Escena 19, toma primera
El gato se llamaba Brando. Lot se presentó con él, me dio
una carpeta con los papeles de la adopción y una cartilla veterinaria y luego
empezó a refunfuñar mientras se sacudía el traje.
—¿Si no te gustan los gatos, por qué has traído uno?
—comenté, riéndome.
El pequeño felino tenía los ojos verdes, grandes y
emocionados. No dejaba de emitir un suave maullido, más un miu que un miau, al tiempo que inspeccionaba su nuevo hogar.
—Error. Me gustan los gatos, lo que detesto son sus pelos.
Es horrible. Flotan en el aire, se adhieren a cualquier tejido… son
indestructibles e incontrolables.
Tomé nota mental, disfrutando traviesamente con su
desesperación.
—Así que esa es tu kryptonita, el pelo de gato. —Cogí en
brazos a nuestro nuevo inquilino, que empezó a ronronear fuertemente y echó las
orejas hacia atrás. Le llevé a la cocina y preparé agua y un cajón de arena
para él. Luego abrí una lata de atún y la puse en un plato que dejé en el
suelo. Brando comenzó a husmear con cautela y finalmente se puso a comer—. ¿Has
salido a por un gatito, ese era tu compromiso?
Lot salió de la habitación, colgando la chaqueta
primorosamente en una de las perchas y cubriéndola con una funda de plástico.
—¿Te gusta?
—Me encanta. ¿De dónde lo has sacado?
—Uno de esos sitios donde recogen a los animales de la
calle, un refugio. ¿Sabías que hay que hacer trámites para adoptarlos?
—chasqueó la lengua con desdén—. No lo entiendo. Llevarte un perro muerto de
hambre a tu casa requiere tanta burocracia como abrir un prostíbulo o un jodido
casino. Por suerte no he tenido que pagar notario.
Me reí entre dientes. Rodeé la barra de la cocina y salí,
dejando un poco de intimidad a Brando. Luego me dejé caer en el sofá y busqué
el tabaco de Lot. La casa se había ido llenando poco a poco con las huellas de
su presencia: cintas de vídeo, la pitillera, ceniceros con alguna que otra
colilla, el bastón en el paragüero de la entrada, el olor de la cocina casera y
el de su colonia… nada de eso me causaba ya inquietud ni desconfianza. Me había
acostumbrado a su presencia, y ahora formaba parte de mi vida.
—¿Sabes? He hecho limpieza —le dije, orgulloso—. Y he
impreso unas cuantas fotos.
—¿Me las enseñas?
Asentí, cogiendo el montoncito que había dejado sobre la
mesa. Lot se sentó a mi lado con un par de copas y me tendió una. Me había
preparado un Manhattan. Le di las gracias y le entregué las fotografías,
observando su expresión con curiosidad a medida que él las examinaba. En todas
aparecía él. Las había seleccionado entre las que tomé en la fábrica de
perfumes, en su espectáculo de magia y unas cuantas robadas durante nuestros
días juntos.
—Están muy bien —dijo, y me sentí satisfecho.
—Eres muy fotogénico.
—Sí, lo sé. Dime, ¿tienes cámaras analógicas?
—Hum… sí, tengo una analógica y una Polaroid. ¿Por qué?
—Me gustaría que hicieras fotografías analógicas para mi
proyecto.
—Claro. ¿Quieres que haga fotos de edificios? ¿Imágenes de
referencia?
—No. El proyecto ha cambiado de orientación. Necesito que
hagas fotos de ti y de mí. Y de las personas que nos importan.
Alcé las cejas, sorprendido.
—Pero, ¿y qué hay de eso que querías construir?
—He cambiado de opinión. Me llevaría demasiado tiempo y
ahora no lo tengo.
Parpadeé.
—Pero… pero Lot, no puedes rendirte —me quejé. No me gustaba
su tono ni lo que estaba diciendo—. No sabemos cuánto tiempo tenemos, y además,
tú querías hacer algo impresionante. Algo potente. No puedes tirar la toalla
ahora.
—Eh, eh, cálmate, flaquito —repuso él—. ¿Quién ha dicho que
estoy tirando nada? El proyecto ha cambiado, eso es todo.
—Vale, pues explícamelo.
—Ya no me interesan la grandiosidad y el estatismo. Así que
no haré un edificio esta vez.
—¿Y qué vas a hacer?
Entrecerró los ojos y pareció pensarlo mientras se encendía
un cigarro.
—Todavía no lo sé. Quiero algo perdurable, algo auténtico,
que exista en todas las realidades y que sacuda todas las conciencias. —Expulsó
una bocanada de humo que nubló su rostro durante unos segundos—.Tiene que ser
capaz de cambiar, de evolucionar… tiene que ser capaz de participar de la vida,
de interactuar con la humanidad y progresar con ella. Eso es lo que quiero.
Me quedé mirándole, algo confuso. Luego aparté la vista y me
acomodé contra su costado, permitiendo que me pasara el brazo sobre los hombros.
Cogí el montón de fotografías que Lot tenía entre los dedos y busqué hasta
encontrar la que quería. Se la mostré: era una instantánea en blanco y negro.
Ahí estaba él, de espaldas frente a la ventana de celosía, con una mano en el
bolsillo y sujetando un cigarro entre los dedos de la otra. El chaleco era
negro, blancas las mangas de la camisa. Tenía el rostro ladeado a medias y
expresión seria y reflexiva. A través de la ventana, la luz se partía en un
espectro de sombras y resplandores que le tocaban los hombros, la cara,
arrancaban reflejos a su pelo y formaban contraluces en su figura.
—Esta es mi preferida —le dije—. Es mi preferida porque este
eres tú, eres tú de verdad, Lot. —Levanté la mirada y me encontré con sus ojos
intrigados—. La otra noche dijiste que somos monstruos, pero te equivocas. La
humanidad no es un privilegio de nacimiento, la humanidad es una forma de
experimentar la existencia. Tú vives la vida con los dilemas y los dramas de
todo ser humano, con las alegrías y las tragedias, le exprimes hasta la última
gota. La luz te toca, proyectas sombra. Tienes en ti lo divino y lo infernal y
te debates en ese contraluz… —parpadeé, las palabras se me escapaban. Sabía lo
que quería decir, pero no encontraba la manera. Miré la fotografía. Se la había
tomado a escondidas, una madrugada. Muchas veces, creyendo que yo dormía, Lot
se levantaba y fumaba en silencio, a solas. Entonces era él. Entonces mostraba
su alma, cuando creía que nadie podía verla—. En esta foto, en esta imagen en
la que te muestras tal como eres tienes la expresión de quien está buscando
algo. De alguna forma, creo que siempre estás buscando algo… no sé el qué. Y tú
tampoco. Pero quiero ayudarte a que lo encuentres. Es lo… bueno, he estado
pensando y es lo mejor que podemos hacer con nuestro tiempo. Ser aquello que
queremos ser.
Me sentí un poco idiota. No estaba seguro de que eso fuera
lo que quería decir, y tenía la sensación de haberme expuesto demasiado.
Durante un rato, Lot no dijo nada. Su semblante no había cambiado. Luego me
quitó la foto y la miró por encima, dejándola sobre la mesa. Se inclinó y me
besó larga y lentamente hasta que el pequeño poso de angustia y frustración que
mis propias palabras me habían provocado, se esfumó.
—Durante toda mi vida he seguido un camino extraño —me
confesó al separarse. Su pelo me hacía cosquillas en la frente—. Inesperado. Si
se trata de una búsqueda, es una búsqueda tormentosa, o eso dirían los poetas.
No me arrepiento de nada. Aunque a veces me pregunto si debería.
—¿Estás orgulloso de algo? —pregunté, buscando sus ojos.
Había desviado la mirada.
—De muchas cosas, sí.
Esbozó media sonrisa.
—No abandones, Lot. Aún puedes llegar muy lejos…
—Ya te he dicho que esto no es una rendición.
—No me refiero a eso. Me refiero a tú y yo. A tu corazón. A
tu alma. —Vi un destello de amargura en su mirada y me alarmé. Desde que había
regresado con el gato, Lot estaba más expresivo que de costumbre, le costaba
más esconder sus emociones—. ¿Qué está pasando? Sé que me estás ocultando
cosas. Dime lo que pasa, déjame saberlo… tengo derecho. Al menos un poco.
—Hay cosas de las que es mejor no hablar —dijo él, con
fingido desinterés.
—Siempre intentamos ocultarnos el uno del otro —repliqué—.
Creo que es momento de que ambos lo superemos.
Alzó las cejas, valorando mi argumento, y al final asintió.
—De acuerdo. ¿Sabes lo que pasa cuando eres archivado?
Negué con la cabeza, aunque no sabía si estaba mintiendo. No
podía recordarlo, o no quería. Se me pasó por la cabeza la fugaz visión de unos
dientes, un destello de miedo y dolor. Negué de nuevo, palideciendo.
—Yo nací humano, ya lo sabes, como todos los Ilusionistas
—me dijo—. Cuando firmé el contrato con la Organización me dieron estos ojos,
esta piel, el bastón, la Caja de Pandora y algunas cosas más. Pero cuando uno
rompe un contrato, tiene que pagar, y esto no es diferente. Así que si Mara o
alguno de esos capullos incompetentes no terminan con nosotros, al final esto
acabará por sí solo. Yo acabaré.
—Eso ya lo sabíamos. Sabemos que hay un final —dije de
inmediato, casi interrumpiéndole—. No vamos a rendirnos por eso. No estábamos
dispuestos a rendirnos, ¿no es verdad?
En mi voz había un punto de enfado. El pulso me iba a toda
prisa. Tenía una sensación desagradable, como una oscura premonición. Él me
sujetó el rostro con las manos y me miró con fijeza.
—No. Pero quiero darte la oportunidad de decirme adiós
ahora.
Se me paró el corazón en el pecho.
—Y una mierda.
—Puedo mantenerte seguro aunque yo no esté aquí. No te
dejaré vendido.
—Y una mierda —repetí—. ¿Por eso has traído el gato? ¿Para
que me haga compañía porque tú te vas? ¿Es que vas a dejarme?
Me sorprendió mi propia vehemencia. Pensé en todas las
películas en blanco y negro y technicolor que había visto durante aquellos días
con Lot. Pensé en las escenas de Gilda, de Historias de Filadelfia, pensé en
los dramas en los que Greta Garbo lloraba desconsoladamente y Audrey Hepburn
derramaba una silenciosa lágrima. La despedida de Casablanca discurrió por mi
mente a cámara lenta.
—Depende de ti, más que de mí. ¿Quieres que me quede? Si me
quedo, las cosas se irán volviendo difíciles conmigo. Iré apagándome poco a
poco. Vas a sufrir, y yo te voy a odiar porque no me gustará que me veas. Ahora
todo es perfecto. Si me voy mañana, puedes quedarte con este día perfecto. Si
me quedo, tendrás treinta, o trescientos días más, pero no lo serán.
Me estaba mirando, tan serio como en la fotografía. Yo
intentaba no parpadear. El corazón me latía muy deprisa. No era Alex, era yo.
Era yo quien estaba reaccionando así, con aquella salvaje oposición. No iba a
dejarme, no iba a perderle. Me daba igual cualquier argumento, por muy racional
que fuera. «Es mi historia de amor», me dije. «Yo decido cuándo y cómo acaba. Y
no va a acabar así.» El pecho me ardía de convicción, aunque también estaba un
poco enfadado con él, con su facilidad para darlo todo por perdido, para
abandonar cobardemente antes que enfrentarse a lo incierto y al dolor. Sobre
todo al dolor. «No soporta el sufrimiento», comprendí.
—No quiero un jodido día perfecto, Lot —dije al fin,
agarrándole por el cuello de la camisa—. Los quiero todos. Pensaba que ya lo
habías entendido, maldita sea. Eso es el amor. El amor no es un día perfecto,
como en Vacaciones en Roma. Eso son películas y libros, son una parte de la
vida, pero no es la vida entera. El amor son todos los días imperfectos.
Me miró como si yo no fuera más que un niño. Se acercó,
poniéndome la mano en la mejilla.
—¿Estás seguro?
—Yo no soy como tú. Yo siempre hablo en serio.
—Eso no significa que siempre seas consciente de lo que
dices —insinuó.
—Sí, sí… ya sé que piensas que soy un cándido, que no
entiendo el modo en que funcionan las cosas. Pero sí lo entiendo. Sé lo que
estoy diciendo. Lo sé porque ya he pasado por ello. —Arrugó el entrecejo y supe
que empezaba a tomarme en cuenta—. Lo que ocurra no va a borrar lo que fue. No
tengo miedo a sufrir, yo no. Y tú no debes tenerlo tampoco. Cuando nos
conocimos te hablé de días regalados. El destino me dio unos cuantos, y tú me
has dado muchos más. Yo también te daré a ti todos los que pueda, si me quieres
a tu lado.
Tomó aire y se apartó un poco para coger la copa y beber.
Tragó el licor como si estuviera sediento.
—Sí que quiero. Pero no pienso tolerar que te pongas pesado
conmigo cuando empiece a parecer un enfermo terminal. Si llega ese momento,
tienes que fingir que no está pasando nada.
—¿Qué? Pero…
—Es mi condición —insistió, lanzándome una mirada fría—. O
lo tomas, o lo dejas.
—¿Me amenazas con dejarme y luego me pones condiciones?
—repliqué, indignado.
—No se trata de eso. No es una amenaza. Simplemente, si las
cosas no son así yo no podré estar aquí.
Apreté los dientes, respiré hondo y aparqué mi enfado para
intentar comprenderle. Para mi sorpresa, no me costó demasiado.
—De acuerdo. Como quieras.
Asintió con la cabeza y se levantó, cogiendo la fotografía
en blanco y negro. La colocó sobre el televisor, encajada en el espacio entre
la pantalla y el armazón. Luego se acuclilló y se quedó mirándose, en silencio.
Me pregunté en qué pensaba.
—Eres admirable, ¿sabes? No hablo de Alex, hablo de ti.
Parpadeé sorprendido y miré su imagen en la tele. Había tres
Lot. La foto, su reflejo y él. Sólo el reflejo me miraba.
—No soy nada admirable…
—Lo eres. Y te envidio por eso. —Luego, su voz cambió y se
volvió más ligera—. Aunque podría no ser verdad.
—Yo tengo mi propia verdad, así que no me importa.
Se rió entre dientes y volvió junto a mí, de nuevo con ojos
brillantes y aire seductor.
—Creo que lo que hace de nosotros una pareja perfecta,
querido, es la gran cantidad de cosas que no nos importan.
Le cerré la boca con un beso. No quería hablar más de
finales ni de principios. Nuestro tiempo era limitado y no quería
desaprovecharlo en más conversación. Pronto tuve sus manos sobre mi cuerpo y
todo se convirtió en calor, humedad y hambre.
. . .
Escena 19, toma segunda
Era noche cerrada y seguíamos despiertos en la cama. Lot
estaba despeinado, fumando, con la marca de mis dientes en los hombros y la
expresión satisfecha. Yo estaba sentado sobre él, haciéndole fotos con la
Polaroid. Había encendido la lamparita de la mesilla y la luz color ocre le
dotaba de un color perfecto. Sobre el pecho del ilusionista había un montón de
instantáneas. Él y yo besándonos, él mordiéndome la boca y mirando a la cámara
con expresión de sátiro, él sonriendo como un demonio seductor, él detrás de
una nube de humo, él besándome, él tocándome.
—¿No te cansas? —me preguntó, tras un nuevo «clic». Saqué el
papel fotográfico y lo agité, esperando a que la imagen se dibujara.
—No. Es increíble. Sales bien en todas, ¡en todas! Hasta
cuando intento pillarte por sorpresa.
Él se rió.
—Creo que es la primera vez que me hacen tantas fotos.
—Te estoy robando el alma poco a poco —respondí, con una
sonrisa traviesa.
Habíamos estado follando toda la noche. Una larga sesión de
sexo intenso, un poco salvaje, muy liberador. Cuando Lot tenía una actitud
taimada y controladora en la cama me excitaba mucho, pero cuando se dejaba
llevar, cosa que ocurría muy a menudo durante aquellos últimos días, me volvía
totalmente loco. Estuve a punto de beber de él varias veces, pero de una manera
o de otra se las arreglaba para cambiar las tornas. Como consecuencia, yo
estaba de nuevo hambriento mientras que él parecía de lo más complacido. Sin
embargo, aunque sentía que podría comerme un elefante relleno de vacas y
quedarme con apetito, también me encontraba inquieto, activo y optimista. Era
una sensación parecida a la de haber bebido demasiado Red Bull en ayunas.
—Ojalá fuera así. En parte, de eso es de lo que se trata.
Alcé las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabes lo de las pupilas de los gatos?
Negué con la cabeza. Él cogió a Brando, que estaba
lamiéndose la pata a un lado de la cama. Al percatarme de su presencia, me
pregunté avergonzado si el pobre animalito había sido testigo de nuestra noche
de pasión sin que nos diéramos cuenta. Lot levantó al felino por debajo de las
patas delanteras y me mostró su rostro. Brando maulló, molesto, y puso cara de
resignación.
—Las pupilas de los gatos son como los diafragmas de las
cámaras de fotos —dijo él—, retienen las imágenes detrás, en la retina. Ellos
lo ven todo. Llevan nuestras imágenes a través de todas las realidades, también
al inframundo. Y cuando miran a los dioses, los dioses pueden leer en sus ojos
todo lo que hemos hecho y juzgar a la humanidad.
Le contemplé con cierta sorpresa. No era propio de Lot decir
algo así. Nunca le había escuchado hablar de dioses o el inframundo.
—No sabía que creías en esas cosas.
—No he dicho que lo haga.
«Ni tampoco que no», pensé. Lot dejó al gatito y luego me
agarró a mí, sujetándome de la cintura y obligándome a tenderme sobre él.
Empezamos a besarnos otra vez. Cuando me di cuenta de que las polaroids se me
estaban pegando al pecho, me incorporé a medias y me las quité con cuidado.
—Se van a estropear… —me lamenté.
Las dejé sobre la mesilla, encima de un libro de chakras y
meditación.
—He visto que tienes muchos libros de indios —comentó Lot.
—Hindúes.
—Lo que sea —le quitó importancia al matiz con un gesto de
la mano—. No sé como es en la cultura oriental, pero en la occidental, el alma
y la imagen van unidos muchas veces en la mitología.
—Sí, recuerdo algo de eso. Se dice que las criaturas sin
alma no salen en las fotografías.
Tenía en la mano una en la que aparecíamos los dos. Mis
pupilas brillaban. Podía ver el resplandor violeta al fondo de los ojos de
Alex. Me eché de menos absurdamente, mi cuerpo, mi verdadero cuerpo. Nunca
había sentido un odio especial hacia él, pero tampoco lo amaba. Solo era una
cáscara. Lo importante era mi aspecto ante el mundo, y eso también lo echaba de
menos, la apariencia que había tenido en la ilusión antes de morir. No era más
que un monstruo disfrazado, pero me añoraba. «Y sin embargo, aquí estamos.
Monstruos o no, con alma o sin ella, tenemos una imagen. ¿Significa eso que
podemos salvarnos?»
— Los vampiros, por ejemplo, no se reflejan en los espejos
—seguía diciendo Lot—. Ni tampoco tienen sombra. No es fácil borrar el alma de
alguien, pero su imagen… —me quitó la foto y la miró, entreabriendo los labios
y lamiéndose una comisura—, su imagen es como un caramelo que dura mucho.
Me tumbé a su lado y apoyé la nuca en su hombro,
mirándonos en aquel trozo de papel fotográfico.
—¿Qué crees que queda de nosotros cuando nos vamos? Más
allá de la imagen física, quiero decir, más allá de fotografías y objetos
personales. ¿Qué crees que queda?
—Tu legado, desde luego.
Su respuesta me sorprendió. Había hablado con mucha
vehemencia, como si ya se hubiera hecho antes esa pregunta y tuviera muy clara
la respuesta. Le miré de reojo.
—¿A qué te refieres?
—A las huellas que has dejado en el mundo y en aquellos
que viven en él —explicó, mirando la fotografía con aire abstraído—. Todos
vamos trazando un pequeño tatuaje sobre la piel del mundo. A nuestro paso,
dejamos una impronta en los demás, somos algo para alguien, significamos algo,
grande o pequeño. De este modo, todos formamos parte de una tragicomedia: la de
la vida humana. Está llena de personajes, y cuando uno sale de escena queda su
huella en la historia. Está en los recuerdos de otros, en su evolución, en sus
percepciones. —Hizo una pausa y continuó, con el mismo tono reflexivo—. El
legado de un hombre tiene mucho de ilusiorio, ¿no crees? Es decir, no es
solamente lo que uno hace y queda en el mundo, sino también lo que significa
para los demás. Para algunos, yo soy un mago. Para otros, un mentiroso. Pero en
realidad soy ambas cosas y ninguna. Los recuerdos cambian y se distorsionan,
aunque creamos tener una memoria fantástica. Pero no es infalible. Los
sentimientos subjetivos transforman los recuerdos, de modo que la memoria no
permanece como una imagen fija… sino que es una fotografía siempre cambiante.
—Es curioso que digas eso. —De pronto, me asaltó una
duda—. ¿Es posible borrar los recuerdos, Lot?
—Sí, es posible. La impronta que dejan los recuerdos tiene
caducidad, no es eterna. Cuanto más tiempo pasa, más fácil es modificar un
recuerdo y transformarlo en algo diferente.
—¿Tú lo sabes hacer?
Lot no respondió. Sonrió a medias y se ladeó para
acariciarme el pelo.
—¿Por qué me preguntas eso? ¿Quieres que borre algo de tu
cabecita de chorlito, eh?
—No hay mucho que borrar ahora —dije con resignación—.
Sólo me preguntaba si me lo habrían hecho a mí, y por eso no me acuerdo de
nada.
Lot iba a responder. Abrió los labios y sus ojos brillaron
con diversión. El gato maulló junto a la puerta.
Y entonces sonó el timbre y el tiempo se congeló.
Palidecí. El corazón empezó a cabalgar en mi pecho y un
enjambre se enredó en mi mente, zumbando y atosigándome con una avalancha de
pensamientos catastróficos. Lot y yo nos miramos.
—No puede ser —susurré—. Nadie viene nunca a casa. Nadie
viene a casa.
—Tranquilo.
Lot me soltó y se incorporó con calma. Le vi coger la ropa
y empezar a ponérsela, como si nada.
—Nadie viene a casa, Lot —repetí, inmóvil, aterido,
crispado, acojonado.
Quería reaccionar, gritarle que no podía ser nada bueno,
saltar por la ventana, esconderme bajo la cama. Quería hacer algo, pero fui
incapaz. Sólo me quedé mirándole con los ojos como platos mientras él se vestía
y el timbre volvía a sonar, volviéndome loco, y alguien aporreaba la puerta.
Una avalancha de recuerdos cruzó por delante de mis ojos, como jirones de una
película vieja pasando a demasiada velocidad, y la impresión me obligó a cerrar
los párpados.
La memoria es una fotografía siempre cambiante.
«Nadie viene nunca a casa», decía Alex. Estaba enfermo.
Postrado en la cama, débil, sediento, agotado… seco como una espiga en invierno.
«¿Has llamado al médico? No quiero ver a más médicos. Sólo quiero dormir.» Pero
yo no había llamado al médico y aquel Alex moribundo era mi crimen, mi condena
y al mismo tiempo mi salvación. No permitiría que nadie le hiciera daño. «No te
preocupes. Descansa. No dejaré que nadie te moleste», había dicho. Los golpes
se sucedieron en la puerta, y cuando abrí, él estaba allí, con sus enormes
dientes y su maldita sonrisa, con sus ojos negros y su voz cavernosa. El satur,
el muy hijo de puta, había llegado a buscar su premio. Recordé el dolor.
Cuando abrí los párpados, apenas podía respirar. Mi
aliento era un torbellino ansioso. Una lágrima se deslizó sobre mi mejilla.
«Todo se va a repetir. Se va a repetir», pensé. Pero Lot Anders ya se había
vestido y estaba guardando algo en su chaqueta. Lot Anders no estaba furioso ni
nervioso. Él no era yo, y yo no era él, ni tampoco era Alex, indefenso y
desesperanzado. Cuando me tendió la mano para que me levantara, la tomé y me
puse en pie mecánicamente.
—Tienes que contestar.
Asentí y cogí mi ropa del suelo. Me puse los pantalones y
la camiseta con movimientos torpes y lentos y luego caminé hacia la puerta. Él
iba detrás mía. Su presencia vibraba a mi espalda, sentía su calor, que me
arropaba. Yo debería estar temblando, me sentía temblar por dentro, y sin
embargo mis pies descalzos pisaban el suelo con falsa seguridad.
—¿Quién es? —dije a la puerta.
—Vengo a parlamentar.
Era una voz juvenil, masculina. «La he escuchado antes»,
supe. Pero, ¿dónde?
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Ismael. —Lot se deslizó hacia la puerta y me
apartó un poco, colocando el hombro junto a la hoja. Me miró y negó con la
cabeza, advirtiéndome sobre algo. —Me han despedido. Quiero hacer un trato con
vosotros.
—No somos ningún sindicato —solté yo.
—Al menos escuchad lo que tengo que decir. Por favor.
Miré a Lot, él negó otra vez. Parecía no tener el menor
interés en escuchar nada. Fruncí el ceño. Por primera vez, me di cuenta de que
tenía una mano dentro de la chaqueta. «No le hagas caso», vocalizó él. Sin
embargo, el tipo lo estaba pidiendo por favor, así que…
—Habla —dije a la puerta.
—Necesito un lugar seguro. A cambio puedo daros comida.
Para mucho tiempo. Además, tengo información que a lo mejor os interesa.
—No necesitamos comida. Y nada nos garantiza que no estés
tendiéndonos una trampa.
—Tampoco teníais esa garantía cuando empezasteis a
ayudaros entre vosotros, si es cierto lo que cuentan en la Organización. Solo
dadme una oportunidad. ¿Acaso no está protegido este lugar? Aun si me abrís la
puerta para vernos, no podría haceros daño.
Miré a Lot de nuevo. Pensé que volvería a decir que no,
pero para mi sorpresa, asintió.
—De acuerdo —dije.
Lot me apartó con el brazo. Me hice a un lado. Luego puso
la mano en el picaporte y vi que sacaba una pistola del interior de la
chaqueta. Pensé que era muy prudente por su parte, pero cuando abrió la puerta,
comprendí que no era una cuestión de prudencia. La hoja giró hacia el interior
y Lot se precipitó hacia afuera, empuñando la Colt con decisión y dirigiendo el
cañón a una altura concreta y premeditada. Todo ocurrió muy rápido, pero al
mismo tiempo me pareció que el tiempo transcurría especialmente lento. Mi mente
registró sucesos y significados como una grabadora.
Al tiempo que Lot salía, una figura empujaba la puerta ya
abierta y trataba de entrar. Cruzó el umbral. Vi su pierna enfundada en un
pantalón de uniforme escolar atravesando la línea imaginaria que separaba mi
casa —Mi Casa— del rellano y del resto del mundo. Pero antes de que pudiera
completar el movimiento, Lot le había agarrado de la pechera y le estaba
encañonando la frente. «Él lo sabía», me dije. «Sabía que era Saúl».
Saúl, el maldito satur que me estaba esperando en el club
la primera noche, el niño psicópata al que Lot quería entregarme en el puente.
Me miró con odio y esbozó una mueca de rabia. La desesperación tiñó sus ojos
azules y fosfóricos durante un instante. Luego alzó la mirada hacia Lot.
—Buenas noches, querido —dijo el ilusionista.
Y disparó.
El sonido del disparo resonó por todo el edificio. Un
estallido de sangre tiñó de salpicaduras rojas el suelo, la puerta, la pared
del rellano y la cara de Lot Anders, así como su traje y su camisa. Saúl se
desplomó en el suelo como un muñeco roto, emitiendo un gorgoteo sobrehumano.
Después empezaron a oírse pasos apresurados.
—Métete en tu cuarto.
«Sabía que era Saúl. Había pensado en matarle desde el
principio. Dios mío, le ha matado. Le ha matado. Y él podía entrar. Estamos
perdidos.» Mi mirada estaba fija en el cadáver. Seguía pareciendo un niño, solo
que ahora en lugar de cabeza tenía una masa sanguinolenta de pelo, restos de
cara, sangre y sesos. El color rojo de la sangre era brillante, intenso como
una luz. No podía apartar la vista.
—¿Me has oído? ¿Alex?
—Le has matado…
—¿Qué esperabas que hiciera? ¿Invitarle a un Martini?
—¡Le has matado! ¡¿Cómo puedes estar tan tranquilo?!
Estaba gritando, pero no me di cuenta. Nunca antes había
visto un muerto. Bueno, eso no era verdad, sí que lo había visto, pero no lo
recordaba. Empecé a hiperventilar.
—Alguien tiene que estarlo. Por el amor de Dios, coge al
gato y métete en tu cuarto. Se han cargado mis defensas.
Amartilló la pistola y volvió a cerrar de un portazo,
echando la cadena. Me agarró del brazo y me arrastró a la habitación.
—¿Vienen más? Lot… espera, ¡espera! ¿Es que vienen más?
—Es posible, no lo sé. Tengo que comprobarlo.
Empecé a forcejear. Brando estaba subido a la cama. No
parecía saber si debía alarmarse o no, pero quizá fue el olor a pólvora de Lot
lo que le hizo esconderse bajo los edredones.
—No quiero encerrarme como un idiota asustado —dije,
esforzándome por recuperar el dominio de mí mismo.
—Ahora mismo eres un idiota asustado, querido. Y además,
no quiero que te pase nada.
—No —insistí—. Si van a entrar, me quedo contigo. —Me
liberé de su presa y le miré directamente. De nuevo recordé los golpes en la
puerta, a Alex tendido en la cama. «Nadie viene nunca a casa. ¿Has llamado al
médico?» Malditos fueran todos. Una llamarada de ira me caldeó los músculos y
de pronto no tuve más miedo—. Dame una pistola a mí también. Me quedo contigo.
Lot me miró un momento y luego me soltó. Me habló con
mucha calma.
—No sé si van a entrar, pero yo tengo que salir. Tengo que
salir, comprobar que no hay más y volver a levantar las protecciones, ¿vale?
—Voy contigo.
Lot suspiró. Luego, finalmente, asintió.
—De acuerdo, Bonnie. Pero no tengo más armas.
—Usaré esto.
Cogí la cámara digital y activé el flash. Luego, los dos
nos dirigimos hacia la puerta. Los vecinos hacían ruido al otro lado y una voz
grave y serena les informaba de que la policía lo tenía todo bajo control. Al
parecer, habían llegado algunos agentes. Miré interrogativamente al
ilusionista, pero Lot negó con la cabeza. No, claro. No eran policías de
verdad. Esperamos hasta que todos volvieron a sus casas y dejaron de escucharse
pasos, entonces salimos al rellano. El cadáver de Saul había desaparecido y en
su lugar quedaba un largo camino de sangre que seguía escaleras abajo. No había
rastro de los supuestos policías.
—Vamos.
Lot me hizo un gesto y le seguí, mirándole, con el corazón
disparado en el pecho. Olía a sangre y a pólvora. «Lleva la pistola en la mano
como si la hubiera usado toda su vida», pensé. Miré aquella pieza de metal
negro y luego a él. «No ha dudado en disparar. Estaba dispuesto a hacerlo desde
el principio. Me pregunto a cuánta gente habrá matado, de cuántas maneras.»
Cuando llegamos a la calle, corría una brisa fresca. Las
farolas estaban encendidas y reinaba una profunda calma. La luna parpadeaba al
paso de las nubes, que velaban su resplandor de vez en cuando al moverse
empujadas por el viento. Había un coche negro aparcado frente al edificio;
tenía las lunas tintadas de modo que no pude ver gran cosa en su interior. Unos
pocos metros más allá, un hombre rubio vestido con un elegante traje oscuro
empujaba el cadáver de Saúl al interior de un contenedor como si tal cosa.
Yo había temido encontrarnos con Mara, por lo que la
presencia del hombre no me resultó tan impactante. Éste no se volvió hacia
nosotros hasta que hubo terminado su trabajo; la puerta del contenedor se cerró
con un ruido sordo y metálico y él nos miró con desdén.
—Vaya chapuza, Anders. ¿Tenías que pegarle un tiro? —El
rubio tenía los ojos azules, muy claros. Llevaba el pelo corto, con patillas
finas y su nariz era plana y aplastada. Aunque iba bien vestido, no tenía ni
una quinta parte de la clase que tenía Lot. «Un hooligan vestido de Armani», me dije. Sujetaba un bastón cuya
empuñadura tenía la forma de un caballo alado—. Podrías haberle hecho aparecer
en otra parte o detener su corazón con un pequeño esfuerzo. Pero toda esta
sangre, esta suciedad… no es propio de ti.
El hombre se sacudió la chaqueta. Lot se rascó la sien con
el cañón del revólver.
—¿Sabes lo que siempre me ha molestado de ti, Ariel? Esa
manía que tienes de hablar como si me conocieras.
El tipo se rió entre dientes, sin humor. Su expresión era
venenosa. Eché un vistazo alrededor para comprobar que nos dejaban en paz y
luego empecé a hacer fotos con disimulo. El flash llamó la atención del rubio,
que se volvió hacia mí.
—Vaya, te has vuelto muy atrevido, Athaliah.
Me erguí al escuchar mi nombre, pero no me achanté.
—Que te follen —solté de inmediato.
Aquella era mi voz, descarada y áspera, no la dulce voz de
Alex. Yo también podía ser cruel, peligroso y sibilino como aquel capullo. No,
podía ser mucho peor. Sentí la mirada de Lot fija en mí y me arrepentí de no
haberle dicho mi nombre antes. «Debería haberlo escuchado de mi boca, no de
este tío.»
—No sabía que os conocíais —dijo Lot.
—Y no nos conocemos. Pero he visto su expediente. Era una
buena pieza, ¿sabes?
Ariel echó a andar hacia mí, balanceando el bastón. Lot no
dudó tampoco en esta ocasión. Alzó el arma y disparó a su cabeza. La detonación
sonó extraña, con una suerte de eco reverberante, y la bala impactó en una
pared cercana. «Es un ilusionista. Ha distorsionado la realidad», pensé. Le
hice unas cuantas fotos más, a medida que se aproximaba.
—¿Le has contado ya a Lot Anders la buena pieza que eras?
¿Se lo has mostrado, hm?
Lot se acercó hasta quedarse a mi lado, sin desperdiciar
ni una bala más. Aún parecía tranquilo. Sentí su presencia como un aura
envolvente, y pronto, también la de Ariel.
—Sí, seguro que ya sabe lo bien que te desenvolvías. Nada
mal para un chupapollas de baja estofa.
—¿Por qué no te vas al diablo? —repliqué.
—Porque al parecer le has secuestrado tú.
—Gracias —dijo Lot, dándose por aludido. Trazó una línea
con su bastón delante de nuestros pies. Inmediatamente después sentí una fuerte
energía estática, como un golpe de viento cálido que se levantaba delante
nuestra, como una pared—. ¿Y bien? ¿Quieres algo, o solo venías a dejar claro
que nos habéis encontrado?
Ariel rió. Tenía una risa asquerosa, lenta y desdeñosa que
le curvaba los labios y mostraba sus encías. Le hice unas cuantas fotos más.
—¿De verdad creías que podrías esconderte para siempre?
Vuestra huída a lo Thelma y Louise está levantando mucho revuelo. Mara ya sabía
dónde estabas, solo era cuestión de tiempo que salieras durante un rato lo
bastante prolongado y pudiéramos desbaratar tus defensas. El pobre viejo Liam
está demasiado preocupado por su cachorro como para no acudir a su llamada,
¿verdad? Sois tan predecibles…
Los ojos de Lot relampaguearon. El aire se distendió a su
alrededor, parecía cargado de electricidad. Sus dedos se crisparon sobre el
bastón.
—Así que has venido a hacer de cerrajero —dijo, sin
inmutarse ante sus provocaciones—. ¿Te costó mucho tumbar mi laberinto?
Ariel entrecerró los ojos.
—No tanto como antes. Pierdes facultades. Es lo que ocurre
con los desertores… poco a poco, el poder se desvanece.
De pronto, la energía efervescente se contorsionó, el aire
volvió a fluctuar y a cambiar de temperatura. Lot estaba tenso y Ariel también.
Ambos se miraban a los ojos. Supe que algo estaba pasando en el otro lado; era
una batalla de fuerzas invisibles. Las farolas parpadearon. Un par de ellas se
apagaron. La alarma de un coche aparcado se disparó y los cristales de una de
las ventanillas tintadas saltaron en pedazos. Me encogí sobre mí mismo,
barriendo el paisaje urbano con la mirada, buscando esa amenaza invisible, pero
no podía encontrar nada. Finalmente, Lot dio un traspiés y tuvo que apoyarse en
el bastón. Ariel desapareció y se materializó a su lado, detrás de la línea. Le
puso la mano en el hombro, en un gesto casi amistoso. Al verle, le agarré de la
muñeca y tiré para apartarle.
—Quítale la mano de encima y lárgate.
El ilusionista pareció sorprenderse. Me miraba como si
fuera un perro que hubiera empezado a hablar de repente. Luego, sus ojos se
afilaron.
—Vaya, vaya… ¿qué crees que haces?
Lot estaba doblado sobre sí mismo, aferrado a la
empuñadura de salamandra, sosteniéndose a duras penas. No parecía capaz de ofrecer
mucha resistencia ante un ataque. «Mierda, mierda. ¿En serio? Maldita sea.» Iba
a tener que enfrentarme yo solo a él.
—Ya has terminado tu trabajo, ¿no? —espeté, tratando de
mantenerme duro y desafiante—. Pues sube al coche y lárgate, sirenita.
Ariel alzó las cejas, más sorprendido que ofendido. Luego
se echó a reír.
—Vamos, vamos. Déjate de tonterías. Eres una rémora, no
estás hecho para estas cosas. Sé buen chico y apártate de mi camino.
No me tomaba en serio, claro. Y yo ya empezaba a hartarme
de que nadie me tomara jodidamente en serio, así que le sonreí con expresión de
asco y dejé salir los aguijones.
Fue doloroso. Rasgaron la piel de Alex y luego la tela de
la camiseta; la sangre humedeció el tejido de algodón y lo adhirió a mi
espalda. Los ojos me ardían. Sentí con claridad el veneno corriendo por mis
venas. Si ese hijo de puta quería guerra, la iba a tener.
—Que te pires, subnormal —espeté, lanzando los aguijones
hacia delante amenazadoramente. Los desplegué, mostrando los diminutos pólipos,
que se agitaron como los filamentos de una anémona, vibrando, hambrientos. Ese
ilusionista estaba lleno de sabrosa energía. Y no había nada que deseara más en
aquel momento que dejarle seco.
Ariel me miraba con los ojos como platos. Lot también me estaba
mirando, aunque su sorpresa era mucho más moderada, quizá a causa del
agotamiento.
Ariel tenía razón. Las rémoras no somos así. Estamos
programadas para drenar a los humanos y luego dejar que los demás nos vacíen.
Somos la base de la pirámide. No somos nada. Somos las putas, los macarras, las
vacas a las que ordeñan, las zorras a las que se follan en cualquier callejón y
se largan sin pagar. Somos la última mierda, lo más vil y básico. El gusano. La
ameba. Una rémora jamás se pone chula con un superior, no está en su programa.
Así que era normal que Ariel no supiera cómo reaccionar. Finalmente, pareció
comprender que se enfrentaba a algo desconocido y sin precedentes. Y se
acobardó. Dio un paso atrás, luego otro y finalmente otro más, sin darse la vuelta.
«Lot no se hubiera ido. Puto cobarde. Que se joda.»
—Qué bajo has caído, Anders —dijo, desviando la mirada
hacia su colega—. Dejar que te proteja una rémora.
Estaba seguro de que Lot le contestaría algo humillante,
algo como: «más bajo has caído tú, que huyes de ella», o algo parecido. Pero se
limitó a sonreír a medias.
—Ya le explicaré las novedades a tu mentor, le gustará oír
que has llegado bien a casa —seguía diciendo Ariel, que parecía tener la
necesidad de escucharse a sí mismo todo el tiempo para reafirmarse. Cuando
estuvo lo bastante lejos, se dio la vuelta y se dirigió al coche. Abrió una de
las puertas de atrás. Una lluvia de cristales hechos migas cayeron al suelo—.
¿Sabes?, creo que tengo pruebas suficientes de su traición como para arrojarle
a las garras del Comité Directivo. A ti te han despedido, pero me imagino que
para alguien como él tienen cosas mucho más interesantes. Al fin y al cabo, es
uno de los primeros, ¿no? Una institución.
Dibujó una sonrisa cruel y luego se metió en el coche. Los
faros se encendieron, el vehículo arrancó y desapareció en la oscuridad. Cuando
se fue, Lot se irguió y dejó de parecer cansado. Sentí como si un velo se
descorriera y una segunda capa de energía, una que no había sido capaz de
percibir antes, se desvaneció. Y luego otra, y otra, y otra más, cada vez más
leves, más ligeras. Por último, un extraño olor a hierba llegó a mi nariz.
Yo también me relajé. Tomé aire y moví los dedos de los
pies; de nuevo había bajado a la calle descalzo.
—¿Se han ido del todo? —pregunté.
—Sí. Ya está. Se acabó, al menos por hoy.
—¿Por qué no nos ha atacado?
—Creo que les has asustado. Ahora tienen que pensárselo.
Me volví hacia él y todos los aguijones hicieron lo mismo.
Brotaban de mis omóplatos y se alzaban por encima de mi espalda, asomándose,
agitándose como serpientes curiosas. El las miró y sonrió con aire divertido.
De pronto me avergoncé y volví a retraerlos. Sentí el escozor en la piel y me
curvé un poco, dolorido.
—Ya… pensarse si quieren matarme o ponerme debajo de un
microscopio, igual que los vigilantes. Es eso, ¿verdad?
Lot se encogió de hombros y se acercó, sacando el pañuelo
de su bolsillo. Se limpió la sangre y después me limpió a mí.
—Posiblemente. Ahora será mejor volver dentro.
—Han tirado abajo tus protecciones. ¿Es seguro?
Sentía mucha inquietud al respecto de mi casa, de la casa
de Alex. Era un santuario. Odiaba la idea de tener que abandonarla, y sobre
todo de que esos bastardos entraran allí. Ya lo habían hecho una vez. No
volvería a ocurrir.
—Lo será muy pronto. Y más que antes.
—¿Vas a levantarlas de nuevo? —fruncí el ceño. De pronto
comprendí que algo no encajaba. Eché un vistazo alrededor—. ¿Qué ha pasado
antes? ¿Por qué parecías tan cansado? ¿Era todo una estratagema para confundir
a Ariel o estabas manteniendo algo? He sentido… he sentido cosas. Como si
varias capas de lasaña desaparecieran.
Lot vaciló un momento. Luego negó con la cabeza.
—Dímelo —insistí yo.
El ilusionista se detuvo y miró alrededor.
—En parte era teatro. Prefiero que me vean más débil de lo
que estoy. Pero sí, además estaba manteniendo algo. Ocultando algo, más bien.
—¿El qué?
Lot me cogió por los hombros y me hizo darme la vuelta. Al
ver a la figura inmóvil al pie de mi escalera, se me paró el corazón otra vez.
Con tantas emociones iba a terminar sufriendo un infarto. Sin embargo, la
inquietud se disipó de inmediato, en cuanto fui capaz de distinguir un par de
ojos aguamarina y los rasgos de aquel rostro que me contemplaba con grave
benevolencia.
—Liam —dije, parpadeando.
El hombre se apartó de la escalera y se acercó a nosotros,
inclinándose con una mano a la espalda en un saludo algo anacrónico.
—Buenas noches, Alexander. Elliot me ha hablado mucho de
ti.
Tenía la voz grave y agradable. Su mirada estaba llena de
sabiduría y benevolencia.
—Lo mismo digo —balbuceé.
Miré a Lot y luego a él. Liam también se volvió hacia Lot,
como si estuviera esperando algo. Éste reaccionó al fin, con un suspiro
resignado.
—Oh, claro. Disculpad mis modales. Alex, Liam. Liam, Alex.
El maestro ilusionista me tendió la mano y yo se la
estreché. Su tacto era muy vivo , cálido, más aún que el de Lot. Noté el pulso
de su sangre y la electricidad de su interior, la energía estática, la
vitalidad efervescente. «Tiene las manos enormes», pensé, como un bobo.
—Elliot piensa que soy un anticuado, pero me gustan estas
formalidades.
—Si consigues hacerle entender que en pleno siglo
veintiuno ya no hace falta una presentación oficial para poder hablar con otra
persona, te llevaré el desayuno a la cama durante seis meses —replicó Lot.
Se me escapó una sonrisa sincera. Mi amante no había
mudado su expresión, seguía ahí de pie, apoyado en el bastón como si nada.
Aquella indiferencia me pareció forzada e irreal, aunque no había ningún
detalle que pudiera confirmarlo.
—Acepto el reto. Eso nos garantiza seis meses más, como
mínimo.
—Buena filosofía —dijo Liam.
Era inconfundible. Me había bastado con verle en aquella
fotografía para ser capaz de reconocerle en cualquier parte, y es que no había
cambiado en absoluto. El mismo cabello castaño, el mismo rostro amable, humano,
imperfecto y hermoso. El mismo porte caballeresco y pasado de moda. Llevaba en
la mano un bastón con un extraño dragón con cabeza de león en la empuñadura.
—Tenía ganas de conocerte —confesé.
—Yo también a ti.
Liam me sonrió y me sentí especial. Me embargaron
emociones confusas y extrañas. Su mirada era cálida, me transmitía aceptación.
Supe que me estaba viendo de verdad, a mí, a aquel que yo era, distinguiéndome
entre todos los demás. Era esa clase de personas. Sí, uno de esos seres únicos,
capaces de vibrar en sintonía con todas las almas a las que se acercaba.
Incluso con la de una rémora insignificante como yo.
—Gracias —respondí, como un estúpido.
—Al contrario. Lamento todo esto. —Apartó la mirada de mí
y la dirigió hacia Lot. Elliot. Éste estaba tras de mí, encendiéndose un
cigarro e ignorando nuestra conversación, que seguramente le parecía superflua
y tonta—. Imaginaba que podría suceder algo parecido.
—Está bien —replicó Lot, quitándole importancia—. Yo
también lo imaginaba. ¿Qué piensas hacer?
—La Sirenita ha dicho que te delataría, que eres un
traidor —dije de pronto—. Hay que detenerles. Has venido a ayudarnos, ¿verdad?
Liam parpadeó, algo confuso. Lot le miró. No se me ocurría
por qué otro motivo podría estar ahí. Era Liam, el maestro de Lot, el hombre
que había construido la fábrica de perfumes, el hombre que había amado a Mara
antes de que Lot se la robara. No sabía mucho de él, pero por el modo en que
Elliot hablaba de su maestro me sentía imprudentemente inclinado a confiar en
él. Aquello no me había sucedido nunca antes. «Solo con Alex», recordé.
—¿Verdad? —insistí.
Ellos se miraron. Mantuvieron una conversación silenciosa
que se me escapó por completo, pero Liam parecía esperar algo. Finalmente, Lot
suspiró y asintió con la cabeza, dejando caer la ceniza al suelo con desdén.
Liam se volvió hacia mí y volvió a inclinar la cabeza.
—Es mi mayor deseo en estos momentos.
Me sentí tan feliz que me di asco. Sonreí y abracé a Lot,
que refunfuñó y se hizo el duro.
—Empieza tú con las protecciones —dijo—. Yo voy a subir
con Alex a ver esas fotos. Seguro que Ariel ha salido muy favorecido.
Liam asintió. Luego se dio la vuelta y comenzó a caminar,
contemplando los alrededores con aire abstraído. Lot me dio un toquecito en el
hombro y ambos subimos las escaleras, de regreso al apartamento. El miedo había
desaparecido.
. . .
Escena 19, toma tercera
Lo primero que hicimos fue limpiar la sangre. Yo me encargué
del rellano mientras Lot frotaba la puerta y las paredes, con el delantal
puesto.
—¿Es sangre de verdad? —pregunté—. En el otro lado, fuera
de la ilusión.
—En parte, sí. Los satures son muy físicos. —Lot fumaba,
de espaldas a mí mientras se peleaba con las salpicaduras de la pared—. Tienen
músculos, tendones, órganos… Por sus venas corre sangre artificial mezclada con
fluidos conductores, ácidos, plasmas y químicos.
De alguna manera, ese conocimiento me hacía menos
detestable la tarea.
—Los ilusionistas sabéis muchas cosas. A nosotros no nos
contaban nada.
—¿Sobre la Organización?
—Sí. Sobre los pormenores, sobre cómo estamos hechos.
—Supongo que tiene que ver vuestra propia programación.
Las rémoras no están diseñadas para hacerse preguntas. —Asentí con amargura—.
Lo cual te hace aún más excepcional.
Le miré por encima del hombro. Lot había disuelto agua
oxigenada, almidón y unas cuantas aspirinas en un cubo de agua templada y de
vez en cuando escurría la esponja, hacía espuma y volvía a frotar. Decía que
era lo mejor para quitar manchas de sangre. Al parecer tenía experiencia.
—Ariel vio mi expediente —dije, volviendo a lo mío.
—Es normal, estás buscado. Muchos lo habrán visto a estas
alturas.
—¿Te lo enseñaron a ti?
—Claro.
Me volví hacia él, algo confuso.
—Entonces… ¿tú sabías mi nombre desde el principio? —Lot
asintió con la cabeza. El humo de su cigarro se elevaba como una columna gris y
estática—. ¿Y por qué me preguntabas, si ya lo sabías?
—¿Por qué me preguntas tú si te quiero?
—No es lo mismo —protesté—. Yo no lo sé con seguridad.
—Entonces es que eres un poco tonto.
Entrecerré los ojos, molesto.
—No juegues conmigo. No es lo mismo, y además… yo creía
que… pensaba que no sabías nada de mí, de lo que yo era antes. De cómo era
antes.
Él no respondió, pero no insistí. Me di la vuelta con un
suspiro y me quedé pensando mientras fregaba. Pensé en mis aguijones, en la
forma en que él los había mirado. No parecía que le molestaran. Tampoco parecía
que le molestara cuando yo se los clavaba para beber de él. Los ilusionistas no
eran nada monstruosos, eran elegantes y vestían de maravilla. Para nosotros la
realidad era bastante menos piadosa. No teníamos un aspecto muy agradable.
Pensé en la forma en que hacíamos el amor, en cómo él me mordía y me lamía, en
cómo me tocaba. Me pregunté si lo habría hecho igual antes, cuando mi cuerpo
era mi cuerpo. Luego pensé en su forma de interrogarme cada vez que me tenía
rendido, vibrando de placer entre sus brazos.
—Entonces… ¿seguirás pidiéndome que te diga mi nombre?
—Seguiré haciéndolo hasta que me respondas.
Sonreí a medias. Él volvió la cabeza y me dedicó un guiño
de complicidad. Luego siguió con su tarea y ninguno volvimos a mencionar el
asunto.
Cuando terminamos de arreglar los desperfectos causados
por Saúl entramos a la habitación y descargué en el portátil las fotografías
que le había hecho a Ariel. Siguiendo las instrucciones de Lot, las imprimí en
papel fotográfico y las dispuse con cuidado sobre la mesita de cristal. Brando
golpeaba las fotos con la pata y luego se la lamía, curioso. Le cogí en brazos
y le dejé sobre la cama antes de avisar a Lot de que todo estaba listo.
—Mírale. —Señaló a través de la ventana de celosía. Yo
obedecí. Ahí estaba Liam, parado en medio de la calle. Tenía el bastón en la
mano. De vez en cuando lo hacía girar o señalaba en una u otra dirección. Un
soplo de brisa acariciaba sus cabellos castaños ocasionalmente—. Esperaremos a
que acabe. Te aseguro que no verás nada igual en toda tu vida.
Ladeé la cabeza. Luego apreté los labios con pudor.
—Lo siento, pero no veo nada —murmuré.
—Eso es porque no sabes mirar. Inténtalo otra vez.
Cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos. Me concentré
en la figura solitaria que permanecía en pie sobre la acera, en los movimientos
de su bastón. Recordé la vieja fábrica, las capas de realidad superpuesta, la
gigantesca lasaña. Recordé que lo que estaba viendo, la calle, la casa, las
farolas… nada de eso era real. «Solo nosotros lo somos. Solo nosotros, Lot, y
Liam, y yo. Nosotros existimos, pero la ciudad no es más que una ruina
arrasada».
Poco a poco, una turbia neblina empezó a agitarse delante
de mí. Abajo, Liam se daba la vuelta y dibujaba un círculo sobre el suelo. El
círculo brilló, era de color aguamarina.
De pronto, como si fuera papel de pared consumido por el
fuego, la ciudad a su alrededor comenzó a apergaminarse, a ennegrecerse y a
desaparecer. Un edificio cayó, enroscándose sobre sí mismo como un jirón de
papiro abrasado, llevándose también parte del cielo. Luego se disolvió en
cenizas. Una farola se desmoronó, convertida en polvo resplandeciente. Otra
estalló en miles de polillas amarillas y naranjas. Un coche se derritió sobre
el suelo.
—Ah, ahora sí puedes ver, flaquito. Habías perdido
práctica.
Lot me puso una mano en el hombro mientras todo cambiaba
ante mis ojos.
La ilusión se derrumbó y la ciudad monstruosa, ocre y
corroída se alzó como los huesos de un viejo dinosaurio de metal. El cielo
estaba cubierto de nubes apretadas de color pardo y en el asfalto se abrían
grietas. La basura se amontonaba en los rincones. A lo lejos se adivinaba el
resplandor de las hogueras. Sin embargo, allí, alrededor de nuestra casa había
un haz de luz pálida y dorada y un claro de césped sobre los cuales el maestro
ilusionista desplegaba su magia.
Liam señaló al frente con el bastón y del suelo se
levantaron altos muros de piedra cubiertos de hiedra. Di un respingo,
sorprendido por la rapidez con la que la ilusión se manifestó. Me llegó de
nuevo el olor de la hierba, mezclado con el del musgo y los minerales. Los
muros se replicaron, avanzando hacia la ciudad formando un extenso laberinto y
después empezaron a hacerse transparentes. Liam volvió a dibujar un círculo en
el suelo y trazó algunos símbolos que no comprendí. El glifo se quedó brillando
un instante como cera líquida, fosforescente. Luego una nueva imagen brotó del
suelo: esta vez eran escaleras retorcidas que se elevaban hacia arriba en
bucles imposibles. Todos los detalles se podían ver claramente, desde los peldaños
desgastados hasta los pasamanos labrados; los poros de la madera, las
irregularidades de la piedra.
—Es increíble —murmuré, impresionado—. Es… es increíble.
—Lo es.
Me volví hacia él, asombrado. Los ojos de Lot brillaban
como nunca antes. Me apoyé en su costado y me permití disfrutar de aquellas
maravillas durante algunos minutos más. Las imágenes se sucedían, desplegándose
en todas direcciones como enredaderas que crecieran descontroladamente; ahora
otro laberinto, después un bosque, luego edificios anodinos, luego de nuevo
escaleras, luego nuevas calles que sustituían las ya existentes. ¿Qué era lo
que había dicho Ariel? Liam era uno de los primeros, una institución. Yo no
conocía a más ilusionistas aparte de Lot, pero era capaz de reconocer que lo
que estaba viendo en esos momentos era un prodigio. «Son mis protecciones.
Nuestras protecciones. Y son fantásticas. Útiles, difíciles de franquear… pero
además, hermosas.»
Una institución, eso había dicho Ariel. Pero no habían
sido sus únicas palabras. «Creo que tengo pruebas suficientes de su traición
como para arrojarle a las garras del Comité Directivo. A ti te han despedido,
pero me imagino que para alguien como él tienen cosas mucho más interesantes.»
Un estremecimiento de ira me tensó la espalda. Mi mirada se afiló y los
aguijones volvieron a brotar, esta vez sin que yo pudiera controlarlo. Lot no
retiró su brazo de mis hombros, pero me miró con extrañeza.
—Antes dijiste que no es fácil borrar el alma de alguien,
pero que su imagen es como un caramelo que dura mucho —repetí—. ¿Qué pasa
cuando le robas la imagen a alguien?
—Que se vuelve invisible.
—¿Sólo eso?
—No. —Dio una larga calada, contemplando a su maestro.
Ahora se levantaba un laberinto de rosales y zarzas que parecía surgido de un
cuento gótico—. Luego se vuelve etéreo, pierde la solidez. Por último, se queda
sin voz.
—¿Deja de existir?
—En absoluto. Sigue existiendo, pero únicamente en un
mundo sin forma ni color, una especie de tiniebla de nieve y líneas estáticas.
Es un plano abandonado de la realidad. Los ilusionistas lo llamamos Olvido.
Allí nadie puede verse entre si, la gente vaga sin forma ni memoria, sumidos en
la desesperación. No es muy visitado. Como destino turístico no tiene un gran
futuro.
Sonreí a medias ante su ironía.
—No me extraña. Suena como el infierno.
—Debe serlo. A nadie le gustaría estar ahí.
—Y a un ilusionista menos todavía, ¿no es cierto?
Lot se rió entre dientes.
—Entiendo por dónde vas. Pero no voy a enviar ahí a Ariel
—me dijo—. Aunque yo ya no pertenezca a la Organización y él sea un capullo
arrogante, también es un colega. Los ilusionistas tenemos nuestros códigos, y
aunque tal vez te sorprenda, esos sí intento cumplirlos.
—Entonces lo haré yo mismo. —Lot alzó las cejas y se me
quedó mirando, mientras yo volvía a contemplar a Liam—. No dejaré que le haga daño.
Lot guardó silencio durante un rato, tal vez sorprendido
por mi vehemencia. Cuando habló lo hizo prudentemente.
—Eso te honra, pero no cambiará nada. Él ya está
condenado. Si no se enteran por Ariel, se enterarán de otro modo. Antes o
después sabrán que está colaborando con nosotros. Sabía las consecuencias y ha
hecho su elección.
—¿Y qué? ¿No vamos a ayudarle porque es su elección?
—dije, irritado. Los aguijones se volvieron hacia Lot. Él no se inmutó.
—No. No vamos a ayudarle porque es inútil.
—Tan inútil como levantar un laberinto de ilusiones para
proteger a dos renegados como nosotros —insistí yo, tozudo—. Estamos más
condenados que él. Tú ya estás archivado y a mí me persigue todo el mundo. Sin
embargo, Liam no ha dudado en echarnos una mano. ¿Qué opinas de eso? ¿No te
hace sentir un poco de vergüenza?
Lot entrecerró los ojos. Luego chupó el cigarrillo con
fuerza, exhaló el humo y chasqueó la lengua, quitándome el brazo de encima y
dirigiéndose hacia la mesita de cristal.
—Eres insoportable.
Sonreí y agité mis aguijones alegremente. Había ganado la
partida.
. . .
©Hendelie & Neith
©Hendelie & Neith
La historia engancha muchísimo. Además, está escrita de una manera que más que leer me la "bebo" de un tirón, y eso que últimamente estoy superlativamente gandula. Enhorabuena. :)
ResponderEliminar¡Gracias preciosa! ¡¡¡Tú siempre al pie del cañón!!!
EliminarLa historia me tiene atrapada, me da mucho miedo pensar en el futuro, pero es increible lo adictiva que se esta volviendo, muchas gracias por crearla.
ResponderEliminarSolo pienso en un TRIO *O* mi mente pervertida
EliminarGracias a ti por seguirla :D ¡y por comentar! Sigue en sintonía, nos esperan muchas sorpresas.
EliminarSolo pienso en "TRIO" *O* entre lot, liam y alex
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