Al amanecer del día siguiente, me desperté al notar sus
dedos correteando por mi espalda. Una luz gris y débil se colaba perezosamente
por la ventana de celosía y empezaba a refrescar. Me di la vuelta para mirarle
a la cara. Yo aún no estaba despierto del todo. Él estaba despeinado y me
contemplaba con los párpados entrecerrados. Los ojos ambarinos brillaban entre
las pestañas negras con un resplandor ávido.
—Tengo hambre —me susurró al oído, mientras me abría los
pantalones. Y luego añadió, sin que viniera a colación—: ¿Has pasado miedo?
Alcé las manos y recorrí su rostro con los dedos. En aquella
luz grisácea, Lot parecía más artificial que nunca.
—Mucho —reconocí—. Esa cosa pasó muy de cerca.
Me rodeó con el brazo y me puso sobre él, acomodándose entre
los cojines. Deslizó las manos por mi espalda y mis costados y luego las metió
debajo del pantalón abierto, agarrándome del trasero y estrechándolo con
fuerza.
—¿Sabes qué son las guadañas de los verdugos, Alexander?
—Hablaba en el mismo tono bajo, dándole cierto misterio a la cuestión. Yo negué
con la cabeza—. Son sus almas.
Me estremecí.
—Esa mujer no tiene alma —dije—. Y si es esa cosa horrible,
negra y afilada, eso ya no es un alma.
—No, no lo creo. Destruye todo lo que toca.
Un destello de rabia brilló en su mirada. Tensó la
mandíbula. Recordé cómo se había venido abajo la fábrica: aquella mujer había
destruido su creación.
—Lo siento —dije, acariciándole el pelo. Los mechones, antes
endurecidos por el fijador, se iban despegando poco a poco, extrañamente suaves
al tacto.
Lot me había dicho que la vieja factoría era de su padre,
pero se había desmoronado como si no fuera más que un lienzo pintado. Una
ilusión. Entonces, ¿existía, o no? ¿Era verdad todo lo que me había contado
sobre aquel lugar? Conociéndole, seguramente me había engañado y era mentira.
Pero eso no lo hacía menos doloroso. Ver deshacerse en polvo aquel lugar
mágico, tan lleno de él, me había causado una furia irracional. Entonces
comprendí de modo certero, como si me atravesara un rayo de luz, lo que quería
decir Lot con eso de que no importaba si las cosas eran verdad o no. ¿Qué más
daba que su padre hubiera sido un inventor revolucionario, que el lugar le
hubiera pertenecido realmente o no? Su belleza era real, era real el entusiasmo
que había detrás de aquel minucioso trabajo de creación, era real la perfecta
combinación de colores, la incidencia de la luz, y en esa belleza había amor.
Amor por la creación, amor al Arte. «No importa la verdad o la mentira», me
repetí. Esas habían sido sus palabras, hacía dos días, o tres, no lo recordaba.
« No importa lo real o lo irreal, igual que no importa lo que es mentira ni lo
que es verdad. Lo que importa es la belleza». Cuando le había escuchado decirlo
por primera vez, me había conmovido. Ahora, además, creía que tenía razón.
Salí de mis reflexiones y le miré. Él estaba haciendo
círculos con el dedo sobre mi brazo desnudo. Su mirada era enigmática.
—Es la segunda vez que me tiras de la manga para salvarme la
vida. ¿Te has propuesto convertirte en mi héroe? —agregó, sonriendo
sesgadamente—. Porque tienes más aspecto de víctima a la que hay que rescatar,
la verdad.
Repté sobre él y crucé los brazos sobre su pecho, mirándole
de cerca. Imité su media sonrisa lo mejor que supe. La malicia no me salió tan
bien.
—Sólo hice lo que hubiera hecho cualquiera. Pero no te dejes
llevar por las apariencias. Ya sabes lo que dicen.
Me acerqué a sus labios. Él me apretó las nalgas entre los
dedos.
—¿Que son lo más importante de la vida? —me susurró.
—No —reí entre dientes—. Que engañan, bobo.
Ambos acabábamos de entrar en la órbita de siempre, la que
nos llevaba a estrellarnos el uno contra el otro, pero no teníamos prisa.
Disfrutábamos de la gravedad, prolongando la espera, balanceándonos
perezosamente en el vaivén de la anticipación. Me rozó los labios con los
suyos, su voz era un ronroneo.
—¿Me engaña tu apariencia, Alex? ¿Acaso eres más de lo que
pareces?
—¿Tú qué crees?
Amagué un beso sobre su boca y después coloqué los dedos en
sus labios. Él los entreabrió y me lamió, mordisqueándome las yemas.
—Que eres una zorra provocativa con piel de cordero.
Sonreí. Él sonrió a su vez.
—¿Y eso te gusta?
—¿La zorra, o el cordero?
—¿Es que puedes pensar en uno sin el otro?
—Lo hago a menudo. Pero no te preocupes. Os voy a follar a
los dos.
Hundió los dedos en mi pelo y tiró de mí. Ladeó el rostro
antes de besarme, abriéndome la boca y deslizando su lengua en el interior con
decisión, muy profundamente. Aquella conquista certera me hizo estremecer de
excitación, y enredé mi lengua en la suya, dadivoso y seductor. Me ponía
cachondo sólo con tocarme, y aquellos besos enloquecedores no perdían su poder
por mucho que los probara. Me apreté contra su cuerpo, frotando las caderas
contra las suyas y le desabroché la chaqueta.
—Se te va a arrugar el traje —murmuré.
—Ya está arrugado.
Me hizo callar con otro beso más exigente, erótico e
intenso. Respondí con la misma profundidad, en mi caso, llevado por un impulso
de emociones limpias. Era extraño en alguien como yo sentir de una manera tan
clara, tan generosa. Seguramente era por efecto de Alex. Nos quitamos la ropa
sin prisa. Intenté ser delicado con las prendas de Lot, ya sabía lo fetichista
que podía llegar a ser con respecto a los trajes, y las dejé sobre la mesa de
cristal, a nuestro lado. No puedo decir que él fuera igual de cuidadoso con mi
camiseta y mis vaqueros. Los tiró contra la pared y ambos nos reímos entre
dientes, callándonos después con besos hondos y húmedos cuando quedamos sólo
con la ropa interior. Sus manos recorrieron mi cuerpo lentamente, mientras me
besaba los labios, el rostro y el cuello y rodábamos sobre el sofá. Le
acaricié, deseoso de sentir su tacto vibrante solapándose en las yemas de mis
dedos: la línea de los hombros, el torso elástico, suave y duro, el vientre
plano. Su polla presionaba contra la mía, y cuando empujábamos el uno contra el
otro, podía sentir los latidos de ambos. El calor se volvió sofocante, los
besos se convirtieron en mordiscos devoradores. Y a medida que aumentaba mi
deseo, las emociones se me enredaban más y más.
Maldita humanidad prestada.
—No dejaré que sea sólo un día si pueden ser treinta
—murmuré, jadeando sobre su boca.
—Intentaré que sean muchos —me replicó. Sus ojos parecían de
nuevo esquivos, aunque me mirasen con fijeza. Su mirada estaba vacía, dos
esferas de cristal inanimado—. Intentaré que sean los mejores.
—Vivo en la absoluta maravilla —admití—. Si antes tenía
pocas razones para no sentir cada momento, ya no tengo ninguna excusa. Ni la
verdad, ni la mentira.
Sus manos ascendieron por mi espalda. Su contacto era más
físico que cualquier cosa, sus dedos parecían filtrarse entre las fibras de mi
propia piel, solaparse y fundirse en un punto muy superficial y patinar sobre
ella.
—Todo aquello en lo que creas, será verdad. No hay más
reglas.
Sonaba demasiado fácil. Tentador. Abandonarse a ese
relativismo que yo no llegaba a comprender entonces era como dejarse llevar por
un encantamiento y no mirar atrás. Tal vez, una manera de renunciar a la
verdad, a la Verdad con mayúsculas. Pero qué demonios. La belleza era la única
verdad que merecía la pena. ¿Acaso no había aprendido eso?
—Todo lo que me haces sentir es real. Todo lo que siento lo
es. —Tragué saliva—. Y creo en ti.
Me rodeó con los brazos y las piernas y me empujó hacia un
lado. Agazapado sobre mí, sus ojos resplandecieron. Parecía una especie de
vampiro, un depredador, y cuando se hundió en mi boca su beso fue turbio y
casi brusco. Me reclamaba sin derecho a réplica, me marcaba como suyo, me
sometía. Y yo estaba encantado.
—Tengo hambre —le dije, repitiendo sus palabras a media voz.
El aliento me temblaba y sentía que me desplegaba en el
interior del cuerpo que me contenía. Necesitaba alimentarme. Estaba agotado después
de lo que había sucedido aquella noche.
—¿En serio quieres que vaya a la cocina ahora?
Lo dijo con tono insidioso, mientras me lamía la cara, el
muy cerdo. Su lengua larga y fina recordaba a la de un lagarto. Se la mordí,
juguetón, y luego la succioné para atraparla en mi boca. Nos besamos de nuevo,
un beso sucio y lascivo. Al separarnos, relamí su saliva en mis labios.
Empezaba a picarme la piel y mi erección se había endurecido demasiado como
para prolongar mucho más aquel cortejo. Le empujé con las caderas, aun así, y
luego le rodeé la cintura con las piernas para cambiar el ángulo y dejar que su
polla se encajase entre mis nalgas por encima de la tela de la ropa interior.
—Quiero cenarte a ti.
Sonreí con malicia, dejándome llevar. No era una zorra con
piel de cordero, Lot se equivocaba. Yo era la zorra y el cordero, ambos
convivían en mí como los colores de un espectro, que se manifiestan con más o
menos intensidad según las circunstancias. Unas veces domina uno, otras veces,
el otro. Y mi amante reconocía claramente quién estaba al mando de mi barca en
esos momentos, porque se rió, con una risa lenta y maligna, de estar tramando
algo terrible; la risa de un demonio burlón.
—Ni lo sueñes —susurró en mi oído. Luego me mordió el lóbulo
y tiró con suavidad.
Se incorporó a medias, sujetándome del muslo con una mano y
llevándose mi mano a la boca. Se metió el dedo índice entre los labios y lo
mordió con suavidad, enredando después la lengua en él. Un nuevo escalofrío de
placer me recorrió y se me erizaron los pezones. Se me escapó una risa lúbrica,
mientras me acariciaba a mí mismo con los dedos húmedos de su saliva. Mi pecho,
que era el pecho de Alex, mi cuello, que era el de Alex, mis labios que eran los suyos.
—Eso no me lo podrás impedir.
Me soltó la pierna y me quitó la última prenda, liberando mi
erección y dejándome totalmente expuesto.
—Tal vez… pero puedo hipnotizarte. —Tiró la pieza de tela al
suelo—. ¿Quieres probar?
Se bajó los boxers sólo lo justo para desenfundar la suya y
volver a encajarla entre mis nalgas, empujando un poco. Jadeé. Él también. El
calor sobre mi entrada me estaba haciendo salivar. Le apremié con un movimiento
de caderas, asintiendo con la cabeza.
—Sí… quiero probar.
Nuestros ojos no se habían separado, su mirada ya me tenía
hechizado. ¿Qué más podía hacerme? Se inclinó sobre mí. Me agarró del pelo y de
la cintura, con ademanes provocativos, y se apoyó con el codo en los cojines,
arqueando las caderas hasta colocarse en la posición adecuada. Di un respingo
de pura ansiedad y tomé aire apresuradamente entre los dientes, mientras mi
instinto más primario se desenredaba, desplegándose, atrapado en el interior de
mi cuerpo. Él sólo tenía que empujar y entraría en mí. Yo sólo tenía que
besarle profundamente, hacer salir el aguijón a través de la boca de Alex y
hundirlo en él para tomar su energía. Y los dos tendríamos lo que queríamos,
¿no?
—Mírame a los ojos —dijo—. Fijamente.
Yo ya lo estaba haciendo, pero algo en su voz me hizo dejar
de respirar. No había sido imperativo. Era una invitación seductora, una
especie de ensalmo. Asentí lentamente, como un idiota. El resplandor anaranjado
se iba volviendo cambiante, era como mirar al sol a través de un cristal… y
luego se desdobló. Se abrió como pétalos de vidrio en un caleidoscopio y se
multiplicó, se convirtió en un reflejo de sus múltiples reflejos y empezó a
moverse, a diluirse en una niebla anaranjada y pálida que parecía embriagarme.
Tomé aire entrecortadamente, parpadeando, intentando
centrarme en sus pupilas y sustraerme del juego de luces que aumentaba de
revoluciones a mi alrededor.
—Cuando cuente tres… —empujó, ondulando el vientre de un
modo peculiar, que al tiempo que le llevaba hacia mí, estrechaba mi polla entre
los cuerpos de ambos—, serás mío.
Se me detuvo la respiración en el pecho. Yo ya sabía, a esas
alturas, que había jugado más fuerte de lo que era prudente. Ya era bastante
suyo, en realidad. Entregarme del todo no cambiaba gran cosa, pero tenía que
admitir que no lo había hecho hasta entonces, aunque había pretendido muchas
veces que sí. Pero no era verdad. Por cada dos pasos que daba hacia adelante en
esa entrega, daba uno hacia atrás. Confiaba en él, pero mi confianza no era tan
plena como yo deseaba. ¿Acaso no había dudado en la fábrica? ¿Acaso no había
dudado siempre una parte de mí, la parte prudente, la que todavía no era idiota
por completo? Mi confianza era un péndulo. Me abandonaba a él, pero nunca del
todo. Me sometía a él, pero nunca del todo. Cada vez que se planteaba una
situación, era como empezar de cero. Ser suyo significaba dar el salto de una
vez.
Y me acojoné, porque lo deseaba. Quería dar el salto. Sin
salto, no habría historia de amor.
—Tres —dijo Lot.
Gemí cuando me penetró profundamente, en una embestida larga
y medida. No me hizo daño. Me abrí como una jodida flor cursi y necesitada, y
le empujé con los talones en el culo, pidiendo más. Levanté la mano a sus
labios, él se inclinó más aún sobre mí, hasta tocar mi nariz con la suya. Lamió
mis dedos. Saqué la lengua y toqué la suya a través del hueco entre mi índice y
el corazón. Nuestras respiraciones se fundieron, aceleradas y superficiales.
Pulgada a pulgada, se enterraba en mi cuerpo. Y cuando me la hubo metido
entera, ambos suspiramos con un gemido de alivio.
Nos quedamos así, inmóviles, mirándonos. Su aliento
perfumado me daba hambre. El aguijón se movía dentro de mi cuerpo de una forma
extraña: oscilaba, sinuoso como una serpiente, embriagado por las luces que
sólo él y yo podíamos ver, aquel mosaico de niebla y cristales anaranjados que
giraba, giraba, giraba. Y maldita sea, era él quien invocaba a la rémora. Era
él quien, lentamente, la hacía bailar al son de su hechizo. ¿Quién iba a querer
resistirse a algo así? Si ser suyo significaba eso, no había por qué hacerse de rogar.
Tenía los ojos fijos en los míos. Era dueño de la situación.
Tenía el control.
—Somos hijos de la misma noche. —Un susurro muy leve, íntimo
como un secreto—. Vamos a embellecerla juntos.
Tensó los músculos del vientre, dilatándose en mi interior,
moviéndose en una rotación imperceptible desde fuera pero que me tocó por
dentro en un roce intenso y circular que me destrozó los nervios. Solté un
gemido más lascivo, en voz alta, y le clavé las uñas en la espalda. Me lancé
hacia su boca y la sellé con un beso ardiente. Él empujó y se retiró, yo volví
a jadear. Estaba distendido y preparado, pero aun así, cada uno de sus roces me
enloquecía. Me soltó la cintura y me agarró de la polla. Empezó a masturbarme
mientras me follaba despacio, torturándome, metiéndola con fuerza y moviéndola
dentro para luego retirarse con parsimonia, como si no tuviera prisa. No
contuve los gemidos, no me reprimí, elevando las caderas hacia él para
enterrarle más profundamente, apremiándole. Quería más, quería un asalto
salvaje. Pero él jugaba conmigo.
—Más rápido —le dije, despegando los labios apenas un
momento.
—¿Tienes prisa? —replicó él, y volvió a darme uno de esos
besos profundos y peliculeros.
Respondí con un gemido de descontento y me arqueé contra su
cuerpo. Había empezado a sudar y me ardían las entrañas de hambre. Le arañé la
espalda y le tiré del pelo, mientras él se reía dentro de mi boca. Entonces,
aumentó el ritmo y la fuerza de sus embestidas y su risa se convirtió en un
gruñido sordo. Su piel se erizó de placer. Los dedos alrededor de mi sexo
estaban haciéndome perder el juicio con la pericia de sus movimientos; le
aparté la mano de ahí con brusquedad, cosa que él aprovechó para cambiar un
poco de posición. Se irguió sobre las rodillas y puso mis piernas sobre sus
hombros, agarrándome de las caderas e inclinándose un poco hacia atrás. Yo
estiré los brazos por encima de mi cabeza. Tenía los ojos fuertemente cerrados
y el torso perlado de sudor. En aquella postura, mis piernas estaban más
cerradas y sentía su polla con mucha más intensidad ahí adentro, atrapada entre
mi carne, caliente y palpitante. Contraje los músculos, y mi propio gemido
quedó ensordecido por el suyo. Me reí lascivamente, entreabriendo los ojos y
lanzándole una mirada retadora. Lot me miraba como el tigre a su presa.
—Enséñame lo mejor que sabes hacer —le dije, sugestivo.
Su rostro estaba ensombrecido por los cabellos, que le caían
sobre la frente hasta la barbilla. Sólo podía ver con claridad sus ojos y,
después, la media sonrisa que se fue formando lentamente como una media luna
ladeada. Cerró los dedos con fuerza en mis caderas y empezó a moverse otra vez.
La sensación era intensa, como si me tirasen de la piel hacia afuera y me
hicieran vibrar por dentro igual que un diapasón, era succión, fricción y
calor, era la mordedura del placer en todos los nervios. Tiraba de mi cuerpo
hacia él cuando empujaba, basculando las caderas, tocándome por dentro de forma
plena, rotando la pelvis y atornillándose en mi interior con embestidas firmes
y profundas. Luego se retiraba apenas hasta la mitad y volvía a incrustarse en
mí con un impulso. El ritmo se volvió constante y rápido y sus jadeos se
unieron a mis gemidos en una polifonía perversa. Miré nuestro reflejo en el
espejo. Vi a Alex, ofreciéndose, exhibiéndose, su cuerpo pálido y escuálido,
frágil, arqueado hacia arriba, con los hombros y la cabeza apoyados en el sofá
y las piernas sobre los hombros de Lot. Y a Lot follándole ardientemente, una
mano bajo sus riñones, la otra en su polla, masturbándole mientras entraba y salía
de él, con el rostro oscurecido, los ojos brillantes y la expresión codiciosa.
Y por Dios, aquello fue demasiado para mi contención. Me vi catapultado al
orgasmo de forma casi imparable. Me erguí de golpe para agarrarle del pelo y
meterle la lengua en la boca. El aguijón se desplegó y se clavó en él.
Le escuché gemir con un sonido animal, y el clímax me asaltó
violentamente. La energía se desató: arcos voltaicos, resplandor púrpura y una
poderosa vibración que se escapaban de mi interior como si se hubiera roto una
presa. Me corrí entre jadeos y gritos ahogados, perdiendo completamente los
papeles y dando un espectáculo digno de la mejor peli porno gay. Yo temblaba y
le golpeaba con mis caderas, sentado sobre él, empalándome y
gimoteando entre sus labios a saber qué estupideces. Todo se fundía en blanco y
parecía que me había caído encima un rayo. Un chorro de mi propio semen me
manchó el pecho y salpicó el tatuaje de Lot. Me contraje una y otra vez,
atrapándole y engulléndole en mis entrañas. Él también gemía, sus dedos me
estrujaban por todas partes, me marcaba con su tacto, repitiendo con las manos
lo que ambos sabíamos: que era suyo, y que si no lo era, lo acabaría siendo
irremediablemente. Le sentí derramarse en mi interior con fuerza, con un
estallido violento y poderoso, un torrente abundante que desencadenó una nueva
oleada de energía, esta vez de él hacia mí. Y otra vez, arcos voltaicos,
resplandor anaranjado y vibración intensa que me llenaba, igual que me llenaba
su semilla. La sensación fue tan intensa que a punto estuve de tener otro
orgasmo. Le mordí. Él me dio un azote en el trasero con tanta fuerza que me
dejó la mano marcada. Le cabalgué furiosamente, lanzando exclamaciones,
persiguiendo ese segundo éxtasis insinuado. Él me empujó sobre la cama y me
folló con rabia hasta que se hubo vaciado de las últimas trazas. Y así llegamos
al final, yo flipando en un mundo de colores, perfume a sexo y vibraciones
enloquecedoras, como si me hubiera comido un tripi, henchido de alimento, y él con
el semblante severo y la mirada posesiva, los ojos resplandecientes, castigador
hasta el último momento, vaciándose en mi interior entre exclamaciones bruscas.
Me embistió tres últimas veces, agotado ya. Jadeó con alivio
y entrecerró los párpados. Supe entonces que todo había terminado. Nos besamos,
recuperando poco a poco el aliento. Yo aún seguía en mi Nirvana particular
cuando él salió de mí.
—Y esto no es lo mejor que sé hacer —murmuró.
Se dejó caer a mi lado y nos quedamos en silencio, mirando
al techo y respirando atropelladamente. Las lámparas de papel pintado parecían
girar, desenfocadas, ante mis ojos. Poco a poco se fueron volviendo más
sólidas, más reales. Pensé en todo lo que había sucedido la noche pasada, en la
fábrica, en Mara, en el colgante. En la jodida historia de amor. Una parte de
mí se sentía muy triste.
«No somos más que dos marionetas de cartón jugando a ser
reales».
—Te quiero —dije, al cabo de un rato.
Lot me miró de reojo. Luego parpadeó. Aquella declaración de
amor a media voz, en un tono casi melancólico, no debía ser lo que él esperaba
tras el sexo.
—Me lo creo. —Su respuesta me reconfortó—. Y por si cuenta
en algo, yo también a ti. Lo mejor que sé. Aunque no sé muy bien qué significa,
ni para mí ni para ti. Creo que es una de esas cosas que sólo entiendo a nivel
estético.
Esta vez fui yo quien le miró de reojo. Desde luego no era
lo que yo esperaba de Lot Anders después del sexo. Sorprendido, tragué saliva,
incapaz de impermeabilizarme contra sus palabras en esta ocasión. Estaba ahíto,
estaba sensible.
—¿Necesitas entenderlo? —murmuré—. Yo no sé explicarlo. Sólo
sé lo que siento. Me gusta tu forma de quererme, me gusta quererte… y me estoy
sintiendo el alma.
Había conseguido ponerle palabras a toda aquella mierda. Y eso
lo hacía más esperanzador, pero también más triste. Dos marionetas de cartón
jugando a ser reales. ¿Dejaría de ser un juego en algún momento? ¿Podría ser
suyo de verdad? ¿Había una sola posibilidad para mí, para alguien como yo?
«Sólo con fe».
Lot me abrazó. Me acurruqué en su pecho mientras un sol dorado y claro lamía el alféizar
de la ventana. Ya era de día, oficialmente.
—A mí me parece que me están saliendo unas frases geniales
y unas escenas dignas de Orson Welles —me dijo al oído. Tenía la voz ronca y
perezosa. Aún estaba cansado, o quizá era que volvía a estarlo—. Pero es verdad
que te quiero, sea lo que sea, signifique lo que signifique. —Luego pareció
pensárselo un instante y añadió—: Aunque ya sabes… puede ser mentira.
Asentí. ¿Y quién no mentía en esa habitación? Yo era tan
falso como él.
—Lo sé. Y me da igual. —Le miré de soslayo—. Eres un
embustero, pero esto es real. Lo que yo siento lo es. Quiero creer en ello.
Necesito creer en ello mientras sea libre para hacerlo.
Lot sonrió a medias.
—Entonces es real.
Suspiré y apoyé la cabeza en su pecho, perdiendo la mirada
en el espejo. Sentía un frío muy desagradable por la espalda, el de los
escenarios sin decorado y las verdades desnudas. Por suerte, Lot me libró de él
envolviéndome en sus brazos y estrujándome como si fuera su muñequito. Cerré
los ojos y dejé que me acunara y se perdiera en sus recuerdos mientras yo hacía
lo mismo con los míos, dos náufragos de sofá dormitando al amanecer.
. . .
©Hendelie y Neith
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