miércoles, 28 de agosto de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 15


Escena 15, toma primera.

Se despertó antes de lo habitual en él, descubriendo que había dormido. Las luces del amanecer apenas teñían el firmamento de un color gris, sucio. A su lado, Alexander Seighin respiraba suavemente, como un pequeño animal dormido. Tenía los ojos cerrados, la mano sobre la almohada, con la palma hacia arriba y los dedos ligeramente curvados. Imaginó su semblante durante un buen rato, con los ojos perdidos en el cielo distorsionado que se veía a través de la ventana, y luego los volvió hacia él. Ahí estaba. Exactamente igual que en su mente, pero algo más borroso. Apretó la mandíbula, colocándose los pulgares sobre los párpados y presionando.

Lo sabía. Lo sentía. El agotamiento, la sensación de vacío, la extraña ausencia. Era como si un cordón umbilical se hubiera roto: el que le unía al mundo.

«Me han archivado».

Las palabras fatales resonaron en su mente. Las aceptó con calma. No era ninguna sorpresa.

Se incorporó lentamente para no despertar a Alex y contempló la mesita durante un rato, somnoliento y despeinado. El cabello le caía sobre el lado izquierdo de la cara, negro, apelmazado. Los ojos naranjas habían perdido toda su luminosidad. El teléfono móvil estaba allí. Dudó antes de cogerlo y se levantó de la cama para encerrarse a solas en el cuarto de baño, agarrando su ropa interior por el camino. Una vez allí, se sentó en el borde de la bañera, en la penumbra del alba que despuntaba, contemplando la pantalla luminosa del aparato. Dudando. Otra vez, la vacilación le hizo perder preciosos minutos, hasta que finalmente, con una maldición apagada entre dientes, comenzó a marcar los números.

Antes de que hubiera terminado de hacerlo, el teléfono vibró en sus manos y el dibujo de una Morpho rhetenor completamente azul con las alas abiertas ocupó la pantalla. Lot suspiró con alivio y descolgó, esta vez sin pensárselo dos veces.

—Elliot.

La voz de Liam tuvo un efecto insospechado en él. Resonó en su interior con un eco amplificado, como si su cuerpo fuera una catedral vacía. Era su propio nombre, dicho en los labios de su maestro con aquella voz grave y dulce que tanto había amado. Algo vibró en un lugar impreciso entre su estómago y su garganta.

—Me han archivado —dijo. Las palabras sonaron huecas.

Siguió un silencio grave mientras, al otro lado de la pequeña celosía del cuarto de baño, la luz neblinosa se abría paso con esfuerzo. La habitación tan blanca, tan triste como el escenario de un suicidio, le causaba una profunda desazón.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Eso creo. Es extraño, pero sigo vivo.

—Y seguirás estándolo, mientras puedas alimentarte… —Liam alargó la última palabra, como si estuviera pensando en algo, y después dejó transcurrir otro silencio.

—¿Eso es todo?

Al otro lado de la línea, escuchaba la suave respiración de su maestro. Intentó imaginarle. No estaría en la cama. No, tal vez no había dormido. Seguramente no lo había hecho. Él debía saberlo, seguro que sabía que le habían retirado, que ya no estaba activo. Lot Anders ya no formaba parte de la Organización. La notificación por escrito era innecesaria; la sensación terrible de desprendimiento, de soledad total, de no pertenecer a nada, ni a la humanidad ni al imperio de las pesadillas, ni a los monstruos ni a los santos, ni a los vivos ni a los muertos, era más que suficiente. El frío interior, el inmenso vacío.

—No, no es todo.

Contempló fijamente un baldosín de la pared. Luego se rascó una ceja. Casi podía verle en la cocina de su casa, mirando hacia el exterior con expresión angustiada, de mártir silencioso. Casi podía sentir el dolor de su corazón, desgarrado, arañado. Y era un alivio, siendo que no podía sentir el suyo propio.

—Dime lo que debo esperar. —Lot se inclinó un poco, apoyando el codo sobre la rodilla. Su piel seguía lustrosa.

—No es fácil…

A Liam le temblaba la voz. Aquello le puso nervioso, saberle afectado le hizo sentir el suelo más etéreo, menos sólido bajo los pies.

—No me importa. Es tu deber. También tienes que prepararme para esto. Así que déjate de sentimentalismos y hazlo de una vez —espetó—. Me estás haciendo perder el tiempo que me queda.

El silencio al otro lado de la línea se volvió tenso.

—Bien. Disculpa mi falta de profesionalidad y mi exceso de sentimentalismo. Está claro que este es un asunto que debe ser tratado con eficiencia administrativa. —Aunque su timbre nunca dejaba de ser hermoso, la voz de Liam había perdido toda calidez. Pronunciaba las palabras a golpes, de forma brusca, disparándolas como si fueran balas de su fusil—. Te mandaré un correo electrónico con todos los detalles sobre cómo va a ser tu muerte, Lot Anders. Así sabrás a qué atenerte, si es que no te atrapan antes, te destrozan y te envían al reciclaje. ¿Satisfecho?

—No te queda nada bien ser cruel.

—¿Y de quién es la culpa? Tú me haces serlo.

El irlandés había alzado la voz. Lot se irguió de golpe, sobresaltado. No recordaba haber escuchado alzar la voz a Liam mas que un par de ocasiones. Decidió suavizar las cosas e intentó mostrarse cómplice.

—Eh, eh. Vamos, Liam, no te pongas dramát…

—Vete-al-infierno.

Tres pitidos largos señalaron el final de la comunicación. Lot entrecerró los párpados y miró el teléfono con rabia. Apretando los dientes, lo estrujó entre los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos y al final lo lanzó furiosamente contra la pared. El teléfono móvil rebotó y cayó al suelo. La tapa saltó y cayó, oscilando, la batería se deslizó hacia un rincón como un disco de hockey y el objeto negro y metálico se quedó girando sobre sí mismo en el centro exacto de una baldosa.


. . .


Escena 15, toma segunda.

Me levanté a mediodía, muerto de hambre, sólo para comprobar que no tenía el desayuno hecho. No es que fuera un marqués, nunca lo he sido. Pero en aquellos días, Lot me había acostumbrado muy mal y me extrañó que no oliera a tortitas o a gofres. Salí al salón mientras me abrochaba los pantalones, adormilado, y miré alrededor. Al hacerlo, una sensación fría me estampó su huella en el pecho, inquietándome de buena mañana. Vale, no era por la mañana, pero maldita sea. Encontrarse, recién levantado, con que han cambiado los muebles de sitio no es agradable. Y menos para mí, al menos por entonces. No me gustaba que tocaran la casa de Alex. Él la había dispuesto según las directrices del feng shui, buscando la armonía, el correcto fluir de las energías y no sé qué historias más, pero aparte de eso, era su museo. Era la constancia de su existencia, era el refugio, estaba impregnado con su presencia, aún quedaba su olor —mi olor—, los ecos de su vida allí, la que yo había visto con mis ojos y bebido con mi boca. Y no me gustaba que lo profanasen. Ni siquiera Lot.

Lo había movido todo, el muy demonio. La estantería con los libros había desaparecido de su sitio junto a la ventana y estaba empotrada entre el sofá y la puerta. Se notaba que había sacado todos los volúmenes para moverla, porque estaban dispuestos en un orden diferente. Y las figuritas decorativas se habían mudado a la mesita de la televisión. La otra estantería tenía su contenido apretado en las baldas superiores e inferiores. Las centrales habían sido conquistadas por el ilusionista, que había amontonado ahí un buen puñado de libros largos y planos, de tapas duras. La ventana no tenía la celosía de madera, la había sacado y estaba apoyada en el suelo. La luz entraba a raudales y caía sobre una mesa alta e inclinada, de patas de metal y con un tablero blanco, muy ancho. En una esquina del tablero se amontonaba el material: un lapicero, una caja de madera abierta llena de instrumentos geométricos de los cuales sólo supe identificar la escuadra y el cartabón y un montón de lápices, gomas de borrar y rotuladores. También una caja de lápices de colores de madera, de una marca alemana. Alrededor, en la pared y en los marcos de la ventana, algunas fotos de Alex brillaban como manchas de color: imágenes de edificios, tejados, esquinazos. Fotos de la ciudad, pegadas a los muros, rodeándole, al alcance de su vista.

Frente a la mesa, sentado en un taburete giratorio, Lot Anders estaba trabajando. Se había remangado la camisa por encima de los codos y se le veían asomar los pies descalzos, enfundados en calcetines, negros y amarillos, bajo las perneras de los pantalones. Los ojos naranjas se deslizaban sobre el papel, un pliego de gran tamaño, repasando las líneas que trazaba su mano. Dibujaba con precisión, moviendo el lápiz como si fuera un neurocirujano en plena operación. No levantó la vista de su labor. Apenas se le escuchaba respirar.

Me encontré mirándole, desconfiando, sí, pero también muerto de curiosidad. El asunto de mover los muebles quedó en segundo plano. Me pregunté si debía saludarle o sería como interrumpir a un monje en sus rezos, a un mago en sus hechizos. Decidí aguardar a que lo hiciera él y me escurrí silenciosamente hacia la cocina.

Tras un asalto y saqueo a la nevera, aún masticando unos restos de pescado de la noche anterior, fui a la estantería para indagar en esos libros nuevos que había traído. Cogí uno y lo abrí al azar. Era un libro moderno que versaba sobre arquitectura antigua, con muchas fotografías en alta resolución, a todo color. Las páginas eran de papel grueso y satinado, y mostraban fotos y planos de edificios característicos del siglo diecinueve y el siglo veinte, hasta los años treinta más o menos. Había imágenes, diagramas a doble página y explicaciones en cursiva junto a cada gráfico. Casi sin darme cuenta me puse a leer, y descubrí que no tenía ni idea sobre construcción. Estaba intentando entender un poco acerca de muros de carga, pilares, vigas y vanos, cuando Lot hizo girar el taburete y me dedicó una sonrisa, guardándose el lápiz en el bolsillo del chaleco.

—Buenos días, flaquito.

Alcé la mirada y respondí a su sonrisa con la mía. Ya no estaba molesto.

—Buenos días, Lot. No quería molestarte.

—Te lo agradezco. He tenido que hacer algunos cambios.

—Ya, me he dado cuenta —respondí. Luego volvería a ordenar los libros. Tampoco era tan importante—. ¿De dónde has sacado la mesa?

—La he comprado.

—Oh. Vaya. ¿Estás diseñando tu obra maestra?

—Exacto.

—¿Puedo mirar?

—Por favor.

Me acerqué a la mesa, dejando el libro en su sitio. Lot me rodeó la cintura con el brazo mientras yo me asomaba para curiosear su trabajo. En el pliego de papel había dibujados tornillos y tuercas, tacos, alcayatas, clavos y arandelas, en diferentes vistas. Cada uno tenía su propio dibujo en color, delineado con plumilla y coloreado haciendo el efecto del brillo del metal, en color gris o con tonos ocres y oxidados. Después, varios dibujos más en todas las perspectivas posibles, con indicaciones sobre las medidas, flechitas y recuadros explicando en qué dirección se atornillaban o cuánta fuerza podía soportar cada clavo. Los dibujos se amontonaban, aunque de forma ordenada, salpicados de apuntes hechos a rotulador con una letra fina, inclinada hacia el lado derecho, que yo ya conocía.

Hice una mueca de sorpresa.

—Pensaba que ibas a construir un edificio. ¿Qué haces dibujando tuercas y tornillos? —pregunté, mirándole con franca curiosidad.

—Forma parte de eso.

—¿En serio? ¿Es necesario?

—Por supuesto. —Lot sacó el lápiz del bolsillo y lo hizo girar entre los dedos, echándose un poco hacia atrás en el taburete para mirarme a cierta distancia—. Cuando entras en un escenario diseñado por nosotros, estás pisando un mundo nuevo, construido al detalle. Desde la densidad del aire, el clima y las formas fundamentales hasta el tamaño de los tornillos, la composición del cemento, las vetas de la madera y los poros de la piedra, todo precisa de ser cuidado y detallado. La forma, el color, el sabor, la textura, la dureza, la solidez, el peso, la resistencia, la durabilidad… todas las propiedades físicas, químicas, térmicas, sensoriales, de cada objeto que tú ves han sido pensadas de antemano para que vosotros podáis percibirlas.

—Joder.

Al parecer, mi asombro le resultó gracioso.

—Pero, claro. ¿Qué esperabas? —dijo Lot, con una risilla—. ¿Que sólo era cuestión de pintar una casita, como en la escuela? No, amigo. Imagina que alguien entra en uno de nuestros escenarios y decide mover un objeto de lugar. Imagina que no hubiéramos pensado en el peso del objeto, en su resistencia a la fricción… en lo que hay detrás de ese objeto, por ejemplo. Sólo esos tres detalles. ¿Qué crees que pasaría?

—No lo sé. ¿Que no se vería nada?

—Peor aún. El objeto, al no tener peso definido, se volvería ingrávido. Al no tener resistencia a la fricción, saldría disparado hacia cualquier parte, flotando.  —Levantó el lápiz a la altura de su rostro y luego lo movió hacia un lado, siguiendo la supuesta trayectoria para ilustrar la explicación—. Y en el hueco que dejara, se vería un fragmento de lo que hay en realidad.

—El mundo real —dije, repentinamente iluminado.

—El mundo real, flaquito.

Empezaba a entender la lógica de todo aquello. Fruncí el ceño.

—Y entonces, al ver un atisbo del mundo real, esa persona… ¿se despertaría?

—Exacto.

—Pero entonces… no lo entiendo. Si tu objetivo con todo esto es que la gente despierte, ¿por qué te tomas tantas molestias?

Lot me había estado contemplando hasta entonces con ojos brillantes y una sonrisa de satisfacción se había abierto paso progresivamente en su rostro a medida que yo avanzaba en mi comprensión. Pero cuando dije eso, alzó la ceja y me miró como si fuera idiota.

—Demonios, muchacho, quiero despertarles, no matarles de un infarto. No tengo interés en arrojarles un jarro de agua fría por la cabeza y que se queden catatónicos. —Unió las puntas de los dedos y añadió, con aire soñador—: Lo que yo quiero es llevarles suavemente, de la mano, hacia la realidad… y demostrarles que, por terrible que sea, ellos tienen el poder para convertirla en otra cosa.

—¿Igual que haces tú? —pregunté.

Lot esbozó una sonrisa orgullosa y burlona al mismo tiempo. En sus ojos había un brillo extraño, una especie de enigma que me empujaba hacia el fondo de sus pupilas en una caída mareante. Sentí vértigo. Allí abajo, al final de esos pozos de negrura, se encontraba un secreto: la clave para la comprensión de una verdad fundamental, esencial, una de esas sabidurías a las que sólo se puede llegar por uno mismo. Pero el hilo se me escapaba entre los dedos mientras caía, con una mezcla de miedo y emoción. Asustado, dejé de mirarle. El ilusionista dejó oír una risilla jactanciosa y se dio la vuelta para seguir trabajando. Me liberé del extraño hechizo con un parpadeo y me fui a buscar las cajas de fotografías  y los álbumes.

Pasé las siguientes tres horas sentado sobre la alfombra, colaborando con aquel proyecto a mi manera. Rebusqué entre los pliegos de papel celofán y los sobres de polaroid, apartando las imágenes de la ciudad: las que sólo mostraban balcones, muros, fachadas y plantas de edificios. Cuando encontraba alguna que me parecía útil para él, me acercaba y la pegaba cerca de su zona de trabajo con un trocito de masilla adhesiva. Trabajábamos en silencio, sin música. Era también agradable, y me encontré disfrutando con aquello. Mirar las fotos de Alex aún me producía tristeza, pero empezaba a costarme menos trabajo enfrentarme a ello. Los recuerdos dolorosos también llegaban a mí con un sabor dulce.

A Lot se le olvidó la hora de comer. No le dije nada: me levanté y volví a saquear la nevera, convencido de que interrumpir al ilusionista en su trabajo no sería buena idea. Y tenía razón. El teléfono móvil le sonó tres veces, y lo ignoró. A la cuarta, lo agarró y lo arrojó contra la pared, con un destello rabioso en la mirada.

—¡Lot! —se me escapó la exclamación, sobresaltado por su gesto.

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Me acerqué a recoger los trozos del móvil del suelo, mirándole con extrañeza. Él se pasó las manos por el pelo, como si estuviera muy harto de algo, y se levantó para servirse una copa. Le seguí con la mirada mientras trataba de encajar las piezas de la Blackberry. Vi que la tapa de la batería estaba descascarillada y quebrada y suspiré. Cuando volvió de la cocina, le había dejado el móvil sobre su mesita y él estaba más tranquilo, con el whisky con hielo en una mano, agitándolo y haciendo tintinear el cubito en el vaso. Me miró y sonrió con cara de circunstancias. Y entonces dijo algo totalmente inesperado.

—Hoy es miércoles. Esta noche tengo que trabajar en el club.

—¿Para eso te llamaban?

—No —respondió, haciendo un gesto con la mano, como restándole importancia—, es igual. ¿Quieres venir, entonces?

Alcé las cejas.

—¿Contigo? ¿Al club?

—Sí. Conmigo. Al club —repitió, como si hablara con un niño pequeño.

Yo sonreí, excitado.

—Claro que quiero. Pero, ¿no es peligroso? Quiero decir que me encantaría verte en acción, y salir un poco de aquí, pero no sé si es prudente. Aunque… se nos dio bien el otro día, ¿verdad?

Lot se apoyó en el taburete, riendo entre dientes.

—Teniendo en cuenta que nos atacó un verdugo, sí, se nos dio muy bien. Si se nos hubiera dado mal, no estaríamos aquí. —Bebió un sorbo y dejó el vaso a un lado de la estantería. Después empezó a recoger los pliegos de papel, los enrolló y los metió cuidadosamente en el interior de un tubo de cartón—. El espectáculo te gustará. Y además, tiene que darte el aire. Cada día te pareces más a una acelga mustia.

—Es culpa tuya.

Me miró de reojo por encima del hombro, con un destello brillante en la mirada. Guardó el tubo de cartón debajo de la mesa y terminó de recoger los utensilios.

—¿Mi culpa? Oh, por favor.

—Sí. Me tienes aquí encerrado, enredado entre las sábanas todo el día.

—No, todo el día no… aunque eso te gustaría, ¿verdad? —siseó, como una serpiente seductora. Terminó de guardar sus cosas y luego se acercó a mí, con la mano en el bolsillo y la copa en la otra, lamiéndome con la mirada—. Debajo de ese disfraz de mosquita muerta hay un pervertido insaciable.

Cuando le tuve al alcance, le agarré del cuello de la camisa con las dos manos y le di un tirón como reprimenda. Su sonrisa burlona se volvió más pronunciada, y se me contagió.

—No hables como si tú fueras tan distinto.

Le rocé con los labios y él se apartó. Luego fue él quien trató de besarme y yo quien le esquivó. Nos cortejamos y nos provocamos con complicidad, exhibiéndonos para un público invisible, jugueteando al límite. Apoyé la frente en la suya para sacar la lengua y lamer su boca, y entonces su cuerpo empujó al mío y me encontré acorralado contra la pared. Sus ojos me asaltaron. Sonrió, maligno.

—Me gusta cuando asomas desde ahí adentro y pones las cartas sobre la mesa.

Le devolví una mirada traviesa y esquivé su insinuación igual que había esquivado sus labios poco antes.

—¿Qué me pongo esta noche? —susurré.

—No te pongas nada. O mejor, ponte muchas cosas para que pueda quitártelas todas. Una a una. —La última palabra sonó áspera y hambrienta. Se me echó encima y me arrolló con un beso devorador. Su lengua se enredó en la mía con exigencia.

Nos besamos y nos tocamos durante más minutos de los que podían ser sanos. Luego, excitados y sedientos, subimos al terrado. Se accedía por la escalera de incendios, a través de la ventana del salón, y había una terraza con cuerdas para tender ropa entre los tejados cubiertos de tejas rojas. Allí seguimos besándonos y tocándonos aún más tiempo, hasta que empezó a dolerme la piel y el hambre me desgarró las entrañas. Cuando atardecía, recuerdo estar apoyado contra la puerta de la escalera, mareado y ansioso. Recuerdo sus ojos maliciosos, teñidos de lascivia, jactanciosos. Su brazo alrededor de mi cintura y mi cuerpo arqueándose hacia atrás bajo la caricia de su mano, moviéndome a su voluntad, buscando su contacto como en un tango estrecho y perverso. El cielo se teñía de rojo y amarillo y su lengua se deslizaba por mi pecho y mi vientre. Cuando me tomó en su boca, el mundo se puso boca abajo. Me agarré de las barras de metal de la puerta para sujetarme, creyendo que caía hacia alguna parte.

Sus ojos estaban fijos en mí, pero yo no me atrevía a mirarle. Bastante tenía con escuchar el sonido de la succión, cómo sorbía la saliva sobre mi polla y tiraba con fuerza de mí, gruñendo hasta hundirme en su boca hasta el límite. No quería bajar la vista. Quería seguir siendo Alex, y Alex nunca se habría comportado como una zorra perversa. Pero Alex ya no existía, y yo, aunque había cambiado, no había cambiado tanto al fin y al cabo. No en eso. Así que al final le miré, y le vi allí, con una rodilla en el suelo, agarrándome de las caderas, con el pelo sobre un lado del rostro, devorándome a sus anchas, la lengua escurriéndose sobre mi sexo con un descaro digno de mí mismo. Sus ojos brillaron con un destello triunfal y cruel. Recuerdo que le agarré del pelo. Gruñí, gemí y me comporté, precisamente, como una zorra perversa.

Poco después, mientras me follaba contra la puerta de metal, haciendo chirriar la malla metálica y temblar las bisagras en los goznes, me preguntó mi nombre.

—¿Cómo te llamas? —jadeó en mi oído, embistiendo sin contemplaciones, constante y salvaje como un ariete. Me tenía agarrado del pelo. Con la otra mano, me masturbaba rápidamente—. Dímelo. Dime tu nombre.

Se me ahogaba la respiración y los gemidos no me dejaban hablar. Intentaba girarme para besarle y poder hundir el aguijón en él, devorar su deliciosa energía, pero cada vez que iniciaba el movimiento, él parecía ver mi intención y me tiraba del pelo, obligándome a mantener el rostro aplastado contra la puerta.

—Benjamin… Franklin… cabronazo —solté, entre resuellos y jadeos.

Lot se rió sobre mi nuca, con una risa resbaladiza y malvada.

—Estupendo. —Otra embestida. Otro jadeo grave—. Nunca me he follado a un Padre Fundador.

Y como siempre que no le contestaba lo que él quería oír, me castigó con contundencia hasta que no pudimos más.


. . .


Escena 15, toma tercera.

Esa tarde, vimos anochecer en el terrado. Él me abrazaba y me regaba de besos el cuello mientras el sol se ponía. Ninguno hablamos demasiado, agotados aún por el polvo que acabábamos de echar y un poco anestesiados. Luego bajamos de nuevo a casa tras arreglar un poco nuestro aspecto; Lot actuaba a medianoche y tenía que prepararse.

Si os digo que cenamos un par de sándwiches, os imaginaréis tristes rebanadas de pan con jamón y queso o algo así. Bueno, pues meteos en Google y buscad “club sándwich”. Y miráis las fotos, las que tienen patatas y ensalada y todo eso. Esa fue la cena rápida del miércoles por la noche, eso es lo que era para él un tentempié poco elaborado. Luego nos duchamos (por separado, para no liarla) y nos fuimos a vestir. Lot canturreaba una canción de Dean Martin mientras se engominaba en el cuarto de baño. Yo tenía la cabeza metida en el armario, buscando desesperadamente un atuendo apropiado. Lot me había dicho que era un club de espectáculos al que iba bastante gente joven y que no tenía que preocuparme por la ropa, pero que intentase no dejarle en ridículo, ya que íbamos a ir juntos. Yo le había mandado a la mierda, pero en cualquier caso, no pensaba presentarme allí con los tejanos y las zapatillas raídas. Tenía ganas de cambiar un poco de apariencia en honor a la ocasión. Encontré unos pantalones de algodón de color gris con finas rayitas blancas y una camisa negra con un estampado de circuitos muy disimulado, medio tono más claro.

Estaba abrochándomela y buscando un cinturón en condiciones cuando Lot entró, poniéndose los gemelos.

—¿Cómo lo llevas, osito de miel?

A veces me llamaba por apodos extraños, así con retintín, medio en broma. Algunos los sacaba de películas y otros se los inventaba. Creo que no era más que una burla al romanticismo, pero a mí me gustaba que lo hiciera.

—Bien. ¿Se puede entrar con deportivas?

—Tú vienes conmigo. Puedes entrar descalzo, si quieres. —Esbozó media sonrisa—. O desnudo.

—Habíamos quedado en que desnudo no —repliqué, mirándole de arriba a abajo.

Parecía un mafioso o un artista. Se había cambiado el aro de plata que solía llevar en una oreja, diminuto y discreto, por un brillante blanco, y se había recortado la barba en una línea que le recorría la mandíbula y terminaba en un cuadrado oscuro en su barbilla.

—Estás muy guapo —me dijo.

Sonreí, ilusionado.

—Tú también.

—En mí es normal. —Sonrió con sorna y me pellizcó la mejilla—. Voy a buscar el coche mientras terminas.

—Vale —dije alegremente, mientras metía el cinturón por las presillas del pantalón. Luego alcé la mirada, extrañado—. ¿Coche? No sabía que…

Pero Lot ya no estaba.

Diez minutos después, sonó el pitido intermitente del portero automático. Me puse nervioso, en parte por la perspectiva de salir con Lot, pero también a causa de la constante inquietud que me provocaba saberme perseguido. Los timbres me sobresaltaban, no lo podía evitar. Bajé a toda prisa por las escaleras. Llevaba el pelo suelto porque a Lot no le gustaba mi cinta, unos zapatos negros más o menos aceptables, una chupa de cuero falso, colonia de bebé y la bolsa con la cámara. Casi me descalabro a la altura del segundo piso. Cuando llegué a la calle, Lot me esperaba apoyado en la puerta de un coche morado oscuro, con los faros rasgados como ojos de gato, un radiador ancho, trasero respingón y carrocería maciza. Alcé las cejas, sorprendido.

—¿Lo has sacado de tu chistera?

Di la vuelta por detrás para dirigirme al asiento del copiloto. En la matrícula ponía “mindfucker”. La pintura estaba nueva, reluciente, y también las llantas. Lot me abrió la puerta de la derecha: la tapicería era color berenjena y parecía a estrenar. El interior del coche olía a maquinaria y caramelos.

—No, de mi ropa interior.

—Eso explica la talla —dije, travieso, instalándome en el interior del vehículo y mirando las lucecitas del equipo de sonido y una tonta muñeca hula-hula que había pegada en el salpicadero.

Mientras Lot rodeaba de nuevo el coche, yo abrí rápidamente la guantera. Estaba seguro de que el muy tunante se lo había robado a alguien, y si no, lo acababa de comprar. Pero el interior del cubículo estaba atestado de cedés y no encontré los papeles. Entró y arrancó el vehículo con un suave giro de llave mientras yo ojeaba la selección musical.

—Como si estuvieras en tu casa. Pero ponte el cinturón.

El motor se puso en marcha con un ronroneo dulce y nos pusimos en marcha. Los faros iluminaban con claridad el paisaje urbano mientras nos deslizábamos con elegancia por las calles. Lot conducía con una mano, con mucha facilidad, sin hacer ningún movimiento brusco. Yo había montado en coche antes, y aunque no recordaba demasiado bien la experiencia, tenía en mente algo abrupto, traqueteante y con tirones. Aquello, por el contrario, era como navegar. En cuanto a los cedés, desistí de encontrar una explicación a aquel caos. Si algún investigador de estos de “mentes criminales” hubiera tenido que averiguar qué clase de persona era Lot Anders a través de sus gustos musicales, habría tenido que pedir baja por depresión. Perplejo, pasaba una cajetilla tras otra: Chuck Berry, Bauhaus, Pet Shop Boys, Louis Armstrong, U2, Wagner, B. B. King, The Cure, El Barbero de Sevilla, Telemann, Britney Spears, Kraftwerk, Queen, Moby, Jerry Lee Lewis, Enya y Lady Gaga se encontraban presentes. Y un montón de grupos que no conocía.

—Estás como una cabra —comenté, guardando el montón de cedés y poniendo uno al azar. Una música electrónica, enigmática y envolvente, empezó a sonar. Era relajante.

—El cinturón —repitió Lot. Y como no le hacía caso, se estiró por encima de mí para ponérmelo él mismo.

Al abandonar la periferia, las luces de la ciudad se desplegaron ante nosotros como un paisaje estelar, brillantes y coloridas. Salimos a una vía de tres carriles y el coche aceleró para adaptarse a la velocidad del tráfico. El resplandor rojo de las luces de freno, los semáforos parpadeantes y las farolas blancas y ambarinas en movimiento eran tan hipnóticas como la música y por un momento pensé que todo aquello estaba muy bien, que me gustaría poder seguir así toda la vida, dejándome llevar por él, ya fuera en el coche, en la cama, en todo. Pensé que sería maravilloso engancharme a él.

Así somos las rémoras. Es nuestra programación genética. Somos adaptables, complacientes, hambrientas y dependientes. Somos parásitos, esa es la cruda realidad. Y todos los pensamientos emocionales y racionales que podamos tener, por mucho que creamos que son producto de nuestra reflexión, de nuestros sentimientos (¿sentimientos?), están motivadas por ese instinto primario y reptiliano: encontrar un huésped. Encontrar un huésped al que podamos agarrarnos y al que secar… y después, esperar al siguiente.

Yo había tenido muchos huéspedes antes, aunque no quisiera pensar en ello. Había secado a muchos hijos de puta y a muchos pobres desgraciados. Pero a Lot no quería secarle. No, a él no quería consumirle del todo. Sólo quería engancharme a él. En el fondo de mi ser sabía que, si lo hacía, no podría evitar destruirle, como había destruido a Alex, a quien tampoco había querido hacer daño… pero ese jodido final ineludible no me gustaba. Me amargaba. Tampoco quería pensar en ello, lo que quería era soñar. Soñar con un futuro, con que existía el futuro y podíamos pasarlo juntos. Soñar con nuestra historia de amor, la que estábamos fabricando, artificial, sí, pero también real. Soy una rémora, y según nuestra programación genética, ese deseo de ser remolcado por alguien es lo más cercano al amor que puedo sentir. Y según esa misma programación,  siempre acababa mal. Pero qué cojones, aún podía soñar, mientras la gran urbe se extendía a nuestro alrededor como una anémona, abriendo sus brazos ciliados, mostrándonos todos sus caminos, invocándonos con el parpadeo de los neones y la magnificencia de las torres y los rascacielos. Dejé que mis pensamientos se perdieran y, cuando me quise dar cuenta, Lot estaba esperando a que saliera otro coche para aparcar.

—¿Hemos llegado? —pregunté, algo sorprendido.

—Hemos llegado —afirmó él.

Nos encontrábamos en una calle larga y ancha, porticada, con edificios de fachadas elegantes y antiguas por un lado y un parque grande rodeado por una verja al otro. Bajo los soportales se disponían en una misma fila diversos locales nocturnos con decoraciones similares en los que se veía pulular gente: Un restaurante italiano, una cervecería alemana, un café, un café teatro, un par de pubs y una taberna irlandesa, entre otros que no pude distinguir. Todos tenían una luna de vidrio y una puerta al lado, y algunos habían dispuesto mesas y sillas de mimbre afuera, bajo el techado de la calle.

—¿Cuál es?

—Ese de ahí —respondió, señalándome un establecimiento con el dedo. Sobre la puerta y la luna, que en este caso estaba decorada con cristales romboides de colores, había un letrero al estilo de los mesones antiguos en el que se leía el nombre, “La Tabla Esmeralda”, escrito en complicadas letras góticas—. ¿Me das la caja de Pandora y el bastón? Están en el suelo de atrás.

Parpadeé y me incliné entre los dos asientos, cogiendo lo que me pedía. El bastón ya lo conocía. La caja era negra, de madera, cerrada con un broche, del tamaño de una caja de zapatos.

—¿Esta es la famosa caja que contiene todos los horrores? —pregunté, mirándola con atención. Por algún motivo, no me habría extrañado que fuera así. De Lot uno podía esperarse cualquier cosa.

—También contiene la esperanza, o eso dicen los mitos griegos —comentó ligeramente en respuesta. Había apoyado el codo en la parte de atrás del asiento para mirar hacia su espalda mientras maniobraba para encajar el coche entre otros dos—.  Pero no puedes fiarte de esa gente.

—¿Por qué?

Yo le miraba el cuello. En esa postura se le marcaban los tendones y me estaban dando unas ganas terribles de saltarle encima y morderle, y de follar en ese coche tan pulcro, limpio y ordenado.

—¿Cómo que por qué? Por Dios, flaquito. Su mitología es un circo de los horrores. Dioses que salen de la cabeza abierta de otros, buitres comiéndole el hígado a un tío que sube a una montaña… parece el delirium tremens de un borracho.

—Pues a mí me parece interesante.

Se encogió de hombros, echando el freno.

—Si te gusta el gore y el porno duro, yo no te voy a juzgar.

—No seas bruto. Seguro que son metáforas.

Salimos del coche y le di sus cosas, mientras él cerraba con un mando electrónico. Los seguros se bajaron y los faros destellaron dos veces. Se guardó el llavero y agarró la caja bajo el brazo, sujetando el bastón con la mano y echando a andar con su aire de dandy. Yo caminaba a su lado. La brisa era agradable a esas horas de la noche y en la calle de los soportales, varios jóvenes con gafas de montura de pasta y pinta de bohemios conversaban, fumaban y bebían. El lugar me resultaba familiar, como si hubiera estado por allí antes. Al llegar frente a la puerta de madera y cristal de La Tabla Esmeralda, Lot la empujó con el bastón, mirándome fijamente y cediéndome el paso, como siempre.

—Detrás de ti, querido.

Le sonreí y entré sin pensármelo, echando un vistazo para reconocer el local. La iluminación era suave, dorada, y la música que sonaba de fondo era algún tipo de chill out moderno y elegante. Había una gran lámpara de araña en el techo, una barra a la derecha con taburetes delante, y mesas y sillas esparcidas por el local, cada una diferente, como si las hubieran comprado en tiendas de segunda mano o restaurado de forma casera. En el lado que pegaba a la cristalera se disponían algunos bancos que imitaban los de los coros de las iglesias, con mesas anchas entre cada par, todos con tapicería roja. Al fondo, un pequeño escenario con focos se encontraba vacío, aguardando. Las paredes estaban forradas de madera y lucían carteles de publicidad antigua y fotos de chicas pin-up. En el muro del fondo se encontraban, colgados unos sobre otros de forma abigarrada, gran cantidad de objetos dispares: una placa de calle, un timbre de bici, una lámpara de pantalla de tela, una corneta, un timón… Sonreí, satisfecho. El sitio me hizo sentir cómodo enseguida. Todo era muy del estilo de las cosas que Alex amaba, caóticas, cotidianas y hermosas. Dos chicas morenas de ojos verdes y un hombre cincuentón, muy sonriente, con la complexión de un toro y los brazos musculosos, atendían a la clientela en la barra y las mesas vestidos de impecable negro. Había bastante gente, pero el local no llegaba a estar atiborrado.

Lot saludó a las chicas mientras avanzábamos en busca de una mesa libre.

—¿Se pueden hacer fotos aquí, Lot? —pregunté—. Quiero hacerte un reportaje, pero no usaré el flash para no molestarte.


Me senté frente a una mesita de cristal y me descolgué la cámara del hombro. Lot iba a responderme cuando el hombre se nos acercó. La camisa negra era de manga corta y llevaba un delantal con bolsillos a la cintura y un abridor asomando de uno de ellos. Tenía el pelo rizado y muy corto, con las sienes canosas, y los ojos de color azul, claros y honestos.

—Hola, Lot. ¿Cómo vas? —Le palmeó la espalda. Mi amante le devolvió una sonrisa, mientras el hombre se dirigía a mí—. Hola, buenas noches.

—Buenas noches —respondí. Me gustó instantáneamente, era una de esas personas que te hacían sonreír sólo porque ellos sonreían.

—Abel, este es Alex. Viene conmigo esta noche.

Me levanté para estrechar la mano al hombre. Supuse que era el dueño. Su mano fue al encuentro de la mía y la apretó con afectuosidad.

—Encantado, Alex. Estás en tu casa.

—Tiene un local muy bonito —dije.

Sus ojos brillaron con orgullo paternal y supe que había acertado.

—Gracias. Me alegro de que te guste.

—Alex es fotógrafo —explicó Lot, dejando el bastón colgado en el respaldo de mi silla por un momento—, ¿te importa si toma algunas fotos del espectáculo?

—Por supuesto, haz todas las que quieras. Si las publicas, no te cortes en mencionar el nombre y la ubicación del local. Siempre viene bien.

Asentí con firmeza. No pensaba subir ninguna foto a Internet ni nada por el estilo, pero me parecía de muy mala educación hacérselo saber sin que viniera a cuento, con lo majo que era el tío.

—Lo haré, descuide.

Mentira piadosa. Abel se quedó, no obstante, muy satisfecho. Luego se volvió hacia Lot, con la mano en su hombro todavía.

—En media hora empiezas. Echa un vistazo en la trastienda por si necesitas algo más y me lo dices sin falta.

—De acuerdo. Apúntame lo que sea de esta mesa. —El ilusionista me miró—. Voy a preparar las cosas, flaquito. Tómate lo que quieras, no te cortes.

—Vale. Estaré aquí.

Intenté que no se notase el repentino desamparo que me causaba quedarme solo. Mi amante no pareció percatarse de ello y se dirigió hacia el fondo del local, donde había una puerta de madera sólo para uso del personal. La cruzó y desapareció de mi vista. Suspiré y tamborileé nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Abel también había desaparecido, pero volvió a los pocos segundos con una carta de cervezas y cafés y dos cuencos de cristal, uno con frutos secos y otro con gominolas.

—Bueno, Alex. A tu aire, ¿de acuerdo? —me dijo amablemente—. Como si estuvieras en tu casa. ¿Quieres tomar algo para empezar?

Abrí la carta plastificada y repasé con la mirada las diversas bebidas. Finalmente, escogí un cocktail que habíamos hecho Lot y yo en casa, de color rojo piruleta. Abel tomó nota y volvió al poco rato con una botella de cristal y un vaso de vidrio decorado con pie de metal. Le agradecí con la cabeza y me serví una copa mientras observaba distraídamente el trajín del local. Una de las chicas de ojos verdes salió de la trastienda y probó las luces. Luego instaló una pequeña máquina de humo. A mi alrededor, la concurrencia lanzaba miraditas hacia el escenario mientras conversaban animadamente. Sus voces se elevaban por encima del volumen de la música, creando un rumor que, por alguna razón, me resultó agradable.

Al cabo de unos minutos empecé a ponerme nervioso. Tenía ganas de que empezara el espectáculo, sí, pero también me inquietaba estar fuera de casa. Nos estaban persiguiendo, nos querían matar. Y Lot ni siquiera estaba a la vista. Si entraba alguien peligroso, él no lo sabría. Podrían descerrajarme un tiro en la boca ahora mismo y mi amante no se enteraría hasta escuchar el ruido de la detonación. Me empezó a dar hambre y me tragué todo el contenido de los boles de forma compulsiva. Entonces, cuando la situación empezaba a provocarme ansiedad suficiente como para sentir ganas de ir al baño, las luces bajaron progresivamente, una música misteriosa comenzó a sonar y los focos y la máquina de humo se pusieron en marcha, tiñendo el escenario de nubes de color azul y violeta. Me sobresalté de emoción. El público empezó a aplaudir y a silbar, entusiasmado.

Saqué la cámara de la funda y me fui a un lado, intentando no llamar mucho la atención. Ajusté los parámetros un poco al azar, confiando en recordar lo suficiente sobre mi puñetera profesión —la de Alex— como para hacer fotos aceptables, y miré a través del visor. En medio de las líneas negras, encuadrado, le vi surgir de entre la niebla coloreada que se disipaba. Estaba de pie en el centro del escenario, con las piernas separadas y la cabeza gacha. Sujetaba el bastón con ambas manos, con la punta apoyada en el suelo entre sus pies. Detrás de él, dos brazos femeninos ondulaban como serpientes, moviéndose lentamente al ritmo de la música ambiental, nebulosa y mística, enigmática. En un momento dado, el ilusionista alzó la mirada hacia el público y levantó un brazo, tendiéndole la mano a su ayudante. Ella salió de detrás de su cuerpo y se colocó a su lado. Era una de las camareras, con el pelo suelto, un vestido holgado estilo años veinte y un precioso maquillaje que resaltaba sus enormes ojos verdes. Lot también estaba maquillado: su mirada ambarina y misteriosa, que brillaba con un color propio a pesar de los focos de colores, se destacaba sobre el fondo ahumado de los párpados, enmarcada entre profundas líneas negras. Le favorecía mucho.

Lot hizo girar el bastón y lo apoyó en el suelo de nuevo, alejándose de él dos pasos. Éste se quedó erguido, como si la punta se hubiera pegado al suelo. Se quitó la chaqueta y los guantes con la colaboración de su ayudante y se remangó por encima de los codos. Luego empezó a mover los dedos en torno a los jirones de humo que habían quedado sueltos sobre el escenario una vez se había apagado la máquina. Éste, poco a poco, fue tomando forma, torneándose y moldeándose hasta convertirse en algo parecido a una imagen de vapor: un rostro humano, que fue surgiendo poco a poco de la masa de volutas informes, con largos cabellos que ondulaban a su espalda. Era parecido a mirar las nubes y buscar semejanzas, solo que en este caso, era muy clara y apenas había que usar la imaginación.

Fascinado por los movimientos del ilusionista, por su presencia hipnótica que ahora extendía su influjo sobre todos los presentes, tuve que recordarme apretar el disparador de la cámara. Lot miraba al público ahora, alzando la ceja, como si no entendiera muy bien qué miraban con tanta atención. Entonces, el rostro hecho de humo le lanzó una dentellada que no llegó a alcanzarle. Lot se volvió hacia aquella cara traidora y se acercó para besarla en la boca. Al hacerlo, el humo se diluyó, transformándose en una serpiente larguirucha que se escurrió fuera del escenario y comenzó a reptar, convertida en humo púrpura, entre las mesas. La seguí con el objetivo de la cámara. El público aplaudía y lanzaba vítores, fascinado; algunos se agachaban para tocar la bruma y dejar que se filtrase entre sus dedos, mirándose unos a otros, sorprendidos y alegres.

Sonreí estúpidamente. Había visto a Lot Anders abrir puertas en calles invisibles, convertir una escalera en un laberinto y atravesar un espejo para ir a casa. Todo eso era mucho más impresionante que una boba serpiente de humo, pero aun así, con la música, con los efectos, con sus teatrales movimientos y las miradas impresionadas del público, Lot resplandecía. Era su ambiente, aquel era su mundo, no hacía falta más que verle para comprenderlo. Aquel era su mundo y nos arrastraba a todos dentro. La muchacha que le ayudaba se veía también muy auténtica; en ocasiones parecían bailarines, cuando él la cogía de la mano para ayudarla a colocarse en uno u otro lugar mientras seguía creando maravillas a partir del humo: globos redondos que avanzaban hacia ella, flotando, y que la chica tocaba con los dedos haciendo pasos de baile, una cinta que ella tomó entre las manos para hacer un par de cabriolas de gimnasia rítmica y pájaros que después se convirtieron en flores que ella se puso en el pelo antes de que se disiparan.

Entonces, la música cambió. La muchacha pareció sustraerse un momento y se fue a un lado del escenario, aguardando, buscando con la mirada algo, o a alguien. Lot estaba recogiendo el bastón cuando se dio cuenta de su actitud y se volvió hacia ella. Su semblante se volvió duro. Ahora no había nada extraordinario salvo la actuación de los dos artistas; ella, distante, aguardando en un extremo. Él, suspicaz y confuso. Entonces, de la puerta de la trastienda, que se abrió por sí sola, surgió una sombra. Era alguien que caminaba hacia el escenario fuera de la iluminación de los focos. Uno de ellos se dirigió hacia él y entonces hasta yo me impresioné. Aparté la cámara para verle bien y comprobar que el visor no me engañaba. Era Lot. O más bien, un segundo Lot. Llevaba la misma ropa, estaba peinado exactamente igual y se movía de la misma forma que mi amante. La chica, que le aguardaba en el extremo del escenario, sonrió cuando se encontraron. Le ayudó a subir y se abrazaron. Y a su alrededor, mientras el otro Lot, el verdadero, observaba la escena con rabiosa ira, comenzaron a crecer nudosas ramas llenas de espinas… y en ellas se abrieron flores. Rosas rojas.

El público ya no aplaudía ni comentaba lo que estaba teniendo lugar en el escenario. Todos contemplaban, atónitos, la extraña aparición. A veces se miraban unos a otros, cautelosos, como si quisieran comprobar las reacciones de los demás. Y yo también lo hacía. Los únicos que parecían ajenos al hechizo, sonrientes y entusiasmados, eran Abel y la otra camarera, que observaban la escena de brazos cruzados, muy orgullosos.

El segundo Lot cortó una rosa para la chica y ésta la olió, emocionada. Luego se la lanzó al público. Una veinteañera con gafas y el pelo muy corto la atrapó y se la mostró a sus amigos. Todos la tocaron, comprobando si era una rosa de verdad o una imitación de plástico.

Entonces, de improviso, el primer Lot agarró el bastón y tiró con fuerza de la empuñadura, desenvainando un estoque. Vino a mi cabeza el bastón de Mundson, en Gilda, y el corazón me dio un brinco en el pecho. Estaba muy metido en la jodida historia que estaban representando, sí, pero es que lo hacían muy bien. Y además, me aterraba pensar que hubiera algo de real en todo aquello. Al fin y al cabo, si algo había aprendido en aquellos días con Lot era que la realidad y la ficción estaban sólo a un paso de distancia, y que era muy sencillo dar ese paso incluso sin darse uno cuenta.

Lot avanzó con el estoque. Las rosas y las espinas estallaron en humo rojo. La chica y el segundo Lot miraron alrededor y después, a él, que se abalanzaba sobre ellos. El primer Lot les atravesó a ambos con el estoque… y el segundo Lot desapareció. Pero no así la chica. Ella estaba encogida, mirando al ilusionista con expresión aterrada. Vi la sangre manar de la herida, manchar su vestido. La tocó, con dedos temblorosos. A mi alrededor, el público aguantaba la respiración. Algunos se habían puesto en pie, tensos, dispuestos a llamar a la policía o a acudir en ayuda de la muchacha si era necesario… pero nadie parecía estar muy seguro de si estaban actuando o no. Hasta cierto punto, la escena había sido teatral, sí. Hasta cierto punto. Pero la cara que ahora ponía ella era sobrecogedora. Tenía lágrimas en los ojos y estaba pálida debajo del maquillaje. Lot miraba alrededor, lívido de ira, nervioso. Arrancó el estoque de su cuerpo con dificultad y ella cayó al suelo.

Lot se arrodilló a su lado y empezó a buscarle el pulso. Entonces, cuando algunos espectadores ya echaban la mano a sus teléfonos móviles y yo mismo no estaba seguro de si tenía que salir corriendo, el mago tiró con fuerza de la punta del vestido de su ayudante, poniéndose en pie de un golpe… y una bandada de mariposas surgió del escenario, volando en todas direcciones, buscando una salida del local. Ella ya no estaba ahí, ni tampoco su vestido, sólo el ilusionista, de pie, con el rostro alzado y los brazos abiertos, mientras un centenar de alas batían en silencio, resplandeciendo en colores azules, violetas y naranjas, topando contra las lámparas y tratando de escapar al aire libre. Abel abrió la puerta y la horda de insectos huyó a empujones, dejando tras de sí a un público maravillado y sonriente.

—¡Que sí, que he tocado una! —exclamaba una chica, en una mesa, junto a mí.

En el escenario, Lot Anders lanzaba el bastón al aire y se daba la vuelta con elegancia. Golpeó luego el suelo con él y una nube de humo se elevó. En el centro de la misma, su silueta se hizo visible en la misma postura que al principio, y cuando la niebla se disipó, la chica estaba delante de él. La mantenía abrazada por la cintura y ella le rodeaba el cuello con sus brazos, con la espalda pegada a su pecho. Los aplausos estallaron como una tormenta. Él la hizo dar una vuelta de bailarina y luego la besó, inclinándola hacia atrás como en las películas. Se escucharon silbidos y fuertes gritos de entusiasmo. Yo también aplaudía, silbaba y gritaba, exaltado. La cámara colgaba de la cinta, sujeta a mi cuello. No había podido hacer fotos durante la segunda mitad. En realidad, se me había olvidado.

Lot y la muchacha se cogieron de la mano y saludaron al público, inclinándose. Una ovación general resonó bajo el techo de La Tabla Esmeralda. Abel aplaudía con fuerza. Todos estaban felices, vibrantes de energía, fascinados. Una súbita emoción se me agarró al pecho. Comprendí que era eso lo que significaba la magia, que era eso lo que arrancaba a los hombres de sus grilletes, lo que les hacía libres de sí mismos, tanto como de otros. Soñar. El mago y su ayudante desaparecieron detrás de la puerta de la trastienda, las luces volvieron a su intensidad normal y volvió a sonar música. La gente empezó a pedir copas y Abel y la otra camarera se vieron saturados de trabajo durante un rato, aunque no pareció importarles. Yo volví a mi mesa. La gente a mi alrededor parecía más animada que antes después del espectáculo y no dejaban de comentarlo.

Mientras guardaba la cámara, recuperándome de la interpretación, se me fue el santo al cielo. Aún estaba sensible. Y por eso, cuando me tocaron en la espalda para llamar mi atención, di un respingo y se me subió el corazón a la boca. Me di la vuelta, sobresaltado, y se me demudó la expresión.

—Hola.

Era Nun, la chica del pelo rosa. Me miraba, sonriente y afable. Pero a mí su sonrisa no me hacía ni puñetera gracia. Empecé a mirar a todos lados, algo paranoico, a la defensiva.

—Hola.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, notando mi desconfianza.

Me apresuré a disimular.

—Nada. Es una sorpresa verte aquí.

—¡Sí! —exclamó ella, alegremente—. Yo tampoco esperaba verte aquí. ¿Me puedo sentar contigo? —Antes de que le respondiera, apartó la otra silla y se apoltronó allí a mi lado. Empecé a odiarla intensamente—. Es que he venido sola, y cuando estoy sola en un bar me aburro un poco. Aunque he estado sentada yo sola hasta ahora. Pero no me he aburrido nada. Cualquiera se aburre viendo a Lot, ¿verdad?

—Sí, claro —repuse con desgana. Su simpatía me agotaba.

—Mola demasiado. Soy su fan número uno.

—¿En serio? —pregunté, incrédulo y hastiado.

Ella asintió. Tenía los ojos azules, como Abel, igual de honestos. Al menos en apariencia. Su sonrisa formaba una v debajo de su nariz respingona y la mirada le brillaba de júbilo.

—Sí, claro. Le sigo hace tiempo.

Me pregunté si lo decía con segundas. Tal vez nos tenía vigilados, pero lo consideré improbable. Esa muchacha era demasiado llamativa. Además de tener el pelo rosa, vestía de un modo muy estrambótico, con calentadores gruesos en las piernas hasta la rodilla, unas deportivas enormes, falda de tablas rosa chicle y una sudadera con un estampado de microchips muy parecido al de mi camisa. Alcé la ceja ante la similitud.

—Bonita chaqueta.

—¿Te gusta? Me la compré en Camden. Es un mercado de Londres.

—Sí, lo sé. —Guardamos silencio un rato. Sin saber muy bien qué hacer o qué decir, empujé el bol de gominolas hacia ella. Quedaban tres fresas de goma, apelmazadas—. ¿Quieres?

—Gracias. —Sonrió y se las metió en la boca. Luego me tendió la mano—. Yo soy Nun.

Ya sé quien eres, golfilla, pensé. Sin embargo, le estreché la mano.

—Alex. Encantado. Aunque ya sabes mi nombre, ¿no?

—Sí. Pero no tienes que tenerme miedo. Soy inofensiva.

—Eso no lo sé.

—Pero te lo estoy diciendo yo.

—Hablar es fácil.

—¿Es que te parezco peligrosa?

—Las cosas pocas veces son lo que parecen. Yo tampoco parezco peligroso.

Ella se echó a reír, de buen humor.

—De acuerdo, punto para ti. Pero es igual, estamos en un bar lleno de gente, aunque fuera una criatura terrible no podría hacerte nada. —Sonrió de nuevo y apoyó los codos en la mesa, mirándome insistentemente—. ¿Qué, cómo lo llevas?

—Muy bien. Gracias.

Maldije a Lot para mis adentros. ¿Dónde diablos se había metido? No creía que fuera necesario tanto tiempo para guardar sus cosas y quitarse el maldito maquillaje. Su ausencia me estaba poniendo enfermo.

—Me alegro. —Ella desvió la mirada, frunciendo el ceño—. He estado intentando hacer razonar al señor Anders, pero se ha vuelto completamente gilipollas desde que se lió parda en el puente. Y esto último, lo de Isaac, no ha ayudado. ¿Como se os ocurrió?

La miré, fingiendo no saber de qué iba todo aquello.

—Isaac quería hablar conmigo. Lot le trajo a casa y hablamos. —Me encogí de hombros—. Después, Lot le devolvió.

Ella alzó la mirada al cielo, exasperada.

—Sí, gracias a Dios que lo devolvió. Pero estaba hecho polvo, aún se está recuperando.

—Lot no es ningún matón —solté, con la boba necesidad de salir en su defensa. Ella me miró, perpleja—. Y el chico estaba bien, sólo le durmió.

—Ya… claro.

Bien. Yo sabía que le había estado vaciando durante un ratito. Pobre Isaac. Pero no había sido para tanto, el muchacho no había muerto y Lot me había prometido que todo iría estupendamente, que se iba a recuperar. Sólo andaba un poco pálido y ojeroso cuando salió de casa. Bueno, cuando se lo llevó, más bien. No entendía a qué tanto drama, y sobre todo, no sabía qué narices quería Nun. Así que le pregunté directamente.

—¿A qué has venido?

Me pregunté si Lot había pensado que era buen momento para tirarse a su ayudante en la trastienda. Más que por celos, me irritaba por hacerme pasar ese agradable rato en compañía de la nueva estrella de Disney Channel.

—A ofreceros una oportunidad —respondió ella.

—¿Qué oportunidad?

Nun se inclinó sobre la mesa y me miró fijamente.

—Alex, dime… ¿Te gustaría vivir tranquilo de verdad? Sin tener que mirar alrededor cada vez que sales a la calle, cada vez que alguien se te acerca en un bar. Sin tener que esconderte ni huir nunca más.

Chasqueé la lengua y solté una risita. Eché el resto del contenido de la botella, ya algo caliente, en la copa. Bebí un trago, mirando alrededor. Los Vigilantes pueden llegar a ser de lo más cargantes con sus preguntas obvias, os lo aseguro.

—Pues claro. Como a todo el mundo.

—Nosotros os podemos dar esa tranquilidad, Alex. A ti y a Lot, a los dos.

La miré, ácido y lleno de escepticismo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo, si puede saberse? Porque no se la habéis dado a él hasta ahora, ninguno de vosotros. ¿A qué viene ese interés repentino?

Nun agrió el gesto.

—¿Por qué dices eso? Claro que se la hemos dado. Pero él se ha empeñado en irse por libre y mandarnos a todos al infierno. Escúchame —insistió, alargando la mano para agarrarme del brazo en un ademán vehemente. Me tensé de inmediato, pese a que su contacto no era brusco—. Lot cree que se las puede arreglar solo ahora que te tiene a ti para alimentarse. Pero no va a poder. Le archivarán, romperán su conexión con la Organización y eso no podrá compensarlo de ninguna forma, no por sí solo. Para colmo, os están buscando. Antes y después os encontrarán. No podemos protegeros más si no nos ayudáis a hacerlo.

—No tengo ningún interés.

Dejé pasar toda aquella información para poder mantenerme en mis trece. No quería saber nada de eso. Archivarles, encontrarles. Sí, yo sabía lo que significaba eso, y no era nada en lo que quisiera pensar en ese momento. Nun pareció impacientarse aún más.

—¿Es que no me crees?

—Tengo las mismas razones para creerte a ti como a cualquiera. Me gusta tu chaqueta y pareces maja, pero últimamente las cosas resultan ser muy distintas a lo que parecen.

Ella resopló.

—Ya, claro. Esa postura es muy cómoda —replicó, gesticulando un poco con una mano—. Yo no puedo demostrarte nada si tú no quieres intentarlo ni siquiera; es como decirte que el agua moja, pero si tú te niegas a abrir el grifo, ¿cómo vas a saber si digo la verdad o no? Conduciéndoos de este modo es normal que no podáis confiar en nadie.

Fruncí el ceño. Tenía que admitir que ese argumento era difícil de rebatir. Aflojé un poco mi actitud defensiva.

—Vale. Y asumiendo que dijeras la verdad, ¿como vais a darnos esa libertad que decís que podéis darnos?

Ella esbozó una sonrisa irónica.

—Te diría que le preguntases a Lot, él sabe cómo funcionamos… pero, viendo lo informado que estás de todo, doy por hecho que no sólo no te ha contado nada, sino que además te ha mentido.

Aquellas palabras me molestaron más de lo que podía justificar. Sí, yo sabía que Lot era un mentiroso, pero no me gustaba que nadie me lo recordara. Es muy difícil autoengañarse cuando alguien te hace notar la realidad. Como en esa fábula, la del traje nuevo del Emperador. Bueno, parecido.

—Eso no importa ahora. Cuéntamelo tú y así no habrá problemas.

—Bien, te cuento. —La chica infló los carrillos y levantó los ojos al techo, luego suspiró y empezó a hablar—. Los Vigilantes tienen una infraestructura, medios, refugios y guardaespaldas, al igual que la Organización a la que Lot y tú pertenecíais. Además, poseemos un par de cosas en las que ellos están interesados, así que podemos negociar para que os dejen en paz. —Hizo una pausa, encogiéndose de hombros—. En última instancia, si no quieren negociar, se os asignarán guardaespaldas y Lot podrá, con ayuda de los medios que le ofrezca nuestra alianza, habilitar una zona segura para vosotros, además de impedir la entrada del enemigo en los entornos que frecuentéis. Eso os da una cobertura mucho mayor de lo que podemos daros ahora, persiguiéndoos por todas partes para intentar evitar que os machaquen.

Apreté los dientes y aparté la vista de ella con aire desdeñoso. No me gustaba su forma de hablar, como si estuviéramos vivos todavía gracias a ellos. Naturalmente yo no sabía qué habían hecho o dejado de hacer los Vigilantes por nosotros… pero sí sabía que nadie me ayudó a mí cuando Mara me extorsionó. Y nadie estaba en la fábrica de Lot cuando ella la destruyó y casi nos mata. Sobrevivimos solos. Ahora no quería aceptar su maldita compasión… y además, no era capaz de fiarme de ellos.

—¿Guardaespaldas y zonas de seguridad? No sé que idea tenéis de lo que es la libertad —espeté.

Ella se echó más hacia adelante, casi encima de mí. Tenía los ojos muy abiertos y brillaban de indignación. El Club Disney se había enfadado conmigo.

—¡Maldita sea, Alexander! Este mundo está en guerra. ¿Es que no te enteras, o no te quieres enterar? Hace dos días, tú eras el enemigo. ¿No te das cuenta de hacia dónde estáis caminando? ¿Me hablas de libertad cuando os están persiguiendo para mataros? Mara y Saúl os están buscando, y van a dar con vosotros antes o después. —Me tensé en la silla y me puse de pie, repentinamente nervioso. No lo soportaba más. No quería escucharla más. Si seguía hablando, acabaría por darle una bofetada. Ella parecía incapaz de entenderlo y me miraba, insistente, frustrada—. ¿Por qué queréis morir tan pronto?

—Porque queremos vivir como nos venga en gana —repliqué, levantando un poco el tono.

Entonces noté la presencia a mi espalda y mi inquietud se esfumó. Lot había regresado. Sus dedos rozaron mi cintura y sentí su cuerpo contra mi costado cuando se posicionó junto a mí.

—Tú nunca has entendido estas cosas. No eres más que una cría. —La voz de mi amante era tranquila y serena. Nun le miró con reproche—. Entiéndelo de una vez. No vale la pena vivir encadenado, aunque esas cadenas sean lo único que nos impide caer al abismo.

—¿Y cuál es tu maldita solución, Lot Anders? —dijo ella, herida.

Tenía los puños apretados y una profunda arruga en el entrecejo. Parecía una adolescente enfadada. Me dio un poco de pena. Lot esbozó una media sonrisa y de pronto me dio la sensación de que su presencia irradiaba magnetismo.

—Aprender a volar.

Le miré, maravillado por su declaración. Me sentía muy orgulloso de pronto, y emocionado. Seguro de que todo iría bien. La chica, por el contrario, se pasó las manos por la cara, desistiendo.

—Genial. Muy épico. ¿Y qué vais a hacer cuando Alex necesite alimentarse de nuevo? ¿Volveréis a secuestrar a Isaac?

—No vamos a secuestrar a nadie —afirmé yo.

—Claro que no —dijo mi amante, agarrándome de la mano con naturalidad—. Te invitaré a casa a tomar café, Nun. Y cuando menos te lo esperes, te dormiré. Luego te guardaremos en la nevera, con una pajita metida por el culo para hacernos daiquiris contigo.

—¡Guarro! —exclamó ella, poniéndose de pie. En sus ojos azules brillaba la inquietud.

—Metomentodo. —Lot se volvió hacia mí—. Coge la cámara, querido. Nos vamos a casa. Ya está bien de aguantar tonterías por esta noche. Si esto se prolonga mucho más, nos va a amargar el espectáculo.

Obedecí de inmediato, mientras Lot y su vieja amiga intercambiaban cariños.

—Capullo. Eres un capullo. Os vais a buscar la ruina y no podremos hacer nada para evitarlo.

—Nadie os lo pide, guapita. Tómate lo que quieras y dile a Abel que lo apunte en mi cuenta.

Nun suspiró, resignada ya.

—Id con cuidado.

—Claro. Hasta otra, Nun. —Lot llevaba la caja de Pandora bajo el brazo y el bastón en la misma mano. Con la otra, tiraba de mí hacia la salida mientras yo intentaba dejar una propina para Abel y las chicas—. Cómprate una vida propia y deja de husmear en la mía, anda, bonita.

—De nada, soplapollas —dijo ella a lo lejos.

Salimos a la calle y el aire fresco me reconfortó. Aparté a la fuerza la inquietud y traté de borrar aquellos últimos veinte minutos, esconderlos debajo de la alfombra de mi subconsciente y hacer como si nada hubiera ocurrido. Lot me ayudó, charlando animadamente sobre el espectáculo mientras nos dirigíamos hacia el coche, que estaba enfrente, cerca de una esquina. Cuando estuvimos instalados en el vehículo, la tapicería morada y el aislamiento que proporcionaban la carrocería, las lunas de vidrio y la música suave que sonaba en el lector de cedés me ayudaron a evadirme por completo de toda la mierda que Nun había soltado sobre mí.

Lot puso el coche en marcha.

—¿Te han gustado las mariposas?

Sonreí.

—Sí. Pero, sobre todo, las rosas.

—¿En serio?

Me miró de reojo y terminó de barrer todo el malestar con su sonrisa pícara.

—Sí, de verdad. Todo el mundo estaba muy emocionado.

Él pareció muy orgulloso. Se irguió en el asiento y me puso una mano sobre la pierna. Yo me quedé contemplándole, ahí en mi asiento, sin ponerme el cinturón, mientras recorríamos el camino de regreso. Se había desmaquillado, pero aún le quedaban restos de delineador. Su mirada era mucho más intensa y profunda así. Pensé que le sentaba muy bien.

—He estado pensando en este número durante estos días. En realidad, hoy había planeado hacer otra cosa, pero lo he cambiado. Quería hacer una historia romántica para ti, con un final feliz. Por eso quería que vinieras. —Me miró de soslayo—. Y me alegra que lo hayas hecho.

Un semáforo se puso en rojo unos metros por delante de nosotros. Le observé, con los pensamientos revoloteando perezosamente en mi cabeza. «Te ha mentido», había dicho Nun. «Isaac aún se está recuperando», había dicho también. Y yo había dejado de pensar en eso, ¿no? Al parecer, no. Él me miró a través del retrovisor. Debió percibir algo en mí que delataba mi inconsistente estado de ánimo, porque aprovechando que el tráfico estaba detenido, se inclinó hacia mi asiento para ponerme el cinturón, y luego me besó, lenta y dedicadamente.

Cuando el semáforo cambió, seguíamos besándonos. Nos apremiaron con un par de toques de claxon y volvimos a ponernos en movimiento. Ninguno de los dos habló durante el trayecto, aunque Lot me miraba disimuladamente a cada rato, como si se preguntara qué pasaba conmigo.

Al llegar frente a casa, él detuvo el coche y se giró hacia mí. No dijo nada. Sólo esperó a que yo hablara, sin apremiarme. Yo no me había dado cuenta, pero había terminado por abrazarme a mí mismo en ese gesto absurdo y distraído que ejecutaba algunas veces.

Me mordí el labio antes de comenzar.

—Lot… ¿Le hice daño al niño?

Negó con la cabeza.

—Nada de lo que no pueda recuperarse —respondió—. Quizá le quede alguna secuela, pero eso le hará bien. Es joven, tiene que empezar a aprender que el cuento de caperucita y el lobo, en realidad, no termina con el final feliz. —Le miré, algo dubitativo. Sus argumentos no me parecían muy auténticos, sino más bien una forma de intentar que yo no me sintiera mal por hacer lo que hacía. Por ser lo que era. «Maquillando la realidad», me dije a mí mismo. Fíjate, igualito que yo—. Si lo piensas fríamente, le has hecho un favor. Ya verás como ya no se le vuelve a ocurrir seguir a un enemigo él solo, sin su protector. Nosotros sólo le… cogimos un poco de su vida, no pasa nada. Si hubieran sido otros, ese chico estaría muerto.

Negué con la cabeza.

—No es tan sencillo, Lot.

—No has hecho nada malo —insistió él.

Le miré, sorprendido por su vehemencia. Luego volví a negar, angustiado.

—Yo no quería.

—No querías, pero lo necesitas —replicó, casi cortándome. Parecía dispuesto a todo para evitar que yo vacilase, que dudara sobre lo que tenía que hacer a ese respecto. Se había puesto serio y hablaba de un modo un poco brusco, como un padre explicando a su hijo por qué tiene que ir al colegio—. Lo necesitamos. —«Lot cree que se las puede arreglar solo ahora que te tiene a ti para alimentarse», había dicho Nun. Siempre se había tratado de eso, ¿no? «No», me dije a mí mismo, cerrándome en banda. No quería verlo—. Lo necesitamos, y tienes que hacerlo. Tendrás que hacerlo más veces. Después olvidaremos que hemos hablado de esto si quieres, ya sé que no te gusta enfrentarte a tu verdadera naturaleza, y yo lo respeto. Pero ahora tienes que entender esto: No puedes negarte el instinto. No puedes y, además, si lo haces nos matarás a los dos.

—Vale. Vale. —Había acabado por cerrar los ojos. Sus palabras me estaban acorralando demasiado, quería que parase—. Ya basta. Lo he entendido.

—¿Seguro?

Los ojos anaranjados resplandecían con desconfianza. Una parte de mí se entristeció horriblemente. Asentí con la cabeza, dócil y angustiado. No quería que Lot se enfadara, ni tampoco que hablase de esas cosas que yo no quería oír. Quería soñar y jugar a ser felices.

—Seguro, Lot. Está todo claro.

—Bien —Se relajó y se desabrochó el cinturón. Luego me quitó el mío, hablando con mucha más dulzura—. No tiene el menor sentido que te tortures por ello, flaquito. Los conejos comen zanahorias, los lobos comen conejos, y ninguno se flagela por ese motivo. Pero los lobos no comen tigres —añadió, mirándome con una sonrisa que sólo existía en sus labios pero no en sus ojos—. Eso no lo olvides.

—No lo olvidaré, Lot.

Asintió de nuevo, satisfecho. Yo me sentía cada vez más marchito, más desencantado. Las palabras de Nun y las que yo mismo me había repetido tantas veces golpeaban en mi cabeza como un maldito redoble. «Soy su recurso. Soy su despensa. Hará cualquier cosa para mantener eso, fingir que me ama, fingir que juega a amarme, lo que sea necesario. Es un mentiroso. No me protege por lealtad, ni siquiera por camaradería o amistad. Me protege porque soy su despensa. Cuando no le sea útil, me arrojará a los lobos. Los lobos no comen tigres. Ya. Sí. Eso lo veremos».

—Estupendo. Mañana nos pondremos guapos e iremos de caza a uno de esos garitos de mala muerte. Elegiremos una presa adecuada según tus criterios y cenaremos juntos a la luz de las velas. —Odiaba que hablara de ese modo. Y sin embargo, la perspectiva de volver a alimentarme hizo que me agitara por dentro—. Dime que sí.

Era espantoso, sí. Pero Lot tenía razón. Era mi instinto, no podía negarlo ni rechazarlo. No había podido antes, cuando estaba con Alex… lo había intentado y no había servido para nada. Era imposible escapar.

—Sí —respondí.

—Perfecto. Así es como tiene que ser —resolvió él.

Vi el alivio en su expresión, y una llamarada de rabia se encendió dentro de mí. La camuflé y compuse una expresión desvalida.

—Perdóname. Nun me ha hecho pensar que… me he asustado. —Le miré, apretando los labios—. Tardabas mucho.

Lot me acarició la mejilla y me besó otra vez, lentamente. Abrí los labios para recibirle y le abracé con fuerza, repentinamente, fingiendo necesitar su consuelo. A esas alturas, yo ya sabía que Lot sólo conocía una manera de consolarme. No me equivocaba. Al cabo de pocos minutos, me había desabrochado los botones de la camisa y estaba explorando mi cuerpo ahí mismo, en el coche, mientras me devoraba a besos. Yo me apretaba contra él, reclamándole, ofreciéndome. Me subí sobre él y él me agarró del trasero, casi arrancándome los pantalones. Cuando ya le tenía dentro, me apliqué a fondo para enloquecerle, aguantándome las ganas de dejarme llevar. Y entonces, se lo pedí.

—Necesito… sólo un poco… —supliqué. Estaba siendo un falso y un manipulador. Alex nunca lo habría sido pero yo sí que lo era, qué cojones. Y si él iba a usarme a mí, yo iba a usarle a él. Esa mierda del tigre y el lobo no pensaba tragármela. Yo también sabía hacer teatro—. Por favor… por favor, dame un poco… —gemí.

Lot resollaba entre los dientes apretados. Gruñó y aceptó mi beso. Clavé el aguijón y tiré con fuerza. No me propasé, pero tomé lo suficiente como para hacer que él se tensara y alcanzara el orgasmo antes que yo. Eso también me hizo sentir poderoso y desafiante.

Cuando subimos a casa, con la ropa descolocada y aún oliendo a sexo, yo me encontraba mucho mejor, pero Lot tenía cara de pocos amigos. Sin embargo, no me reprochó nada y se esforzó por comportarse de manera natural. Al fin y al cabo, yo no había hecho nada que pudiera echarme en cara.


Y si hubiera tenido la desvergüenza de reprocharme alguna maldita cosa, sabía bien qué responderle: que todo lo había aprendido de él.



. . .

Escena 15, toma cuarta.

Esperó a que Alexander estuviera dormido para levantarse, coger el ordenador portátil del fotógrafo y salir al salón silenciosamente, envuelto en el batín. Se sentó en el sofá y se encendió un cigarro mientras conectaba el aparato y abría el correo electrónico.

En la bandeja de entrada, un sobre en color amarillo estaba parpadeando. Lo miró un buen rato antes de abrirlo con un doble clic.

De: Chimaera
Para: Salamander
Asunto: Cumpliendo con mi deber.

Todos tus sistemas internos han sido desactivados desde las oficinas centrales. Eso significa que ya no estás conectado con la Organización. No recibes energía desde sus reactores, ni te encuentras protegido en la niebla, ni las rémoras están obligadas a alimentarte. Tampoco recibirás mantenimiento alguno. Se ha activado la obsolescencia programada en los implantes que te fueron colocados para mejorar o sustituir tus órganos (ojos, piel sintética, proyectores mentales, auxiliares motrices, válvulas impulsoras en el corazón, etc). Es decir, han recibido la orden de dejar de funcionar. Poco a poco, su energía residual se gastará. Se irán apagando y deteriorando. Los síntomas comenzarán a aparecer cuando te vayas quedando sin energía. Son los siguientes:

—Pérdida paulatina de la visión.
—Dificultades motoras.
—Dificultades respiratorias.
—Pérdida de la potencia extra otorgada por la Organización para la transmutación de la realidad.
—Problemas de riego.
—Crisis de ausencia.
—Alucinaciones.
—Mente ralentizada.
—Pérdida de recuerdos.
—Discapacidad emocional.
—Dificultades en el habla.
—Incapacidad para ingerir alimento alguno, sea por la vía que fuere.
—Pérdida del sentido del tacto.
—Pérdida de audición.
—Pérdida del gusto y del olfato.


El último estadio comienza con la oxidación y degradación de los implantes y la parálisis parcial, que se extiende lentamente hasta convertirse en parálisis total. Luego morirás.

Si consigues una fuente de energía y una fuente de alimento, durarás más. Pero en cualquier caso, tus componentes se autodestruirán lentamente con el paso del tiempo, a menos que consigas también contar con un equipo cualificado de mantenimiento: médicos, ingenieros genéticos, etc.

Sin nada de esto, tu durabilidad será de treinta días. Con algunas de las cosas que he mencionado, podrías prolongarla a tres o nueve meses, y con todo ello, a treinta años o más, si nadie comete ningún error.

Eso es todo.

Leyó el mensaje tres veces. «Eso es todo». Sus recuerdos desaparecerían. Sus emociones se escaparían hasta dejarle vacío, más vacío aún. Su mente se convertiría en un instrumento lento y torpe. Sus manos, sus ojos. Una risa amarga le vibró en la garganta al pensar en el sexo. Adiós a eso también, por supuesto. Se preguntó qué opinaría Alex acerca de esa parte del problema. Luego, se preguntó cuál sería el mejor lugar para pasar a la historia convertido en una estatua inerte. Quizá el parque de la zona alta de la ciudad, o el ático de Alexander. Tal vez en casa de Liam.

O en el jodido vertedero municipal. Qué más daba.

El humo del cigarro se expandía en sus pulmones mientras los recuerdos de aquel día y de días y noches muy lejanos se entremezclaban, danzando como las agitadas hojas caídas al paso del viento. Se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el sofá y haciendo balance de su existencia. Pensó en los lugares, en las vivencias, en las mujeres, en los hombres. Pensó en amigos y enemigos, en amantes, en amores imposibles. Pensó en Mara y despertó una semilla de tristeza. Pensó en Liam y un suave nudo se cerró en la garganta, como si se hubiera apretado demasiado la corbata. El cigarro le tembló entre los dedos y, negándose a ceder al miedo, se lo llevó a los labios y aspiró con fuerza.

Había dejado de mirar la pantalla del portátil, pero entonces un nuevo sobre amarillo se iluminó en la bandeja de entrada, llamando su atención. Lot entornó los párpados con suspicacia y dirigió el puntero del ratón hacia él, abriendo el mensaje.

De: Chimaera
Para: Salamander
Asunto: <Sin asunto>

El tiempo es breve y el arte es largo. Nuestras obras pervivirán hasta que sean destruidas por el paso de las eras o por la mano del hombre. Nosotros, sin embargo, no duraremos tanto. A todos nos llega, tarde o temprano, el final de nuestro tiempo. Pero el tuyo no es este, Elliot. No es este. Aún no ha llegado tu hora. Créeme. Cree en mí una última vez, por lo que somos o hemos sido, por lo que hemos compartido y tal vez aún compartimos.

No te rindas. Sigue luchando, aunque creas que es en vano. Sigue luchando, Elliot. Eres un ilusionista, uno de los mejores. Eres mi aprendiz. Demuestra que eres grande. Vive. Destruye las barreras, derriba tus propios límites, elévate y conviértete en algo que sólo hemos soñado. Trasciende, empuña la verdadera magia a través de tu voluntad. Quiebra las normas, destruye las reglas. Inventa nuevos caminos, sal de las líneas marcadas, rompe los espejos.Y vive.

Haz posible lo imposible, y vive.

Las palabras de Liam rebotaron en su interior de nuevo, esta vez como figuras sin voz, como símbolos negros sobre fondo blanco, cargadas de significado, golpeando en las paredes huecas del lugar donde antaño estuvo su alma e invocándola, reviviéndola, llamando a los restos de su espíritu, que se arrastró, dolorido y moribundo en alguna parte de aquella oscuridad. Se le crispó el semblante. Las cejas se unieron por encima de la nariz, marcando una arruga en el ceño, y los ojos anaranjados se nublaron.

Dejó el cigarrillo en el cenicero y se cubrió la boca con la mano, como si tratase de contener un vómito, inclinándose hacia adelante. Un sollozo sordo le sacudió. Las emociones se arremolinaron, salvajes, ardientes, terribles, en su interior, durante unos segundos. Ocultó el rostro entre los dedos, dejando caer la cabeza hacia abajo mientras el dolor le atravesaba, profundas lanzas que le destrozaban el corazón. Y era feliz, porque sentía.

«Eres mi aprendiz. Demuestra que eres grande».

Iba a hacerlo.

«Haz posible lo imposible, y vive».

Iba a hacerlo, malditos fueran todos. Lo haría. Haría posible lo imposible, sacudiría el mundo con su arte, agitaría las almas, abriría los ojos de los hombres, destaparía sus oídos. Les arrojaría, desnudos y asombrados, al centro mismo de la verdad y les catapultaría hacia el futuro de la mano de la belleza, les mostraría lo que el mundo era —terrible, caníbal, monstruoso— y lo que podía ser.

Y también iba a vivir. Sobreviviría a pesar de toda aquella mierda que se le venía encima. Encontraría la manera. «Siempre hay una manera», se repitió. Tragó saliva y se apartó las manos del rostro, agarrando el cigarro y aspirando una calada con tanta fuerza que estuvo a punto de ponerse a toser. Los ojos le destellaban. Miró la pantalla del ordenador y escribió una respuesta al mensaje.

De: Salamander
Para: Chimaera
Asunto: <Sin asunto>

Gracias.

Lo miró durante unos minutos, y finalmente, lo borró. Volvió a escribir:

Gracias por devolverme la fe.

Borró y escribió:

Gracias, Liam, y perdóname por lo de antes. Ya sabes cómo soy.

Lo borró una vez más. Volvió a escribir:

Liam, gracias por todo. Y siento lo de antes. No me di cuenta…

Exasperado, borró y escribió:

Liam, perdóname. Soy un cabrón. Sabía que estabas sufriendo, y aun así…

Borró y escribió:

No me merezco esto. No me merezco nada. Ni a ti, ni lo que me has dado, ni tu ayuda, ni tu paciencia, ni…

Borró, maldijo, apagó el cigarro aromático, cerró la página del explorador dejando el mensaje sin respuesta y desconectó el portátil, desistiendo. Luego se pasó las manos por el pelo y se quedó allí sentado, en silencio, mezcladas las emociones: la euforia por la nueva determinación que ardía en él a pesar de la adversidad, la frustración al no ser capaz siquiera de darle las gracias adecuadamente a quien tanto le debía. Mostraba el aspecto de un jugador que ha perdido todo en el casino: el pelo le colgaba por delante de la cara y tenía los hombros hundidos. La luz de la luna dibujaba su perfil y marcaba la silueta oscura de su rostro sobre la pared.

La noche era clara y dulce.

Lot Anders, suspirando, se echó hacia atrás en el sofá. Entonces recordó, y se dejó mecer por los recuerdos como nunca antes, sabiendo que tal vez fuera una de sus últimas oportunidades para hacerlo.






1 Un juramento en húngaro. No hace falta traducirlo, pero para los curiosos, expresa el deseo de que algo o alguien sea fornicado por el caballo de Dios.

5 comentarios:

  1. Os sigo desde hace poco, pero veo que os superáis a cada entrega... ¡Esta me ha encantado!

    La tragedia sobrevuela a estos dos, ojalá que haya final feliz :,(

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  2. Es tan atrapante la situacion que estas con un nudo en la garganta deseando que pedan ser libres de su destino que parece estar sellado.

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  3. Entiendo que la remora esta rebelandose contra su destino y es una especie de paradoja para la organizacon pero en que momento Lot decide seguirlo por ese camino?No me di cuenta

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  4. Gracias a todos por vuestros comentarios, chicos (o chicas, creo que la mayoría sois chicas ^_^). Nos alegramos de que os esté gustando la historia.

    @Anónimo, realmente la cosa no está muy clara. Se va viendo de forma más evidente más adelante. Uno de los trucos de esta historia es que apenas vemos el punto de vista de Lot sobre las cosas, ni sus intenciones, ni nada. Todo lo vemos a través de las impresiones de Alex y, en el pasado, de las de Liam. Lot sólo se muestra un poquito en pequeños fragmentos en los que está a solas. Por eso sus motivaciones y sus verdaderas intenciones quedan siempre poco claras. Cuando llegue el momento se irán viendo más cosas. Pero no será pronto, eso sí tengo que avisarlo. Igual que en El Despertar, lo verdaderamente importante no se desvela hasta cerca del final.

    ¡Un abrazo!

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