Escena 7, toma primera.
Zumbidos, zumbidos, zumbidos en mi cabeza. Cuidado,
cuidado, peligro, peligro. Eso gritaba un coro de voces en mi mente, en una
polifonía de histerismo digna de sanatorio mental. Era el espanto en estado
puro, mierda que sí. Espero que nunca hayáis vivido algo como eso: el pánico
irracional, el miedo atroz a algo que no sabes lo que es pero sabes con certeza
que te destruirá. Y será doloroso. «Alex, ¡Alex! ¡Reacciona!», me dije a mí
mismo. No sabía qué demonios estaba pasando. Pero tenía que escapar.
Alcé la mirada y vi que algo oscuro, envuelto en brumas
tan negras como la noche, atravesaba la puerta sin dañarla. Luego desaparecía
en el aire y volvía a materializarse al otro lado de la ventana, sin siquiera
quebrar la celosía, haciendo ese espantoso ruido metálico y rasposo, enviando
vibraciones lentas al girar, pesado, en el aire.
—Hijo de puta —dijo una voz de mujer tras la puerta.
Di un respingo. Escuché golpes rabiosos contra la
cerradura, que tembló. Luego, un rápido taconeo escaleras abajo.
—Mierda, mierda, mierda…
¡Querían entrar! ¡Venían a por mí!
Me puse en pie a toda prisa y eché a correr hacia la
ventana. Ni siquiera me paré a ponerme los zapatos. Abrí la celosía, tiré
frenéticamente del picaporte de la ventana y salí a la escalera de incendios.
Hacía fresco, pero yo estaba ardiendo de adrenalina. Empecé a bajar los
escalones a toda prisa, agarrándome a la barandilla. «¿Y dónde voy? Dios, dios,
dios». Oía sus tacones, aún lejos, pero los estaba escuchando. Ella había
bajado delante de mí. ¿Dónde diablos estaba? ¿Por qué no la veía?
Llegué al suelo y salí disparado hacia el final de la
calle. Me paré en seco al verla ahí. Estaba de espaldas, pero se giró al
escucharme. Y me quedé helado.
Era una mujer alta, con una larga y frondosa melena teñida
de azul eléctrico. Llevaba unas gafas de piloto sobre la frente, apartándole el
cabello del rostro y estaba enfundada en un traje de cuero negro con hebillas
por todas partes que destellaban bajo la farola. «Mierda», me decía yo, a cada
latido de mi corazón. «Mierda. Mierda. Mierda». Debía rondar mi edad y su
rostro era casi divino, de una belleza sorprendente y dulce. Esa dulzura
contrastaba con los horribles ojos con los que me miraba y con la mueca abrupta
y furiosa que le contraía los rasgos. Y en la mano llevaba una barra de metal
muy alta, llena de llaves y tubos, que acababa en algo negro, curvo y
espantoso, envuelto en niebla. Era la misma mierda que había cruzado la
habitación antes. «Corre. Corre. Corre», me decía la voz en mi cabeza, la única
que se mantenía cuerda en aquella espiral de pánico irracional.
Y corrí. Me di la vuelta y salí por patas en la otra
dirección, seguido por el taconeo de la horrible mujer.
—¡Ven aquí, joder!
Un nuevo zumbido. La cosa oscura y curva vibró, surcando
el aire y oscilando como una enorme luna hecha en el mismísimo infierno. Pasó
girando a mi lado, haciéndome gritar de miedo, y luego se desvaneció en el
aire. Apreté el paso, con el corazón desbocado. Creí que iba a salírseme por la
boca. Los pulmones me empezaron a doler, pero aguantaba mejor la carrera que
cuando tuve que huir del puente. Las calles estaban oscuras y vacías. Casi
tropecé con una alcantarilla, me agarré a una farola rota para usarla como
pivote y giré estrechamente en una esquina. «Tengo que intentar perderla como
sea».
—¡Para de una vez!
Cerré los ojos al escucharla gritar. Los tacones se
acercaban, rápidos, constantes, cada vez más veloces. ¿Cómo podía correr tanto
con tacones, la muy zorra? Intenté buscar con la mirada alguna referencia para
dirigirme a las calles más anchas, en las que seguramente habría gente y
aquella locura de mierda se detendría… pero de pronto no me sonaba ninguno de
los edificios. Apreté los dientes y agrupé mis fuerzas para acelerar en mi alocada
carrera. Cuando al fin vi una señal de stop abollada y la tienda de
ultramarinos me di cuenta de que estaba callejeando en la dirección opuesta a
las vías principales. «Joder. Joder, joder. Genial.»
Unas uñas me rozaron el cuello. Escuché su respiración
cerca de mi nuca y sus tacones retumbando en la cabeza, que parecía a punto de
estallarme. Intenté hacer otro sprint, pero entonces algo se clavó delante de
mis pies, cortándome el paso.
Di un grito y trastabillé hacia atrás.
Era una hoja ancha, curva, tan alta como yo. Estaba hecha
de un metal negro y rugoso que no supe reconocer pero que me aterraba
instintivamente, y desprendía ligeros zarcillos de humo negro. Se había hundido
profundamente en el asfalto y se balanceaba a un lado y a otro, tremolando a
causa del impulso y el súbito impacto. Una larga cadena de niebla grisácea
serpenteaba, uniendo la hoja a la larga empuñadura que la mujer llevaba en las
manos. Y aullaba. Emitía un sonido suave pero constante, agudo y metálico. Era
un sonido que parecía tocarme los nervios y volverme loco, que a la larga
parecía el lamento de un universo condenado.
Esa cosa era la muerte. No, era peor que la muerte. Era
una segadora de alma, y aunque no sabía qué coño era una segadora de alma, mi
instinto más esencial sí que lo sabía. Empecé a temblar y me volví hacia la
espantosa mujer, tenso, alerta, preparado para todo. Lucharía por mi
supervivencia con uñas y dientes, aunque fuera en vano. Yo nunca había sido un
guerrero, pero esa noche estaba dispuesto a serlo. Y con esta determinación,
con el valor que da la desesperación, lancé un grito rabioso y me arrojé sobre
ella para golpearle con fuerza en el estómago, en un intento frenético por
abrirme paso y huir de nuevo.
Debió ser algo muy ridículo, visto desde fuera. Al menos
debió serlo para ella, que se limitó a moverse hacia la derecha, abrir los
brazos y atraparme entre ellos mientras yo pasaba por su lado estúpidamente. El
abrazo evitó que me cayera al suelo por el impulso y mi intento de plantar cara
resultase aún más patético. Me revolví, forcejeando, arañando y pataleando con
todas mis fuerzas.
—¡Dejadme! —gritaba yo—. ¡Suéltame!
—¡Cierra el pico, rémora! —gritó ella. Su voz era
poderosa, autoritaria, superior. Superior. Algo grabado dentro de mí a fuego me
obligó a cerrar los ojos, a encogerme y a obedecer. La mujer olía a vinilo,
cuero y especias exóticas. Me zarandeó y me dio la vuelta, apresándome e
inmovilizándome con uno solo de sus brazos. —¿Dónde está Anders?
Creí que me iba a dar un paro cardíaco. Jamás había tenido
las pulsaciones tan aceleradas. Empecé a hiperventilar.
—No lo sé. Lo juro. Se fue… no sé adonde ni cuando
volverá.
Ella gruñó. Sacudió la melena y me colocó la empuñadura
sobre el cuello. El metal estaba frío como si acabara de sacarlo de un
congelador y emanaba algo, un halo amenazante y sobrenatural que no podía
ignorar. Una de las trenzas azules de su pelo cayó sobre mi hombro. Tuve uno de
esos pensamientos absurdos que surgen en las ocasiones más inapropiadas y me
dije que tenía un pelo precioso.
—Camina —dijo ella.
Obedecí. No podía hacer otra cosa. Mis pies actuaron antes
de que hubiera terminado de procesar la orden. La mujer me llevó a empujones de
vuelta por las calles que habíamos recorrido. En algún momento volví a escuchar
el zumbido de la hoja espantosa, que desapareció en el aire antes de llegar al
asta del arma. Asta que, por otra parte, seguía sobre mi cuello. El brazo de
ella era férreo a mi alrededor, aunque no hice el menor intento para huir.
Sabía que ya no tenía sentido.
Sí, bueno. No es lo que se dice luchar con uñas y dientes
por la supervivencia… pero deberíais haber estado vosotros en mi situación,
¿vale? Además, no os podéis imaginar lo que es eso. El tener ciertos mecanismos
tan incrustados en el subconsciente, en vuestra propia esencia, que al escuchar
la orden de esa tía no pudierais evitar obedecer. Así que sí, me abandoné, por
el momento. Era ridículo hacer ninguna tentativa con esa fulana sujetándome así
y su arma horrorosa contra mi cuello.
Caminé, y cuando fui capaz de abrir de nuevo los ojos, fue
mucho peor. Porque a nuestro paso, con el sonido quebradizo de un papel que se
arruga, la ciudad iba cambiando paulatinamente. Una pared se cuarteó, el yeso
cayó al aire y desapareció como si fuera polvo, descubriendo un ventilador de
color rojo oxidado que giraba, lento e incansable, algo corroído. Rechinaba de
forma desagradable. En otro lado, una mancha de aceite oscuro empezó a
revelarse en una fachada. Olía a aceite de motor y de todas partes, mientras el
bonito papel de regalo que envolvía la verdadera ciudad se iba retirando,
llegaban sonidos estremecedores. Tuberías viejas que crujían, cadenas
arrastrándose, engranajes, motores, el zumbido eléctrico aumentando. Siseos y
ruidos húmedos que prefería no identificar.
El cambio venía desde mi espalda hacia delante, y tuve la
sensación de que partía del punto en el que la guadaña se había clavado en el
suelo, como si al hacerlo hubiera rasgado un decorado y ahora la grieta se
estuviera extendiendo.
Cerré los ojos y recorrí el resto del trayecto sin
atreverme a mirar demasiado. Estaba acojonado como nunca. Cuando nos detuvimos,
los abrí por inercia y vi que ya estábamos delante de mi casa.
Sorprendentemente, aunque la grieta paranoica que lo convertía todo en mierda
había avanzado a lo largo de toda la calle, mi edificio se encontraba
perfectamente bien. No me refiero a que no hubiera cambiado en absoluto, no.
Era más bien como si alguien hubiera cogido una foto de un barrio mugriento y
hubiera arreglado solamente una de las casas en un programa de retoque
fotográfico. Toda una pátina de efectos preciosistas cubría el edificio:
Sombras, contraluces, texturas, matices aquí y allá. Nada de óxido, ni de
mugre, ni de basura, nada de manchas oscuras ni restos de cañerías. Joder, si
hasta emitía un leve resplandor.
Me habría sorprendido más, incluso me habría regocijado,
orgulloso y feliz, si hubiera sido capaz de sentir algo más allá del miedo. Me
revolví un poco, inquieto. En ese momento sólo podía pensar en que esa era mi
casa y que a lo mejor esa zorra tenía
intención de entrar. Me ponía enfermo. La mujer me empujó con brusquedad hacia
las escaleras. Empezamos a subir. Yo cada vez estaba más tenso, apretaba los
dientes y temblaba. Me estaba meando y me hervía la sangre en las venas. Al
girar en una curva de la escalera, de pronto me di cuenta de que el pelo me
colgaba hacia adelante y sentí que la dirección de la gravedad cambiaba. La
mujer debió notarlo también, porque me empujó con más fuerza. Al llegar al siguiente
rellano nos dimos cuenta de que estábamos colgando de la pared en una posición
imposible y que la escalera volvía a subir, haciéndonos bajar, por
contradictorio que parezca, para llevarnos nuevamente a la calle. Era como
estar en uno de esos cuadros en los que aparecen escaleras eternas que dan
vueltas y revueltas para llevarte al principio y juegos de espejos que nunca
terminan[1].
Mi captora gruñó otra vez y sus músculos se crisparon.
—Maldito sea. Esto no ha pasado antes —dijo para sí. Luego
me sacudió con brusquedad—. ¡Vamos! Baja, o sube… o lo que sea.
Obedecí otra vez. Me quedé boca abajo al encarar el último
tramo de escaleras y sin embargo, al pisar el suelo, la gravedad volvió a la
normalidad. La mujer me dio un fuerte empellón y tiró de mi hombro hacia abajo,
obligándome a sentarme en el último peldaño. Hice lo que requería sin
resistencia.
Ella me miró.
—¿Está dentro?
Sus ojos eran fijos y punzantes. No expresaban más que vacío ominoso, un odio frío que no resultaba humano. Tenía las pupilas raras, como si estuvieran desgarradas. La profundidad negra que albergaban me helaba la sangre. Los iris, de color verde casi amarillo, asemejaban dos lentes de plástico mal cortadas. Eran los ojos más irreales que había visto nunca, y eso que estaban los de Lot para comparar.
Sus ojos eran fijos y punzantes. No expresaban más que vacío ominoso, un odio frío que no resultaba humano. Tenía las pupilas raras, como si estuvieran desgarradas. La profundidad negra que albergaban me helaba la sangre. Los iris, de color verde casi amarillo, asemejaban dos lentes de plástico mal cortadas. Eran los ojos más irreales que había visto nunca, y eso que estaban los de Lot para comparar.
—No sé donde está. Lo juro.
No me tembló la voz. Quizá por eso, al escucharme, no me
reconocí. Ella miró hacia la casa y luego de nuevo a mí.
—¿Quieres vivir un día más?
El aire se detuvo, contenido en mis pulmones. Después me
rodeé con los brazos y supe que si decía que sí, estaría poniéndome de nuevo yo
solo las cadenas, atándome, condenándome. De nuevo. Sí. No era la primera vez.
Y sin embargo, asentí con la cabeza. «Cobarde», me dije. «¿Cobarde? Y una
mierda. ¿Qué vas a hacer si no, Alex? ¿Poner el cuello y que te destroce?», me
grité a mí mismo, reprendiéndome. No podía enfrentarla, no era lo bastante
fuerte ni tenía un puñetero medio para hacerlo. ¡Era un suicidio! Así que sólo
me quedaba obedecer. Y aun así, me sentía un cobarde.
—Voy a estar acechando. Voy a estar vigilando —dijo ella.
Caminaba frente a mi, a un lado y a otro, con la temible asta en las manos,
rondándome como un felino depredador hambriento y frustrado al no poder devorar
a la presa—. Ese ilusionista puede construir cien fortalezas, mil laberintos,
pero antes o después encontraré los caminos. Le atraparé y os destruiré a los
dos. Sin embargo, si me lo entregas, pediré que seas reciclado. Sobrevivirás.
Tendrás una memoria nueva y todo será como siempre.
«Ya. Como si pudiera creerte, zorra», pensé. Fue el último
destello del valiente que llevaba dentro, de ese yo desenvuelto, rebelde y
temperamental que estaba intentando hacerse sitio en aquel cuerpo. Pero algo
debió ver ella en mi mirada, quizá un brillo de desafío, que le hizo acercarse
más a mí y cernirse hasta cubrirme con la sombra de su cuerpo, destrozándome
los nervios y el alma con aquella mirada terrorífica.
—¿Qué tengo que hacer? —dije, viniéndome abajo y volviendo
a sobrecogerme un pánico atroz.
—Te doy un día más de vida. Un día para traerme al
ilusionista. El domingo, en la vieja fábrica de engranajes, a las siete de la
tarde.
El miedo apenas me dejaba hablar. Me saqué la voz del
cuerpo a la fuerza. Tenía que darle una respuesta.
—¿Qué... qué tengo que hacer?
—Llévale allí. —La mujer se dio la vuelta y me miró por
encima del hombro.—Si no estás a la hora acordada en punto, sabré que tú
también eres un traidor, y os mataré a los dos. Al día siguiente, al mes
siguiente o dentro de un año. Pero no volverás a dormir tranquilo en lo que te
resta. Nunca sabrás cuándo apareceré yo y me llevaré tu vida. ¿Lo has
entendido?
—Vale... vale. Sí, sí. Lo llevaré.
Mis últimas palabras fueron casi un gemido. Ella esperó
unos momentos, analizándome a fondo como si quisiera comprobar que mi pavor no
era fingido. Luego agarró la larga empuñadura y empezó a girar llaves en ella,
haciendo que se plegara en varios fragmentos más pequeños hasta quedar reducida
al tamaño de una bengala. Se la colgó del cinturón y me dedicó una última
mirada de desprecio. Luego echó a andar hacia la calle de enfrente.
Allí había aparcada una moto de color plateado, una
Kawasaki de 250. Se caló las gafas de piloto y saltó sobre ella. Luego arrancó
y se largó a toda velocidad. Por un momento me quedé mirando la bocacalle por
la que había desaparecido. Después, observé el desgarro en el paisaje a través
del cual me acechaban los edificios mugrientos y los olores corrosivos, el
ventilador industrial que giraba, giraba y giraba.
Al borde de las lágrimas y como sacudido por una descarga
eléctrica, me puse en pie de un salto y eché a correr hacia mi casa.
. . .
Escena 7, toma segunda.
Me temblaban las piernas mientras subía las escaleras a
toda prisa. Los pies descalzos me ardían, los dedos se me enganchaban entre las
láminas de metal de los peldaños. El dolor era lo único bueno. Era bueno porque
me anclaba en la cordura, en la realidad, fuera cual fuese. A mi alrededor
giraba un torbellino de pánico irracional. Dentro de mí, el retumbar del
corazón dentro de la caja torácica, el zumbido en los oídos, el escozor en los
pulmones, evitaban que todo mi ser se disolviera en el miedo. Mierda, nunca
había sentido tanto alivio por estar hecho polvo. «Si duele es que estás vivo»,
me repetía febrilmente. «Mientras duela es bueno, Alex». Me encaramé a la
ventana y cerré por dentro, apoyándome contra la celosía un instante antes de
derrumbarme en el suelo, cubriéndome los oídos con las manos.
—Joder, Alex.
La voz de Lot me hizo abrir los ojos. Salía de la
habitación, con uno de mis trípodes agarrado entre las manos como si fuera un
bate de béisbol. Lo soltó y se me acercó deprisa. Empezó a cachearme, mirándome
a los ojos. Yo me esforcé en mantener la mirada en los suyos, porque sentía que
iba a emborronárseme la vista en cualquier momento. Destellaban de rabia y
preocupación.
—No tengas miedo. —Sus palabras eran firmes, severas. —No
tienes que tener miedo. ¿Me oyes?
Yo asentí con la cabeza. Él me agarró de las muñecas y
apartó mis propias manos de mis oídos. Luego me abrazó.
—Tranquilo, nene.
«Alex, deja de temblar», me ordené. Pero el cuerpo no me
obedecía.
—No quiero irme. —Le aferré de la chaqueta, dejando que
las convulsiones nerviosas se acelerasen hasta que los músculos se cansaron.
—No quiero irme, Lot.
—¿Qué dices? ¿Qué ha pasado?
Alcé el rostro. Me sentía mareado y tenía las mejillas
heladas. Seguro que estaba pálido. Al mirarle me brotó una profunda angustia.
¡Entregarle!
—Han venido a buscarme.
Lot se tensó. Me sujetó por los brazos y se apartó un
poco, mirándome muy fijamente. Su voz sonó más fría, suspicaz.
—¿Quién?
—Una mujer. Con una guadaña.
Me encogí. Me sentía examinado. Y es que estaba siendo
examinado. La inquietud y el cabreo de Lot habían dado paso a una prudencia desconfiada.
No obstante, pronto se disipó la tensión en su gesto. Me soltó y se fue a la
cocina, hablándome de nuevo con amabilidad.
—No pierdas la calma. No pueden entrar aquí.
Me pegué a la pared, buscando un apoyo ahora que no le
tenía cerca.
—¿Ah, no?
—No, no pueden. Nadie puede, en realidad.
Hablaba con seriedad y parecía muy seguro. Eso me
tranquilizó un poco. En la cocina, Lot cogió un par de botellas y sacó dos
vasos de la alacena.
—¿Cómo lo sabes? —inquirí.
—Te lo puedo explicar si de verdad quieres saberlo
—respondió. Vertía el licor en los vasos y, pasado el susto, había recuperado
el donaire de estrella de cine—. No tiene nada que ver contigo, en todo caso.
Pero tú eliges.
Regresó junto a mí y me tendió una copa. Engullí el licor
demasiado rápido y tosí, haciendo una mueca. Era vodka solo con un poco de
hielo. El sabor no me era del todo ajeno, mis papilas gustativas guardaban los
recuerdos que yo había perdido, pero no esperaba el ardor del alcohol en el
gaznate. Al recomponerme un poco empecé a sentir con más fuerza el dolor en los
pies heridos. Me negué a hacer caso a eso y volví a beber hasta vaciar el vaso,
dejándolo en el suelo después y abrazándome las rodillas, encogido contra la
pared.
—Quiero saberlo.
Lot se enderezó y agitó su whisky. Se metió la mano en el bolsillo y me miró desde
arriba.
—Lo sé porque yo he cerrado el acceso.
—¿Ah sí?
—Sí. Cuando vine aquí contigo.
—¿Ah sí?
—Sí. Cuando vine aquí contigo.
Le miré. Se había cambiado de ropa desde la última vez que
le vi, y parecía haber pasado un día entero desde entonces. Llevaba una camisa
negra arremangada por encima de los codos, un chaleco oscuro y corbata blanca.
—Podías haberme dicho que no saliera —le reproché.
—¿Por qué? No había motivo.
—¿Ah no? —aún me temblaba la voz y alcé el tono sin darme
cuenta, más llevado por el miedo que por el enfado—. Hay una tía con… con una
guadaña de dos metros siguiéndonos y ¿no había motivo?
Lot se puso a la defensiva.
—¿Y cómo iba a saberlo yo? Te aseguro que habría tomado
otras medidas si hubiera tenido conocimiento de que nos seguía un verdugo.
La última palabra se quedó rebotando en mi mente como una
pelota de ping pong, haciendo ecos y ecos, reverberando. Verdugo, verdugo,
verdugo. Empecé a temblar otra vez y aplasté la espalda contra la pared.
«Mierda, ¿por qué me pasan estas cosas? Yo solo quería estar tranquilo y
cuidarme. Cuidarme. Mierda». Lot se acercó con la botella de vodka y volvió a
llenarme el vaso. Me lo tragué de un golpe.
—Cuéntame qué ha pasado —dijo Lot—. ¿Hasta dónde ha
llegado? ¿Y por qué has salido de casa?
Sus preguntas eran secas, las escupía con ese
distanciamiento que delata a la desconfianza. Me puse más nervioso.
—Porque ha llamado al timbre y luego me ha disparado. ¡Me
he asustado! —protesté.
—Vale, relájate, flaquito —repuso él, con un tono más
conciliador—. No te estoy regañando, no soy tu madre. Te pregunto porque quiero
saber qué ha fallado. Algo ha fallado, y eso no me gusta. Detesto fallar.
Le atravesé con la mirada. Me daba un poco de rabia que
estuviera ahí, de nuevo tan tranquilo mientras yo lo estaba pasando tan de puta
pena. Y lo había pasado peor antes, y él no estaba. Me tapé la cara con las
manos y apoyé el dorso en las rodillas. «Joder. ¿Por qué me pasa esto? Quiero
que todo vuelva a ser como antes, quiero que todo sea normal. ¡Normal!»
—No me ha seguido de vuelta aquí arriba —respondí
débilmente, hastiado— pero estaba en la puerta.
—¿Por qué estás tan asustado?
«¿Por qué eres tan gilipollas?», gritó una voz dentro de
mí. Valiente pregunta. Alcé el rostro de nuevo.
—Me ha venido siguiendo por medio barrio con la guadaña.
Joder, Lot. ¿Cómo quieres que esté?
—¿No la ha lanzado?
—Sí. La lanzó y de pronto fue como si… no sé, todo empezó
a cambiar. La hoja no me dio. Se clavó en el suelo.
—Ya. —Lot me dio la espalda, pensativo—. A los verdugos no
se les escapan las presas. No las presas como tú.
Parpadeé. «Mierda, mierda. Lo sabe. Sabe que me ha dejado
vivir. Cree que yo…» Una súbita irritación me calentó la sangre. Negué con la
cabeza, con tanta brusquedad que casi me mareé. Me vinieron a la mente imágenes
sueltas, inconexas, de las películas que había estado viendo. Escuchaba las
voces de los actores, las frases resonaban en mi cabeza.
—Y una mierda. Esa no es mi jerarquía —me dije.
—¿Qué?
—Que esa no es mi jerarquía —repetí, más alto, con tono dolido—. ¡Yo no soy como la princesa Ana y el periodista! Yo no soy un cobarde… aunque esté acojonado.
—Que esa no es mi jerarquía —repetí, más alto, con tono dolido—. ¡Yo no soy como la princesa Ana y el periodista! Yo no soy un cobarde… aunque esté acojonado.
Lot, sin embargo, levantó la ceja. No parecía entender a
qué me refería.
—Huir de un verdugo no tiene nada que ver con la cobardía,
Alex. Es una cuestión de pura supervivencia. Y no entiendo a qué viene lo de la
jerarquía —añadió, zanjando el tema y dando un trago al whisky—. Dime, ¿cómo era el verdugo?
Vacilé un momento. Mientras intentaba hablar, una gran
tribulación se iba apoderando de mí. «¿Qué voy a hacer? Me matará. Nos va a
matar a los dos. Pero vamos a morir de todos modos. ¿Qué más da? ¿Por qué
resignarme? No quiero someterme a ningún yugo, nunca más, nunca más».
—Llevaba botas de tacón y tenía el pelo azul —respondí,
casi mecánicamente—. Era muy guapa pero su mirada era horrible.
Lot asintió. Su semblante era impenetrable, no tenía ni
idea de qué estaba pensando. ¿Desconfiaría de mí? Deseé que no fuera así. Quise
cambiar eso. Alargué la mano hacia él. Lot tardó un poco pero al final se
acercó y se acuclilló a mi lado para abrazarme. Yo le agarré con fuerza.
—Yo no me conformo con un día si pueden ser treinta
—declaré, fervoroso.
Él me dio un par de palmaditas en el hombro, casi con
camaradería. La manera en la que yo le estrujaba debía ser agobiante, pero Lot
no se quejó.
—No sé cuantos van a ser. Pero no te preocupes, no tienes
por qué irte.
Asentí. Tragué saliva. Y luego me armé de valor. «No me
conformo con un día si pueden ser treinta», me repetí. Había apostado por una
carta, lo hice el día en que decidí que iba a entregárselo todo a aquel
desconocido para así poder tener algo. No quería rendirme, así que sólo había
un camino. El de la sinceridad.
—Lot…
—¿Qué?
—El verdugo te buscaba a ti. —Hubo un largo silencio.
Luego le sentí suspirar y me rozó la nuca con los dedos. Su abrazo no era un
contacto íntimo ni especialmente cálido, pero sí consolador. En cierta manera.
—Dice que se olvidarán de mí si te entrego. Le he dicho que lo haría, pero no
la creo. Y no lo haré. Y aunque fuera verdad… no… no es mi jerarquía.
Estaba temblando otra vez. Lot no decía nada, no me
estrechaba con más fuerza ni tampoco me había apartado de sí. No podía ver su
rostro, no sabía lo que se le estaba pasando por la cabeza. Y estaba asustado.
Pero no iba a volver atrás. Había elegido un camino y solo me quedaba
recorrerlo hasta el final. Tomaría las decisiones que Alex hubiera tomado,
actuaría como él lo hubiera hecho… porque él era así y esa era su manera de
amar, absoluta y entregada hasta la muerte y más allá. Yo era Alex. Había
decidido ser Alex. Así que iba a ser Alex con todas las consecuencias.
Porque como ya os imaginaréis, en realidad no soy
Alexander Seighin. No del todo.
Lot también lo sabía, desde el principio. Todos lo sabíamos
salvo, algunas veces, yo mismo. Pero de eso os hablaré cuando llegue la hora.
Siento haberos estropeado la sorpresa, pero en aquel momento, en esas
circunstancias, no había cojones de seguir con la mascarada. Yo no pude
engañarme a mí mismo durante un buen rato… el único modo de enfrentar toda esa
mierda era asumir la realidad de manera ocasional.
Así que ahí estaba yo, acojonado perdido, agarrado al
ilusionista Lot Anders y haciendo lo que Alex hubiera hecho.
—Me da igual si ella nos encuentra dentro de un año, un
mes o cinco días —proseguí, y cuanto más hablaba más fuerte y reafirmado me
sentía—. Habrán sido días que habrá valido la pena vivir. Y habremos sido
libres para vivirlos como queramos.
Lot no decía nada. Seguía en silencio, acariciándome el
cuello.
—Lo siento —murmuré—. Porque he dudado. Tenía mucho miedo.
—Yo no habría dudado.
Fue una única frase. Átona, afilada y cruda. Sin embargo,
no me hirió. Después de hacer mi elección de forma definitiva y de haberme
disculpado por vacilar, me sentía realmente tranquilo. Aunque el miedo no se
había ido del todo ahora sólo era una sombra sorda al fondo del corazón. Apoyé
la mejilla en su pecho. Nos quedamos así durante un rato, yo de rodillas sobre
el suelo y abrazado a él, Lot Anders acuclillado, rodeándome con un brazo y
sosteniendo el whisky con la otra mano.
Su barbilla me rozaba el cabello. Podía escuchar a la perfección el latido de
su corazón, rítmico y constante, y me dejé acunar por él durante un rato. Tom
tom, tom tom, tom tom…
y cuanto más lo escuchaba, más fuerte resonaba en mi propio interior. Tom
tom, tom tom, tom tom…
y más atención prestaba yo a ese latido, demasiado rítmico, demasiado perfecto,
con algo de fondo que sabía extraño y ajeno pero que no podía identificar del
todo. Tom tom, trrrr, tom tom,
trrrr, tom tom, trrr.
Exacto como un reloj. Y con ese extraño ronroneo casi
inaudible que ahora, al fin, había podido captar. Y cuando pegué un poco más el
rostro a él, atento, escuchando, preguntándome qué sería aquel sonido mecánico,
él suspiró y se levantó, alejando de mí el misterio.
—¿Sabes? Creo que hoy no es buen día para caminar por los
tejados. Está lloviendo. —Me levanté, trastabillando un poco. Me clavé algo en
la planta del pie y tuve que aguantar una exclamación. Al mirar hacia abajo vi
mis pies ensangrentados y sucios. —Pero iremos mañana.
—Vale.
Iba a echar a andar pero él me detuvo con una mano. De
pronto, me levantó en volandas. Sorprendido, me agarré a su cuello. Me llevó a
la habitación, abriendo la puerta con el pie, y me dejó sobre la cama con
cuidado. Luego encendió la lamparita de la mesilla.
—Tienes que saber unas cuantas cosas que, aunque no tienen
nada que ver contigo, será mejor que conozcas, visto lo visto. ¿Tienes yodo?
Asentí, señalando la puerta del baño. Lot entró y le
escuché trastear en los armaritos.
—Me… me siento un poco idiota —admití. Y era verdad.
Cuando regresó, llevaba entre las manos un rollo de
vendas, yodo, algodones y una pinza. Yo ni siquiera sabía que tenía esas cosas.
Miré la pinza. ¿Acaso me depilaba las cejas? No me podía acordar. Lot Anders se
recostó en la cama junto a mí, cerca de mis pies. Empapó un trozo de algodón en
alcohol y empezó a limpiarme la mugre de la piel. Siseé, haciendo un gesto de
dolor, y me agarré a la colcha.
—Verás —empezó a decir—, imagínate esto como una de esas
conspiraciones mundiales de las que hablan en algunos libros, con
organizaciones secretas y todo eso. Te será más fácil así. O menos difícil.
Asentí, frunciendo el ceño. Había empezado a quitarme
trocitos de cristal y restos de grava con la pinza y era muy molesto.
—He visto cosas muy extrañas esta noche.
—Ya. Bueno, presta atención. Una parte de lo que voy a
contarte son secretos que no deben revelarse, pero a estas alturas, como
comprenderás, me importa un bledo.
—Sí.
Escuché con atención, mirándole. Lot observaba mis pies
con aire de médico experto mientras me quitaba la mierda y daba toquecitos en
las heridas con una gasa roja de yodo. Me pregunté si tenía idea de lo que
estaba haciendo o sólo lo parecía.
—El día que viniste a hacernos las fotos… bueno, supongo
que habrás deducido que no tengo ningún grupo musical.
—Vaya, qué pena.
El tono sarcástico no me salió muy bien. A la luz suave de
la lamparita, los ojos de Lot brillaban menos.
—Pues el hecho es que sí lo tenía, pero no con ellos.
Ellos son los Vigilantes.
—Y en ese supuesto libro de conspiraciones, ellos serían…
¿los policías? —aventuré.
—Sí, los polis. Cada uno de ellos se dedica a una cosa
—continuó. Cada vez que me quitaba un fragmento de asfalto, lo dejaba caer en
un cenicero de cristal y tintineaba. Había escuchado varios tintineos ya. Me
sorprendió no haberme dado cuenta de todo lo que me había llevado por delante
en mi carrera—. La chica del pelo rosa, por ejemplo, se llama Nun. Es una
augur. Los augures ven un poco los futuros y pueden influir en las decisiones
que toma la gente.
Asentí de nuevo, intentando asimilar todo aquello. Vale,
policías que ven el futuro. Había una serie que se llamaba «El mentalista»[2]
que se parecía un poco a eso, así que al menos tenía referencias.
—Nun está en el equipo de Solomon —siguió Lot, con su
habitual verborrea—. Solomon es el jefe de su grupo, un tipo alto y rubio, el
del abrigo largo. ¿Le recuerdas? Él es un heraldo. Los heraldos son como
tenientes, coroneles o algo así. Quiero decir que es poderoso, aunque no sabría
decirte en qué sentido. Teóricamente, él solo tiene que ir por ahí contándole
estas cosas a la gente normal, pero no a toda. Solo a aquellos que los
Vigilantes, en su supremo saber, y estoy siendo sarcástico, consideran que lo
merecen. También enseñan a los nuevos Vigilantes.
—Es como un maestro, entonces.
No me costaba tomarme todo aquello con naturalidad.
Después de la carrerita y de las cosas que había visto, no tenía mucho sentido
seguir negando las evidencias. Además, lo que me decía no me resultaba del todo
nuevo. Era como si me repitieran una antigua lección que se había ido
desdibujando en mi dañada memoria.
—Un gurú, sí. Algo parecido —asintió Lot, mirándome desde
detrás de mi pie. Había terminado con la cura y ahora estaba aplicando el yodo
una última vez—. En cuanto al chico que traje, Isaac… bueno, no sé lo que es,
pero Solomon le tiene debajo del ala; no se separan para nada.
—Quizá secuestrarle no fue muy buena idea —dije,
intentando camuflar un poco el reproche.
Lot esbozó una de sus sonrisas crueles.
—Tal vez. Pero no me pude resistir.
Fruncí el ceño y dirigí la mirada reprobatoria a mi propia
rodilla. Menos mal que no me iba a causar problemas. «¿Y qué esperabas? Has
metido a un buen elemento en casa».
Me seguían doliendo los pies pero ahora los recorría un
hormigueo fresco y sanador. Lot colocó dos trozos de gasa sobre las plantas y
empezó a enrollar las vendas.
—¿Y la mujer que me ha perseguido hoy? ¿También sabes
quien es?
—Ella es Mara. Es un verdugo. —Verdugo, verdugo, verdugo.
Otra vez me recorrió un estremecimiento. —Es de los nuestros. Bueno, de los ex
nuestros, quiero decir.
—De la mafia —aseveré.
—Si quieres llamarlo así… aunque más quisieran muchos de
éstos vestir la mitad de bien que un mafioso de verdad.
Esbocé una media sonrisa fugaz.
—¿Y cómo nos ha encontrado?
Lot torció un poco el gesto. Terminó con el pie derecho y
procedió con el izquierdo.
—Si Mara viene a por mí es porque ya han evaluado mi caso
y ya han decidido una intervención. En palabras mundanas, ya me han juzgado y
me han condenado. No me sorprende en realidad, no esperaba otra cosa… pero es
demasiado irónico que sea precisamente ella la encargada de ejecutarme. Es un
hueso duro de roer y conoce mis métodos casi mejor que nadie, lo cual explica
que haya llegado hasta la escalera. —Levantó una ceja. Ahora parecía hablar más
para sí mismo que para mí—. Seguro que ha sido ella quien ha pedido que le
asignen el caso.
—¿Fuisteis amantes?
Lot me colocó las vendas y las cerró con el esparadrapo.
—Ojalá. Era mi esposa. —La repentina confesión me
sorprendió. Le miré, extrañado. Creo que hasta abrí la boca como un bobo. —El
matrimonio es como un plato olvidado fuera de la nevera en pleno verano. Lo que
estaba bueno se acaba pudriendo.
—¿Y por qué te odia tanto?
—Supongo que porque me quería mucho.
Parpadeé otra vez y me recosté en la cama, mirándole,
extasiado. Las cosas que me contaba, el modo en que lo hacía, era agradable
dejarse llevar por todo eso. Ahora me sentía seguro otra vez, dentro de mi
casa, en mi cama, sin estar solo. Lot se limpió las manos y dejó los botes y
los algodones en la mesita. Después se quitó los zapatos y subió a la cama,
recostándose a mi lado. Le abracé en cuanto tuve ocasión y apoyé la cabeza en
su pecho. Me sentía un poco mal por haber pensado en traicionarle, pero por
suerte había sido capaz de superar el pánico y había tomado la que para mí era
la decisión correcta. O eso pensaba entonces.
—Suena como una película —murmuré—. Todo lo que me estás
contando.
Lot asintió. Me había vuelto a rodear con el brazo.
—El mundo se parece mucho a una película, en realidad.
—Asentí, jugueteando con su corbata entre los dedos. De pronto noté algo frío
en la nariz. Parpadeé y vi la cucharilla, otra vez. La que había robado de la
cafetería. —Los ilusionistas hacemos que las cosas parezcan algo diferente a lo
que son.
Me hablaba en voz baja. Como si estuviera contándome
grandes secretos. Cogí la cucharilla, dejándome llevar por su hechizo
enigmático otra vez.
—Cuando los mafiosos empezaron a… vivir en la ciudad,
crecieron en número y se hicieron muy llamativos —prosiguió—. Entonces crearon
a los ilusionistas.
—¿Para ocultarles? —pregunté.
La lamparita creaba claroscuros en la habitación, afuera
llovía a cántaros. De pronto me pareció verlo todo con ojos nuevos: las sombras
de las paredes se convirtieron en algo mágico. La silueta de la silla en la
pared, el reflejo de una tela de araña en un rincón del techo, el maravilloso
conjunto de un par de perchas y la lámpara flexo de mi escritorio, que se
proyectaban como un árbol de ramas retorcidas.
—Para ocultarles, sí, pero no sólo para eso. También para
reconstruir la ciudad. Calles, edificios, calzadas, aceras, locales, estaciones
de metro, trazados urbanos. Y debajo de todo eso, pasadizos cambiantes a través
de los cuales puedan cazar. Madrigueras en las que puedan dormir. Almacenes en
los que puedan amontonar sus bienes.
—Qué siniestro…
Lot se encogió de hombros.
—Según se mire. — Me acarició la mejilla y su caricia me
resultó peligrosa por algún motivo. Luego siguió hablando. —Cuando yo llegué,
hacía más de cuatro décadas que se había fundado el gremio de ilusionistas. Las
cosas ya funcionaban con la exactitud de una máquina bien engrasada. Entré en
la Organización y, al poco tiempo, conocí a Mara.
Lot sacó la pitillera del bolsillo del chaleco. La abrió
con el pulgar y extrajo uno de los cigarritos aromáticos de ella, se lo puso en
los labios y lo encendió con el mechero de gasolina, acercándose el cenicero de
cristal lleno de gravilla y restos de sangre.
—Cuando nos casamos no éramos desconocidos, te lo aseguro
—continuó, fumando con parsimonia— y durante un tiempo, las cosas no fueron mal
para nada. Pero hemos tenido discrepancias durante los últimos veinte años,
roces que fueron yendo a más.
Asentí, robándole el cigarro de los labios para darme una
calada.
—Hace quince años que nos separamos, pero ella sigue
sintiéndose muy traicionada. Y en realidad es comprensible, si tenemos en
cuenta que he traicionado a todo el mundo y de muy diversas formas. —Lo afirmó
con jocosidad, como si se sintiera orgulloso de ello y fuera un asunto la mar
de divertido—. Yo no soy un romántico, no le hice mucho cas…
—Un momento. —Una pregunta revoloteaba en mi mente. Los
cálculos no me cuadraban, y cuanto más descuadraban, más amenazaba mi serenidad
con desmoronarse—. Eso es imposible. ¿Cuántos años tienes?
Lot entrecerró los párpados y se hizo el interesante.
—¿Cuántos crees?
Le miré. Se conservaba muy bien. Era impensable que
hubiera llegado a los cuarenta, y aun así…
—¿Treinta y dos? Pero… tendrías que haberte casado muy
joven. Demasiado joven. ¿Con doce años? No es posible. —Recordé que era Lot
Anders, y que todo lo que salía por su boca podía ser mentira. Aun así,
pregunté, muerto de curiosidad—: ¿Cuántos tienes?
—Treinta y cuatro —respondió sin vacilación—, pero eso no
tiene la menor importancia. La cuestión es que acabé ignorando a mi mujer. No
le hacía caso, ni en las cosas importantes ni en las banales. Yo quería hacer
algo grande, algo diferente… y no lo ocultaba, no a ella.
»Mara me escuchaba hablar a veces y se escandalizaba. Su
labor consistía en cortarle el cuello a gente que no era ni la mitad de revolucionaria
que yo, y a mí me tenía todas las noches en su cama hablándole de cosas que en
la Organización se consideran traición. Recuerdo que una vez me dijo que me
olvidara de todas esas ideas y que tuviéramos un hijo. Yo le prometí que me
olvidaría y tuve amantes.
—Sí que suena a película —comenté. Me había incorporado un
poco y le miraba con franca curiosidad. Lot se expresaba con una banalidad
increíble sobre temas que deberían afectarle, al menos un poco—. Eso no debió
sentarle muy bien.
—No, la verdad. No le sentó bien. No satisfice ninguna de
sus expectativas como esposo. No la hice feliz, pero lo cierto es que tampoco
lo intenté. Me rodeé de gente elegante y sexy y le fui infiel constantemente… y
ella me quería, ya sabes. Esos amores absurdos.
Alcé las cejas con perplejidad.
—¿Por qué te casaste con ella?
Me había cansado de jugar con su corbata y estaba
rozándole la mejilla con los dedos. Era un tacto maravilloso. Él ni se
inmutaba.
—¿Por qué crees tú que se casa la gente?
—La gente se casa por muchos motivos. Algunos,
equivocados. Presiones, dinero, miedo a la soledad, conveniencia… —apoyé la
cabeza en su hombro y suspiré—. Llámame cándido, pero lo único que une a las
personas es el amor. Si te casas por cualquier otro motivo, es un sacrilegio.
Es una mentira y no es auténtico. Entonces está destinado a acabar mal o a ser
insatisfactorio.
Le escuché reír por lo bajo, una sola carcajada contenida.
—Eres un cándido.
—Pues vale.
—Mara era fantástica. Estimulaba mi imaginación. Vestía
muy bien, era elegante y tenía chispa. No era una mujer desagradable, en
absoluto.
—¿Te casaste por amor, entonces?
Hubo un momento de silencio. Alcé el rostro hacia él,
percibiendo que algo cambiaba en el ambiente. Lot estaba apoyado en el respaldo
de la cama, un mechón de pelo oscuro le colgaba delante de los ojos hasta la
barbilla, brillante de fijador. Entre las pestañas negras, su mirada se perdía
más allá de este mundo, hacia sus propios recuerdos. Seguía teniendo algo de
cristalina y sobrenatural, pero había un intenso matiz de nostalgia en ella…
una nostalgia cínica y ajada, que hacía juego con la media sonrisa que se
dibujó poco a poco en su rostro.
—Sí. Sin duda —respondió, a media voz.
No estaba seguro sobre qué pensar. Tenía la sensación de
que había algo más en todo aquello, una pieza que faltaba. Una o varias. Lot me
había vuelto a envolver en sus historias, y yo lo agradecía. Eso me permitía
pensar en las cosas de otra manera, desterrar el temor… y lo cierto es que la
situación se embellecía considerablemente. Era como una buena película.
—¿Entonces qué os pasó? ¿Por qué habéis acabado tan mal?
Lot suspiró, recuperando el cigarro que le había robado.
—A pesar de todo lo que le hice, Mara no fue capaz de
dejar de quererme. Por eso acabó odiándome. —Alzó la ceja, soltando el humo por
la nariz—. Por eso y porque me largué, claro.
—Tal vez te odia porque no fuiste sincero.
—Ella se casó con un embustero sabiendo muy bien lo que
hacía —replicó Lot, frunciendo el ceño con desagrado.
—Y tú te casaste con una mujer.
—Sí. ¿Y?
Le abracé de nuevo, sonriendo.
—Que es normal que te odie y ahora quiera matarte, por mucho que lo supiera.
—Que es normal que te odie y ahora quiera matarte, por mucho que lo supiera.
Estaba cansado de cosas serias y terribles. A mi sensible
corazón no le apetecía más de eso.
—Los verdugos siempre están dispuestos a matar. Son uno de
los rangos más altos de la Organización.
—Si los llamásemos besugos sonarían menos terribles
—interrumpí, dispuesto a imponer el humor malo y estúpido por encima de la
información necesaria. No más, no más. Pero Lot no era alguien fácil de
distraer.
—Cuando se haya enterado de mi última traición, ha debido
ser la gota que colmaba su vaso. El último desprecio del ex marido
cruel. —Me miró de reojo—. Y si se llamaran besugos sería mucho más
terrible. ¿Quién querría morir a manos de un besugo? Eso es lamentable.
—Te los podrías comer a la plancha —sonreí. Lot apagó la
colilla en el cenicero y se giró hacia mí para verme de frente, apartándome el
pelo de la cara. Me dejé capturar por sus ojos un instante y mis palabras,
ñoñas, cándidas y sobreazucaradas, salieron de mis labios en un susurro lleno
de admiración—. Tú no estás hecho para llevar ningún tipo de atadura. Ni
matrimonios, ni Organización… nada. Eres libre. Eres la persona más libre que
conozco… pero ninguno de ellos lo sabe.
Lot volvió a mostrarme su sonrisa de sátiro.
—El problema es que todos lo saben, querido. Por eso
precisamente estoy en esta situación.
Parpadeé y desvié la vista, rozándole los labios con los
dedos. Luego le miré otra vez, flirteando con la candidez que él siempre me
reprochaba, mostrándome subyugado, dominado por su carisma, anhelante de su
atención. Sabía que eso le gustaba, despertar fascinación en mí. Su sonrisa se hizo más ancha y torcida y
me mordió suavemente las yemas, atrayéndome hacia él con el brazo.
—Oye… ¿por qué no me das unas clases de romanticismo? —me
dijo a media voz, embaucador e incitante.
—Porque el romanticismo es para cándidos —respondí en el
mismo tono, siguiéndole el juego—. Y tú eres un cínico.
Me acerqué a sus labios. Él deslizó las manos por mis
costados y me subió la camiseta, despacio, sin prisas.
—En realidad, quería decir que si follábamos.
Se me escapó una risa al escucharle. Luego asentí con
inocencia, rozándole con la nariz. Me habría gustado seguir hablando, que él me
contara más sobre sí mismo, sobre aquella terrible mujer, Mara, hermosa y
aterradora… me habría gustado saber qué escondía bajo su indiferencia. Si
realmente él era así. Pero estaba claro que no era el momento y que Lot no
deseaba hablar más. Y, para ser sinceros, yo tampoco. Ya había tenido bastante
mierda por un día. Esperaba que una buena sesión de sexo con Lot Anders
terminara de borrar los restos de miedo y cansancio.
Y la verdad es que así fue.
. . .
Escena 7, toma tercera.
La habitación
estaba a oscuras y reinaba una paz casi solemne. En el exterior, la lluvia
repiqueteaba sobre las macetas de la ventana y se estrellaba contra el asfalto.
Los dos
amantes yacían en la cama, enredados entre las sábanas. Alex dormía de lado,
con el rostro sereno apenas surcado por una sombra de preocupación, el pecho
hinchándose y deshinchándose al compás de la respiración profunda. La leve
arruga de su ceño era la huella indeleble de aquella horrible tarde de
persecuciones y amenazas. Tendido junto a él y vuelto hacia su espalda, Lot
Anders mantenía un brazo alrededor del frágil cuerpo del fotógrafo y parecía
sumergido a su vez en un profundo sueño. Pero esto, como tantas otras cosas, no
era más que una ilusión.
Llegado el
momento propicio, abrió los ojos. Apartó el brazo con cuidado y cubrió el
cuerpo del chico con la colcha antes de incorporarse y abandonar el lecho con
movimientos deliberadamente lentos y silenciosos. Con la mirada vigilante sobre
su joven camarada, descolgó el batín del perchero atornillado en la pared y se
lo puso. Luego cogió el tabaco, el mechero y el teléfono y salió al salón.
Se sentó en
el sofá y contempló la pantalla del móvil durante un rato mientras fumaba,
pensativo. Después, de mala gana, buscó un número en la agenda y pulsó el botón
de llamada. Dejó que sonaran cinco tonos y al sexto, alguien descolgó. La voz
grave, somnolienta, con el acento particular que tan bien conocía se escuchó al
otro lado.
—Elliot… ¿Qué
ocurre? Son las cuatro de la mañana.
—Las cuatro y
cuarto. ¿Es que tú también quieres matarme?
Al otro lado
de la línea se hizo el silencio. Cuando su mentor volvió a hablar, además de
somnolencia había indignación.
—¿De qué
estás hablando?
—Mara ha
estado aquí. Y no te molestes en fingir que no sabías nada.
—¿Mara? Por
Dios… —hubo otra pausa, luego sonido de movimiento, de sábanas que rozan. Supo
que Liam estaba en la cama, seguramente desnudo y despeinado, y que estaría
incorporándose para apoyar la espalda en el cabecero y mantenerse erguido. Supo
que estaba preocupado. Y sin embargo, no dejó que eso le conmoviera. —No. Pero
sí que iban a enviar un verdugo.
—Y no me has
avisado.
—Lo he
intentado. Y sabes que es cierto.
Lot estaba
seguro de ello. Tenía doce llamadas perdidas y varios mensajes de texto que
había borrado sin leer. Lo había hecho deliberadamente.
—No lo has
intentado lo suficiente.
—Si quieres
que vaya, deberías pedírmelo como la gente normal y equilibrada en lugar de
hacer estas cosas —dijo Liam. Ahora sí, parecía alterado. Enfadado. Lot se
regocijó. —No me gusta que intentes manipularme, Elliot. Ni que abuses de mí.
—Deja de
quejarte, pareces una vieja. Sólo dime qué noticias hay.
—¿Y por qué
crees que tengo noticias?
Lot apretó
los dientes. Ahora él también se estaba empezando a enfadar… o quizá no era
enfado. ¿Rabia? Quizá. Era algo frío, desagradable, tenso, que le trepaba por
dentro. Tenía que ver con Liam y con la lealtad. Y le provocaba ganas de romper
algo, de arañar. Sí. Sobre todo de arañar. Hacía tiempo que le costaba bregar con
sus emociones. Ya no las identificaba tan bien como antes ni las sentía de la
misma manera. Eran desconocidas, enigmas abruptos que le causaban confusión y
que prefería mantener alejados.
No siempre
había sido así, claro. Se recordaba a sí mismo en otro tiempo, cuando, como
Liam acababa de decir tan erradamente en este caso, sí era una persona normal.
Pero ahora, Lot Anders ni siquiera sabía si era todavía una persona.
—Tú estás
allí. No me jodas. No pretenderás que me trague que te están manteniendo al
margen.
—Pues lo
están haciendo. ¿Es que eres el único que no encuentra la lógica en ello?
—¿Qué lógica?
—Soy tu
mentor. Tu traición también es mi fracaso.
Lot quedó en
silencio. El frío se desplegó en su interior y comenzó a tomar forma. Una serie
de cuestiones que no había tenido en cuenta empezaron a revelarse en su mente,
que trabajaba a toda velocidad, una parte buscando la lógica y tratando de
anticiparse a sus ahora enemigos, buscando estar preparado, y la otra
haciéndose reproches. ¿Cómo había podido pasar eso por alto? Claro. Liam era su
mentor. Sus actos colocaban a todos aquellos que habían tenido relación con él
en una posición delicada. Posición de la que solo podían salir tomando una
opción tan extrema como la de Mara y despejando así toda clase de dudas que la
Organización pudiera tener sobre sus lealtades.
Tu traición
también es mi fracaso. Eso había dicho. Y ambos sabían muy bien cómo actuaba la
Organización cuando de fracasos se trataba.
Lot tragó
saliva.
—No intentes
chantajearme.
Al otro lado
se escuchó un resoplido.
—¿Sabes? Eres
imposible, Elliot. Totalmente imposible. No hay quien pueda contigo. Eres capaz
de intepretar cualquier cosa de la forma más retorcida posible, de manipular
las situaciones al extremo para conseguir lo que quieres sin esfuerzo,
compromiso ni riesgo alguno por tu parte y echar constantemente la culpa a los
demás de tus problemas. —Estaba enfadado. Muy enfadado. Harto. —No entiendo que
hayas abandonado la Organización. Tienes muchas papeletas para ser su miembro
más representativo.
De nuevo,
nadie dijo nada. Al otro lado de la línea, el silencio estaba cargado de culpa.
Sí, Liam no era la clase de persona capaz de soltar toda esa basura y después
no sentirse culpable. Pero Lot no creía que debiera hacerlo. ¿Acaso había dicho
alguna mentira? No. Había acertado en todo, como siempre. Como casi siempre.
—Liam.
—Lo siento,
Elliot —dijo su mentor, casi de inmediato. Voz arrepentida. Impotencia.
Frustración. Lot Anders era capaz de empatizar con las emociones de su maestro,
de comprenderlas a la perfección tanto como era incapaz de convivir con las
propias. —No quería decir eso. Ha sido algo muy cruel por mi parte, y
totalmente injustificado.
—Cállate. No
me molesta. Así es exactamente como soy. Además de frívolo, superficial y
veleidoso.
—No, Elliot,
yo sé que no…
—Deja de ser
un santo de una vez. No volveré a llamarte, pero no vuelvas a hacerlo tú
tampoco. Quítate de enmedio y colabora con ellos, dales todo lo que te pidan.
—¿Qué? ¿De
qué estás hablando? No, espera…
—No dejes que
mi traición sea tu fracaso. No me hagas cargar con eso, porque es lo único con
lo que no puedo cargar, ¿de acuerdo?
—No, no,
espera…
—Adiós, Liam.
Le escuchó
protestar mientras apartaba el teléfono de su oído y pulsaba el botón rojo.
Luego se quedó mirando la pantalla.
Sabía lo que
tenía que hacer: quitarse la salamandra y dejarla correr por ahí un rato,
mientras empezaba a borrar mensajes y contactos del teléfono y desactivaba la
opción de reenvío que había vinculado al número de Liam. Beberse tres o cuatro
vasos de whisky,
entrar a la habitación, despertar a Alex y follarle furiosamente hasta que todo
hubiera pasado. Pero no se sentía capaz de moverse. Sólo miraba la pantalla del
teléfono, esperando, aguardando. Las emociones tenían que llegar en algún
momento. Le golpearían y le abrirían heridas profundas, le desgarrarían la
carne y harían estallar sus órganos, le provocarían el dolor más intenso que
había vivido en años, y así es como tenía que ser. Así es como debía ser, en
este caso. Liam McKenzie se merecía que sufriera por él, que sangrara por él.
Era el único que lo merecía en todo el maldito mundo.
Y quería
hacerlo.
Pero los
minutos pasaban y no sucedía nada. Sólo el frío y el vacío. En su mano, la
pantalla del teléfono aún brillaba, mostrando un pequeño icono con una mariposa
azul y un número al lado.
Al cabo de
dos horas, cuando empezaba a amanecer, Lot Anders apagó el móvil y volvió a la
habitación. Se quitó el batín y se tumbó desnudo junto a su amante, rodeándole
con el brazo. Fijó la mirada perdida en la pared y luego cerró los párpados,
con la viva impresión de que nada importaba ya para él estar despierto o
dormido.
. . .
© Hendelie y Neith
[1] Alex se refiere a las obras de Maurits Escher. Este
artista holandés se dedicaba a representar figuras imposibles y mundos
imaginarios. Son muy conocidos sus dibujos sobre, precisamente, escaleras
infinitas que nunca terminan y vuelven al principio. Este tipo de escalera se
llama Escalera de Penrose y fue
descrita y formulada junto con otros objetos imposibles por dos matemáticos
aficionados a las ilusiones ópticas.
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