Escena 13, toma primera
La ciudad se puso en marcha temprano. Los trabajadores
salieron de sus casas, los coches inundaron lentamente las calles hasta
convertirlas en las venas colapsadas de la ciudad, un cuerpo de cemento y
hormigón que se resistía a bloquearse. El sol se levantó en el cielo y arrancó
destellos de las antenas y los tejados. Me pasé un rato en la bañera,
dormitando, y luego me fui a la cama, solo. Lot estaba en el sofá, fumando y
tecleando en su teléfono móvil, despeinado y medio desnudo.
Desperté de nuevo a mediodía y, cuando salía de la
habitación, me lo encontré esperándome con el batín, los pantalones de raya
diplomática y calcetines negros y rosas. Llevaba unas tijeras en las manos.
—No puedes ir por la vida con esos pelos. Me avergüenzas.
Levanté la ceja y me acerqué a la barra de la cocina. Otra
vez me esperaba allí una colección de delicias dulces y saladas para desayunar,
aunque fuera mediodía.
—¿Esas tijeras no son de limpiar el pescado? —le dije,
tomando un trozo de tostada francesa y llevándomelo a la boca.
Lot sonrió con aire malicioso.
—No voy a destriparte, si es eso lo que te preocupa.
Señalé las tijeras con el meñique mientras masticaba.
—Lo que me preocupa es que me dejes peor.
—Eso sería imposible —agregó él—. Además, creo que ya te he
dado sobradas pruebas de mi destreza general. ¿Es que a estas alturas no
confías en mí?
Me quedé mirándole, como si aquella pregunta fuera estúpida.
Luego seguí con el desayuno. Diez minutos después estaba sentado en un
taburete, en el cuarto de baño, y Lot me igualaba las puntas mientras yo le
asaeteaba a preguntas. Como había respondido las tres primeras, asumí que tenía
la guardia baja y que era un buen momento para conocerle mejor, ahora que se
dejaba. El chasquido repetitivo de las tijeras era un rumor de fondo, a través
de la ventana entreabierta se escuchaba el ruido del tráfico. Y por encima de
todo eso, Sinatra. Lot ponía música a menudo en mi equipo de sonido, siempre
canciones antiguas salvo alguna excepción.
—¿Siempre te haces los trajes a medida?
Trocitos rojizos de mi cabello rodaban sobre mis hombros
hasta el suelo cubierto de papeles de periódico. Me había puesto una toalla
sobre los hombros.
—No, no me hace falta. Algunos los compro ya hechos. Me
suelen quedar bien.
Le miré de reojo a través del espejo. Siempre tan modesto.
Él sonrió a medias.
—¿Siempre has vestido así?
Levantó un mechón de cabello entre dos dedos, manteniéndolo
estirado, y cortó. Actuaba con decisión, como si supiera perfectamente lo que
estaba haciendo, manteniendo la atención sobre su actividad.
—No.
—¿Y por qué empezaste a hacerlo?
—Por gusto.
Suspiré. Lot hablaba mucho, pero casi nunca decía nada.
Resultaba difícil y cansado encontrarle una brecha y conseguir que revelase
algo de él mismo. Probé en otra dirección.
—¿Siempre has tenido gustos tan marcados?
De nuevo, esbozó media sonrisa.
—No. Siempre no. —Las tijeras se detuvieron un momento y
deslizó el peine a través del cabello húmedo—. ¿Adonde quieres llegar?
Apreté los labios, buscando las palabras adecuadas mientras
contemplaba nuestro reflejo en el espejo.
—Quiero saber cuál fue tu inspiración cuando te creaste a ti
mismo.
Bingo. Se detuvo en seco y parpadeó. Los ojos naranjas se
volvieron turbios y me observaron con cierta prudencia. Se rió por lo bajo y
prosiguió con su actividad, fingiendo que no había pasado nada, que la pregunta
no le había afectado.
—Gracias a los dones de la Organización, he vivido muchos
años. He tenido la oportunidad de ver transcurrir dos siglos ante mis ojos.
—«Lo sabía», pensé, excitado. Me tensé un poco sobre la silla—. Me ha dado
tiempo a recoger muchas influencias.
—Dime algo que te guste de los últimos cuarenta o cincuenta
años.
—Muchas cosas.
—Dime una.
—Eurythmics. —Alcé las cejas. Era lo último que esperaba
escuchar. Antes de que pudiera decir algo más, me quitó la toalla y sacudió los
restos de mi cabello sobre el suelo—. Mírate.
Le hice caso, y tuve que admitir, una vez más, que el Señor
Perfecto seguía siéndolo. Me había igualado las puntas más abajo de los hombros
y había sacado un par de capas para darle cuerpo a mi melena frágil y
quebradiza. El resultado era moderno, juvenil y me favorecía.
—¿Hay algo que hagas mal?
Se rió entre dientes otra vez.
—Algo habrá. Ve al salón mientras limpio esto. Y pon una
película.
Asentí, ilusionado. Sacudí algunos restos de pelo cortado de
mi camiseta y finalmente me la quité, desistiendo. No me apetecía pasarme la
tarde con comezón en la espalda y los hombros.
—¿Cuál vamos a ver hoy?
Lot se lo pensó un momento, acuclillado sobre el suelo
mientras recogía los periódicos.
—Supongo que es un buen momento para Gilda —decidió
finalmente.
En el salón, lo dispuse todo a mi gusto: me llevé la comida
a la mesa, dejé las botellas de licor, los agitadores y las copas cerca del
sofá para que Lot pudiera servirse a gusto y saqué una cubitera con hielo.
También puse cerca el mechero, el cenicero y su pitillera de plata con la
salamandra lacada en la tapa. Me quedé mirándola un rato, preguntándome por qué
había elegido aquello como símbolo. Por su apellido, evidentemente. Si es que
podía creer que lo fuera. Pero, ¿habría un significado más allá de eso? Miré
hacia atrás. Escuchaba el agua correr en el cuarto de baño. Seguramente, Lot
iba a limpiar con más dedicación de la necesaria. Puse la cinta de vídeo en el
reproductor y encendí la televisión, luego me fui a mi cuarto y abrí el
portátil.
Tecleé «salamandra» en el buscador y luego leí por encima lo
que la omnipotente Wikipedia tenía que decirme al respecto. La mayoría de las
cosas ya las sabía: lagartos anfibios con cuerpo estilizado, nariz corta y cola
larga. Me sonreí ante esta descripción, que me resultó muy acertada. «De forma
única entre los vertebrados, las salamandras son capaces de regenerar extremidades
y otras partes del cuerpo». Alcé las cejas. Movido por la curiosidad, empecé a
leer con más atención. Fruncí el ceño al mirar las fotos. Eran unos bichos de
lo más singulares, pero tenían una cara un poco boba. Estaba a punto de ver
cómo se defendían de otros depredadores cuando escuché a Lot a mi espalda.
Cerré la pantalla, dispuesto a ponerme en pie. Él la abrió, suspicaz. Al ver a
qué dedicaba mi tiempo, sonrió a medias.
—¿Has terminado?
Asentí, algo cohibido, hundiendo las manos en los bolsillos
de los pantalones de lino. Esa actitud tímida debió encender algo en él, porque
se me acercó, sinuoso, y me acorraló contra la mesita. Apoyó las manos en el
borde, cerniéndose sobre mí y haciendo que me sonrojara antes de besarme
profunda y seductoramente. «Su ego siempre le pierde», pensé, mientras mi otro
yo se emocionaba estúpidamente y se deshacía en su boca. Guardé ese
descubrimiento en mi memoria. Seguramente tendría que utilizarlo antes o
después.
—¿Vamos a ver la película? —pregunté, fingiéndome turbado.
Lot ronroneó sobre mis labios. Sonreía sin mostrar los
dientes y había estrechado los ojos, mirándome entre las pestañas, provocador.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—No me preguntes eso.
Se rió de nuevo y me pasó el brazo por la cintura,
llevándome hacia el salón. Él se dejó caer en el que ya era su sitio y subió
los pies a la mesita, moviendo los dedos bajo los calcetines. Yo me acurruqué a
su lado, dejando que me pasara el brazo sobre los hombros y me acomodé entre su
pecho y su hombro. El batín olía a terciopelo y a alcanfor, y también a Lot. Él
activó el vídeo con el mando a distancia y la película comenzó, anunciando el
título con grandes letras elegantes en blanco y negro.
Durante la primera media hora o tres cuartos, estuvimos
contemplando la pantalla en silencio. Esta vez él no hizo comentarios sobre la
fotografía, los actores o el encuadre; parecía estar sumergido en la historia
por completo y respetar la reproducción con una veneración casi fetichista. En
un momento en que la acción decrecía, se preparó un whisky y encendió un
cigarro con aroma a cerezas, economizando movimientos y sin despegar la espalda
del respaldo ni bajar los pies de la mesa. Le robé un sorbito y una calada, y
sólo entonces habló. Fue un gruñido perezoso.
—Está en tu naturaleza —dijo.
Reprimí una sonrisa y le di un beso en la barbilla.
Después, volvimos al silencio. No me costó: yo también estaba fascinado por la
película. Por la película y por aquella mujer, La Mujer. La historia giraba a
su alrededor, ella era el maldito sol. Gilda, terrible y fantástica. Terrible
para los hombres, pero tocada por las estrellas, llena de glamour y belleza
animal. Durante las primeras escenas no dejaba de pinchar a Jhonny Farrell,
haciendo evidente que había algo entre ellos. Algo fuerte y venenoso en cierto
modo. Y era ella quien se permitía ser descarada, jugar con él, con su marido,
con cualquiera que se prestase con tal de retener su atención y mortificarle,
mientras Jhonny sufría su presencia y todo lo que le provocaba. Sin embargo, a
partir de la mitad del film, aquella zorra infernal se revela como algo más.
Debajo de su envoltura frívola, sagaz y provocadora, hay una mujer herida que
no quiere parecerlo, una superviviente que se niega a rendirse.
La fuerza interpretativa de los dos actores principales me
tenía subyugado. Era una de esas películas que uno podía creerse de principio a
fin, sobre todo por ella. Los tíos del film, aunque no estaban mal, eran
eclipsados por Rita Hayworth de manera absoluta. Y la verdad es que no me parecía
que tuvieran el mismo porte para llevar el traje que el señor Anders, aunque
supongo que no era del todo objetivo en mis apreciaciones.
—Me recuerdan a ti —dije, cuando aparecieron en escena
juntos Johnny y Mundson, el marido de Gilda—. Sobre todo Glen Ford.
—¿Por qué? —gruñó mi amante—. Tiene orejas de soplillo y
nariz de tortuga. Además, tiene aspecto de tener mal aliento.
Me reí entre dientes.
—En realidad, de entre todos los chicos guapos que hemos
visto en la pantalla estos últimos días, tú eres el más atractivo.
Me miró de reojo, sonriendo a medias. Yo le devolví la
sonrisa inocentemente, regodeándome en mi interior. «El ego le pierde,
confirmado».
—¿Qué final prevés para esta historia? —me preguntó de
improviso, señalando el televisor con el cigarro.
Torcí el gesto.
—Creo que esta termina mal. —Observé a Johnny y Mundson en
escena y tuve una idea divertida—. Aunque estaría bien que se arreglasen los
tres.
Lot se echó a reír con suavidad.
—Estaría bien, es cierto. Pero parece que el marido va a
salir perdiendo. —Me lanzó una mirada ambigua—. ¿O no? Ella le ha dicho a
Johnny que está con Mundson por el dinero, por la posición y la estabilidad.
¿Crees que le dejará y se irá con Johnny, o se quedará amarrada al buen puerto
que supone Mundson, como la zorra que es?
Entrecerré los ojos, pensativo. Luego negué con la cabeza.
—Se irá con Johnny, porque le quiere. —Le miré de reojo,
sorprendido por la vehemencia con la que había llamado zorra a la
protagonista—. ¿No te gusta Gilda?
—Al contrario. —Dio un sorbo al whisky con hielo. Los
cubitos se deshacían lentamente en la tarde veraniega. Luego me puso el cigarro
en los labios con un ademán calculado—. Es exactamente mi tipo de mujer.
Utiliza a su marido, maltrata a su ex amante…
Tomé una calada y exhalé el humo despacio tras saborear
las hojas de tabaco y el leve gusto a cereza. Miré a la mujer que ahora ocupaba
la pantalla, hermosa como ninguna, con los ojos brillantes y vibrantes,
hablando apasionadamente.
—¿Se parece a Mara? —pregunté en voz baja.
—No. Se parece a mí.
Volví los ojos de la pantalla a él, de él a la pantalla. No
encontraba la similitud por ningún lado, aunque me esforcé en hallarla. Al
final, desistí.
—Parece que tiene sus razones para hacer lo que hace. ¿Te
refieres a eso?
—Los motivos son una cosa, las maneras son otra. A veces,
las formas sostienen a los motivos y están en consonancia con ellos. Otras, las
formas sirven para enmascararlo todo.
Me quedé pensando en eso. Las maneras, las formas, y las
motivaciones. Las motivaciones de Gilda eran la supervivencia y la prosperidad.
Las de Lot… seguramente fueran las mismas. Su amor por la belleza, su vocación
como ilusionista eran los motores que le impulsaban, eso me había dado a
entender. Y ambos se comportaban como zorras, eso era cierto. Pero Gilda amaba
de verdad. Podía verlo en sus ojos vidriosos, en sus accesos de rabia, en su
abrazo apasionado. Gilda era pura pasión. Lot Anders escondía la suya. La
dejaba salir poco a poco, en sus obras, en su arte, pero nada más. En su caso,
la forma ocultaba el fondo, era un disfraz.
Suspiré. Pensar en él siempre era un callejón sin salida.
Volví a prestar atención a la película justo en el momento en que el argumento
daba un giro. Mundson había muerto en un accidente de avión.
—Mira, ya ha salido uno de escena —comenté.
Lot sonrió, como si eso le agradase. Luego se ladeó y me
abrazó, acercando los labios a mi oído.
—¿Y a ti, te gusta Gilda? —murmuró.
—Es muy guapa, pero prefiero a Hepburn.
—Tendrías que ver a Ava Gardner.
Durante las siguientes escenas me hizo difícil mantener el
interés en la historia, no porque ésta hubiera perdido fuerza, sino porque él
empezó a mordisquearme el lóbulo y a besarme el cuello. Se me escapó un suspiro
y se me erizó la piel.
—A mí me gustan las divas. —Lo susurró como quien comparte
un secreto—. Chicas como Hepburn se me quedarían pequeñas.
Luego, el muy cabrón, aspiró con fuerza el perfume de mi
piel y me soltó, volviendo a su postura anterior y dando una calada, como si
tal cosa. Yo me quedé ahí, con el calentón, intentando sustraerme de lo que me
había provocado y volver a centrarme en la película. Ésta acababa de llegar a
su escena más famosa. Tras haber desaparecido Mundson de escena, Johnny y Gilda
se casan, pero Johnny empieza a dejar de lado a la increíble mujer, actuando
como si ella no existiera. Entonces, Gilda decide quemar las naves. Johnny
Farrell abre las persianas del despacho y mira hacia abajo, hacia el salón del
casino. Ahí está Gilda, borracha como una perra, saliendo al escenario. Arroja
el abrigo de pieles blanco sobre el suelo y ríe al público. Comienza a cantar,
brazos abiertos, caderas hipnóticas, carne blanca, abandono absoluto. Su rostro
dice: nada me importa. Sus labios dicen: soy de cualquiera. Un traspiés, un movimiento
en falso. Luego se lleva las manos al pelo, pestañas largas, mirada
provocativa. Y empieza a sacarse el guante, poco a poco, desenrollándolo como
una tentación. Johnny la está mirando, entre la multitud. Hay indignación y
rabia en sus ojos, pero no interrumpe el espectáculo. Ella sabe que le está
viendo, y le parece bien. Así es como es, eso es lo que ella es, un animal
erótico que pertenece a todos los ojos, a todas las manos.
Al final, el público rompe a aplaudir. Ella saluda,
riendo, gozosa. Es de todos, todos son de ella. Es el centro de atención, la
desean, la admiran. Arroja un guante a los espectadores, ellos piden más. Le
sigue la gargantilla de brillantes. Sus movimientos son titubeantes, ¿está
realmente así de borracha? ¿exagera? ¿está fingiendo? “No soy muy buena con
las cremalleras”, declara. Dos hombres se
aprestan a ayudarla, y entonces aparece uno de los secuaces de Johnny Farrell,
dispuesto a sacarla de allí, de su hábitat, a enjaularla de nuevo. Ella se
libera de su mano. “Déjame en paz”,
le dice. Él se la lleva, dando tumbos. Ella ríe. Idos todos al infierno. Que os
follen. Soy una Diosa. Entonces cesan las risas y el alboroto. Johnny aparece,
un punto negro, oscuro, de ira sorda en medio de la sala. Se la lleva a rastras
y discuten. “Ahora todos saben que el poderoso Johnny Farrell fue
engañado. Que se casó con una…” y no puede terminar su venenoso
alegato, porque la bofetada de él la hace callar.
—Dios mío.
Se me escapó en voz bajita. Miré de reojo a Lot,
impresionado por lo que acababa de ver. Aquella escena daba significado a
muchas cosas, y aunque entonces yo no tenía forma de saberlo, se quedaría
grabada en mi memoria durante mucho tiempo y me ayudaría a comprender mejor al
ilusionista. Era angustioso ver llorar por primera vez a Gilda, tirada en la
cama. Un hombre que no la valora, que necesita que ella se suba al escenario y
se desnude para ser capaz de reaccionar… y que lo hace dañándola. Hiriéndola.
—¿Prefieres Ariane? —me preguntó Lot.
—Son historias distintas —murmuré—. Esta es más real. Debe
ser tan intenso lo que siente que hablar a través de eso debe ser como hacerlo
a través del agua.
—Bonito símil.
Me rodeó los hombros con los brazos. Johnny llamaba a la
puerta de Gilda y ella se levantó, limpiándose los ojos. Cuando abrió a su
marido volvía a ser la mujer altiva y taimada, frívola y cruel. La película
prosiguió y, de pronto, en un nuevo giro argumental, el marido presuntamente
muerto de Gilda hizo su aparición una vez más. Mundson y Johnny discuten, y
entonces éste último le dice a su antiguo socio: “esto era cosa tuya y mía,
éramos tu y yo y nadie más… hasta que viniste con ella.” Me erguí en el sofá, abriendo mucho los ojos al
escuchar aquello.
—¡Está celoso! —exclamé, asombrado.
Lot se rió entre dientes.
Devoré las últimas escenas hasta que aparecieron los
títulos de crédito y me dejé caer en el sofá, casi agotado por la intensidad
del drama. Cogí la copa aguada de Lot y me la terminé.
—Cuéntame tus conclusiones —dijo él.
—La verdad es que me da pena Gilda —admití—. Tengo la
impresión de que la han usado ellos a ella, no al revés, como parecía al
principio. Bueno, todos se han utilizado entre sí porque no saben ni lo que
quieren, eso creo.
Lot se rió otra vez y se puso de pie para detener el
reproductor de vídeo. Luego guardó la cinta en la caja primorosamente, tras
soplarle el polvo.
—Esta película es muy interpretable, en realidad. Te
muestra las escenas, pero hay que leer también en lo que no te muestra. Está
llena de sexo, aunque no sea visible y casi no se insinúe siquiera. El sexo
está en todas partes, es muy potente.
Entrecerré los ojos.
—¿Crees que lo hubo entre Johnny y Mundson? —le pregunté,
travieso.
—Lo que de verdad me pregunto es quién de los dos lo
empezó.
Apagó el televisor y volvió a mi lado, recuperando el
cigarrito del cenicero. Yo seguía dándole vueltas a lo que acababa de ver,
analizando las acciones y reacciones de los personajes.
—Pobre Gilda. Y qué idiotas son ellos. En realidad, todos.
No son capaces de comunicarse, no tienen ningún control.
Lot arqueó la ceja con curiosidad.
—¿Qué quieres decir?
—Si hablan todas tus emociones, no se entiende un pepino.
Y ni Gilda ni ninguno de ellos se detienen a pensar qué es lo que quieren, o
qué están sintiendo, qué es cada cosa, ¿entiendes? —Lot negó con la cabeza, con
un gesto de inocencia fingida que estuvo a punto de exasperarme. Suspiré—. Creo
que han llegado a esa situación por que nunca las han controlado, ni han sido
conscientes de ellas. Sienten con intensidad, y muchas cosas a la vez. Amor,
celos, inseguridad, pasión, miedo. Debe ser como tener una orquesta en la
cabeza y que los instrumentos no se coordinen. Si no pones un poco de orden eso
será un caos. Y no puedes comunicarte a través de eso, si ni siquiera tú lo
acabas de comprender.
Lot se encogió de hombros.
—No sé qué decirte. Tú sabes más de esas cosas que yo.
Entrecerré los ojos, suspicaz.
—No te creo. Si dices que Gilda te recuerda a ti, es
porque debes saber mucho sobre “esas cosas”.
Me acerqué para besarle, él me rehuyó con aire juguetón.
Acabé por echarme sobre él, con las manos abiertas sobre su pecho, hasta que
conseguí mi propósito. Sus labios abrieron los míos.
—Me vas a arrugar la camisa —dijo, simplemente, cuando me
separé para lamer su saliva.
—No llevas.
Le mordí el cuello. Él me agarró de la muñeca con un gesto
dominante y me sujetó del pelo recién cortado con la otra mano, atrayéndome
hacia su rostro.
—¿Cuántos amantes has tenido, Ariane? —me preguntó,
seductor. Aunque al fondo de sus ojos había algo cortante, incisivo. Me
pregunté si eran los mismos celos que sentía Johnny Farrell al saber que Gilda
había pertenecido a muchos otros hombres—. Sabes mucho de pasiones. Se nota que
tienes experiencia con las personas, y con los sentimientos.
Me dejé ver un poco más, esbozando un gesto malicioso que
no casaba en absoluto con el Alex que yo había conocido.
—Veintiuno.
Lot se hizo el sorprendido, mientras guiaba mi mano sobre
su propio rostro, por su cuello, hasta su pecho.
—Oh, ¿tantos? Eso explica tus amplios conocimientos,
teóricos y prácticos.
Ya empezaba otra vez. Cada vez que intentaba dirigir una
conversación hacia algo que tuviera que ver con él, con su forma de ser, con su
yo más profundo, me distraía con sexo. Me dejé distraer. No era difícil. El tacto
de su piel bajo mis dedos, su mirada, sus labios y su lengua eran suficiente
como para que no quisiera pensar en nada más.
—No sé cuantos han sido —admití, queriendo darle una
respuesta sincera—. No lo recuerdo.
—¿Chicos y chicas? —preguntó de nuevo. Me había llevado
los dedos al botón de su pantalón y, tras soltarme el pelo, dibujaba una línea
horizontal bajo mi ombligo con la otra mano, justo bajo la cinturilla de mi
pantalón de lino. Su rostro estaba muy cerca del mío, y aunque yo estaba encima
de él, tenía la impresión de que él me aplastaba, me asfixiaba de deseo.
Siempre había tenido unos ojos muy peculiares y una mirada muy sucia, pero en
ese momento, observándola con atención, podía leer en ella todas las cosas que
nos haría, a Alex y a mí, las que se prestaría a hacer con nosotros por primera
vez y las que ya había hecho y pretendía poner en práctica antes o después. Se
me atragantó la respiración—. Es curiosidad morbosa, lo reconozco… pero confío
en que consentirás saciarme.
—El amor es amor… —respondí, presa de su hechizo,
repitiendo una de las frases favoritas de Alex—. No importa el sexo…
—Claro, el amor. —Empujó con delicadeza mi mano un poco
más abajo, bajo el borde de su ropa interior. Percibí el vello suave bajo las
yemas de los dedos y un calor picante y turbio que procedía de sus genitales.
Me lamí los labios—. ¿Y a todos les has amado? ¿Nos quieres a todos, Alexander?
Sus dedos también avanzaban bajo mi pantalón.
—A todos les he amado —admití, embriagado—. Pero tú eres
mi amante ahora.
Esbozó una sonrisa agridulce, dura y peligrosa. Aquella
expresión suya, tan oscura, podía hacer sospechar e incluso dar un poco de
miedo, pero a mí nunca me había impresionado demasiado. Se la había visto otras
veces, mientras follábamos. Él nunca había hecho nada violento, brusco o
desagradable en la cama. Me rozó los labios con los suyos y arqueó las caderas
para propiciar que le tocase plenamente.
—¿Y qué diferencia hay entre todos y nadie? ¿No es igual
de frívolo?
Me dejé caer hacia un lado y él se volteó, de modo que
quedamos frente a frente, con los pantalones entreabiertos y la mano del otro
perdida bajo la tela. Empezamos a masturbarnos el uno al otro por debajo de la
ropa, lentamente, disfrutando del roce de los dedos sobre nuestra piel tensa,
del calor del sexo, del hambre que se desperezaba. Dios, me encantaba que me
tocara. Era como un embrujo, como si me acariciase por debajo de la piel. Jadeé
entrecortadamente.
—La diferencia está en el vacío —suspiré—. Nada es frívolo
si te arde en el corazón. Me gusta pensar que los que se han ido… lo han hecho
más plenos.
Tragué saliva. Sus dedos se habían cerrado más, su caricia
era intensa y plena, cubriendo todo el espacio desde la base hasta el glande,
agarrándome y manejándome, despertándome, poseyéndome. Me besó con intensidad,
empujando con la pelvis contra mi mano. Yo aceleré un poco el ritmo, atendiendo
a su demanda. Nuestras respiraciones se aceleraron. Él tomó aire con fuerza y
le brillaron los ojos, su piel se volvió más caliente y su contacto, aún más
físico. Cuando me quise dar cuenta, me tenía acorralado contra los cojines. En
algún momento, yo había estado encima de él. No entendía lo que había pasado.
—Tú lo has dicho...te gusta pensarlo. —Me sonrió y me
mordió los labios delicadamente—. El amor universal es para los monjes. A mí no
me des esa basura.
Yo ya estaba jadeando y no dejé de hacerlo por que él
hubiera soltado una de sus frases lapidarias. No iba a dejar que estropease el
momento.
—Te estoy dando el mío, gilipollas —espeté en un murmullo
embriagado, mientras le masturbaba con más fuerza, un poco más rápido. Me
acerqué a su cuello—. Y será sólo tuyo mientras lo quieras.
Hice rotar la muñeca en una caricia intensa y gemí
quedamente en su oído, un gemido desvaído y entregado, un poco teatral. Sin
embargo, le arranqué un jadeo. Sonreí disimuladamente, sintiéndome muy
orgulloso. Estábamos besándonos de nuevo cuando se escuchó la melodía de un
teléfono móvil. Yo puse cara de asco, pero Lot no se inmutó. Con la mano libre,
sacó el teléfono del bolsillo del batín y descolgó, mientras con la otra seguía
dedicándose a su labor con aplicada pericia.
Lot saludó a su interlocutor y se dedicó a asentir con unos
cuantos “aham” mientras me miraba de reojo de vez en cuando. Al otro lado se
escuchaba una voz femenina, algo agitada.
—Lo que estás diciendo me parece muy bien —dijo Lot en un
momento dado—, pero entiende… —hizo una pausa y me miró con reproche. Arqueó
las caderas. Supuse que se lo estaba poniendo difícil, pero no me importaba. Me
resultaba muy morboso provocarle así mientras hablaba por teléfono—. Entiende
que me importa un bledo.
Me aguanté la risa. No tenía ni idea de quién le llamaba ni
de qué querían, no sabía si era algo serio, si era una cuestión de vida o
muerte… pero joder, si a él le importaba un bledo, ¿por qué me iba a importar a
mí? Quería seguir jugando. Él me miró con complicidad. Nos erguimos poco a
poco, Lot apoyó la espalda en el respaldo del sofá y tomó aire por la nariz,
despacio. Entre mis dedos, su polla estaba dura y firme. La liberé de la
prisión de la tela.
—Sí, está aquí —seguía diciendo Lot—. Estoy con él. No, no
se va a poner. Está ocupado. No puede hablar.
Miró su erección con cara de circunstancias. Luego me miró a
mí.
—¿Y qué le iba a hacer yo de malo? —prosiguió, dedicándome
una sonrisa de sátiro. Luego elevó la pelvis e hizo un gesto con la barbilla,
indicándome que me quería ahí abajo—. No sé por quién me tomáis.
Me escurrí sobre los cojines, estirando el cuerpo al
tumbarme boca abajo, con el rostro sobre su regazo. Luego alcé la mirada hacia
él y deposité un beso suave en la punta rosada y tersa. Le vi apretar los
dientes, su mirada se volvió más turbia aún, casi angustiada. Deslicé la lengua
desde la base hasta el final, lamiéndole por completo, y finalmente, me lo metí
en la boca. Su resuello fue claramente audible. Y algo debieron notar al otro
lado del teléfono, porque las siguientes palabras de Lot casi me hacen estallar
en una carcajada.
—¿Que no me enfade? ¿Cómo no me voy a enfadar? —Forzó la
voz para parecer indignado, y le salió bien, a pesar de las circunstancias—. Estás
insinuando que voy por la vida haciéndo… —tuvo que interrumpirse para aguantar
un jadeo. Alcé la mirada para verle. El pobre se las estaba viendo muy negras
para mantener la conversación, pero no me daba ninguna pena. Además, su rostro
de satisfacción le delataba. Se lo estaba pasando de miedo con esto, el muy
cerdo. Siguió hablando, con frases más cortas para poder respirar entre ellas—.
No soy ningún asesino. Ni secuestrador. Bueno, no del todo. Sólo le llevé a dar
un paseo. Y yo que sé. Quizá le picó un mosquito.
«Están hablando de Isaac», comprendí, mientras le acogía
en mi boca y le liberaba, succionando, enredando la lengua en su falo con
deleite. Era maravilloso lo bien que respondía a mis atenciones, y además, me
sentía poderoso. Chupé con fuerza y le hundí hasta la garganta.
—¡Dios! —exclamó. Miré hacia arriba, divertido—. ¡Es que
me estás poniendo negro! Mira, bonita… no te ofendas… pero no es buen momento.
—Cerró los párpados y echó la cabeza hacia atrás. Yo me retiré un poco y
mantuve el extremo entre mis labios, dibujando círculos con la lengua y
lamiéndolo con intensidad—. Lo que me cuentas es aburrido y no nos importa... a
ninguno de los dos. Dejadnos en paz.
Colgó y se guardó el teléfono, exhalando un gemido
liberador. Ahora sí que podría disfrutar a sus anchas. Me levanté, separando
los labios de su carne palpitante un momento, como si estuviera extrañado.
—¿Ya hemos terminado?
Me asesinó con la mirada.
—Vuelve ahí.
—Pídelo por favor.
Como toda respuesta, me agarró del pelo y tiró de mí hacia
su rostro, dándome un beso pervertido y hondo; después me mordió los labios y
murmuró algo que no llegué a entender, aunque supuse que estaba siendo educado,
así que le sonreí y regresé a mi labor. En algún momento, el teléfono volvió a
sonar. Él lo puso en modo vibrador y se lo metió bajo el batín, colocándoselo
entre los genitales y el trasero, con una risa maliciosa. Para terminar, me
folló sobre la mesita de cristal, tirando al suelo el vaso vacío y el cenicero.
No entiendo cómo no la rompimos. Mientras embestía en mi interior, me
preguntaba mi nombre.
—¿Cómo te llamas? —jadeaba, los ojos brillantes, una mano
en mi sexo, moviéndose rítmicamente, la otra pellizcándome los pezones.
Yo tenía las piernas y los brazos abiertos, estaba rendido
a él, totalmente entregado. El placer me recorría en oleadas mordientes.
—Gilda —repliqué.
Él se echó a reír y empujó con más fuerza. Creo que le
gustó, porque repetimos.
. . .
Escena 13, toma segunda
Un par de horas más tarde, Lot estaba cocinando y yo le
miraba, sentado en la barra de la cocina mientras me desenredaba el pelo
húmedo. Había vuelto a bañarme. El sexo con él había sido sucio e intenso
aquella tarde, y en el segundo asalto habíamos volcado accidentalmente la caja
de anises de caramelo. Habían acabado pegándose a mi espalda desnuda y me había
convertido en un ente pegajoso de semen, azúcar, saliva y lubricante. Lot
salteaba las verduras en una sartén con maestría mientras en el horno se asaban
las truchas. Entretanto, ponía a parir a Keanu Reeves.
—Será una gran persona, pero como actor, es una mierda
—declaró, cuando le mencioné los duros sufrimientos por los que había pasado el
protagonista de Matrix en su vida personal.
—¿No hay ningún actor actual que te guste?
—Define actual.
—De los últimos veinte años.
—Claro que sí —replicó al instante—. De Niro, Al Pacino,
Anthony Hopkins…
Entrecerré los ojos, negando con la cabeza. No me sonaba
ninguno y tenía que hacer un esfuerzo de memoria para identificar aquellos
nombres.
—No puedes haberte olvidado de ellos, Alexander, seamos
serios —me dijo Lot, indignado—. Uno puede olvidarse de su padre y de su madre,
hasta de su propio nombre. Pero, ¿de la segunda parte de El Padrino? Eso es
sacrilegio, criatura.
Me eché a reír.
—Bueno, haremos una cosa. Hagamos una lista con todas las
películas que tienes que enseñarme. Y hasta que no las veamos todas, no vale
que los malos nos cacen.
Sentía el ánimo ligero. Quizá estaba contento porque aquel
día, Lot no había hecho nada para molestarme ni se había movido de mi lado.
Quizá era porque habíamos sobrevivido a Mara la noche anterior. Tal vez tenía
que ver el camafeo que llevaba al cuello, o las palabras de amor que me había
dicho, que aun ambiguas, estaban grabadas en mi corazón. No lo sé, pero estaba
alegre y no me costaba nada expresarlo. Era fácil sentirse como debía hacerlo
Alex en momentos como ese. No sé que vio él en mí entonces, pero se dio la
vuelta y se quedó mirándome, muy extrañado y un poco serio.
—¿Quieres hacer eso?
Asentí con naturalidad.
—Claro.
—Eso serán más de treinta días.
Me encogí de hombros.
—¿Por qué treinta, si pueden ser trescientos?
Le brillaron los ojos y se echó a reír. Luego se volteó
para abrir el horno y apagar los fuegos.
—Porque la proximidad de una muerte segura me hace verte
más atractivo. Si me alargas la esperanza de vida, puede que pierda interés en
ti. —Se incorporó, sacando la bandeja con las truchas y la dejó en el aparador.
Después abrió el armario y dispuso dos platos—. ¿Quieres poner la mesa?
Asentí. Comencé a encender las velas dispersas por el
salón y a preparar la mesa. Sobre el cristal, aún se veía la marca de mi
trasero. Sonreí con emoción. Nunca la huella de un culo me había hecho sentir
tan idiota. ¿Veis? Eso es lo que hace el amor, nos vuelve gilipollas a todos.
Limpié el vidrio con un trapo y coloqué el mantel.
—No creo que podamos convencer a Mara para que nos deje
terminar la lista, si eso te consuela —le dije, mientras disponía las
servilletas y los cubiertos.
—Nunca ha sido muy cinéfila, la verdad.
Puse a Ella Fitzgerald en el equipo de música y me senté.
Lot había traído una botella de vino blanco, copas y los platos con las truchas
rellenas de jamón y cebolla y una suave salsa de champiñones junto a las
verduras salteadas y una montañita de hilos de patata. El estómago me rugió y
empecé a salivar.
—Lamentablemente, a partir de ahora tendrás que ver esas
maravillosas películas sin mis notas al pie. No voy a tener tanto tiempo
—declaró, colocando los platos en nuestros respectivos lugares—. Que aproveche.
—Gracias —agarré los cubiertos y empecé a comer mientras
él servía el vino—. ¿No vas a tener tiempo? Pero yo no quiero verlas sin ti.
Le miré, extrañado.
—No las verás sin mí. Pero soy un hombre, querido, y tengo
mis limitaciones. Me cuesta hacer dos cosas a la vez.
—No siempre —insinué, reprimiendo una sonrisilla.
Él respondió con una de las suyas, pícara y maliciosa.
—Quiero diseñar algo mientras estoy aquí, y no puedo
salpicar de anécdotas una película mientras trabajo, cariño.
—¿Vas a seguir con tu proyecto?
Lot desplegó la servilleta y se la puso sobre las piernas.
Se había medio vestido; al menos llevaba una camisa, negra, bien cerrada hasta
arriba, y una corbata de color violeta. Sin embargo no llevaba tirantes y se
había pisado los bajos del pantalón mientras estaba en la cocina. El delantal
de la mujer desnuda colgaba anudado en su cintura, como si a la señorita en
cuestión le hubieran partido la espalda.
—No exactamente —aclaró, probando el vino antes de probar
un bocado—. Lo que me hubiera gustado hacer no puedo hacerlo solo. En su día,
cuando acepté unirme a la Organización, lo hice entre otras cosas porque
pensaba que sería una buena plataforma. Que me ofrecería la infraestructura
necesaria para realizar mis sueños. Ahora que no están de mi lado, tendré que
arreglármelas solo… y mis posibilidades se reducen.
—¿Puedo ayudarte?
Se me quedó mirando largamente. Su respuesta fue lacónica.
—Tal vez.
Luego cambió de tema. La cena estaba deliciosa, la
conversación también lo fue. Hablamos de Gilda, de cine y de arte. Lot se
reveló como un gran aficionado a la música y confesó algunos de sus gustos. Más
allá del jazz y los crooners estadounidenses
de los años treinta, tendencias que yo ya sabía que le apasionaban, me
sorprendió defendiendo a Annie Lennox, Freddie Mercury y otros grupos de los
que yo no recordaba haber oído hablar, como Bauhaus o The Cult. Le miraba con
cara de tonto mientras él intentaba hacerme entender la clase de música que
hacían. Cuando le pedí que tararease alguna canción, se rió y cambió de tema.
—No me gusta cantar.
Al cabo de un rato, se levantó y recogió la mesa. Yo
estaba acomodándome para ver otra película, pero para mi sorpresa, él se fue a
la habitación y regresó con una cartera de mano, de cuero, tamaño cuartilla.
Apartó mis pies de la mesa y la abrió, sacando unas cuantas fotos cuadradas, de
papel amarillento, con aspecto envejecido. Las dejó sobre la mesa, frente a mí.
Me incliné para mirarlas, curioso.
Eran fotografías en sepia, como las que se hacían
antiguamente, y su calidad hacía pensar en reproducciones muy antiguas. En
ellas se veía un edificio de metal y cristal; una fila extensísima de arcos,
unas cuantas banderas abigarradas unas contra otras arriba del todo, y galerías
de vidrio semicilíndricas. Sobre ellas, un cielo nublado. En algunas de ellas,
tomadas de cerca, se veía gente. Hombres con sombrero y levita que señalaban
las vigas o los sostenes con expresión profesional, algunos inclinados sobre
planos. En la última, ante las puertas de cristal del maravilloso edificio, un
joven con bastón hablaba con un tipo de bigotes rizados. El joven se parecía
espantosamente a Lot, tanto que un escalofrío me recorrió la espalda.
—Quiero hacer algo como esto. No igual, claro. Yo no
copio. Pero esta es mi inspiración.
Alcé la mirada hacia él.
—¿Qué es?
—El Crystal Palace
de Londres.
—¿Tú has estado en…?
No me dejó terminar la frase. Los ojos le ardían de determinación,
con un fuego claro y vibrante. Nunca parecía más humano que cuando se trataba
de estas cosas. Nunca parecía más vivo.
—Quiero levantar un lugar que no deje a nadie indiferente.
Todos tendréis que mirarlo, todos y cada uno de vosotros. Ningún habitante de
esta ciudad podrá fingir que no existe, todos lo veréis. Y lo amaréis. No
podréis evitarlo.
Cerré la boca, que se me había quedado entreabierta.
Asentí.
—El arte no es arte si no despierta emociones en los
demás… si no puede ser admirado.
—No me basta un aplauso breve los miércoles.
Sonreí a medias. Así que no era sólo el arte, claro. No
era sólo la belleza. Era el ego.
—Los trucos pueden sorprenderles, pero todos vuelven a su
rutina en cuanto les das la espalda. ¿Quién podría darle la espalda a esto?
—murmuré, observando las fotografías.
—Aun así, podrían. La gente ve lo que quiere ver, incluso
cuando se miran a sí mismos.
—Pero aun así, tú vas a intentar abrirles los ojos con un
edificio. —Alcé la vista y le contemplé, entrecerrando los ojos—. ¿Por qué,
Lot?
Tenía una fotografía entre los dedos. El día anterior, él
había sacado todas mis fotos, las había espiado, había sacado conclusiones de
ellas, las había profanado con sus juicios y sus opiniones y yo ni siquiera
había expresado mis quejas en voz alta. Ahora yo descubría, por primera vez,
que él también tenía fotografías de cosas que le importaban. Edificios. Cosas.
Arte. Las miré de nuevo, pero no encontré en ellas nada, a nadie.
—Porque estoy harto de que ya no se hagan cosas grandes
—replicó. Su voz tenía un punto cansado, lejano. Tragué saliva. No había
falsedad en ella—. Cosas inspiradoras, auténticas. Cada uno da a las cosas el
significado que desea, pero la grandeza nunca es subjetiva. Cuando algo es
grande, es grande. Cuando alguien es grande —añadió, bajando el tono—, no hay
discusión, es absoluto.
Alcé la mirada. Lot seguía contemplando la fotografía y su
mirada se había vuelto expresiva. Parpadeé y me puse en pie, llevado por un
impulso. Él guardó la fotografía inmediatamente en el bolsillo de la camisa,
mirándome con aire defensivo.
—¿Quién hizo esas fotos, Lot? —pregunté.
«Hay algo más», pensé entonces. Tuve la clara certeza de
que sí que había algo, debajo de toda su capa de barniz. De que había alguien.
Mara, tal vez. Lot sonrió.
—Johann Zahn, un viejo amigo.
Fruncí el ceño. Iba a decir algo más, pero se acercó a mí,
me rodeó con los brazos y me besó lentamente, con dedicación, distrayéndome
otra vez. Suspiré y me resigné, dejándome llevar por el suave balanceo que
imprimió a sus pies. Estábamos besándonos, y a la vez bailando, y Ella
Fitzgerald cantaba lánguidamente mi canción favorita, Cry me a river. Pensé que ya le preguntaría más tarde sobre ese
Johann Zahn, pero me hizo olvidarlo.
Algunos días después, cuando ya había terminado todo,
busqué en Internet ese nombre, y al igual que sucedió con otros muchos nombres
y sucesos, descubrí que no era más que una mentira. Una mentira tras la que se
enmascaraba una de las importantes verdades en la vida de Lot Anders, la única
con nombre propio. Más adelante, descubriría que había protegido todo cuanto
era querido a su corazón tras gruesos muros de mentiras. Pero en ese momento,
cuando aún no sabía nada, con la música y con sus besos me bastaba.
. . .
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