Nueva York, 1893
El Old Town Bar
estaba situado entre la Cuarta Avenida y Broadway. Había abierto el año
anterior y ya era un lugar bastante concurrido al que la gente iba a beber, a
cenar, a comer y a discutir.
Siempre que tiene que trabajar cerca, Liam se pasa por allí
a tomar algo. Es un lugar acogedor, con buena cerveza y buenas conversaciones
donde todo hombre sencillo que no busque problemas es siempre bien recibido.
Sin embargo, últimamente lo evita. No se deja ver demasiado en sitios públicos más
allá de lo que, por motivos laborales, es necesario, y cuando lo hace, siempre
es por poco tiempo. Esta esquiva actitud que ha empezado a desarrollar no es
algo voluntario. No es por gusto, no. Es a causa del joven que camina a su
lado, con las manos en los bolsillos y mirando alrededor con esos ojos que
parecen bebérselo todo.
Cuando le conoció, ya sabía que era una persona especial.
Más adelante, confirmó que era un poco problemático. Ahora está sufriendo las
consecuencias.
Sin embargo, esta noche Liam tiene muchas ganas de visitar
el Old Town y empieza a estar harto de
la actitud del muchacho, que les convierte en todo lo contrario a hombres
sencillos que no buscan problemas. Considera que ya le ha dado el suficiente
tiempo para confesar por sí mismo. Así que no le queda otro remedio que
acorralarle y solventar el asunto que le preocupa antes de que la cosa vaya a
más.
—Elliot, debo hacerte una pregunta.
El muchacho se vuelve hacia él.
—Claro. Dispara.
—Cuando dijiste que querías ser mi aprendiz, ¿hablabas en
serio?
El joven entrecierra los párpados, ofendido. Luego sacude la
cabeza para apartarse el cabello, que le cae sobre el lado derecho del rostro
hasta la barbilla. No ha consentido que se lo corten más de eso, con lo cual la
visita al barbero no ha cumplido su objetivo principal, que era que Elliot
dejara de parecer un tunante y diera una imagen más seria y de confianza. Pero
su nuevo aspecto sugiere todo lo contrario. Si con el pelo tan largo ya parecía
un truhán[1],
ahora lo parece por partida doble.
—Pues claro que hablaba en serio. ¿Es que no te lo crees?
—Enséñame lo que llevas en los bolsillos —le reta el
maestro.
Elliot levanta la barbilla.
—¿Qué estás insinuando?
Liam se detiene. A un lado de la calle pasa un carro tirado
por dos caballos escuálidos. Hay un grupo de chiquillos corriendo, persiguiendo
a un perro con un palo. Una mujer que está fregando los escalones de un
establecimiento les grita algo en italiano y les amenaza con el trapo mojado.
Así es esta ciudad, saca lo mejor y lo peor de cada cual.
Tras contemplar el paisaje, Liam se vuelve hacia Elliot. Le
mira a los ojos. El joven está a la defensiva, y es una de las razones por las
que sabe que le ha pillado. Le lleva observando cada día, todos los días desde
hace tres semanas, intentando descifrar su comportamiento, su peculiar forma de
ser. De algo tenía que servirle.
—No insinúo nada. Solo te pido que me enseñes lo que llevas
en los bolsillos.
El joven hace una mueca de desdén. Luego le da la vuelta al
forro de sus bolsillos y mira a su maestro con una sonrisa reprimida y ojos
traviesos, desafiantes. Liam no puede evitar que se le escape una risilla y
niega con la cabeza.
—Eres un tramposo. Ven aquí.
Alarga la mano y le agarra de la muñeca con suavidad,
guiándole hasta un callejón mugriento entre dos edificios, donde un pequeño
riachuelo de agua corre a través de las grietas del adoquinado. Elliot se deja
llevar sin oponer resistencia. Allí, en la oscuridad, Liam le coloca contra la
pared y empieza a cachearle. Elliot apoya la espalda en el muro de ladrillos y
le mira con los ojos chispeantes. Parece pasárselo muy bien con esto. Y Liam
también. En parte.
—No soy un tramposo. Soy prestidigitador. Todo lo que sé lo
he aprendido de ti —argumenta. Las manos de Liam rebuscan bajo la chaqueta y el
chaleco, le palmean las piernas y los costados. Elliot se echa un poco hacia
adelante para pegarse a él—. ¿Te diviertes?
Liam le aparta con delicadeza. Qué muchacho éste. No tiene
remedio.
—Qué mentiras dices. —Al fin, encuentra lo que estaba
buscando. Saca las manos de debajo de su ropa y le muestra los dos relojes, la
pulsera y el monedero ajeno que ha hallado entre sus ropas—.Yo no te he
enseñado a robar.
Liam frunce el ceño, decepcionado. No le gustan estas cosas.
Elliot sigue haciéndose el tonto. Se pega a la pared y niega con la cabeza,
fingiendo sorpresa.
—¿Robar? Te aseguro que no sé cómo ha llegado eso hasta mi
ropa.
—Elliot. Hablo en serio. No es la primera vez. Llevas
haciéndolo desde que empezaste a venir conmigo, ¿es que crees que no me doy
cuenta?
El joven desdibuja el gesto de asombro y se muerde el labio
disimuladamente, desviando la mirada. Sigue habiendo altivez en su expresión y
un poco de rencor. No le gusta que le hayan pillado, es un chico orgulloso.
—¿Y qué quieres que haga mientras tú estás ahí, en medio de
todos, poniendo en práctica tus trucos malos de feriante? —le replica,
levantando la barbilla—. Me aburren. Me aburres tú. Y me aburre la gente.
Liam sabe que no lo dice en serio. Sabe que sólo está enfadado
porque le ha pescado y porque él le está regañando. Pero aun así, le fastidia
que le trate de ese modo. Tras un primer instante en el que se tensa y siente
deseos de mandarle a lugares que un hombre bien educado como él nunca
pronunciaría, suspira hondo y hace acopio de paciencia.
—Si esto no es lo que esperabas, puedes irte cuando quieras
—le dice. Luego le señala con el dedo—. Pero si vas a quedarte conmigo, ni se
te ocurra volver a hacerlo. No está bien hurtar propiedades ajenas. Y mucho
menos aprovechándote de la distracción que reporta mi trabajo. Si haces eso,
conviertes lo que hago en una estratagema, en una estafa. Y no es eso lo que
es. ¿Qué crees que pensarán los que han acudido al espectáculo cuando lleguen a
sus hogares y se den cuenta de que les faltan algunos de sus objetos
personales?
—No lo sé. No seas tan mojigato, ¿qué más da lo que piensen
los demás?
—Pues todo, Elliot —replica Liam, súbitamente apasionado—.
¡Todo! El ilusionismo es el arte que más depende de los espectadores. Nace para
ellos, existe por ellos. Una canción es una canción aunque nadie la escuche.
Una escultura es una escultura. Pero un truco sin un espectador no es más que
una repetición mecánica de movimientos. La magia, la verdadera magia, cobra
vida cuando hay alguien que queda boquiabierto ante ella. Cuando hay
espectadores a los que sorprender con lo desconocido, a quienes hacer vibrar
con el misterio. La esencia del ilusionismo consiste en fascinar al público,
mostrarle prodigios que, aunque puedan no ser tales para aquel que los realiza,
devuelven al hombre su capacidad más filosófica y primitiva: la de asombrarse
con todo cuanto les rodea, la de preguntarse por qué las cosas suceden como
suceden, la de maravillarse ante el mundo. Si desvirtúas eso utilizando los
espectáculos para… para robar como un vulgar ratero, estás matando la magia. Y
lo que es peor, la estás matando en ellos. ¿Comprendes?
Elliot parpadea. La expresión de dignidad ofendida se ha
borrado de su semblante y ahora parece reflexionar. Arruga el entrecejo y saca
un último reloj de bolsillo, uno que Liam no había encontrado y llevaba oculto
en la ropa interior. Se lo da.
—Lo comprendo.
Liam asiente con la cabeza, un poco sofocado tras su
fervoroso discurso, y lo guarda con todo lo demás.
—Tendremos que ir a devolverlo.
Elliot se abrocha el chaleco, miránole. Tiene la ropa un
poco descolocada después del exhaustivo registro de su maestro. En la oscuridad
del callejón, sus ojos brillantes parecen resplandecer aún más. Liam aparta la
vista y guarda los objetos en el interior de un pañuelo. Le dirá al dueño del
establecimiento que era un truco. Aunque sospecha que a los propietarios de los
relojes no les hará gracia. «Quizá sea mejor dejarlo todo de forma anónima,
como a Moisés en el río».
—Lo dije de verdad, Liam. No era una excusa para robar en
tus actuaciones. Quiero aprender.
Mira al chico. Éste ha vuelto a meterse las manos en los
bolsillos y su rostro es grave. Se ha puesto pálido. Parece un poco angustiado
por algo. Liam puede verlo en los detalles, en los matices. En la forma en que
desvía la mirada y pretende ser más duro de lo que es. En la suave modulación
de la voz. En el rictus amargo de su boca.
—Lo sé. Siento haberte puesto en duda.
—No es que no tuvieras motivos. —Elliot lo admite con
naturalidad, y luego vuelve a sonreír. Coge la maleta de su maestro y se
dispone a salir del callejón. —¿Aún quieres ir al Old Town?
Liam le sigue.
—Si prometes comportarte adecuadamente, sería una gran idea.
—Prometo comportarme adecuadamente.
—Bien. Entonces, vayamos.
Ambos emprenden el camino a lo largo de las calles
adoquinadas. Elliot le lleva la maleta en una mano y con la otra pide un
cigarrillo a todo viandante con el que se cruza. Liam acaba por dárselo él.
Durante estos días ha descubierto muchas cosas sobre su nuevo aprendiz y la
curiosidad inicial que le despertaba se ha avivado. Es un joven inteligente y
habilidoso, muy dedicado cuando una actividad le resulta estimulante y con un
sentido del humor que roza el descaro. Tiene una sonrisa seductora y se expresa
apasionadamente entre las sábanas. Sin embargo, aunque en la intimidad se
muestra muchas veces como un joven dulce y agradable al trato, parece ser
voluble y tornadizo y tiene una actitud demasiado excéntrica en público. Le
gusta llamar la atención, que le miren y le admiren. Le ha visto flirtear con
las mozas de los bares y con los mozos de las posadas, jugar a las cartas y
hacer trampas, insultar a los matones, pelearse a puñetazos con hombres
bastante más grandes que él y meter en problemas a ladronzuelos callejeros sólo
por placer. Es como si tuviera una necesidad primaria y elemental de gritarle
al mundo que existe.
Mientras caminan, esquivando a los carros y las farolas,
apartándose de los vendedores ambulantes, se pregunta por qué. Se pregunta
muchas cosas del joven que tiene al lado. Y piensa que tal vez no debería
preguntarse nada más si no quiere terminar metido en un lío muy gordo, con sus
sentimientos comprometidos y el corazón en las caprichosas manos de su
aprendiz.
Al llegar al Old Town Bar les recibe el bullicio y el calor. Hay bastante gente. Caballeros con
sus corbatas blancas cenan en el piso de arriba, mientras abajo, una
concurrencia más humilde comparte pintas y tragos. Hay italianos, irlandeses,
polacos. Alguien está tocando el violín. Maestro y aprendiz se abren paso hasta
el fondo de la barra y Liam pide y paga una pinta para cada uno. A Elliot no le
gusta la cerveza negra, así que la suya es rubia. Se sientan en una mesa del
fondo y conversan y fuman y beben, mientras a su alrededor el resto de los
parroquianos parecen ir fundiéndose con el paisaje y desaparecer poco a poco.
—¿Por qué nunca haces magia de verdad? —le pregunta Elliot,
mientras su maestro le está explicando el mecanismo del último truco que ha
presentado esa noche.
Liam tiene la libreta de los diagramas abierta sobre la
mesa. Medita un momento antes de responder.
—No es bueno llamar demasiado la atención —dice al fin—. A
la gente le gusta sorprenderse, pero asustarles es algo muy diferente.
—A mí no me da miedo la magia.
Liam esboza una sonrisa. Da un trago de cerveza negra. Está
demasiado tibia.
—Ya lo sé.
—En realidad, no me da miedo nada de lo que puedas
enseñarme.
Otra vez, Elliot está flirteando con él. Lo sabe por la
forma en que le mira y porque está haciendo dibujitos con el dedo sobre el vaso
húmedo. Siempre que se pone a hacer dibujitos con el dedo en alguna parte es
porque está flirteando. Liam se ríe entre dientes y se limpia la espuma del
labio superior con un dedo.
—Tampoco vayas a pensar que tengo tanto que ofrecer
—replica, desviando la mirada—. Sólo soy un tipo normal que conoce unos cuantos
trucos, eso es todo.
—Esa es la estupidez más grande que he escuchado en toda mi
vida. ¿La falsa modestia de dónde te viene, de ser soldado o de ser católico?
—¿Cómo sabes que soy católico?
—Tienes a Dios en la boca constantemente.
Liam frunce el ceño con severidad, molesto.
—Eso que has dicho se podría interpretar como una blasfemia,
¿sabes?
—¿Qué interpretación es esa? Tienes la mente un poco sucia,
maestro —replica Elliot, con una sonrisilla pícara—. Pero lo eres, ¿verdad?
Eres católico.
Liam se limita a devolverle la sonrisa, la suya es limpia y
plácida. Luego vuelve hacia él el pequeño cuaderno de diagramas y retoma el hilo.
—Como ves, entre los dos extremos de la vara hay una
abertura. El material es sólido, por lo que al hacer el giro adecuado y…
Elliot pone cara de aburrimiento. Apenas aguanta tres
minutos más de explicaciones antes de interrumpir de nuevo.
—¿Cuándo me vas a enseñar magia de verdad?
A Liam no le gusta que le interrumpan. Suspira. Se arma de
paciencia.
—Elliot…
—No quiero aprender a pasarme una polilla de cristal de una
manga a otra —insiste el aprendiz. Sus ojos destellan con determinación y no
deja de apartarse el pelo de la cara, que le cae constantemente sobre la
mejilla. —Quiero hacerlas volar. Sé que puedes, sé que tú puedes hacerlo.
Enséñame.
El maestro mira alrededor. En la taberna, todo el mundo se
ocupa de sus asuntos. El viejo que toca el violín ha empezado a interpretar una
alegre giga y algunos parroquianos cantan en voz alta. Se ha roto un vaso y una
camarera se ha cortado con el filo del cristal. Liam baja la voz antes de
hablar.
—¿Por qué crees que yo puedo hacer algo así?
—Porque cuando te dije que yo no había sido capaz de hacerlo
todavía, tú no me dijiste que fuera imposible. Me preguntaste que si quería
aprender.
Liam menea la cabeza, dubitativo. Sí, cuando le dijo eso…
aquel fue el día que volvieron a encontrarse. Han pasado ya tres semanas y le
parece que fue ayer. Elliot le acechaba desde la barandilla del Ear Inn y su regocijo al encontrarle de nuevo fue mayor de
lo que hubiera imaginado. Después subieron juntos a la habitación. A buscar a
un fantasma, sí.
Sabe que nunca va a olvidar esa noche, aunque una parte de
sí se siente culpable. Muy culpable. De nuevo, se pregunta si no está siendo un
egoísta. Desvía la mirada, apartando esos pensamientos de su cabeza.
—Pocas cosas son imposibles.
—¡Entonces enséñame!
Elliot ha alzado la voz. Ha apoyado las manos en la mesa y
se ha echado hacia adelante, exigente y brusco. Le vuelve a caer el pelo sobre
la mejilla. Liam quiere alargar la mano y colocárselo tras la oreja, tirar la
silla, acercarse a él y arrodillarse a su lado para besarle. Pero está
demasiado bien educado como para hacer esas cosas tan escandalosas en un lugar
público.
—Lo estoy haciendo, Elliot. Te estoy enseñando.
—No quiero aprender estos trucos. Ya los conozco.
—Crees que los conoces. Pero tienes que aprenderlos de
nuevo. —Cierra la libreta de diagramas y se la guarda en la chaqueta. —Te
aseguro que por el camino descubrirás que no sabes tanto como creías. Para
aprender algo nuevo, lo primero es quitarse de la cabeza esa absurda idea de
que uno ya lo sabe todo, Elliot.
—Pero…
—Escúchame. Es la misma mecánica. —Liam baja la voz y le
mira con gesto conciliador. Sabe que Elliot es apasionado e impaciente y que, a
pesar de sus escarceos con los bolsillos ajenos, tiene vocación. Tras comprobar
que nadie les presta atención, incapaz de resistir el impulso, acerca la mano a
su rostro y le aparta el pelo de la cara con ternura. Luego le roza la mejilla,
sacando de entre los dedos una de esas miniaturas con forma de mariposa, hechas
de vidrio coloreado. Esta vez es naranja. —Hacer volar una mariposa de cristal
o sacar un pañuelo de un bolsillo vacío, todo son trucos. Solo que algunos son
trucos muy buenos. Pero es la misma mecánica. Y cuando la has aprendido y
conoces a fondo la baraja con la que juegas, puedes hacer cosas que a otros les
resultarán prodigiosas. Pero hay que empezar desde el principio.
Elliot se ha quedado mirando el pequeño insecto y los dedos
de Liam. Un levísimo rubor, casi indistinguible, le ha sonrojado el cuello.
Finalmente, asiente y levanta la pinta para beber. Sí, es un chico complicado,
pero se puede razonar con él. El ilusionista esboza una sonrisa suave,
dejándose llevar por un acceso de sentimentalismo.
—¿De dónde saliste, Elliot Salamander? Si es que ese es tu
verdadero nombre.
El joven aprendiz detiene el vaso a medio camino de sus
labios. Parece sorprendido por la pregunta de su maestro. Frunce el ceño de
manera fugaz y después toma un trago largo. Al dejar el vaso en la mesa, vuelve
a lucir una expresión altiva y burlona.
—Tú tampoco me has dicho de dónde vienes, soldado Liam
McKenzie. Si es que ese es tu verdadero nombre.
Liam se ríe entre dientes. El aprendiz le está mirando de
soslayo y sus dedos de nuevo cosquillean sobre el vidrio húmedo del vaso.
—No me lo has preguntado. Yo a ti sí, acabo de hacerlo
—añade Liam, señalándole.
—¿Y crees que este es buen lugar para confidencias?
Liam niega con la cabeza.
—No, no me parece el más apropiado.
Se le ocurre otro sitio mucho mejor, pero es un caballero.
No está en su carácter el proponer según qué cosas, aunque a veces no pueda
dejar de pensar en ellas, como ahora. Es sorprendente el modo en que su
imaginación se estimula cuando tiene cerca a Elliot. Especialmente cuando le
tiene cerca y dibuja trazos con los dedos sobre los vasos.
Afortunadamente, Elliot es un descarado y él no tiene ningún
problema en proponer las cosas que ambos están pensando, de una forma lo
suficientemente sutil como para no escandalizar a Liam.
—¿Sabes? A lo mejor podríamos preguntarnos todas estas cosas
en la cama.
Se le ha vuelto a sonrojar el cuello al decirlo. Bien,
seguramente Elliot no es tan descarado como quiere aparentar, pero en cualquier
caso, Liam lo agradece. Sonríe a medias y suelta una risa apagada y breve.
Luego se bebe el resto de la pinta de un trago, bajo la atenta mirada de
Elliot, que no puede evitar reír también.
—Volvamos al Ear Inn
—propone el maestro, con la cerveza aún golpeándole el esófago—. Creo que
tenemos mucho de lo que hablar.
Elliot se pone en pie el primero. Se arregla la chaqueta y
el chaleco. Sigue pareciendo un pícaro, un pícaro bien vestido, eso sí. Los
trajes de sastre no le sientan mal, aunque se adivina que cuando crezca un poco
más y alcance la madurez, le caerán todavía mejor. Se dirige a la salida con
ese caminar señorial que suele atraer algunas miradas, y Liam le sigue.
Al salir al exterior, un golpe de aire frío les sacude los
cabellos. No se miran ni se hablan. Simplemente echan a andar en silencio, con
prisa disimulada. Los dos piensan que el otro podría leer en sus ojos o en el
tono de su voz la necesidad, el deseo potente que de pronto les ha prendido.
Por eso se evitan. Liam, en el fondo, tiene miedo de estar aprovechándose de su
aprendiz sin quererlo y se siente avergonzado de sus propias emociones, pero al
mismo tiempo no parece ser capaz de contenerlas. Cuando le roza la mano sin
querer al apretarse en una calle concurrida, un latigazo de electricidad
estática le provoca un calambre en el dorso de los dedos. Elliot también lo
nota y alza la mirada. Él la aparta de inmediato. No deja de pensar, durante
todo el trayecto, en estrecharle entre los brazos y besarle, en quitarle la
ropa pieza a pieza y hacerle suyo hasta el amanecer. Cuanto más intenta apartar
esos pensamientos, con más fuerza le atacan. Y no es que sus anhelos sean
precisamente perversiones. Desea cosas tan sencillas y elementales como los
besos, las caricias y los abrazos. Quiere hacerle suyo para sentirse más cerca
de él, para sentirle más cerca de sí. Quiere yacer con él porque es en esas ocasiones
cuando cree tocarle de verdad, atisbar la profundidad de su alma. Sus
pretensiones son, en realidad, muy puras. Y sin embargo, son tan arrebatadas,
le necesita con tanta intensidad, lo experimenta de un modo tan ardiente que le
da un poco de miedo.
En cuanto a Elliot, es difícil saber lo que piensa. Al
menos, hasta que llegan al Ear Inn,
suben las escaleras casi sin saludar y, en cuanto cruzan la puerta, se arroja a
sus brazos y es él quien le besa, suspirando como si hubiera estado conteniendo
el aire en los pulmones todo ese rato. Liam le recibe con alivio. Están a
oscuras, ni siquiera le ha dado tiempo a encender el quinqué ni las velas.
El joven ha soltado la maleta en el suelo y se tropiezan con
ella cuando se empujan hasta la cama.
Caen sobre el colchón, maestro y aprendiz, Elliot debajo,
Liam encima, desabrochándose las prendas con urgencia, desnudándose el uno al
otro mientras los labios se tocan y las lenguas se enredan. Ambos llevan
impregnado en la boca el sabor acre de la cerveza, y aunque a Elliot no le
agrada la cerveza negra no parece disgustarle en los labios de su mentor. Y
aunque Liam es un caballero y se considera a sí mismo un hombre bastante
recatado, alarga una mano para tirar de las cortinas y dejar que la luz de la
luna y el alumbrado de gas de las calles penetre en la estrecha habitación de
la posada para mirarle, para verle, espléndido y guapo, con sus ojos luminosos
devolviendo el resplandor de las farolas.
—¿De dónde has salido, Elliot? —pregunta al aprendiz,
sacándole la camisa al verse despojado de la suya. Tiene la frente apoyada
sobre la frente de su amante, enreda los dedos en su pelo y le habla mientras
le besa. Le tiembla la voz, áspera y amortiguada por la vibración del deseo en
su garganta—. Respóndeme ahora. Quiero conocerte.
La mirada ambarina se vela, se aparta de él.
—No, ahora no… ahora no.
—Por favor.
Le roza los párpados con los labios, desliza las manos sobre
su torso desnudo. Le desabrocha los tirantes y después los pantalones,
recorriendo la anatomía fibrosa y juvenil con las yemas de los dedos. Cuando
Elliot abre los ojos de nuevo, en ellos hay amargura, soledad y una angustia
que se esconde como un reptil.
—Ahora no —murmura de nuevo.
Liam asiente y deja de insistir. Le rodea con los brazos y
les cubre a ambos con los edredones. Se dedica con toda su pasión y su
habilidad a consolar a Elliot, a confirmarle una y otra vez que ya no está
solo, a limpiar su tristeza. Lo hace sin palabras: con las manos y con los
labios. Aunque su cuerpo le pide más, él se contiene hasta el extremo y aguanta
hasta el límite, buscando darle a su amante lo mejor de sí, satisfacerle con
plenitud, estimulando sus sentidos incansablemente, tocándole con maestría por
dentro y por fuera mientras el sudor tibio se perla sobre la piel y sus
elegantes figuras dejan de serlo para convertirse en reflejos primitivos de sí
mismos. Despeinados, sudorosos y desnudos, se atrapan y se acarician, se
magullan los labios con los besos desesperados y se tiran del cabello sin
querer cuando la pasión les desboca.
Liam no cierra los ojos en ningún momento. No deja de
mirarle. Se bebe su imagen, todos sus sonidos, la respiración, los jadeos, el
susurro áspero de las uñas contra las sábanas. Aguanta estoicamente su propia
necesidad hasta que el joven, con el rostro transido por la sufriente
excitación, le exige más sin palabras, rodeándole con las piernas y tirando de
él hacia sí para atraerle entre resuellos y gemidos, con los labios húmedos de
saliva.
Le sujeta de la cintura al penetrarle. Ahoga sus gemidos con
besos profundos. Elliot se agarra a él y Liam no quiere que le suelte, ni ahora
ni nunca. Le hace suyo, y mientras se interna en su cuerpo, y lame sus labios,
y empuja con las caderas, le mira a los ojos. El aprendiz los mantiene tercamente
cerrados. Al final, cuando al fin le tiene dentro por completo, sus pestañas se
abren y encuentra su mirada, seria, grave y auténtica.
El corazón de Liam palpita con fuerza y parece distenderse.
Le duele. Empieza a doler en alguna parte, ahí dentro, como si el alma rasgara
la crisálida en la que ha estado encerrada. Se detiene y se queda mirándole,
subyugado, con los tendones marcados a causa del esfuerzo que supone mantenerse
ahí y no arremeter contra él frenéticamente. Le suelta con una mano y la levanta
para acariciar su mejilla. Elliot le imita, rozándole un pómulo con los dedos.
Y en ese momento, Liam McKenzie tiene la clara revelación de que haría
cualquier cosa, cualquier maldita cosa para salvar a ese extraño joven de la
soledad y la tristeza que parecen consumirle debajo del barniz de su
indiferencia. Para llegar hasta él y verle libre, espléndido como el sol, dueño
de sí, dueño del mundo. Se inclina sobre su rostro para besarle y se hace una
promesa.
«No te abandonaré jamás.»
No se lo dice a él, pero no es necesario. Le basta con
saberlo en su interior. Después comienza a moverse, y la danza de los amantes
se prolonga hasta que todo estalla en lúbricos gemidos y en humedad caliente, y
el perfume almizclado del deseo enturbia el aire cargado de la habitación.
Tras el estallido y recuperado el aliento, ambos se quedan
abrazados en la penumbra. Liam mira hacia la pared por encima de los cabellos
de Elliot, pensativo y tranquilo, dejándose llevar por el letargo perezoso que
le envuelve y disfrutando de las pequeñas cosas. El aroma compartido, el calor
del cuerpo de su amante, la suavidad de su piel. El aprendiz tiene el rostro
vuelto hacia el techo y está acurrucado entre sus brazos. Cuando empieza a
hablar tras largos minutos de silencio sólo roto por las respiraciones
acompasadas, su voz apenas se deja oír. Es un murmullo suave y desnudo.
Liam le escucha, somnoliento, y se da cuenta de que no está
hablando. Es una canción apenas susurrada, una canción que casi parece una
nana, cantada en un idioma que Liam no puede reconocer. Le gustaría
preguntarle, pero ahora mismo no tiene ganas, y sería un sacrilegio romper este
momento dulce, arrebatado al tiempo.
Elliot tararea a media voz. Le peina los cabellos con los
dedos. Liam se deja acunar, cerrando los ojos y abandonándose al sueño. No
recordaba haberlo hecho con tanta paz desde que era un niño.
Cuando Elliot le cubre con las sábanas, él ya está dormido.
Nunca verá a su aprendiz mirarle como lo está haciendo ahora. Jamás sabrá que
le ha acariciado la mejilla con el dorso de la mano, ni que le ha besado en la
frente y después en los labios. No le escuchará susurrarle al oído «Szerelem,
szerelem», ni podrá adivinar en su
expresión nostálgica, en sus ojos ahora invadidos por las emociones que habitualmente
esconde, lo que esa palabra significa.
Finalmente, el joven aprendiz cerrará también los párpados y
al día siguiente, todo podrá confundirse con un sueño. Podrán fingir que no ha
sucedido nada especial, y así lo harán, por miedo o por costumbre. Ninguno
admitirá haberse amado durante un solo instante, pese a que, durante esa noche, hasta
para el mismo aire fue evidente.
. . .
Cuando Isaac despertó, lo primero que pensó es que hacía
mucho frío. Después, que le dolía el corazón y tenía sed, hambre y la cabeza
abotargada. Y luego creyó que había muerto, que estaba en el cielo y que un
ángel cantaba para él. Veía las nubes, doradas y rojizas, balancearse en un
firmamento azul. El murmullo de las hojas mecidas por la brisa asemejaba el
rumor del mar de fondo y olía a incienso, y una voz grave y dulce, nostálgica,
que parecía provenir de un lugar lejano y de un tiempo pasado entonaba una
melodía triste y hermosa, pronunciando palabras en un idioma que no podía
comprender.
No, no era incienso. Era tabaco. Tabaco con aroma a frutas
del bosque.
Arrugó la nariz y trató de levantar la cabeza, pero todo le
dio vueltas.
—¿Dónde estoy?
La voz del ángel se silenció. Y otra voz, muy parecida pero
con un matiz totalmente diferente, de desdén y hastío, la sustituyó.
—Al fin. Ya era hora.
Era el ilusionista. Le reconoció, estremeciéndose, cuando se
inclinó sobre él y le puso la mano sobre la frente.
—¿Qué quieres de mí? —murmuró Isaac, encogiéndose en el
banco.
Lot Anders se le quedó mirando un momento. Parecía indignado.
Después, poco a poco, su semblante se fue volviendo más aséptico hasta que una
sonrisa artificial le cruzó el rostro y se encogió de hombros, poniéndose de
pie.
—Ya nada. Pronto vendrán a buscarte. Sé bueno y no dejes que
te coman los satures, ¿eh?
—¿Satures? —Isaac tembló de nuevo y dio un respingo en el
banco, abriendo mucho los ojos—. Espera. ¡Espera! No me dejes solo.
Lot Anders se detuvo, pero no se dio la vuelta. Isaac
esperó, respirando aceleradamente. Estaba aterrado. Nunca debió salir a la calle
solo, nunca debió separarse de Solomon. Miraba fijamente la espalda del
ilusionista, consciente de lo absurdo que era albergar la menor esperanza en un
tipo como él. Sin embargo, y contra todo pronóstico, el hombre desandó sus
pasos con expresión de fastidio y volvió a sentarse a su lado en el banco,
sujetando el bastón y haciéndolo balancearse distraídamente.
—Más vale que los chicos grandes se den prisa —dijo de mala
gana—. Tengo cosas que hacer.
Isaac se abrazó las rodillas. Le miró de reojo y se mordió
el labio. No terminaba de entender por qué el ilusionista había aceptado
quedarse, pero se alegraba. Y eso era lo más absurdo de todo. En fin. Dejó que
pasaran unos minutos antes de atreverse a iniciar una conversación.
—¿Eras tú quien estaba cantando?
Lot Anders alzó la ceja y le miró como si estuviera
borracho. Luego soltó una risa seca.
—¿De qué estás hablando?
—Me pareció escuchar… —frunció el ceño y negó con la
cabeza—. Nada, olvídalo.
Lot Anders hizo un gesto de indiferencia con la mano.
—Bonita tarde. ¿No crees?
Sonrió de medio lado y alargó el brazo sobre el respaldo del
banco. Isaac asintió con la cabeza, desconfiado. Un soplo de brisa se llevó la
ceniza del cigarrillo del ilusionista y la hizo bailar en el aire, dibujando
caprichosas formas.
Habría sido una hermosa fotografía si Alex hubiera estado
allí para capturarla.
. . .
© Hendelie y Neith
[1] La Real Academia de la Lengua, en su última
ortografía, determina que las palabras «truhán» y «guión» son monosílabos y
que, como tales, no deben llevar tilde. Esta nueva norma es obligatoria hasta
el punto que se considera falta ortográfica escribirlas con tilde. Sin embargo,
yo pertenezco a ese colectivo rebelde que piensa que ambas son palabras
bisílabas y no monosílabos, y me niego a escribirlas sin tilde. Espero que me
sepáis perdonar por ser una insumisa de la R.A.E.
Hola chicas recien encuentro su blog hace unos dias y estuve leyendo como loca, sus historias me fascinan, me gusta mucho flores de asfalto el despertar y me enganche a la salamandra espero actualizen pronto chau
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