lamiéndola golosamente. Sus ojos
seguían abiertos y cada vez que yo entreabría los párpados los veía ahí,
brillantes como semáforos en ámbar, atrapando mi atención. «Qué extraño juego
es este», pensaba, entretanto, uno de esos pensamientos vagos que se cuelan en
las situaciones más imprevistas, «qué extraño juego de telas de araña y trampas
de miel. Me pregunto quién es el cazador aquí.»
—Ya irás recordando la manera —Se colocó a mi lado,
inclinado sobre mí, y deslizó una mano bajo mi camiseta. Hundió la otra en mi
pelo—. Es como el sexo, en realidad nunca se olvida. —Volvió a rozarme con los
labios y me miró intensamente. Luego dijo, en voz baja y arrebatadora—: No te resistas.
Negué con la cabeza. ¿Quién querría resistirse? Lot sonrió y
me besó de nuevo, un beso lento y dedicado, de manual, mientras acariciaba mi
vientre y mi ombligo con los dedos. Me arqueé bajo su cuerpo y busqué su piel,
apartando la tela de la camisa y abriendo las manos en su espalda. La saliva
propia y ajena se acumuló en mi boca y tragué.
Empezaba a costarme respirar. El beso estudiado de Lot había
cobrado energía y ahora era un intercambio apasionado al que me costaba seguir
el ritmo. Le noté empujarme con su cuerpo y sus gestos se volvieron dominantes,
crudos. Me crispé un poco. Luego su lengua penetró hasta mi garganta y el
intercambio se convirtió en una invasión. Me agité, casi forcejeando, rozándole
con mi cuerpo al intentar vagamente quitármelo de encima. Me sentía forzado, y
eso no me gustaba.
Pero entonces pasó algo. Su dedo índice se hundió en mi
ombligo y el pulgar me acarició la piel alrededor con una suavidad infinita.
Percibí claramente como si una mano invisible me hubiera agarrado con un gesto
suave, cubriéndome por completo, y ahora estuviera masturbándome todo el
cuerpo. Un millar de colores centelleantes me cegaron la visión, una corriente
gravitatoria me erizó los poros y un beso de aire cálido recorrió mi piel.
Fascinado ante aquel estímulo tan nuevo e intenso, dejé de resistirme,
exhalando un gemido de sorpresa y placer. Mis manos se escurrieron por sus
brazos y le rodeé con una pierna, dejándome llevar. Su beso frenético no había
sido más que una distracción: eran sus dedos en mi vientre los que estaban
estimulándome, tomando de mí, ordeñándome como a una vaca… y lo hacía con una
fricción suave, con gestos tan delicados que las ligeras vibraciones de la
energía que me estaba quitando cosquilleaban y me enviaban calambres agradables
al cuero cabelludo y a la punta de los dedos de los pies.
—Dios… Lot… —balbuceé, parpadeando con fuerza como si me
fuera a quedar inconsciente en cualquier momento.
Él había dejado de respirar. Cuando volvió a hacerlo, soltó
un gemido descontrolado que habría hecho sonrojarse hasta al marqués de Sade,
grave, profundo y vibrante de satisfacción. Luego empezó a jadear mientras
destilaba de mí las gotas precisas, arqueando la cintura y simulando un
movimiento obsceno con las caderas. Le rodeé con las piernas y me apreté contra
su pelvis. Se le había puesto dura, y ahora sí tenía los ojos entrecerrados. Me
sentí orgulloso y dominante y se me escapó una risilla lasciva, provocadora,
que no parecía nada propia de mí. Pero es que nada de todo aquello parecía
propio de mí, ofrecerme de ese modo, alzar los brazos y curvar el torso para
exponerme, restregarme contra él. Conforme me iba habituando a las potentes
sensaciones y comprendía lo que ocurría, me relajé más. Y al relajarme, pude
disfrutarlo más aún. Le agarré la mano, hundiendo su dedo en mi ombligo más
profundamente, instándole a beber más. A cada movimiento, a cada gesto, notaba
que él iba perdiendo el control progresivamente. La esencia vital de Isaac me
había dejado casi fuera de juego al tomarla, y parecía que tenía el mismo
efecto en él al beberla de mí. El brillo de sus ojos se había vuelto denso, su
mirada era puro deseo fundido. El semblante burlón ahora era serio y
hambriento, su mano apretada contra mi vientre se mantenía inmóvil, pero con la
otra me tocaba por todas partes como si no supiera dónde detenerse. Se había
despeinado y su erección palpitaba rabiosamente. Eché la cabeza hacia atrás
cuando sus labios descendieron hacia mi cuello. Gemí cuando me mordió. Y luego
sus dedos hábiles desataron mi pantalón.
—¿Quieres que pare? —me preguntó, en un susurro urgente.
Mientras lo preguntaba, me sacaba la prenda. Luego me quitó
la ropa interior. Cuando me tocó, me di cuenta de lo terriblemente excitado que
estaba. Y no sabía en qué momento había sucedido; las sensaciones se producían
a tantos niveles que era difícil distinguirlas. Él deslizó la yema de los dedos
sobre la línea tensa y palpitante de mi sexo, y entonces la excitación se
demostró muy física, con una punzada de necesidad casi dolorosa. Le miré,
esbozando una sonrisa hambrienta y perversa.
—Ni se te ocurra —exigí, sin saber si se refería al drenaje
o a lo demás. Pero me daba igual. Toda esa mierda me gustaba y no quería que
terminase. Al revés. Quería más—. No pares.
Lot me estaba observando. Parecía desconcertado por algún
motivo. Sus ojos estaban fijos en los míos. En ese momento me pareció que era
yo quien le hechizaba a él y no al revés. Entonces cerró los dedos alrededor de
mi sexo y yo casi di un brinco, gimiendo en alto. Empezó a acariciarme. Me
mordió los hombros y sentí el tirón de la succión en la piel. Recorrió mi
cuello con la lengua y volvió a besarme.
—Tus deseos son órdenes.
«Pues deseo que me la metas de una vez», pensé. Pero no lo
dije. Dejé que me provocara hasta hacerme resollar de agonía, temblando cuando
me mordía los pezones o succionaba en mi boca, estremeciéndome cuando hacía
círculos con el dedo índice en mi ombligo, tirando de la energía aún sin
metabolizar para enredársela y engullirla para sí. Cuando mi excitación comenzó
a aproximarse al límite, hundí los dedos en su pelo y tiré de él para besarle
yo, hambriento y salvaje. Quería subirme sobre él y poseerle, dominarle y
devorarle mientras me devoraba. La energía que había robado a Isaac se estaba
intensificando, hirviendo dentro de mi cuerpo caliente y lujurioso. Le empujé
con las caderas, insistente, provocándole. Él se sacó el cinturón de un tirón y
empezó a abrirse los pantalones apresuradamente, despeinado y jadeante. Dios,
cómo le tenía. Verle así me hinchaba de satisfacción, me ponía más cachondo
todavía. Sí, así era yo, más yo que nunca. No el chico tímido y cándido sino el
otro, el que en realidad era, el que no quería ser.
—Venga —le apremié—. Date prisa.
Me lanzó una mirada de depredador. Yo alargué las manos para
quitarle los boxers, pero no me dejó. Me dio una palmada en el dorso y me
sonrió como un lobo.
—Las manos quietas.
Le enseñé los dientes. Iba a responderle algo, pero se me
fueron los ojos hacia su entrepierna, donde ahora podía ver su erección, libre
y palpitante en todo su esplendor. Estaba más que dispuesto, pero aun así, se
acarició unos segundos. Yo levanté las rodillas y arrastré la espalda sobre los
cojines, pegándome a él hasta que rozó mi entrada con la punta, húmeda de anticipación.
Me echó otra miradita de las suyas y empujó, hundiéndose en mi interior con una
estocada firme.
Creo que grité, y no de dolor. Era todo jodidamente
increíble. Estaba eufórico. Sentí
un fuerte tirón en alguna parte cuando empezó a beber la energía de mí
con tanta ansiedad que se me erizó hasta el tuétano, presionando con su dedo
sobre mi ombligo. Al mismo tiempo, me follaba con embestidas profundas y largas
cuyo ritmo iba en aumento. Empecé a sudar. Fuertes oleadas de calor me
sofocaron la respiración y me hicieron pitar los oídos. Me sentí elevarme como
si estuviera transportado en la estela de un puto cometa, y cuando todo se
volvió demasiado intenso, en mi interior se desató el cataclismo. La energía
estalló dentro de mí, como un motor de combustión. No sé como lo hice, pero la
impulsé hacia él en un latigazo repentino y ardiente, un fogonazo que se
desbordó e hizo parpadear ante nuestros ojos el espectro vibrante de los sueños
y esperanzas, de las emociones que el muchacho dormido atesoraba y yo había
robado.
Me tensé, crispando las piernas alrededor de su cintura
mientras el carrusel de imágenes y sensaciones me arrollaba como una
apisonadora. Le escuché gemir también, un gemido alto y grave, pornográfico.
Mientras me corría, pasaban ante mis ojos los flashes enloquecidos de lo que le
había arrebatado a Isaac: vivencias ajenas, anhelos por completar, esperanzas
lejanas, recuerdos antiguos. Los sentí todos y cada uno de ellos, tan rápido,
con tanta fuerza, que no pude distinguirlos ni desligarlos unos de otros, y tan
pronto como vinieron desaparecieron, dejándome mareado y abotargado, aún presa
de los espasmos y con Lot encima, empujando contra mí y a punto de alcanzar el
clímax.
Lo hizo a los pocos segundos, deshaciéndose en convulsiones
y latidos, arqueándose como un animal de la jungla y tirándome del pelo para
mirarme a los ojos, con los largos mechones de cabello húmedo cayéndole sobre
el rostro y la expresión peligrosa y oscura que ya le había visto otras veces.
Le observé sin pudor, grabándome su imagen rendida y rabiosa al mismo tiempo.
Los gemidos vibraban en su garganta, contenidos. Apretaba los dientes y se le
marcaban los huesos del rostro. Cerró los ojos con fuerza al derramarse en mi
interior como una cascada de lava ardiente y abundante, los tendones del cuello
tensos como cuerdas, el cabello revuelto y el semblante transido, crispado en
una expresión casi doliente de tan gozosa.
«Esto no puede ser mentira», recuerdo haber pensado. Creo
que fue la primera vez que vi algo del verdadero Lot Anders, cuando miraba su
rostro transfigurado por el placer aquel día, la primera vez que se alimentó de
mí.
Cuando todo hubo acabado, apoyó la frente sobre la mía,
respirando esforzadamente. Aún se movió un par de veces en mi interior,
palpitando como si no fuera a calmarse nunca.
—¿Cómo te llamas?
Retiró los dedos de mi vientre. Las palabras brotaban de sus
labios entrecortadamente, pero ahí estaba, preguntándome mi nombre,
observándome fijamente con los ojos naranjas, que se habían vuelto muy
brillantes, demasiado brillantes como para ser naturales. Una profunda amargura
amenazó con estropearme el momento, así que me giré, huyendo de su mirada, y me
apreté contra él para besarle.
A pesar de mi falta de respuesta, Lot no insistió. Salió de
mi interior con delicadeza y se hizo a un lado. Luego me rodeó con los brazos y
me devolvió todos los besos. Hasta me dio algunos nuevos. Los dedos de
prestidigitador subían y bajaban a lo largo de mis brazos, de mis costados, en
caricias perezosas. Durante largo rato nos quedamos así, disfrutando de la
intimidad sin decir nada. Él miraba al techo. Yo estaba vuelto hacia su cuerpo,
y en aquel silencio, escuchaba nuestras respiraciones, el latido de mi corazón
y también el suyo, que era rítmico y exacto.
Cuando alcé la mirada de nuevo hacia él, su perfil me
pareció el de un maniquí. El rostro perfecto, los ojos resplandecientes, la
cualidad plástica de su piel… y sin embargo, en aquella mirada cristalina y
artificial había algo. Algo grave y profundo que no solía mostrarse y que ahora
podía entrever, mientras él contemplaba las alturas y meditaba sobre cosas que
yo ni tan siquiera podía imaginar. «¿En qué pensará?», me pregunté. «¿Cuáles
serán sus espinas? ¿Habrá algo que le importe de verdad, algo que se tome en
serio?». Pensar en Lot me ayudaba a no pensar en mí, en lo que había hecho, en
el chico que había bajo la alfombra. Hacerme preguntas sobre él me ayudaba a no
hacérmelas sobre mí. Quise decir algo, pero no encontré palabras. Me sentía muy
cercano a él en aquel momento, así que alargué la mano para apartarle el pelo
de la cara.
Lot me miró de reojo, sin girar la cabeza. Le sonreí.
—¿Has visto Bonnie and Clyde?
Asentí con la cabeza.
—Esta mañana. Pero no me importará volver a verla contigo.
—Mañana la veremos. Y te recitaré los diálogos. —Se
incorporó sobre el codo y se alcanzó la copa casi vacía de la mesilla. La apuró
de un trago, haciendo una mueca de satisfacción—. Me sé toda la parte de Clyde.
—Me aprenderé la de Bonnie —respondí, sonriéndole de nuevo.
Me devolvió el gesto, en su caso muy seductor, y se inclinó
para morderme la oreja. Qué bien olía. A sexo y a su colonia, y un poco a
pólvora, como a gángster recién follado. Luego empezó a vestirse. Cuando se
sentó para quitarse la camisa manchada y arrugada, me fijé en que su tatuaje
del lagarto, el que llevaba en el hombro, había desaparecido de ahí y ahora
estaba en su espalda. Fruncí el ceño.
—Se… se te ha escapado el bicho.
—¿Quieres que salgamos cuando vuelva? —preguntó, sin hacerme
el menor caso.
Parpadeé. Luego sacudí la cabeza. «No preguntes», me
recordé. «Nada de cosas raras, recuerda». Me olvidé de la lagartija y me centré
en la proposición de Lot.
—¿Cuando vuelvas? ¿Es que vas a alguna parte?
—Tengo que llevarme al chico. Ya le estarán buscando.
Le ignoré adecuadamente. No quería pensar en Isaac ahora, ni
en lo que le había hecho. Estaba empezando a cogerle el gusto a eso de obviar
las cosas que no quería ver, y resultaba de lo más cómodo.
—¿Dónde quieres que vayamos? —dije, en cambio.
Lot se fue a mi habitación. Cuando salió se estaba poniendo
una camisa limpia, abotonándola con rapidez, y llevaba una corbata de color
naranja colgando del cuello. Se encogió de hombros.
—Donde quieras. No lo sé. Te enseñaré a caminar por los tejados,
por ejemplo, ¿qué te parece?
Sonreí de nuevo. Eso sonaba muy bien. Sorprendente, pero
tentador. Giré sobre mí mismo y le lancé una mirada cándida.
—Vale. Me daré una ducha mientras vuelves.
Lot esbozó una sonrisa malvada.
—Sí, será lo mejor. Si te la das cuando esté yo aquí, no
tendrá mucho sentido hacer planes.
Me reí entre dientes y abracé un cojín, espiándole por
encima de la tela mientras se vestía. Era muy ritual a la hora de hacerlo, me
había fijado en que solía colocarse las prendas siempre en el mismo orden y con
gestos muy parecidos, calculados.
—Bueno… déjate fluir —murmuré.
Lot se me quedó mirando e hizo una mueca extraña, sarcástica
y fría. Después se acercó a la alfombra y envolvió bien su contenido.
—Te queda bien ser un cándido, pero me gustan más esas otras
facetas tuyas —comentó de pasada, mientras enrollaba a Isaac. Sus pies se
quedaron fuera. Hice todo lo posible por no fijarme en las zapatillas
desgastadas que llevaba, pero fue inevitable. «No pienses en eso ahora. Sácalo
de tu cabeza»—. Luego vengo a recogerte.
—Vale. Estaré listo.
Lot se echó el fardo al hombro y me miró. Alzó la ceja y
compuso una sonrisa de actor glamouroso. Luego agarró el bastón y caminó hacia
la puerta.
—Hasta luego, flaquito.
—Lot. —Le llamé, sin saber lo que quería decirle. Mi amante
se detuvo y se volvió a medias, con el fardo colgando del hombro—. Vas… ¿vas a
tardar mucho?
Frunció el ceño y miró al techo, como si calculase.
—No, no creo. Un par de horas, a lo sumo. ¿Por qué? ¿Estás
preocupado?
Sonreí y oculté el rostro en el cojín, sintiéndome como una
nenita quinceañera. Negué con la cabeza y volví a mirarle. Él me sonrió y abrió
la puerta, descorriendo los cerrojos y la cadenita. Salió al exterior, sin
darle ningún golpe al pobre Isaac y me guiñó un ojo antes de cerrar. A su
espalda, la luz del sol esmaltaba la tarde con bronce y oro.
Cuando me quedé solo, puse música y me preparé un baño para
darme un homenaje. Encendí velas en el borde de la bañera, vacié un bote de
sales en el agua caliente y pasé una hora y cuarto acicalándome, mimando mi
piel y mi cuerpo con dulzura. Me sentía renovado, no tenía hambre y la
perspectiva de salir a la ciudad con Lot me resultaba muy estimulante. Por
regla general, desde que salí del hospital no había pisado la calle mas que
para lo imprescindible. Prefería quedarme en casa. Pero caminar por los
tejados… eso sonaba arriesgado y romántico. «Es como en las películas», pensé.
Lot me había acusado de no tener cultura audiovisual, y para
callarle la boca, había decidido ver todos aquellos viejos vídeos que había
traído a mi casa. Sin embargo, a lo largo de aquel día, me había dado cuenta de
que me gustaban, y mucho. Pensar en nuestra naciente relación como en una de
esas películas me resultaba agradable. «Puede que nos enamoremos como Ariane… a
lo mejor ya lo estamos. Hoy, mientras hacíamos el amor, Lot me miraba de una
forma muy peculiar», me decía, frotándome la espuma por los hombros. «No
hacíais el amor», me repliqué a mí mismo, «estabais follando, Alex. Follando
como animales en celo, no confundas las cosas. A él solo le interesa lo que
puede sacar de ti, y hoy ha sacado mucho».
—No, se lo he dado yo —me respondí—. Y se lo daré todo. Voy
a vivir esto de verdad. Me voy a entregar a él, eso es lo que voy a hacer con
mis días regalados. Vivirlos intensamente.
Con aquella contundente declaración, hice callar a mis
miedos y sonriente y relajado, me sumergí bajo la espuma, escuchando a Ella
Fitzgerald.
. . .
Escena 5, toma tercera.
Estaba secándome el pelo con una toalla y buscando los
cigarrillos de Lot por la casa cuando sonó el timbre. Sonreí y me dirigí
apresuradamente hacia la puerta. Ya estaba vestido y preparado, con unos
tejanos limpios y una camiseta a rayas marrones y grises. Era más sobria de lo
que acostumbraba a usar, pero es que no quería desentonar demasiado con Lot y
su indumentaria fabulosa.
Empecé a abrir los cerrojos, confiado y feliz. Iba a salir a
caminar por los tejados. Iba a ser algo así como una cita. Estaba seguro de que
era él, por eso sólo miré por la mirilla de casualidad, por inercia. Y entonces
me detuve en seco. Una losa fría cayó sobre mi pecho y me congeló los pulmones.
Recuerdo que vi brillar unos ojos crueles, tuve el atisbo de algo azul
eléctrico y después, una cosa negra, afilada, enorme y terrible se precipitó
hacia la puerta con un zumbido rabioso, de metal surcando el aire.
—¡Hijo de puta! —gritó una voz de mujer.
Me hice a un lado, rodé por el suelo y me cubrí la cabeza.
Entonces, con los ojos muy abiertos y la respiración desbocada, comprendí que
el plan de caminar por los tejados acababa de irse a la mierda.
Me habían encontrado.
. . .
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