jueves, 7 de marzo de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 5


Escena 5, toma primera.


Lot Anders pasó la noche solo, durmiendo en la habitación de Alex a pierna suelta y sin la menor preocupación. A eso de las seis de la mañana, el joven fotógrafo entreabrió la puerta y se metió bajo las sábanas, a su lado. No le rodeó con los brazos ni hizo el menor acercamiento. Su cuerpo apenas pesaba sobre el colchón y su intrusión fue de lo más discreta, pero no lo suficiente como para que Lot no se diera cuenta: abrió los ojos y aguardó durante algunos minutos hasta que le escuchó respirar profundamente. Entonces se dio la vuelta y le espió. Sí, Alexander estaba dormido por completo. Tras comprobarlo, se levantó con la mayor cautela y se dirigió al cuarto de baño. Sus pies enfundados en los calcetines de punta verde no hacían ruido sobre la crujiente tarima, así que no había peligro de despertarle. Abrió la puerta con todo cuidado y se sentó al borde de la bañera.

Las paredes encaladas todavía permanecían húmedas. La toalla que Alex había usado se balanceaba en la barra de la cortina y la pequeña ventana dejaba entrar la luz de la luna, mohosa y apagada. Olía a jabón y a sales. El ilusionista alargó la mano hacia la esponja y la estrujó entre los dedos, con una media sonrisa. Un chorrito de agua blanquecina cayó sobre la porcelana de la bañera y se formó espuma entre sus dedos.

—Tú sí que sabes cómo mantener tu cuerpo en buen estado, ¿eh? Y sin necesidad de barnices ni químicos —murmuró—. Chico listo.

Soltó la esponja de cualquier manera y se miró al espejo. Al ver su semblante, frunció el ceño con un arrebato de mal humor. Empezaba a tener ojeras otra vez y su cutis perdía el lustre. Eran las consecuencias de la falta de energía; llevaba dos días alimentándose únicamente de imágenes y fotografías y siendo asaltado por una rémora hambrienta, cosa que empezaba a notarse en su salud. Aunque para ser justos, las instantáneas de ese Alex habían resultado sorprendentemente nutritivas: había mucho sentimiento, una gran cantidad de energía emocional acumulada en ellas. Eso las había convertido en raciones de emergencia de lo más satisfactorias, pero a pesar de todo… no eran suficiente.

Suspiró y apartó la mirada del espejo, pensativo.

En aquellos momentos, Lot Anders tenía muchos problemas. Bastante serios, además. No estaba pasando precisamente por el mejor momento de su carrera. No obstante, no era una persona de naturaleza dramática, así que pasó a analizar los asuntos que le parecían prioritarios, y uno fundamental era el tema de llenar la despensa. Por una parte, aunque tenía fuentes de energía a su alcance, tenía que asegurarse una provisión de alimento constante y suficiente. Una que no le obligara a estar relamiendo fotografías y cintas de vídeo que antes o después acabarían desgastándose y desapareciendo. Y por otra parte, tenía que empezar a poner orden en las conductas absurdas de la rémora. Más allá de la fascinación que la situación le producía, la rémora que se hospedaba en el endeble cuerpo del fotógrafo estaba adquiriendo manías de lo más irritantes… que para hacer la cuestión aún más interesante, tenían algo que divertía tremendamente a Lot.

En la penumbra del cuarto de baño, esbozó una sonrisilla siniestra al recordar cómo había intentado aquel pequeño bastardo volver a alimentarse de él. De él. De un ilusionista. Y por segunda vez. Era intolerable, aunque le hacía gracia. A Lot siempre le había gustado la rebeldía, eso de romper las normas era muy de su estilo, aunque claro, si esto estuviera ocurriendo en el entorno controlador y paternalista de la Organización, Lot Anders habría arrancado el corazón de esa pequeña rémora intrusiva y la habría arrojado por un conducto de desecho. Allí no se permitían esta clase de comportamientos. Atentaban directamente contra las jerarquías establecidas y el orden imperante. No se consentían. Jamás. Nunca. Bajo ningún concepto. Y si se daban tales casos, se aplicaban severos correctivos tanto a la víctima como al infractor: al primero por permitir semejante despropósito o no estar lo suficientemente preparado para evitarlo, al segundo, por romper las reglas.

Por ese y otros motivos de sentido común, a Lot nunca le había succionado la energía una rémora hasta entonces. Y tenía que reconocer que había sido una experiencia peculiar. Algo… cómo decirlo, algo punzante, sí, y ligeramente ácida, con una cierta sensación corrosiva al principio, pero después era como una mezcla entre una extracción sanguínea y una felación. No era desagradable del todo. Tampoco era agradable del todo. Era raro. Y morboso. Aquella misma noche, cuando con la excusa de darle un masaje la rémora intentó que bajara la guardia para volver a clavarle el aguijón por segunda vez y beber un poco más, Lot no había tenido el menor reparo en cortar con la situación de inmediato. Después, durante el sexo, la rémora lo había intentado un par de veces más. Y entonces no había sido capaz de negárselo, para qué engañarse. No había querido resistirse. Lo cierto es que le había parecido de lo más adecuado en medio de aquel intercambio húmedo y carnal, vibrante de deseo; el complemento perfecto para la carga emocional de la situación. Alex y su inquilino le miraban con ojos llenos de súplica y necesidad mientras él se hundía en el interior de aquel cuerpo completamente humano, tan cálido y tan frágil. Le dijo que no mirara atrás, y los ojos de Alexander estaban llenos de deseo, tragedia y agonía. Y pensó que no había razón para no consolarle un poco. Le pareció adecuado darle lo que quería. Muy apropiado para la escena.

Bien, apropiado o no, estético o no, había sido imprudente. Ahora tenía ojeras y amenazaba con empezar a caérsele el pelo, y todo porque le gustaba que una rémora mugrienta le relamiera los engranajes. Qué bajeza. Qué maravillosa degradación. Se rió en silencio y luego se frotó las manos, dando por finalizado el experimento. Una cosa era el morbo y la lascivia, la emoción de jugar con fuego, y otra muy distinta tirarse de cabeza a la hoguera. Había algunos riesgos que no estaba dispuesto a correr. No habría una tercera vez.

Sentado en el borde de la bañera, empezó a sopesar sus opciones y a valorar las diversas soluciones que se le ocurrían para solventar sus problemas. Tras unos instantes de reflexión, una nueva sonrisa diabólica le cruzó el rostro. Regresó a la habitación y comprobó que su nuevo amante seguía dormido. Se puso el batín y se fue a la cocina, con el teléfono móvil en la mano. Escribió un mensaje de texto pidiendo una dirección, configuró el aparato en modo silencio y se sirvió una copa de vino mientras aguardaba la respuesta. Al otro lado de la celosía, el amanecer se pintaba de gris perla. Había algo de humedad, la calle estaba completamente vacía y una suave brisa agitaba las cortinas, las hojas de las plantas y las nubes del cielo.

Cuando el teléfono empezó a vibrar, Lot frunció el ceño. Esperaba un mensaje, no llamadas. Y al observar el nombre que parpadeaba en la pantalla, su sorpresa se tornó en desagrado. No esperaba llamadas, y menos aún de él.
Caminó silenciosamente hacia el rincón más apartado del saloncito, lo más lejos posible de la puerta del dormitorio y descolgó.

—¿Qué quieres? —murmuró en voz baja—. No puedo hablar ahora.

—Buenos días, Elliot —dijo al otro lado una voz conocida, tranquila y bien temperada—. Me gustaría saber para qué necesitas esas señas.

Lot se quedó en silencio un momento, sorprendido. Meneó la cabeza. Siempre subestimaba a su mentor, siempre. Decidió hacerse el tonto.

—¿Qué señas?

—Has escrito a un miembro de los Vigilantes para pedirles una dirección.

Hacer el tonto nunca funcionaba con él, claro. A veces se le olvidaba.

—Ese mensaje no era para ti —replicó altivamente—. Esto es una violación de mi intimidad.

—¿Tienes problemas? —preguntó su interlocutor, haciendo caso omiso a sus quejas.

—¿Es una pregunta retórica?

—Claro que no lo es, Elliot. Si necesitas algo, yo…

—No necesito nada —interrumpió rápidamente. El otro ilusionista hablaba siempre de una forma tan hipnótica y seductora como la suya propia. Deformación profesional. Solo que en su caso, los matices eran completamente opuestos. Su discurso era sosegado, paternal, lleno de afecto contenido. Inspiraba confianza inmediata. Y resultaba románticamente misterioso, con esa mezcla de acentos tan extraña, en parte británico y en parte sureño, que hacía pensar en viajes, en aventuras, en castillos celtas y en ranchos de Alabama. Con su peculiar expresividad, esa vibración grave, rica y vital que siempre le había gustado tanto como ahora le molestaba—. Gracias. No es asunto tuyo. Deja de espiarme.

—No te estoy espiando.

—¿Entonces por qué tienes acceso a los mensajes que mando a otras personas?

—Es que también me lo has mandado a mí.

Lot volvió a quedar en silencio, algo perplejo. Colgó sin despedirse y navegó a través de los menús de configuración del teléfono móvil. Observó con desazón que su mentor estaba en lo cierto. Aún tenía activada la función especial que enviaba una copia de todos sus mensajes de texto y un registro de sus llamadas a su maestro. Chasqueó la lengua y se quedó observando el menú luminoso en la pantalla, pensándose si desactivarla o no. Entonces, el aparato volvió a vibrar. Descolgó y se lo llevó a la oreja, con la expresión neutra.

—Ya lo has comprobado —dijo la voz al otro lado.

—Sí —admitió Lot, impasible.

—¿Por qué me quieres mantener al margen?

—Porque no es asunto tuyo. ¿Por qué te empeñas en seguir en contacto?

—No te has marchado. —La voz al otro lado se volvió amarga. —Si sigues aquí, ¿por qué debería dejar de estar en contacto?

—Que no me haya ido no significa nada. Sigo sin querer saber nada de ti.

Las palabras de Lot fueron recibidas al otro lado de la línea con un silencio lleno de indignación.

—Permite que te recuerde la situación —dijo su maestro, finalmente—. Era yo quien estaba enfadado y no quería saber nada de ti.

—Sí, lo sé. —Lot entrecerró los ojos, malicioso—. Observo que hablas en pasado. ¿Eso significa que ya has cambiado de idea?

—Honestamente, no es la clase de conversación que considero apropiado tratar por teléfono.

—Da igual, olvídalo. Ahora yo tampoco quiero saber nada de tí.

Otro silencio.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace varios días. ¿Qué más da? Déjame en paz.

—De acuerdo. ¿Quieres que rompa toda comunicación, entonces?

Lot se quedó callado. Pasó un minuto. Pasaron dos.

—¿Elliot?

Tres minutos.

Lot Anders colgó el teléfono y lo deslizó en el interior del bolsillo del batín. Empezaba a sentir frío en alguna parte, una sensación opresiva y amarga. Era desagradable. Se abrió las solapas del batín y se lo bajó por un lado. Rozó con los dedos el tatuaje que llevaba en el hombro. El reptil anaranjado comenzó a brillar y se hinchó como una pústula húmeda, tomando relieve y despegándose de su piel. Luego correteó a lo largo de su brazo y trepó hasta la celosía. Desde allí, miró a Lot Anders con sus ojos negros y profundos. El ilusionista le devolvió la mirada y luego se arregló el batín, recuperando la expresión burlona. El malestar había desaparecido.

Fue a la habitación para vestirse. Si nadie quería darle la jodida dirección, él mismo la encontraría. En realidad no necesitaba a nadie, solo había pedido la información por pereza. No porque no pudiera hacer las cosas por sí mismo. Ni siquiera le costaría gran esfuerzo.

Al pasar junto al espejo, se pasó la mano por el pelo y contempló su fabulosa imagen antes de seguir con su camino. Qué estúpida era la gente.


. . .


Escena 5, toma segunda.

Al día siguiente, cuando me desperté, Lot no estaba en la cama. Me di la vuelta, medio dormido aún y pasé la mano sobre el colchón vacío en el lugar en el que él debería estar. La almohada olía a su colonia. No había calor residual, pero sí la huella de su cuerpo sobre las sábanas. Me di cuenta de lo fácilmente que había olvidado que detestaba dormir solo.

Mientras volvía al mundo de los vivos en mi proceso habitual de despertar, me costaba entender qué nos había pasado la noche anterior. Me había sentado horriblemente mal que me dejara ahí tirado después de follar y que se encerrara en mi cuarto a dormir sin mí, pero en ese momento, a la luz del día, empecé a sentirme culpable. A lo mejor había hecho algo mal y no me había dado cuenta. Quizá me comporté de manera inadecuada en algo. ¿Habría dicho alguna cosa molesta? En cuanto al sexo, había sido un intercambio bastante caliente, casi pornográfico. ¿Quizá no le había gustado? A lo mejor pensaba que era un poco putilla. «Cuando vuelva hablaré con él», decidí, intentando quitarme las inseguridades de la cabeza.

Me quedé en la cama hasta que me sentí con fuerzas para levantarme. Luego, hice la comida y me senté a ver películas mientras le esperaba. Vi Some like it hot, Bonnie and Clyde, El apartamento y La fiera de mi niña.  Después empezó a pesarme la soledad, así que me fui a la ducha, donde estuve bajo el agua un buen rato, pensando otra vez en las más terribles posibilidades. ¿Y si se había ido? ¿Y si me había dejado? «¿Dejarme? ¿Dejarme de qué? Si ni siquiera tenemos nada. ¿O sí?», me decía a mí mismo. «No, no me ha dejado. Es sólo que está raro. Algo no ha ido bien. Pero lo arreglaremos.»

Al salir de la ducha me fui a la ventana a mirar la calle mientras fumaba uno de sus cigarritos, ya más tranquilo. No me había dejado porque no se había llevado nada, así que no tenía por qué preocuparme tanto. Todos sus trajes fantásticos y sus zapatos estaban en mi armario, los bastones seguían en el paragüero. Además, hacía un día muy bonito, dorado, de luz clara y sol bondadoso que no hacía daño a los ojos ni secaba los colores de la ciudad. Seguramente se había ido a pasear. Seguramente no sucedía nada.

Contemplé el paisaje, pensando en hacer fotos. Sobre los tejados de las naves industriales y los viejos edificios, las nubes se rizaban con la barriga teñida de rosa y naranja.

Empezaba a apetecerme un helado cuando sonó el timbre. Fui a la puerta, apagando el cigarrito en el cenicero por el camino. Me asomé a la mirilla y, al otro lado, Lot me sonrió. La lente convexa me transmitió su imagen distorsionada, un poco siniestra, pero en ese momento no presté mucha atención a su cara de psicópata ni al bulto que llevaba en el hombro. Estaba demasiado ocupado sintiéndome feliz por su regreso (ya, soy un cándido, ya lo sé). Descorrí el cerrojo y abrí la puerta, franqueándole el paso.

—Hola, Lot. ¿Necesitas ayuda?

—Hola, flaquito.

Me robó un beso al entrar en casa y  caminó hacia el sofá. Entonces vi que lo que llevaba era una alfombra enrollada, y que de su interior asomaba una mata de pelo rubio pegada a una cabeza. Cabeza que a su vez estaría unida a un cuerpo. Era un cuerpo. Mi mente lo procesó, empezó a buscar un significado y entró en un bucle de pánico. Se me borró la sonrisa de la cara y cerré la puerta a toda prisa, pasando los cerrojos y pegándome a la pared con los ojos como platos. «Dios mío. Es un cuerpo. ¡Un cuerpo! Que no sea un cadáver. Que no sea un cadáver, por favor».

—Lot…

No me atrevía ni a preguntar. Él me miró de soslayo.

—Bien, bien, bien. Supongo que quieres una explicación. Es una excusa muy manida, pero en fin, allá va: esto no es lo que parece. — Soltó la alfombra sobre el sofá de cualquier manera. El bulto enrollado en su interior gimió y se removió un poco—. Además, está vivo.

—Vale… y, ¿qué hacía un tío envuelto en una alfombra en tu hombro?

—Lo puse yo —dijo Lot, con una gran sonrisa.

—¿Por qué?

«No sigas preguntando, no quieres saberlo», decía una parte de mí. Una mano blanca, torpe, salió de dentro de la alfombra y palpó alrededor, aferrándose a uno de mis cojines. Escuché un murmullo adormilado. Entretanto, Lot se colocaba la chaqueta como si nada.

—Verás, he estado comprobando algunas cosas. Y traigo dos noticias, una buena y otra mala. —Abrí la boca para hablar pero él no me dejó, estaba soltando su carrete, como siempre. —Supongo que quieres la mala primero, así que te la diré sin paños calientes: te están buscando. Sí, ya sabes, los mafiosos. Las dos familias, los Corleone y los Amati, o como sean, no recuerdo el nombre que les puse el otro día. Pero tranquilo, la noticia buena contrarresta el pánico que pudiera producirte lo que te acabo de decir. Me alegra comunicarte que, de momento, nadie ha encontrado tu casa. Gracias a mí, claro. ¿No es genial?

«¿Genial? Claro. Estupendo. Maravilloso. Sublime.» Sacudí la cabeza, algo aturdido.

—¿Y este tipo estaba buscándome? —pregunté, señalando el fardo que se desperezaba en mi sofá.

Lot se acercó a él y mientras hablaba tiró de un extremo de la alfombra, desenrollándola con el ademán de un mago que revela el lugar en el que ha aparecido su ayudante después del truco, todo airoso y espectacular.

—Exacto. Por lo visto quiere hablar contigo…

Un muchacho de apenas veinte años cayó sobre los cojines, de un modo muy poco airoso y espectacular. No se parecía a las bellas ayudantes de los magos, la verdad. Era delgado y de aspecto frágil, vestido con unos vaqueros deshilachados y un jersey viejo con el cuello demasiado amplio. Tenía la piel muy clara y su cabello era del color del trigo joven, largo hasta los hombros y más corto por delante. Miraba alrededor con la expresión ida, como si estuviera drogado, cosa muy probable, y llevaba una mordaza. «Es el chico del otro día. El de las fotos en el puente.» Lo recordaba claramente, al lado del otro tío, el hombre alto e imperturbable, con expresión de estatua. El chico miraba al objetivo con ojos de gacela.

—Joder, Lot.

Me acerqué al sofá y me incliné sobre nuestro rehén, sacándole el pañuelo que llevaba en la boca. Lot seguía a lo suyo.

—… así que me he dicho: pues se lo llevo al flaco y que él decida.

—Pobre chico.

El jovencito gimió, tratando de enfocar la mirada. Parecía ir volviendo en sí poco a poco. Fui a la cocina y llené un vaso de agua.

—Tienes muchos libros de Ghandi y de esos indios pacíficos, no creí que aprobases el asesinato. Me pareció mejor traértelo. ¿Ves? Soy considerado.

Considerado, sí. Ya ni siquiera me sorprendía. Me arrodillé frente al chico y esperé a que reaccionara un poco antes de darle el agua. Los enormes ojos claros del muchacho se fijaron en mí con una mezcla de miedo y confusión. Le hablé con dulzura. No quería que se pusiera nervioso o se asustara, bastante culpable me sentía ya.

—Hola, chaval. ¿Tienes sed?

Cogió el vaso con una mano temblorosa. Parecía tan perdido que me conmoví.

—Hola —respondió, con un hilillo de voz.

Lot murmuró algo y se dio media vuelta, dirigiéndose a la cocina. Escuché el sonido del vidrio entrechocando y supuse que iba a servirse una copa. Ahora no tenía tiempo ni ganas de prestarle atención así que me concentré en mi huésped inesperado, que parecía necesitar un abrazo urgentemente.

—Disculpa por las formas. Lot me ha dicho que estabas preguntando por mí y te ha traído para que hablemos. —Sonreí para hacerle sentir seguro—. Tranquilo, ¿vale?

El joven se bebió el agua con avidez, observándome por encima del borde del vaso. Luego lo dejó sobre la mesa cautelosamente y reculó en el sofá, pegando la espalda a los cojines y rodeándose las rodillas con los brazos. Su expresión de desamparo era tan absoluta que había que ser de piedra para no sentir al menos un poco de compasión. Ser de piedra o ser un cretino como Lot, quien demostraba tener la empatía de un ladrillo. Estaba bebiendo y fumando al otro lado de la barra, sonriendo como si estuviera asistiendo a un espectáculo de variedades o algo así. El muy cabrón.

—No debería estar solo —murmuró el chico.

—Tranquilo. Nadie te va a hacer daño, te doy mi palabra. —El chico volvió a mirar alrededor. Mi sensación de culpa iba en aumento. Intenté sonreír de nuevo—. ¿Cómo te llamas? Yo soy Alex, aunque seguro que ya lo sabes.

—Sí. Yo soy Isaac.

El muchacho intentó devolverme la sonrisa, aunque le quedó rara y poco convencida. Aun así, su esfuerzo me relajó un poco. Había temido que se pusiera a llorar, que quisiera huir o algo así.

—Encantado, Isaac.

—Ha sido muy raro.

—Ya. Lo siento. Para mí también es muy raro todo esto.

Isaac parecía ya bastante recuperado. Ahora miraba de reojo a Lot, y al hacerlo se encogió un poco más. De pronto pareció recordar por qué estaba allí y regresó a él un cierto aplomo. Se dirigió a mí.

—Tú… nosotros… nosotros queríamos hablar contigo.

Asentí con la cabeza.

—Estás aquí para eso. Podemos hablar tranquilamente, ¿vale? No tengas miedo.

El chico volvió a mirar a Lot.

—¿Él se va a quedar? —preguntó.

—¿Me voy a quedar? —repitió Lot, como un eco, mirándome también.

«Por mí como si te tiras por la ventana. ¿Cómo se te ocurre hacer esto?», hubiera querido decirle. Pero no, en realidad no quería que se tirase por la ventana. Incluso con el marrón que acababa de colocarme, me sentía muy aliviado de que hubiera regresado a casa.

—¿No puedes decírmelo delante de él?

—¿No puedes decírselo delante de mí? —Ahora Lot miraba hacia Isaac, con esa sonrisa de sátiro.

El muchacho reflexionó unos momentos.

—Supongo que sí. Al menos algunas cosas.

Lot sonrió, como si aquello fuera una gran noticia. Le lancé una mirada reprobatoria. Empezaba a cansarme de que se lo tomara todo a guasa.

—Vale. Entonces te escucho. Te escuchamos —me corregí.

El muchacho asintió y luego tomó aire. Me pareció que estaba dándose ánimos a sí mismo. Volvió a coger el vaso y bebió el agua que le quedaba. Después, tras perderse en sus pensamientos un instante, apretó las yemas contra el vidrio y volvió a alzar la mirada.

—Alex, eres especial.

Su declaración me sorprendió, aunque me pareció una forma muy agradable de empezar una conversación. Esbocé media sonrisa.

—Todos lo somos, pero creo que no hablas de eso, ¿verdad?

—No. —El chico meneó la cabeza, luego asintió y prosiguió con su disertación. Le temblaba un poco la voz y parecía vacilar mientras hablaba—. Bueno, quizá sí. Hay gente más diferente que otros. Personas que destacan porque tienen habilidades o características distintas.

—¿Y tú crees que yo tengo características distintas?

—Bueno…

El chico dudó.

—No sé hacer nada fuera de lo común, Isaac —le aclaré—. Pero, aun así, ¿por qué crees eso?

—No estoy seguro. A mí me han explicado todo esto hace poco. Cuando pregunté quién eras tú y por qué íbamos a conocerte, Solomon y Nun me dijeron que eras Alex, que eras especial. Que tenías una maldición pero querías ser diferente y ser mejor.

Isaac daba vueltas al vaso entre los dedos. Eran largos, blancos, delicados. Lot nos miraba desde la cocina, tomando largas caladas de su cigarro y exhalando el humo silenciosamente. Sus ojos anaranjados iban de uno a otro a medida que conversábamos, escrutadores, tocándonos de un modo casi físico. Yo intentaba tomarme con calma lo que decía Isaac. No parecía mal chico, pero sus palabras me inquietaban. Me ponían a la defensiva de un modo que no me gustaba nada y me costaba un poco controlar. Pero en todo caso, quizá el chico sabía cosas sobre mi pasado, y entonces, lo mejor era saberlas también, ¿no?

—Creo que antes estaba metido en asuntos turbios —admití— pero no sé si creérmelo.

El muchacho asintió.

—Ellos dicen que hiciste algo malo, pero que no lo pudiste evitar —continuó. Me di cuenta de que le costaba tanto hablar de esto porque estaba escogiendo las palabras con cuidado—. Dicen que te puedes salvar. Al menos, quieren intentarlo. Quieren ayudarte. Nadie quiere hacerte daño, ninguno de nosotros. —Y lo repitió, con especial énfasis, como si quisiera enviarme alguna clase de mensaje cifrado en aquella frase—: Ninguno de nosotros quiere hacerte daño.

Ninguno de nosotros. ¿Ninguno de ellos? ¿De quienes? ¿Es que otros sí? Me eché hacia atrás, buscando a Lot con la mirada. De pronto tenía la sensación de que estaba en peligro. No podía confiar en nadie. Sólo en él, y ni siquiera del todo. Puede que fuera un mentiroso, pero no tenía nada más. La inquietud me hormigueaba por dentro, como agua que se hubiera ido calentando poco a poco hasta hervir.

—¿Y por qué quieren ayudarme? —pregunté, con un tono algo más seco—. ¿De qué tengo que salvarme?

Isaac pareció extrañarse de mi pregunta. Arrugó el entrecejo y miró a Lot fugazmente.

—¿Él no te ha contado nada?

«Ya. Sólo puedes confiar en él, ¿no, Alex? Aquí no puedes confiar en nadie, no te engañes.» Sacudí la cabeza negativamente.

—Algo. No le he preguntado demasiado, ¿sabes?

Isaac se lamió los labios y continuó. Parecía angustiado ahora.

—La gente a la que tú perteneces… pertenecías, mejor dicho… son la Organización. Son criaturas horribles. Ellos necesitan que vuelvas a hacerlo. Quieren que sigas haciéndolo para ellos.

El hormigueo se convirtió en nerviosismo.

—¿Hacer el qué?

—Y si no quieres, o no puedes… bueno, antes te buscaban para reciclarte. Si no hubiera ocurrido todo esto, tal vez se hubieran olvidado, pero ahora las cosas se han complicado más. No estoy seguro. Yo también estoy asustado. Todo esto me viene grande. Yo no debería estar aquí.

Organización. Reciclaje. Esas palabras me alteraron aún más. Se me secó la boca y todos mis sistemas de defensa empezaron a reaccionar. Me alejé instintivamente del muchacho, cerrándome sobre mí mismo. No me gustaba tenerle ahí. No me gustaba que estuviera en mi casa, ni escucharle hablar. De pronto solo deseé que desapareciese.

—Es cierto, no deberías estar aquí. —Miré a Lot—. No deberías haberle traído.

Mi amante se encogió de hombros.

—¿Y qué iba a hacer si no? No soy un asesino. Aún.

—No. No lo eres, ni lo vas a ser —aseveré.

Respondió algo que no llegué a entender, volviendo el rostro hacia la nevera, como si le interesara más hablar con ella que escuchar lo que yo tuviera que decir. La vocecilla de Isaac volvió a captar mi atención.

—Mi gente puede ayudarte.

Me pasé las manos por la cara.

—¿Qué gente?

—Los Vigilantes.

Otra palabra inquietante. Me puse a la defensiva otra vez.

—No necesito ayuda —espeté.

—Pero podrías dejar de ser lo que eras. Dejar de tener hambre. ¿No tienes hambre?

Lot sonrió ladinamente y nos miró otra vez.

—Sí, ¿no tienes hambre, Alex? —preguntó, sibilino y malévolo.

De pronto, algo se volvió espeso en el ambiente. Isaac se encogió en el sofá. Se puso alerta, abrió mucho los ojos y los fijó en Lot Anders, que estaba mirándole a su vez, con la brillante corbata verde lima resplandeciendo como un foco colorido en su atuendo oscuro. En mi interior, algo se agitó. Se me encogió el estómago y luego se abrió, como una boca rugiente. Sentí muchas ganas de arrojarme sobre el pobre muchacho y hacer cosas espantosas, y no sabía de donde venían esos impulsos tan extraños, no podía comprenderlo del todo. Pero tampoco quería. Me aterraba. Me angustiaba. «Que se vaya. Lot, sácale de aquí. No quiero que esté aquí». Lo pensé, pero no lo dije. Estaba indignándome.

—Sí. Sí tengo hambre. —Claro que tenía hambre. Mierda, y tanto. Y ellos lo sabían. Todos lo sabían, y nadie había movido un dedo hasta ahora. Nadie había querido ayudarme hasta entonces. ¿Por qué? ¿Por qué habían tenido que esperar hasta que…? De pronto me enfadé. —¿Cómo vais a ayudarme con eso, eh? ¿Es que podéis? ¿Podéis salvar a la gente? Eso has dicho, que podíais salvarme, pero no me lo creo. No me creo nada, y si de verdad podéis hacerlo, ahora no lo deseo.

«Salvarte. Salvarte dicen, esos hipócritas, esos bastardos. No les escuches», me dije.

—Pero…  —Isaac negó con la cabeza y abrió la boca para explicar algo.

Entonces, Lot salió de detrás de la barra y caminó hacia nosotros. Isaac cerró la boca e hizo ademán de incorporarse, pero se detuvo a medio camino. La tensión, el miedo, la rabia, todo se disipó en el ambiente cuando Lot Anders se hizo dueño de la situación, caminando hacia nosotros como si fuera una estrella de Hollywood, con un andar lleno de glamour y un magnetismo irresistible. Nos quedamos mirándole como idiotas. Al llegar hasta nosotros, se interpuso entre el muchacho y yo, con el bastón en la mano. No le había visto ir a cogerlo y sin embargo allí estaba, entre sus dedos. Isaac se liberó de la fascinación de su presencia y dio un respingo. Me pareció que echaría a correr, pero entonces Lot le tocó en el hombro con la empuñadura de plata y le miró, asintiendo con mucha calma.

—Todo está bien, jovencito. Estás muy tranquilo —empezó a decir. Su voz era acariciadora, hipnótica—. Te sientes seguro, confortable y tranquilo.

El muchacho desorbitó los ojos, crispó el semblante en una mueca de horror y cuando intentó hablar sólo fue capaz de emitir un gemido quejumbroso.

—No…

—Sí, querido. Estás relajado… sientes la sangre en tus venas, latiendo muy despacio, de manera constante. Tus músculos se ablandan poco a poco. Los nudos se deshacen, la inquietud desaparece.

De nuevo se escapó un gemido ininteligible entre los labios de Isaac y después su expresión se relajó poco a poco hasta quedar vacía. Tenía las pupilas fijas en los ojos naranjas de Lot Anders, los labios entreabiertos y los párpados medio caídos. Comprendí lo que estaba ocurriendo. Él estaba robándole al muchacho su voluntad. Me mordí el labio y aparté la mirada. Todo aquello era muy desagradable, me ponía enfermo.

— Ahora, Isaac, voy a contar hasta tres y despertarás. Una…

«Le está hipnotizando. ¿Por qué le ha traído? Debió dejarle en la calle. Este chico no es peligroso. No supone la menor amenaza, no me he sentido amenazado por él, en absoluto. Odio las cosas que dice, pero nada más. Y ahora este numerito. Es ridículo. Es ridículo.»

Permanecí en silencio, con el rostro vuelto hacia la puerta.

—Dos…

Lot se había movido hasta colocarse junto a mí, sin apartar el bastón del hombro de Isaac. Me abracé a mí mismo, alejándome un paso de él. Aun así, el aroma a cerezas de su cigarro y el perfume de su colonia me envolvieron, su presencia me rozaba, me rodeaba como velos de aire magnético, energizado, me obligaba a mirarle otra vez, de reojo.

«Yo no debería tener estos disgustos, los médicos me han dicho que tengo que evitar situaciones emocionales bruscas. Y las pastillas… ayer olvidé tomarlas. Tengo que volver a tomarlas, o me pondré peor. Tengo que cuidarme. Tengo que cuidarme.»

—…y tres.

Lot chasqueó los dedos. Isaac puso los ojos en blanco y se desvaneció, cayendo hacia adelante cuando Lot apartó su bastón. Se derrumbó sobre el suelo, golpeó la mesa con una pierna y se quedó ahí tirado, como si le hubieran pegado un tiro. Di un respingo y me acerqué instintivamente a Lot, clavándome las uñas en los brazos otra vez.

—Dios mío. ¿Qué coño…? ¿Qué le has hecho?

Trastabillé hacia atrás, tratando de alejarme del cadáver.

—Tranquilo, flaquito. Sólo está dormido.

Lot lanzó el bastón al aire y volvió a atraparlo. Luego me pasó el brazo por los hombros y me atrajo hacia él, tapándome la visión del pobre chico descalabrado. En ese momento lo agradecí. Su contacto me reconfortó. Cerré los ojos un momento y cuando los abrí, respiré hondo y los alcé hacia él. Lot me miraba con una expresión cercana a la ternura, acunándome entre sus brazos, con el bastón contra mi espalda.

—¿Qué vamos a hacer con él? —murmuré.

—Antes de decidir eso, ¿qué piensas acerca de lo que te ha dicho?

Apreté los labios. No quería pensar en eso más.

—Sólo ha dicho vaguedades.

—Y tú no quieres saber nada de esas vaguedades, ¿no es cierto? —Negué con la cabeza—. Bien, entonces podemos hacer dos cosas. —Hizo una pausa y yo asentí para que continuara—. Una, seguir adelante, hasta el final, a nuestra manera. Dejarles atrás, a todos estos. A los Corleone, a los Salami, a todos ellos y sus estúpidos planteamientos impersonales y exentos de glamour.

Volví a asentir. Lot me soltó y me puso su cigarro entre los labios. Tomé una calada profunda, nerviosa, y luego otra más. Él hizo girar la boquilla entre mis labios y la empujó un poco más al interior de mi boca. Esos gestos disimulados y el modo en que me miraba mientras yo fumaba como un loco me recordaron inmediatamente que toda su ternura no era más que una mentira, que mi amante era un aprovechado y un pervertido. Me indigné de nuevo. ¿Cómo podía ponerse cachondo viéndome chupar un jodido cigarrillo en una situación tan desagradable como aquella, con un chaval tirado en el suelo y todo eso? Le quité el cigarro de los dedos para que dejara de excitarse y me fui a aplastarlo en el cenicero. Me temblaban las manos.

—¿Y la otra opción?

Lot esbozó una sonrisa sarcástica.

—Ser como la princesa Ana y Joe Bradley en Vacaciones en Roma. Regresar, asumir las consecuencias y volver a ser lo que se supone que tenemos que ser.

—No. No voy a volver —repliqué, tajantemente—. Fuera lo que fuera antes, no.

Lot hizo girar el bastón entre las manos y compuso una pose teatral.

—Muy bien. Tienes agallas, flaco. En fin, tienes que alimentarte. —Señaló a Isaac, ahí tirado como si fuera un muñeco roto—. Después, me lo llevaré lejos de tu casa y le haré despertar para que vuelva con los demás. Seguramente se cabrearán. A mí me importa un bledo, pero quizá tú no quieres tener más enemigos. En todo caso, si nos lo cargamos podemos esconderlo en alguna parte y echarle la culpa a…

—¿De qué estás hablando? No, para. Para, para, para. —Negué con la cabeza. Me sentía como si fuera a ponerme histérico. Y no recordaba haberme puesto histérico nunca, pero mi corazón latía muy deprisa y sentía deseos de estrangular a alguien, o a algo. —No sigas. Tiene que volver. No hay otra opción, ¿entiendes? La última frase que has dicho no existe.

Lot me miró largamente y después se encogió de hombros. Parecía decepcionado.

—De acuerdo, como quieras. Devolveremos a Ceniciento a su casita. Pero tú te lo  comerás antes.

Si tenía miedo de ponerme histérico, en ese momento se me pasó de golpe. El corazón se detuvo en mi pecho y se me bajó la sangre a los pies. Me apoyé en la pared y miré a mi amante, lívido, abrazándome mis propios brazos de nuevo.

—¿Qué…?

Lot hizo una mueca de hastío.

—Vamos, no me mires así. Tienes en esa habitación… no sé, catorce o quince libros que hablan del alimento espiritual —dijo, señalando mi cuarto—. Yo te digo que meriendes un poco del chaval este y me miras como si estuviera hablándote de violar ancianas.

—Yo no… yo no hago esas cosas. No sé de qué me hablas. —Negué de nuevo con la cabeza.

—Claro, lo que tú digas. Mira, a mí me gusta esto. Lo que hacemos, la manera en la que se ha planteado esta situación. Me gusta el jueguecito que te traes, es excitante, no lo negaré. Pero no me compensa tanto como para ser tu filete continuamente, ¿entiendes lo que te estoy diciendo? —Él dio unos cuantos pasos hacia mí. Yo traté de huir, pegándome a la pared y apartando los ojos de él. Pero no podía dejar de escuchar sus palabras, y a mi pesar entendía todo lo que me estaba diciendo. Y lo odiaba. Lo odiaba tanto… —No puedo hacerlo, y tampoco quiero. Si esto sigue así, las cosas terminarán muy mal, de modo que haz lo que tengas que hacer. Cuanto antes, mejor.

Me giré para darle la espalda y quedé apoyado en la pared. Mi mirada se topó con los libros de la estantería, después con la puerta de la calle. Una sensación de pánico muy elemental me creó un hondo vacío en el pecho. Era como estar cayendo hacia dentro de mí mismo, dejando una estela fría, y no encontrar nada al otro lado. Ni suelo, ni aire, ni paisajes. Nada, solo un tubo estéril que descendía eternamente.

—Fingiremos que no ocurre.

—Cállate —solté, tenso y malhumorado.

Él me puso la mano en el hombro y me hizo volverme hacia él. Me sujetó la barbilla con suavidad y me miró a los ojos. Lot Anders, empático como un ladrillo. En realidad, todo era culpa suya.

—Vamos, flaquito. Relájate. No es tan horrible. —Le aparté y le cogí de la muñeca. No fue un gesto violento, y él se soltó con cautela, luego frunció el ceño. —¿Quieres que te deje solo, o prefieres que me quede?

Iba a tener que hacerlo, estaba claro. Y dadas las circunstancias, prefería tener compañía, aunque fuera la suya.

—Quédate.

Sonrió torcidamente.

Yo no esperaba comprensión por su parte. Tampoco apoyo. Estaba seguro de que no me lo iba a dar, ¿qué más le daba a él mi sufrimiento? Sabía cómo era Lot Anders, o creía saberlo, ya a esas alturas. Imaginaba que se limitaría a disfrutar del espectáculo como si nada tuviera importancia, a cachondearse y a hacer burlas sobre la situación. No podía esperar que me arropase. Y sin embargo prefería tenerle cerca. Tal vez porque no esperaba nada de él, cuando me abrazó por detrás me sentí mucho mejor.

La tarde dorada se iba volviendo ocre poco a poco, al otro lado de la ventana. Eran colores que me gustaban. Estupendos para hacer fotos. Me imaginé el exterior, la suave brisa agitando las hojas, el revoloteo de los pájaros, el lento discurrir del tráfico en la ciudad. Tomé aire y me llené la cabeza de imágenes hermosas mientras me desembarazaba del abrazo de mi amante y me recostaba en el sofá. Lot cogió a Isaac en brazos y le dejó tendido a mi lado, peinándole con los dedos. Me incliné sobre él y le rocé la mejilla pálida. Por suerte no parecía herido. Miré sus párpados cerrados y los labios suaves.

—¿Le va a doler? —murmuré muy bajito.

No recordaba nada. No recordaba cómo se procedía, si era dañino o no, para mí o para los demás. No recordaba por qué podía hacerlo, qué clase de don era aquel ni por qué lo poseía yo. Pero sí recordaba que lo odiaba. Y que me odiaba a mí mismo por tenerlo.

—No, no le dolerá.

A juzgar por su voz, Lot parecía hablar en serio. Aun así, vacilé.

¿Alguna vez os habéis encontrado en una situación así? En la obligación de hacer algo que os parece espantoso porque no hay otra opción, porque las circunstancias presionan, porque es el mal menor. En esas ocasiones, el mundo de pronto parece un lugar horrible. La esperanza se borra del diccionario y  es como si los colores se fundieran en uno solo, sucio, oscuro y roto. Y sabes que cuando termines con lo que has de hacer, tú también tendrás ese mismo color, y estarás sucio, oscuro y roto. Pues en esa situación estaba yo entonces. Miraba a Isaac y me sentía como un demonio. Peor que un demonio. El estómago se me encogió y empezó a rugir otra vez, con un hambre torturadora.

—¿Me estás mintiendo?

No lo quería saber, pero aun así pregunté. Los dedos de Lot me rozaron la nuca en una caricia suave.

—No, Alexander. No te estoy mintiendo.

Le creí. Cerré los ojos y me incliné sobre el muchacho desvanecido. Acerqué los labios a los suyos y los sellé con un gesto que parecía un beso, aunque no lo era. No del todo. Luego crispé las manos sobre sus mejillas y dejé que sucediera. Abrí sus labios con los míos, metí la lengua en su boca y succioné.

Imaginad cómo es tragar estrellas. O beber corrientes eléctricas sin quemarse. Así es como se siente uno al engullir la energía vital de alguien. Les arrebatas sus impulsos eléctricos, sus corrientes estáticas, te apropias de la fuerza espiritual que compone sus auras y, sobre todo, lo más importante, su energía emocional. Devoras sus sueños, sus sentimientos, sus sufrimientos. Puedes devorarles hasta dejarles vacíos, como carcasas rotas. Puedes devorarles hasta convertirles en pellejos quebrados y sin esperanza. Pero nosotros no hacemos eso. Siempre dejamos algo, lo suficiente para que todo su interior se reconstruya poco a poco una vez que nos hemos marchado. No arrancamos las raíces, sólo cortamos las ramas a los jodidos árboles. Cada persona es diferente, como la fruta. Algunas son más carnosas, otras menos jugosas, pero todas, todas son comestibles. En el caso de Isaac, su energía resultó ser un océano de sensaciones gloriosas, un banquete en el que yo, hambriento y desesperado como estaba, me regocijé y me revolqué hasta saciarme. Se me aceleraba la respiración, como si estuviera subiéndome un chute de heroína o me hubiera montado en un carrusel descontrolado.

Me apreté contra el chaval y le estrujé contra mí, arañándole la cara sin querer. Gemí y me froté contra su cuerpo, raptado por las sensaciones sublimes, cegado por la ambrosía que estaba degustando, incapaz de detenerme. Él se sacudió con tres espasmos, aún inconsciente, e inició un forcejeo vago, como el de los malos sueños. Pero no me importó nada. Solo podía pensar en tomar más, en llenarme más, en saciarme, en acabar al fin con el hambre atroz que no me dejaba vivir. Sabía que aquello me convertía en un monstruo. Pero no podía hacer nada, sino lamentarme.

Y mientras yo me enfrentaba a mí mismo y a aquella espantosa situación, Lot Anders se sentó a mi lado y puso una película. Se sirvió una copa, un cóctel probablemente, se encendió un cigarrillo y dejó que el tiempo pasara como si tal cosa, como si todo aquello no fuera con él, aunque a veces me miraba de soslayo.

Y bebí, y bebí, y bebí, más de lo habitual, más de la mitad de lo que ese chico tenía ahí para ofrecerme.

 Cuando, haciendo un gran esfuerzo de voluntad y guiado por un instinto tan fuerte como el hambre, fui capaz de parar, Isaac estaba ojeroso y blanco como la cera. Sus labios pálidos como hojas de papel seguían húmedos de mi saliva y tenía surcos rojos en las mejillas. Estaba cubierto de sudor frío. Su semblante dormido se crispaba en una expresión de angustia. Yo me sentía como una mierda, pero al mismo tiempo embriagado y ahíto. Me hice un ovillo a su lado sobre el sofá y me esforcé en respirar correctamente.

En la pantalla, Tony Curtis se besaba con su amante y era sorprendido por su mujer, que le pedía el divorcio de inmediato. Lot bebía en un vaso bajo y dejaba caer la ceniza en el cenicero, sin prestarme la menor atención, en apariencia.

Todo era grotesco y horrible. Me abracé a mí mismo y me intenté consolar, mirando a Isaac con desazón.

—No te preocupes —dijo Lot—. A él no le importa.

—Lo que tú digas —susurré amargamente.

El ilusionista se nos acercó, inclinándose sobre el sofá. Miró a Isaac, comprobó su temperatura colocándole una mano en la frente y le tomó el pulso. Después, le echó la alfombra por encima, como si su visión le molestara y no fuera más que un juguete roto. Apagó el televisor con el mando a distancia y me atravesó con sus ojos naranjas.

—Ahora no te lo quedes todo para ti. Dame mi parte. —Le devolví la mirada, perplejo y todavía embriagado. La sensación de drenar a una persona es increíblemente intensa, pero después te deja tonto y bastante indefenso, como si hubieras fumado muchos porros o algo así. —Claro, no sabes hacer eso, ¿verdad?

—Creo que no —admití.

—Para ser de los que lo dan todo, se te ve falto de práctica —dijo Lot, de nuevo con la sonrisa burlona y la cara de guasa. Me rodeó con el brazo y se me acercó lentamente, con aire seductor—. Bueno, bueno. Ya irás aprendiendo la manera. Por ahora sólo relájate.

Me encogí un poco, desconfiado. No hay nada que inspire más recelo que un tipo pidiéndote que te relajes. Y si es un tipo como Lot, peor.

—¿Qué vas a hacer?

La mirada hipnótica me buscaba, insistente. Cuando me encontró, nos miramos. Sus ojos eran cálidos, brillaba el deseo, tibio, al fondo de las pupilas. Me rozó la mejilla con la nariz, la mandíbula con los labios, me estrechó muy suavemente y apoyó su frente en mi sien. Después, mirándome entre las pestañas oscuras, susurró:

—Bésame, Alexander.

Y lo hice. No podía resistir esa voz, esa mirada, el magnético deseo que emanaba. Ladeé el rostro y le besé, agarrándole de la camisa para tirar de él hacia mí y tumbarnos sobre el sofá, al lado de Isaac, que ahora que estaba cubierto por la alfombra parecía no existir. Le arañé el pecho por encima de la tela. Él abrió mis labios con los suyos gentilmente y su lengua se enredó en la mía, agitándose y lamiéndola golosamente. Sus ojos seguían abiertos y cada vez que yo entreabría los párpados los veía ahí, brillantes como semáforos en ámbar, atrapando mi atención. «Qué extraño juego es este», pensaba, entretanto, uno de esos pensamientos vagos que se cuelan en las situaciones más imprevistas, «qué extraño juego de telas de araña y trampas de miel. Me pregunto quién es el cazador aquí.»

—Ya irás recordando la manera —Se colocó a mi lado, inclinado sobre mí, y deslizó una mano bajo mi camiseta. Hundió la otra en mi pelo—. Es como el sexo, en realidad nunca se olvida. —Volvió a rozarme con los labios y me miró intensamente. Luego dijo, en voz baja y arrebatadora—: No te resistas.

Negué con la cabeza. ¿Quién querría resistirse? Lot sonrió y me besó de nuevo, un beso lento y dedicado, de manual, mientras acariciaba mi vientre y mi ombligo con los dedos. Me arqueé bajo su cuerpo y busqué su piel, apartando la tela de la camisa y abriendo las manos en su espalda. La saliva propia y ajena se acumuló en mi boca y tragué.

Empezaba a costarme respirar. El beso estudiado de Lot había cobrado energía y ahora era un intercambio apasionado al que me costaba seguir el ritmo. Le noté empujarme con su cuerpo y sus gestos se volvieron dominantes, crudos. Me crispé un poco. Luego su lengua penetró hasta mi garganta y el intercambio se convirtió en una invasión. Me agité, casi forcejeando, rozándole con mi cuerpo al intentar vagamente quitármelo de encima. Me sentía forzado, y eso no me gustaba.

Pero entonces pasó algo. Su dedo índice se hundió en mi ombligo y el pulgar me acarició la piel alrededor con una suavidad infinita. Percibí claramente como si una mano invisible me hubiera agarrado con un gesto suave, cubriéndome por completo, y ahora estuviera masturbándome todo el cuerpo. Un millar de colores centelleantes me cegaron la visión, una corriente gravitatoria me erizó los poros y un beso de aire cálido recorrió mi piel. Fascinado ante aquel estímulo tan nuevo e intenso, dejé de resistirme, exhalando un gemido de sorpresa y placer. Mis manos se escurrieron por sus brazos y le rodeé con una pierna, dejándome llevar. Su beso frenético no había sido más que una distracción: eran sus dedos en mi vientre los que estaban estimulándome, tomando de mí, ordeñándome como a una vaca… y lo hacía con una fricción suave, con gestos tan delicados que las ligeras vibraciones de la energía que me estaba quitando cosquilleaban y me enviaban calambres agradables al cuero cabelludo y a la punta de los dedos de los pies.

—Dios… Lot… —balbuceé, parpadeando con fuerza como si me fuera a quedar inconsciente en cualquier momento.

Él había dejado de respirar. Cuando volvió a hacerlo, soltó un gemido descontrolado que habría hecho sonrojarse hasta al marqués de Sade, grave, profundo y vibrante de satisfacción. Luego empezó a jadear mientras destilaba de mí las gotas precisas, arqueando la cintura y simulando un movimiento obsceno con las caderas. Le rodeé con las piernas y me apreté contra su pelvis. Se le había puesto dura, y ahora sí tenía los ojos entrecerrados. Me sentí orgulloso y dominante y se me escapó una risilla lasciva, provocadora, que no parecía nada propia de mí. Pero es que nada de todo aquello parecía propio de mí, ofrecerme de ese modo, alzar los brazos y curvar el torso para exponerme, restregarme contra él. Conforme me iba habituando a las potentes sensaciones y comprendía lo que ocurría, me relajé más. Y al relajarme, pude disfrutarlo más aún. Le agarré la mano, hundiendo su dedo en mi ombligo más profundamente, instándole a beber más. A cada movimiento, a cada gesto, notaba que él iba perdiendo el control progresivamente. La esencia vital de Isaac me había dejado casi fuera de juego al tomarla, y parecía que tenía el mismo efecto en él al beberla de mí. El brillo de sus ojos se había vuelto denso, su mirada era puro deseo fundido. El semblante burlón ahora era serio y hambriento, su mano apretada contra mi vientre se mantenía inmóvil, pero con la otra me tocaba por todas partes como si no supiera dónde detenerse. Se había despeinado y su erección palpitaba rabiosamente. Eché la cabeza hacia atrás cuando sus labios descendieron hacia mi cuello. Gemí cuando me mordió. Y luego sus dedos hábiles desataron mi pantalón.

—¿Quieres que pare? —me preguntó, en un susurro urgente.

Mientras lo preguntaba, me sacaba la prenda. Luego me quitó la ropa interior. Cuando me tocó, me di cuenta de lo terriblemente excitado que estaba. Y no sabía en qué momento había sucedido; las sensaciones se producían a tantos niveles que era difícil distinguirlas. Él deslizó la yema de los dedos sobre la línea tensa y palpitante de mi sexo, y entonces la excitación se demostró muy física, con una punzada de necesidad casi dolorosa. Le miré, esbozando una sonrisa hambrienta y perversa.

—Ni se te ocurra —exigí, sin saber si se refería al drenaje o a lo demás. Pero me daba igual. Toda esa mierda me gustaba y no quería que terminase. Al revés. Quería más—. No pares.

Lot me estaba observando. Parecía desconcertado por algún motivo. Sus ojos estaban fijos en los míos. En ese momento me pareció que era yo quien le hechizaba a él y no al revés. Entonces cerró los dedos alrededor de mi sexo y yo casi di un brinco, gimiendo en alto. Empezó a acariciarme. Me mordió los hombros y sentí el tirón de la succión en la piel. Recorrió mi cuello con la lengua y volvió a besarme.

—Tus deseos son órdenes.

«Pues deseo que me la metas de una vez», pensé. Pero no lo dije. Dejé que me provocara hasta hacerme resollar de agonía, temblando cuando me mordía los pezones o succionaba en mi boca, estremeciéndome cuando hacía círculos con el dedo índice en mi ombligo, tirando de la energía aún sin metabolizar para enredársela y engullirla para sí. Cuando mi excitación comenzó a aproximarse al límite, hundí los dedos en su pelo y tiré de él para besarle yo, hambriento y salvaje. Quería subirme sobre él y poseerle, dominarle y devorarle mientras me devoraba. La energía que había robado a Isaac se estaba intensificando, hirviendo dentro de mi cuerpo caliente y lujurioso. Le empujé con las caderas, insistente, provocándole. Él se sacó el cinturón de un tirón y empezó a abrirse los pantalones apresuradamente, despeinado y jadeante. Dios, cómo le tenía. Verle así me hinchaba de satisfacción, me ponía más cachondo todavía. Sí, así era yo, más yo que nunca. No el chico tímido y cándido sino el otro, el que en realidad era, el que no quería ser.

—Venga —le apremié—. Date prisa.

Me lanzó una mirada de depredador. Yo alargué las manos para quitarle los boxers, pero no me dejó. Me dio una palmada en el dorso y me sonrió como un lobo.

—Las manos quietas.

Le enseñé los dientes. Iba a responderle algo, pero se me fueron los ojos hacia su entrepierna, donde ahora podía ver su erección, libre y palpitante en todo su esplendor. Estaba más que dispuesto, pero aun así, se acarició unos segundos. Yo levanté las rodillas y arrastré la espalda sobre los cojines, pegándome a él hasta que rozó mi entrada con la punta, húmeda de anticipación. Me echó otra miradita de las suyas y empujó, hundiéndose en mi interior con una estocada firme.

Creo que grité, y no de dolor. Era todo jodidamente increíble. Estaba eufórico. Sentí  un fuerte tirón en alguna parte cuando empezó a beber la energía de mí con tanta ansiedad que se me erizó hasta el tuétano, presionando con su dedo sobre mi ombligo. Al mismo tiempo, me follaba con embestidas profundas y largas cuyo ritmo iba en aumento. Empecé a sudar. Fuertes oleadas de calor me sofocaron la respiración y me hicieron pitar los oídos. Me sentí elevarme como si estuviera transportado en la estela de un puto cometa, y cuando todo se volvió demasiado intenso, en mi interior se desató el cataclismo. La energía estalló dentro de mí, como un motor de combustión. No sé como lo hice, pero la impulsé hacia él en un latigazo repentino y ardiente, un fogonazo que se desbordó e hizo parpadear ante nuestros ojos el espectro vibrante de los sueños y esperanzas, de las emociones que el muchacho dormido atesoraba y yo había robado.

Me tensé, crispando las piernas alrededor de su cintura mientras el carrusel de imágenes y sensaciones me arrollaba como una apisonadora. Le escuché gemir también, un gemido alto y grave, pornográfico. Mientras me corría, pasaban ante mis ojos los flashes enloquecidos de lo que le había arrebatado a Isaac: vivencias ajenas, anhelos por completar, esperanzas lejanas, recuerdos antiguos. Los sentí todos y cada uno de ellos, tan rápido, con tanta fuerza, que no pude distinguirlos ni desligarlos unos de otros, y tan pronto como vinieron desaparecieron, dejándome mareado y abotargado, aún presa de los espasmos y con Lot encima, empujando contra mí y a punto de alcanzar el clímax.

Lo hizo a los pocos segundos, deshaciéndose en convulsiones y latidos, arqueándose como un animal de la jungla y tirándome del pelo para mirarme a los ojos, con los largos mechones de cabello húmedo cayéndole sobre el rostro y la expresión peligrosa y oscura que ya le había visto otras veces. Le observé sin pudor, grabándome su imagen rendida y rabiosa al mismo tiempo. Los gemidos vibraban en su garganta, contenidos. Apretaba los dientes y se le marcaban los huesos del rostro. Cerró los ojos con fuerza al derramarse en mi interior como una cascada de lava ardiente y abundante, los tendones del cuello tensos como cuerdas, el cabello revuelto y el semblante transido, crispado en una expresión casi doliente de tan gozosa.

«Esto no puede ser mentira», recuerdo haber pensado. Creo que fue la primera vez que vi algo del verdadero Lot Anders, cuando miraba su rostro transfigurado por el placer aquel día, la primera vez que se alimentó de mí.

Cuando todo hubo acabado, apoyó la frente sobre la mía, respirando esforzadamente. Aún se movió un par de veces en mi interior, palpitando como si no fuera a calmarse nunca.

—¿Cómo te llamas?

Retiró los dedos de mi vientre. Las palabras brotaban de sus labios entrecortadamente, pero ahí estaba, preguntándome mi nombre, observándome fijamente con los ojos naranjas, que se habían vuelto muy brillantes, demasiado brillantes como para ser naturales. Una profunda amargura amenazó con estropearme el momento, así que me giré, huyendo de su mirada, y me apreté contra él para besarle.

A pesar de mi falta de respuesta, Lot no insistió. Salió de mi interior con delicadeza y se hizo a un lado. Luego me rodeó con los brazos y me devolvió todos los besos. Hasta me dio algunos nuevos. Los dedos de prestidigitador subían y bajaban a lo largo de mis brazos, de mis costados, en caricias perezosas. Durante largo rato nos quedamos así, disfrutando de la intimidad sin decir nada. Él miraba al techo. Yo estaba vuelto hacia su cuerpo, y en aquel silencio, escuchaba nuestras respiraciones, el latido de mi corazón y también el suyo, que era rítmico y exacto.

Cuando alcé la mirada de nuevo hacia él, su perfil me pareció el de un maniquí. El rostro perfecto, los ojos resplandecientes, la cualidad plástica de su piel… y sin embargo, en aquella mirada cristalina y artificial había algo. Algo grave y profundo que no solía mostrarse y que ahora podía entrever, mientras él contemplaba las alturas y meditaba sobre cosas que yo ni tan siquiera podía imaginar. «¿En qué pensará?», me pregunté. «¿Cuáles serán sus espinas? ¿Habrá algo que le importe de verdad, algo que se tome en serio?». Pensar en Lot me ayudaba a no pensar en mí, en lo que había hecho, en el chico que había bajo la alfombra. Hacerme preguntas sobre él me ayudaba a no hacérmelas sobre mí. Quise decir algo, pero no encontré palabras. Me sentía muy cercano a él en aquel momento, así que alargué la mano para apartarle el pelo de la cara.

Lot me miró de reojo, sin girar la cabeza. Le sonreí.

—¿Has visto Bonnie and Clyde?

Asentí con la cabeza.

—Esta mañana. Pero no me importará volver a verla contigo.

—Mañana la veremos. Y te recitaré los diálogos. —Se incorporó sobre el codo y se alcanzó la copa casi vacía de la mesilla. La apuró de un trago, haciendo una mueca de satisfacción—. Me sé toda la parte de Clyde.

—Me aprenderé la de Bonnie —respondí, sonriéndole de nuevo.

Me devolvió el gesto, en su caso muy seductor, y se inclinó para morderme la oreja. Qué bien olía. A sexo y a su colonia, y un poco a pólvora, como a gángster recién follado. Luego empezó a vestirse. Cuando se sentó para quitarse la camisa manchada y arrugada, me fijé en que su tatuaje del lagarto, el que llevaba en el hombro, había desaparecido de ahí y ahora estaba en su espalda. Fruncí el ceño.

—Se… se te ha escapado el bicho.

—¿Quieres que salgamos cuando vuelva? —preguntó, sin hacerme el menor caso.

Parpadeé. Luego sacudí la cabeza. «No preguntes», me recordé. «Nada de cosas raras, recuerda». Me olvidé de la lagartija y me centré en la proposición de Lot.

—¿Cuando vuelvas? ¿Es que vas a alguna parte?

—Tengo que llevarme al chico. Ya le estarán buscando.

Le ignoré adecuadamente. No quería pensar en Isaac ahora, ni en lo que le había hecho. Estaba empezando a cogerle el gusto a eso de obviar las cosas que no quería ver, y resultaba de lo más cómodo.

—¿Dónde quieres que vayamos? —dije, en cambio.

Lot se fue a mi habitación. Cuando salió se estaba poniendo una camisa limpia, abotonándola con rapidez, y llevaba una corbata de color naranja colgando del cuello. Se encogió de hombros.

—Donde quieras. No lo sé. Te enseñaré a caminar por los tejados, por ejemplo, ¿qué te parece?

Sonreí de nuevo. Eso sonaba muy bien. Sorprendente, pero tentador. Giré sobre mí mismo y le lancé una mirada cándida.

—Vale. Me daré una ducha mientras vuelves.

Lot esbozó una sonrisa malvada.

—Sí, será lo mejor. Si te la das cuando esté yo aquí, no tendrá mucho sentido hacer planes.

Me reí entre dientes y abracé un cojín, espiándole por encima de la tela mientras se vestía. Era muy ritual a la hora de hacerlo, me había fijado en que solía colocarse las prendas siempre en el mismo orden y con gestos muy parecidos, calculados.

—Bueno… déjate fluir —murmuré.

Lot se me quedó mirando e hizo una mueca extraña, sarcástica y fría. Después se acercó a la alfombra y envolvió bien su contenido.

—Te queda bien ser un cándido, pero me gustan más esas otras facetas tuyas —comentó de pasada, mientras enrollaba a Isaac. Sus pies se quedaron fuera. Hice todo lo posible por no fijarme en las zapatillas desgastadas que llevaba, pero fue inevitable. «No pienses en eso ahora. Sácalo de tu cabeza»—. Luego vengo a recogerte.

—Vale. Estaré listo.

Lot se echó el fardo al hombro y me miró. Alzó la ceja y compuso una sonrisa de actor glamouroso. Luego agarró el bastón y caminó hacia la puerta.

—Hasta luego, flaquito.

—Lot. —Le llamé, sin saber lo que quería decirle. Mi amante se detuvo y se volvió a medias, con el fardo colgando del hombro—. Vas… ¿vas a tardar mucho?

Frunció el ceño y miró al techo, como si calculase.

—No, no creo. Un par de horas, a lo sumo. ¿Por qué? ¿Estás preocupado?

Sonreí y oculté el rostro en el cojín, sintiéndome como una nenita quinceañera. Negué con la cabeza y volví a mirarle. Él me sonrió y abrió la puerta, descorriendo los cerrojos y la cadenita. Salió al exterior, sin darle ningún golpe al pobre Isaac y me guiñó un ojo antes de cerrar. A su espalda, la luz del sol esmaltaba la tarde con bronce y oro.

Cuando me quedé solo, puse música y me preparé un baño para darme un homenaje. Encendí velas en el borde de la bañera, vacié un bote de sales en el agua caliente y pasé una hora y cuarto acicalándome, mimando mi piel y mi cuerpo con dulzura. Me sentía renovado, no tenía hambre y la perspectiva de salir a la ciudad con Lot me resultaba muy estimulante. Por regla general, desde que salí del hospital no había pisado la calle mas que para lo imprescindible. Prefería quedarme en casa. Pero caminar por los tejados… eso sonaba arriesgado y romántico. «Es como en las películas», pensé.

Lot me había acusado de no tener cultura audiovisual, y para callarle la boca, había decidido ver todos aquellos viejos vídeos que había traído a mi casa. Sin embargo, a lo largo de aquel día, me había dado cuenta de que me gustaban, y mucho. Pensar en nuestra naciente relación como en una de esas películas me resultaba agradable. «Puede que nos enamoremos como Ariane… a lo mejor ya lo estamos. Hoy, mientras hacíamos el amor, Lot me miraba de una forma muy peculiar», me decía, frotándome la espuma por los hombros. «No hacíais el amor», me repliqué a mí mismo, «estabais follando, Alex. Follando como animales en celo, no confundas las cosas. A él solo le interesa lo que puede sacar de ti, y hoy ha sacado mucho».

—No, se lo he dado yo —me respondí—. Y se lo daré todo. Voy a vivir esto de verdad. Me voy a entregar a él, eso es lo que voy a hacer con mis días regalados. Vivirlos intensamente.

Con aquella contundente declaración, hice callar a mis miedos y sonriente y relajado, me sumergí bajo la espuma, escuchando a Ella Fitzgerald.


. . .


Escena 5, toma tercera.

Estaba secándome el pelo con una toalla y buscando los cigarrillos de Lot por la casa cuando sonó el timbre. Sonreí y me dirigí apresuradamente hacia la puerta. Ya estaba vestido y preparado, con unos tejanos limpios y una camiseta a rayas marrones y grises. Era más sobria de lo que acostumbraba a usar, pero es que no quería desentonar demasiado con Lot y su indumentaria fabulosa.

Empecé a abrir los cerrojos, confiado y feliz. Iba a salir a caminar por los tejados. Iba a ser algo así como una cita. Estaba seguro de que era él, por eso sólo miré por la mirilla de casualidad, por inercia. Y entonces me detuve en seco. Una losa fría cayó sobre mi pecho y me congeló los pulmones. Recuerdo que vi brillar unos ojos crueles, tuve el atisbo de algo azul eléctrico y después, una cosa negra, afilada, enorme y terrible se precipitó hacia la puerta con un zumbido rabioso, de metal surcando el aire.

—¡Hijo de puta! —gritó una voz de mujer.

Me hice a un lado, rodé por el suelo y me cubrí la cabeza. Entonces, con los ojos muy abiertos y la respiración desbocada, comprendí que el plan de caminar por los tejados acababa de irse a la mierda.

Me habían encontrado.



. . .

©Hendelie & Neith




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