jueves, 7 de marzo de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra — Interludio


Nueva York, 1893 


El Old Town Bar estaba situado entre la Cuarta Avenida y Broadway. Había abierto el año anterior y ya era un lugar bastante concurrido al que la gente iba a beber, a cenar, a comer y a discutir.

Siempre que tiene que trabajar cerca, Liam se pasa por allí a tomar algo. Es un lugar acogedor, con buena cerveza y buenas conversaciones donde todo hombre sencillo que no busque problemas es siempre bien recibido. Sin embargo, últimamente lo evita. No se deja ver demasiado en sitios públicos más allá de lo que, por motivos laborales, es necesario, y cuando lo hace, siempre es por poco tiempo. Esta esquiva actitud que ha empezado a desarrollar no es algo voluntario. No es por gusto, no. Es a causa del joven que camina a su lado, con las manos en los bolsillos y mirando alrededor con esos ojos que parecen bebérselo todo.

Cuando le conoció, ya sabía que era una persona especial. Más adelante, confirmó que era un poco problemático. Ahora está sufriendo las consecuencias.

Sin embargo, esta noche Liam tiene muchas ganas de visitar el Old Town y empieza a estar harto de la actitud del muchacho, que les convierte en todo lo contrario a hombres sencillos que no buscan problemas. Considera que ya le ha dado el suficiente tiempo para confesar por sí mismo. Así que no le queda otro remedio que acorralarle y solventar el asunto que le preocupa antes de que la cosa vaya a más.

—Elliot, debo hacerte una pregunta.

El muchacho se vuelve hacia él.

—Claro. Dispara.

—Cuando dijiste que querías ser mi aprendiz, ¿hablabas en serio?

El joven entrecierra los párpados, ofendido. Luego sacude la cabeza para apartarse el cabello, que le cae sobre el lado derecho del rostro hasta la barbilla. No ha consentido que se lo corten más de eso, con lo cual la visita al barbero no ha cumplido su objetivo principal, que era que Elliot dejara de parecer un tunante y diera una imagen más seria y de confianza. Pero su nuevo aspecto sugiere todo lo contrario. Si con el pelo tan largo ya parecía un truhán[1], ahora lo parece por partida doble.

—Pues claro que hablaba en serio. ¿Es que no te lo crees?

—Enséñame lo que llevas en los bolsillos —le reta el maestro.

Elliot levanta la barbilla.

—¿Qué estás insinuando?

Liam se detiene. A un lado de la calle pasa un carro tirado por dos caballos escuálidos. Hay un grupo de chiquillos corriendo, persiguiendo a un perro con un palo. Una mujer que está fregando los escalones de un establecimiento les grita algo en italiano y les amenaza con el trapo mojado. Así es esta ciudad, saca lo mejor y lo peor de cada cual.
Tras contemplar el paisaje, Liam se vuelve hacia Elliot. Le mira a los ojos. El joven está a la defensiva, y es una de las razones por las que sabe que le ha pillado. Le lleva observando cada día, todos los días desde hace tres semanas, intentando descifrar su comportamiento, su peculiar forma de ser. De algo tenía que servirle.

—No insinúo nada. Solo te pido que me enseñes lo que llevas en los bolsillos.

El joven hace una mueca de desdén. Luego le da la vuelta al forro de sus bolsillos y mira a su maestro con una sonrisa reprimida y ojos traviesos, desafiantes. Liam no puede evitar que se le escape una risilla y niega con la cabeza.

—Eres un tramposo. Ven aquí.

Alarga la mano y le agarra de la muñeca con suavidad, guiándole hasta un callejón mugriento entre dos edificios, donde un pequeño riachuelo de agua corre a través de las grietas del adoquinado. Elliot se deja llevar sin oponer resistencia. Allí, en la oscuridad, Liam le coloca contra la pared y empieza a cachearle. Elliot apoya la espalda en el muro de ladrillos y le mira con los ojos chispeantes. Parece pasárselo muy bien con esto. Y Liam también. En parte.

—No soy un tramposo. Soy prestidigitador. Todo lo que sé lo he aprendido de ti —argumenta. Las manos de Liam rebuscan bajo la chaqueta y el chaleco, le palmean las piernas y los costados. Elliot se echa un poco hacia adelante para pegarse a él—. ¿Te diviertes?

Liam le aparta con delicadeza. Qué muchacho éste. No tiene remedio.

—Qué mentiras dices. —Al fin, encuentra lo que estaba buscando. Saca las manos de debajo de su ropa y le muestra los dos relojes, la pulsera y el monedero ajeno que ha hallado entre sus ropas—.Yo no te he enseñado a robar.

Liam frunce el ceño, decepcionado. No le gustan estas cosas. Elliot sigue haciéndose el tonto. Se pega a la pared y niega con la cabeza, fingiendo sorpresa.

—¿Robar? Te aseguro que no sé cómo ha llegado eso hasta mi ropa.

—Elliot. Hablo en serio. No es la primera vez. Llevas haciéndolo desde que empezaste a venir conmigo, ¿es que crees que no me doy cuenta?

El joven desdibuja el gesto de asombro y se muerde el labio disimuladamente, desviando la mirada. Sigue habiendo altivez en su expresión y un poco de rencor. No le gusta que le hayan pillado, es un chico orgulloso.

—¿Y qué quieres que haga mientras tú estás ahí, en medio de todos, poniendo en práctica tus trucos malos de feriante? —le replica, levantando la barbilla—. Me aburren. Me aburres tú. Y me aburre la gente.

Liam sabe que no lo dice en serio. Sabe que sólo está enfadado porque le ha pescado y porque él le está regañando. Pero aun así, le fastidia que le trate de ese modo. Tras un primer instante en el que se tensa y siente deseos de mandarle a lugares que un hombre bien educado como él nunca pronunciaría, suspira hondo y hace acopio de paciencia.

—Si esto no es lo que esperabas, puedes irte cuando quieras —le dice. Luego le señala con el dedo—. Pero si vas a quedarte conmigo, ni se te ocurra volver a hacerlo. No está bien hurtar propiedades ajenas. Y mucho menos aprovechándote de la distracción que reporta mi trabajo. Si haces eso, conviertes lo que hago en una estratagema, en una estafa. Y no es eso lo que es. ¿Qué crees que pensarán los que han acudido al espectáculo cuando lleguen a sus hogares y se den cuenta de que les faltan algunos de sus objetos personales?

—No lo sé. No seas tan mojigato, ¿qué más da lo que piensen los demás?

—Pues todo, Elliot —replica Liam, súbitamente apasionado—. ¡Todo! El ilusionismo es el arte que más depende de los espectadores. Nace para ellos, existe por ellos. Una canción es una canción aunque nadie la escuche. Una escultura es una escultura. Pero un truco sin un espectador no es más que una repetición mecánica de movimientos. La magia, la verdadera magia, cobra vida cuando hay alguien que queda boquiabierto ante ella. Cuando hay espectadores a los que sorprender con lo desconocido, a quienes hacer vibrar con el misterio. La esencia del ilusionismo consiste en fascinar al público, mostrarle prodigios que, aunque puedan no ser tales para aquel que los realiza, devuelven al hombre su capacidad más filosófica y primitiva: la de asombrarse con todo cuanto les rodea, la de preguntarse por qué las cosas suceden como suceden, la de maravillarse ante el mundo. Si desvirtúas eso utilizando los espectáculos para… para robar como un vulgar ratero, estás matando la magia. Y lo que es peor, la estás matando en ellos. ¿Comprendes?

Elliot parpadea. La expresión de dignidad ofendida se ha borrado de su semblante y ahora parece reflexionar. Arruga el entrecejo y saca un último reloj de bolsillo, uno que Liam no había encontrado y llevaba oculto en la ropa interior. Se lo da.

—Lo comprendo.

Liam asiente con la cabeza, un poco sofocado tras su fervoroso discurso, y lo guarda con todo lo demás.

—Tendremos que ir a devolverlo.

Elliot se abrocha el chaleco, miránole. Tiene la ropa un poco descolocada después del exhaustivo registro de su maestro. En la oscuridad del callejón, sus ojos brillantes parecen resplandecer aún más. Liam aparta la vista y guarda los objetos en el interior de un pañuelo. Le dirá al dueño del establecimiento que era un truco. Aunque sospecha que a los propietarios de los relojes no les hará gracia. «Quizá sea mejor dejarlo todo de forma anónima, como a Moisés en el río».

—Lo dije de verdad, Liam. No era una excusa para robar en tus actuaciones. Quiero aprender.

Mira al chico. Éste ha vuelto a meterse las manos en los bolsillos y su rostro es grave. Se ha puesto pálido. Parece un poco angustiado por algo. Liam puede verlo en los detalles, en los matices. En la forma en que desvía la mirada y pretende ser más duro de lo que es. En la suave modulación de la voz. En el rictus amargo de su boca.

—Lo sé. Siento haberte puesto en duda.

—No es que no tuvieras motivos. —Elliot lo admite con naturalidad, y luego vuelve a sonreír. Coge la maleta de su maestro y se dispone a salir del callejón. —¿Aún quieres ir al Old Town?

Liam le sigue.

—Si prometes comportarte adecuadamente, sería una gran idea.

—Prometo comportarme adecuadamente.

—Bien. Entonces, vayamos.

Ambos emprenden el camino a lo largo de las calles adoquinadas. Elliot le lleva la maleta en una mano y con la otra pide un cigarrillo a todo viandante con el que se cruza. Liam acaba por dárselo él. Durante estos días ha descubierto muchas cosas sobre su nuevo aprendiz y la curiosidad inicial que le despertaba se ha avivado. Es un joven inteligente y habilidoso, muy dedicado cuando una actividad le resulta estimulante y con un sentido del humor que roza el descaro. Tiene una sonrisa seductora y se expresa apasionadamente entre las sábanas. Sin embargo, aunque en la intimidad se muestra muchas veces como un joven dulce y agradable al trato, parece ser voluble y tornadizo y tiene una actitud demasiado excéntrica en público. Le gusta llamar la atención, que le miren y le admiren. Le ha visto flirtear con las mozas de los bares y con los mozos de las posadas, jugar a las cartas y hacer trampas, insultar a los matones, pelearse a puñetazos con hombres bastante más grandes que él y meter en problemas a ladronzuelos callejeros sólo por placer. Es como si tuviera una necesidad primaria y elemental de gritarle al mundo que existe.

Mientras caminan, esquivando a los carros y las farolas, apartándose de los vendedores ambulantes, se pregunta por qué. Se pregunta muchas cosas del joven que tiene al lado. Y piensa que tal vez no debería preguntarse nada más si no quiere terminar metido en un lío muy gordo, con sus sentimientos comprometidos y el corazón en las caprichosas manos de su aprendiz.

Al llegar al Old Town Bar les recibe el bullicio y el calor. Hay bastante gente. Caballeros con sus corbatas blancas cenan en el piso de arriba, mientras abajo, una concurrencia más humilde comparte pintas y tragos. Hay italianos, irlandeses, polacos. Alguien está tocando el violín. Maestro y aprendiz se abren paso hasta el fondo de la barra y Liam pide y paga una pinta para cada uno. A Elliot no le gusta la cerveza negra, así que la suya es rubia. Se sientan en una mesa del fondo y conversan y fuman y beben, mientras a su alrededor el resto de los parroquianos parecen ir fundiéndose con el paisaje y desaparecer poco a poco.

—¿Por qué nunca haces magia de verdad? —le pregunta Elliot, mientras su maestro le está explicando el mecanismo del último truco que ha presentado esa noche.

Liam tiene la libreta de los diagramas abierta sobre la mesa. Medita un momento antes de responder.

—No es bueno llamar demasiado la atención —dice al fin—. A la gente le gusta sorprenderse, pero asustarles es algo muy diferente.

—A mí no me da miedo la magia.

Liam esboza una sonrisa. Da un trago de cerveza negra. Está demasiado tibia.

—Ya lo sé.

—En realidad, no me da miedo nada de lo que puedas enseñarme.

Otra vez, Elliot está flirteando con él. Lo sabe por la forma en que le mira y porque está haciendo dibujitos con el dedo sobre el vaso húmedo. Siempre que se pone a hacer dibujitos con el dedo en alguna parte es porque está flirteando. Liam se ríe entre dientes y se limpia la espuma del labio superior con un dedo.

—Tampoco vayas a pensar que tengo tanto que ofrecer —replica, desviando la mirada—. Sólo soy un tipo normal que conoce unos cuantos trucos, eso es todo.

—Esa es la estupidez más grande que he escuchado en toda mi vida. ¿La falsa modestia de dónde te viene, de ser soldado o de ser católico?

—¿Cómo sabes que soy católico?

—Tienes a Dios en la boca constantemente.

Liam frunce el ceño con severidad, molesto.

—Eso que has dicho se podría interpretar como una blasfemia, ¿sabes?

—¿Qué interpretación es esa? Tienes la mente un poco sucia, maestro —replica Elliot, con una sonrisilla pícara—. Pero lo eres, ¿verdad? Eres católico.

Liam se limita a devolverle la sonrisa, la suya es limpia y plácida. Luego vuelve hacia él el pequeño cuaderno de diagramas y retoma el hilo.

—Como ves, entre los dos extremos de la vara hay una abertura. El material es sólido, por lo que al hacer el giro adecuado y…

Elliot pone cara de aburrimiento. Apenas aguanta tres minutos más de explicaciones antes de interrumpir de nuevo.

—¿Cuándo me vas a enseñar magia de verdad?

A Liam no le gusta que le interrumpan. Suspira. Se arma de paciencia.

—Elliot…

—No quiero aprender a pasarme una polilla de cristal de una manga a otra —insiste el aprendiz. Sus ojos destellan con determinación y no deja de apartarse el pelo de la cara, que le cae constantemente sobre la mejilla. —Quiero hacerlas volar. Sé que puedes, sé que tú puedes hacerlo. Enséñame.

El maestro mira alrededor. En la taberna, todo el mundo se ocupa de sus asuntos. El viejo que toca el violín ha empezado a interpretar una alegre giga y algunos parroquianos cantan en voz alta. Se ha roto un vaso y una camarera se ha cortado con el filo del cristal. Liam baja la voz antes de hablar.

—¿Por qué crees que yo puedo hacer algo así?

—Porque cuando te dije que yo no había sido capaz de hacerlo todavía, tú no me dijiste que fuera imposible. Me preguntaste que si quería aprender.

Liam menea la cabeza, dubitativo. Sí, cuando le dijo eso… aquel fue el día que volvieron a encontrarse. Han pasado ya tres semanas y le parece que fue ayer. Elliot le acechaba desde la barandilla del Ear Inn y su regocijo al encontrarle de nuevo fue mayor de lo que hubiera imaginado. Después subieron juntos a la habitación. A buscar a un fantasma, sí.

Sabe que nunca va a olvidar esa noche, aunque una parte de sí se siente culpable. Muy culpable. De nuevo, se pregunta si no está siendo un egoísta. Desvía la mirada, apartando esos pensamientos de su cabeza.

—Pocas cosas son imposibles.

—¡Entonces enséñame!

Elliot ha alzado la voz. Ha apoyado las manos en la mesa y se ha echado hacia adelante, exigente y brusco. Le vuelve a caer el pelo sobre la mejilla. Liam quiere alargar la mano y colocárselo tras la oreja, tirar la silla, acercarse a él y arrodillarse a su lado para besarle. Pero está demasiado bien educado como para hacer esas cosas tan escandalosas en un lugar público.

—Lo estoy haciendo, Elliot. Te estoy enseñando.

—No quiero aprender estos trucos. Ya los conozco.

—Crees que los conoces. Pero tienes que aprenderlos de nuevo. —Cierra la libreta de diagramas y se la guarda en la chaqueta. —Te aseguro que por el camino descubrirás que no sabes tanto como creías. Para aprender algo nuevo, lo primero es quitarse de la cabeza esa absurda idea de que uno ya lo sabe todo, Elliot.

—Pero…

—Escúchame. Es la misma mecánica. —Liam baja la voz y le mira con gesto conciliador. Sabe que Elliot es apasionado e impaciente y que, a pesar de sus escarceos con los bolsillos ajenos, tiene vocación. Tras comprobar que nadie les presta atención, incapaz de resistir el impulso, acerca la mano a su rostro y le aparta el pelo de la cara con ternura. Luego le roza la mejilla, sacando de entre los dedos una de esas miniaturas con forma de mariposa, hechas de vidrio coloreado. Esta vez es naranja. —Hacer volar una mariposa de cristal o sacar un pañuelo de un bolsillo vacío, todo son trucos. Solo que algunos son trucos muy buenos. Pero es la misma mecánica. Y cuando la has aprendido y conoces a fondo la baraja con la que juegas, puedes hacer cosas que a otros les resultarán prodigiosas. Pero hay que empezar desde el principio.

Elliot se ha quedado mirando el pequeño insecto y los dedos de Liam. Un levísimo rubor, casi indistinguible, le ha sonrojado el cuello. Finalmente, asiente y levanta la pinta para beber. Sí, es un chico complicado, pero se puede razonar con él. El ilusionista esboza una sonrisa suave, dejándose llevar por un acceso de sentimentalismo.

—¿De dónde saliste, Elliot Salamander? Si es que ese es tu verdadero nombre.

El joven aprendiz detiene el vaso a medio camino de sus labios. Parece sorprendido por la pregunta de su maestro. Frunce el ceño de manera fugaz y después toma un trago largo. Al dejar el vaso en la mesa, vuelve a lucir una expresión altiva y burlona.

—Tú tampoco me has dicho de dónde vienes, soldado Liam McKenzie. Si es que ese es tu verdadero nombre.

Liam se ríe entre dientes. El aprendiz le está mirando de soslayo y sus dedos de nuevo cosquillean sobre el vidrio húmedo del vaso.

—No me lo has preguntado. Yo a ti sí, acabo de hacerlo —añade Liam, señalándole.

—¿Y crees que este es buen lugar para confidencias?

Liam niega con la cabeza.

—No, no me parece el más apropiado.

Se le ocurre otro sitio mucho mejor, pero es un caballero. No está en su carácter el proponer según qué cosas, aunque a veces no pueda dejar de pensar en ellas, como ahora. Es sorprendente el modo en que su imaginación se estimula cuando tiene cerca a Elliot. Especialmente cuando le tiene cerca y dibuja trazos con los dedos sobre los vasos.

Afortunadamente, Elliot es un descarado y él no tiene ningún problema en proponer las cosas que ambos están pensando, de una forma lo suficientemente sutil como para no escandalizar a Liam.

—¿Sabes? A lo mejor podríamos preguntarnos todas estas cosas en la cama.

Se le ha vuelto a sonrojar el cuello al decirlo. Bien, seguramente Elliot no es tan descarado como quiere aparentar, pero en cualquier caso, Liam lo agradece. Sonríe a medias y suelta una risa apagada y breve. Luego se bebe el resto de la pinta de un trago, bajo la atenta mirada de Elliot, que no puede evitar reír también.

—Volvamos al Ear Inn —propone el maestro, con la cerveza aún golpeándole el esófago—. Creo que tenemos mucho de lo que hablar.

Elliot se pone en pie el primero. Se arregla la chaqueta y el chaleco. Sigue pareciendo un pícaro, un pícaro bien vestido, eso sí. Los trajes de sastre no le sientan mal, aunque se adivina que cuando crezca un poco más y alcance la madurez, le caerán todavía mejor. Se dirige a la salida con ese caminar señorial que suele atraer algunas miradas, y Liam le sigue.

Al salir al exterior, un golpe de aire frío les sacude los cabellos. No se miran ni se hablan. Simplemente echan a andar en silencio, con prisa disimulada. Los dos piensan que el otro podría leer en sus ojos o en el tono de su voz la necesidad, el deseo potente que de pronto les ha prendido. Por eso se evitan. Liam, en el fondo, tiene miedo de estar aprovechándose de su aprendiz sin quererlo y se siente avergonzado de sus propias emociones, pero al mismo tiempo no parece ser capaz de contenerlas. Cuando le roza la mano sin querer al apretarse en una calle concurrida, un latigazo de electricidad estática le provoca un calambre en el dorso de los dedos. Elliot también lo nota y alza la mirada. Él la aparta de inmediato. No deja de pensar, durante todo el trayecto, en estrecharle entre los brazos y besarle, en quitarle la ropa pieza a pieza y hacerle suyo hasta el amanecer. Cuanto más intenta apartar esos pensamientos, con más fuerza le atacan. Y no es que sus anhelos sean precisamente perversiones. Desea cosas tan sencillas y elementales como los besos, las caricias y los abrazos. Quiere hacerle suyo para sentirse más cerca de él, para sentirle más cerca de sí. Quiere yacer con él porque es en esas ocasiones cuando cree tocarle de verdad, atisbar la profundidad de su alma. Sus pretensiones son, en realidad, muy puras. Y sin embargo, son tan arrebatadas, le necesita con tanta intensidad, lo experimenta de un modo tan ardiente que le da un poco de miedo.

En cuanto a Elliot, es difícil saber lo que piensa. Al menos, hasta que llegan al Ear Inn, suben las escaleras casi sin saludar y, en cuanto cruzan la puerta, se arroja a sus brazos y es él quien le besa, suspirando como si hubiera estado conteniendo el aire en los pulmones todo ese rato. Liam le recibe con alivio. Están a oscuras, ni siquiera le ha dado tiempo a encender el quinqué ni las velas.

El joven ha soltado la maleta en el suelo y se tropiezan con ella cuando se empujan hasta la cama.

Caen sobre el colchón, maestro y aprendiz, Elliot debajo, Liam encima, desabrochándose las prendas con urgencia, desnudándose el uno al otro mientras los labios se tocan y las lenguas se enredan. Ambos llevan impregnado en la boca el sabor acre de la cerveza, y aunque a Elliot no le agrada la cerveza negra no parece disgustarle en los labios de su mentor. Y aunque Liam es un caballero y se considera a sí mismo un hombre bastante recatado, alarga una mano para tirar de las cortinas y dejar que la luz de la luna y el alumbrado de gas de las calles penetre en la estrecha habitación de la posada para mirarle, para verle, espléndido y guapo, con sus ojos luminosos devolviendo el resplandor de las farolas.

—¿De dónde has salido, Elliot? —pregunta al aprendiz, sacándole la camisa al verse despojado de la suya. Tiene la frente apoyada sobre la frente de su amante, enreda los dedos en su pelo y le habla mientras le besa. Le tiembla la voz, áspera y amortiguada por la vibración del deseo en su garganta—. Respóndeme ahora. Quiero conocerte.

La mirada ambarina se vela, se aparta de él.

—No, ahora no… ahora no.

—Por favor.

Le roza los párpados con los labios, desliza las manos sobre su torso desnudo. Le desabrocha los tirantes y después los pantalones, recorriendo la anatomía fibrosa y juvenil con las yemas de los dedos. Cuando Elliot abre los ojos de nuevo, en ellos hay amargura, soledad y una angustia que se esconde como un reptil.

—Ahora no —murmura de nuevo.

Liam asiente y deja de insistir. Le rodea con los brazos y les cubre a ambos con los edredones. Se dedica con toda su pasión y su habilidad a consolar a Elliot, a confirmarle una y otra vez que ya no está solo, a limpiar su tristeza. Lo hace sin palabras: con las manos y con los labios. Aunque su cuerpo le pide más, él se contiene hasta el extremo y aguanta hasta el límite, buscando darle a su amante lo mejor de sí, satisfacerle con plenitud, estimulando sus sentidos incansablemente, tocándole con maestría por dentro y por fuera mientras el sudor tibio se perla sobre la piel y sus elegantes figuras dejan de serlo para convertirse en reflejos primitivos de sí mismos. Despeinados, sudorosos y desnudos, se atrapan y se acarician, se magullan los labios con los besos desesperados y se tiran del cabello sin querer cuando la pasión les desboca.

Liam no cierra los ojos en ningún momento. No deja de mirarle. Se bebe su imagen, todos sus sonidos, la respiración, los jadeos, el susurro áspero de las uñas contra las sábanas. Aguanta estoicamente su propia necesidad hasta que el joven, con el rostro transido por la sufriente excitación, le exige más sin palabras, rodeándole con las piernas y tirando de él hacia sí para atraerle entre resuellos y gemidos, con los labios húmedos de saliva.

Le sujeta de la cintura al penetrarle. Ahoga sus gemidos con besos profundos. Elliot se agarra a él y Liam no quiere que le suelte, ni ahora ni nunca. Le hace suyo, y mientras se interna en su cuerpo, y lame sus labios, y empuja con las caderas, le mira a los ojos. El aprendiz los mantiene tercamente cerrados. Al final, cuando al fin le tiene dentro por completo, sus pestañas se abren y encuentra su mirada, seria, grave y auténtica.

El corazón de Liam palpita con fuerza y parece distenderse. Le duele. Empieza a doler en alguna parte, ahí dentro, como si el alma rasgara la crisálida en la que ha estado encerrada. Se detiene y se queda mirándole, subyugado, con los tendones marcados a causa del esfuerzo que supone mantenerse ahí y no arremeter contra él frenéticamente. Le suelta con una mano y la levanta para acariciar su mejilla. Elliot le imita, rozándole un pómulo con los dedos. Y en ese momento, Liam McKenzie tiene la clara revelación de que haría cualquier cosa, cualquier maldita cosa para salvar a ese extraño joven de la soledad y la tristeza que parecen consumirle debajo del barniz de su indiferencia. Para llegar hasta él y verle libre, espléndido como el sol, dueño de sí, dueño del mundo. Se inclina sobre su rostro para besarle y se hace una promesa.

«No te abandonaré jamás.»

No se lo dice a él, pero no es necesario. Le basta con saberlo en su interior. Después comienza a moverse, y la danza de los amantes se prolonga hasta que todo estalla en lúbricos gemidos y en humedad caliente, y el perfume almizclado del deseo enturbia el aire cargado de la habitación.

Tras el estallido y recuperado el aliento, ambos se quedan abrazados en la penumbra. Liam mira hacia la pared por encima de los cabellos de Elliot, pensativo y tranquilo, dejándose llevar por el letargo perezoso que le envuelve y disfrutando de las pequeñas cosas. El aroma compartido, el calor del cuerpo de su amante, la suavidad de su piel. El aprendiz tiene el rostro vuelto hacia el techo y está acurrucado entre sus brazos. Cuando empieza a hablar tras largos minutos de silencio sólo roto por las respiraciones acompasadas, su voz apenas se deja oír. Es un murmullo suave y desnudo.

Liam le escucha, somnoliento, y se da cuenta de que no está hablando. Es una canción apenas susurrada, una canción que casi parece una nana, cantada en un idioma que Liam no puede reconocer. Le gustaría preguntarle, pero ahora mismo no tiene ganas, y sería un sacrilegio romper este momento dulce, arrebatado al tiempo.

Elliot tararea a media voz. Le peina los cabellos con los dedos. Liam se deja acunar, cerrando los ojos y abandonándose al sueño. No recordaba haberlo hecho con tanta paz desde que era un niño.

Cuando Elliot le cubre con las sábanas, él ya está dormido. Nunca verá a su aprendiz mirarle como lo está haciendo ahora. Jamás sabrá que le ha acariciado la mejilla con el dorso de la mano, ni que le ha besado en la frente y después en los labios. No le escuchará susurrarle al oído «Szerelem, szerelem», ni podrá adivinar en su expresión nostálgica, en sus ojos ahora invadidos por las emociones que habitualmente esconde, lo que esa palabra significa.

Finalmente, el joven aprendiz cerrará también los párpados y al día siguiente, todo podrá confundirse con un sueño. Podrán fingir que no ha sucedido nada especial, y así lo harán, por miedo o por costumbre. Ninguno admitirá haberse amado durante un solo instante, pese a que, durante esa noche, hasta para el mismo aire fue evidente.


. . .




Cuando Isaac despertó, lo primero que pensó es que hacía mucho frío. Después, que le dolía el corazón y tenía sed, hambre y la cabeza abotargada. Y luego creyó que había muerto, que estaba en el cielo y que un ángel cantaba para él. Veía las nubes, doradas y rojizas, balancearse en un firmamento azul. El murmullo de las hojas mecidas por la brisa asemejaba el rumor del mar de fondo y olía a incienso, y una voz grave y dulce, nostálgica, que parecía provenir de un lugar lejano y de un tiempo pasado entonaba una melodía triste y hermosa, pronunciando palabras en un idioma que no podía comprender.

No, no era incienso. Era tabaco. Tabaco con aroma a frutas del bosque.

Arrugó la nariz y trató de levantar la cabeza, pero todo le dio vueltas.

—¿Dónde estoy?

La voz del ángel se silenció. Y otra voz, muy parecida pero con un matiz totalmente diferente, de desdén y hastío, la sustituyó.

—Al fin. Ya era hora.

Era el ilusionista. Le reconoció, estremeciéndose, cuando se inclinó sobre él y le puso la mano sobre la frente.

—¿Qué quieres de mí? —murmuró Isaac, encogiéndose en el banco.

Lot Anders se le quedó mirando un momento. Parecía indignado. Después, poco a poco, su semblante se fue volviendo más aséptico hasta que una sonrisa artificial le cruzó el rostro y se encogió de hombros, poniéndose de pie.

—Ya nada. Pronto vendrán a buscarte. Sé bueno y no dejes que te coman los satures, ¿eh?

—¿Satures? —Isaac tembló de nuevo y dio un respingo en el banco, abriendo mucho los ojos—. Espera. ¡Espera! No me dejes solo.

Lot Anders se detuvo, pero no se dio la vuelta. Isaac esperó, respirando aceleradamente. Estaba aterrado. Nunca debió salir a la calle solo, nunca debió separarse de Solomon. Miraba fijamente la espalda del ilusionista, consciente de lo absurdo que era albergar la menor esperanza en un tipo como él. Sin embargo, y contra todo pronóstico, el hombre desandó sus pasos con expresión de fastidio y volvió a sentarse a su lado en el banco, sujetando el bastón y haciéndolo balancearse distraídamente.

—Más vale que los chicos grandes se den prisa —dijo de mala gana—. Tengo cosas que hacer.

Isaac se abrazó las rodillas. Le miró de reojo y se mordió el labio. No terminaba de entender por qué el ilusionista había aceptado quedarse, pero se alegraba. Y eso era lo más absurdo de todo. En fin. Dejó que pasaran unos minutos antes de atreverse a iniciar una conversación.

—¿Eras tú quien estaba cantando?

Lot Anders alzó la ceja y le miró como si estuviera borracho. Luego soltó una risa seca.

—¿De qué estás hablando?

—Me pareció escuchar… —frunció el ceño y negó con la cabeza—. Nada, olvídalo.

Lot Anders hizo un gesto de indiferencia con la mano.

—Bonita tarde. ¿No crees?

Sonrió de medio lado y alargó el brazo sobre el respaldo del banco. Isaac asintió con la cabeza, desconfiado. Un soplo de brisa se llevó la ceniza del cigarrillo del ilusionista y la hizo bailar en el aire, dibujando caprichosas formas.

Habría sido una hermosa fotografía si Alex hubiera estado allí para capturarla.




. . .

© Hendelie y Neith



[1] La Real Academia de la Lengua, en su última ortografía, determina que las palabras «truhán» y «guión» son monosílabos y que, como tales, no deben llevar tilde. Esta nueva norma es obligatoria hasta el punto que se considera falta ortográfica escribirlas con tilde. Sin embargo, yo pertenezco a ese colectivo rebelde que piensa que ambas son palabras bisílabas y no monosílabos, y me niego a escribirlas sin tilde. Espero que me sepáis perdonar por ser una insumisa de la R.A.E.


1 comentario:

  1. Hola chicas recien encuentro su blog hace unos dias y estuve leyendo como loca, sus historias me fascinan, me gusta mucho flores de asfalto el despertar y me enganche a la salamandra espero actualizen pronto chau

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