lunes, 23 de junio de 2014

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 21


Escena 21, toma 1


Mucho tiempo atrás, un tío con gafas y mascarilla me había dicho: tu programación te guiará, es como el instinto de los animales. Mientras caminaba por las calles de la ciudad no estaba muy seguro de si mi instinto seguía funcionando. Recuerdo aquel vagabundear sólo de manera intermitente, como si parte del tiempo no hubiera sido procesado, no lo suficiente como para fijarse en mi memoria. Apenas sabía dónde estaba y cuando me quise dar cuenta ya era de noche.

Estaba herido, furioso, trastornado por el dolor que se había despertado en mí y se retorcía como una serpiente. Los recuerdos de Alex y de mí mismo, cuando había un Alex y un yo separados, me atormentaban. La culpa me estaba destrozando. Sí, sentía culpa. Parecía una broma cruel. Un monstruo, un bicho como yo, sintiéndose culpable. Irónico y terrible. Tenía ganas de reír y de llorar, pero no me sentía con derecho a nada. Porque yo había matado a Alex, porque todo había sido por mi causa, porque no fui capaz de soltarle, porque me enamoré de él como un idiota.

¿Cómo había podido ocurrir?

Esa noche cometí un sacrilegio: me arrepentí de lo que él y yo tuvimos. Fui un cobarde y renuncié a todo. «Ojalá no le hubiera conocido, ojalá nunca me hubiera dejado llevar, ojalá le hubiera devorado, ojalá le hubiera abandonado», me repetía.

Seguro que Liam me habría dicho que Pedro negó a Jesús tres veces pero no por ello le fue negado el perdón, o alguna cosa parecida. Y Lot se habría reído, porque arrepentirse no sirve absolutamente para nada. Pero Liam era un católico idealista y Lot un cínico rastrero, ninguno de los dos podía consolarme en un momento como ese. Además, no les quería cerca. Así que me comporté como lo que se suponía que era. Me arrastré entre los callejones, pegado a las paredes, caminando tambaleante como los borrachos y los yonkis, bebiéndome mis lágrimas, ajeno a cuanto me rodeaba, cubriéndome el rostro con el pelo y rehuyendo las miradas de los demás. Me comporté como un paria lamentable y patético. Y como eso era lo que creía que me merecía, me sentí bien. Lo llaman catarsis, creo. No estoy seguro. El caso es que ser una basura me aliviaba en aquel momento.

De forma natural, mi deambular me llevó a las sucias y oscuras calles de los suburbios, al este de la ciudad. Quizá había una extraña corriente que empujaba a los desgraciados a desembocar allí.

—Eh, cuidado.

Me disculpé con el tipo al que había golpeado sin querer, pero antes de dejarle marchar le agarré de la manga y le pedí un cigarro. Era un hombre alto y terrible, de rasgos extraños, tal vez procedente de algún lugar de Asia menor. Me apartó con brusquedad y se marchó a buen paso.

El encuentro con el tipo severo me despejó de inmediato. Miré alrededor, tratando de ubicarme. Ahí estaba, el centro de la vorágine, el restaurante de los depredadores. Los suburbios.

Daba igual si era lunes o sábado, el barrio cochambroso estaba siempre vivo, poseído por una actividad aletargada pero constante, como una colonia de hongos. Los edificios se levantaban allí más parecidos a la realidad que en ninguna otra parte, con la cal cayéndose a pedazos de las paredes, el asfalto cuarteado, riachuelos de agua mugrosa fluyendo junto a las aceras y montones de basura. Cartones, metal, plástico, personas, todo se amontonaba en los rincones donde la luz no llegaba, mimetizándose en una masa informe y harapienta.

Estaba inmóvil en medio de un estrecho callejón, amparado tras un contenedor y mirando a uno de esos montones de mierda, intentando determinar si había debajo alguien o no, cuando una voz sonó detrás de mí.

—Basugre.

Me di la vuelta, sobresaltado. Un par de ojos de iris rojos me contemplaban con desidia.

—¿Qué?

—Basugre —repitió el extraño. Era un hombre de mi edad, quizá un poco mayor, con el pelo largo por un lado y la cabeza afeitada por el otro. En el lado en que no había cabello se veía un tatuaje tribal muy elaborado—. Ya sabes, como en la novela esa de las ovejas eléctricas.

Le miré con confusión. Él chasqueó la lengua. Se movió y la luz de las farolas parpadeantes incidió sobre él, permitiéndome distinguir su imagen con más claridad.

—No tienes ni idea de lo que estoy hablando, ¿no?

—No —admití—. ¿Tienes un cigarro? —pregunté a continuación, sin mucha esperanza.

El extraño me sonrió y sacó un paquete de tabaco de un bolsillo trasero de los vaqueros, negros y ajustados. Era un tipo atractivo, tenía la boca ancha y sensual, con un aro de metal en el centro del labio inferior. Llevaba argollas por todas partes: en las cejas, en la parte superior de las orejas y uno solo en el lóbulo, unido por una cadenita a un lado de la nariz. Esta era grande y curva, como el pico de un ave exótica. Los ojos estrechos me miraban con una mezcla de curiosidad y diversión, y la barbilla afilada terminaba en una barbita negra y puntiaguda. Parecía un sátiro, un demonio burlón.

—Gracias.

Cogí el pitillo que me ofrecía y rebusqué hasta dar con un mechero para encenderlo, mientras trataba de dilucidar si era uno de los nuestros. El color de sus ojos me hacía pensar que sí, y su forma de vestir me recordaba a la de ciertos depredadores de la Organización. Su piel era pálida. Un apretado corsé constreñía su cintura y por encima de éste sólo se veían los jirones de una camiseta de red que apenas le cubría los hombros. Los largos brazos estaban desnudos, llenos de tatuajes, cadenas y pulseras de tachuelas. Le rodeaba el cuello una banda de cuero con una argolla.

—¿Te has perdido, o algo así? —me preguntó el tipo.

Me quitó el mechero de las manos y me dio fuego. Llevaba en el dedo un anillo que le cubría toda la falange y terminaba en una larga uña de metal.

—Algo así. ¿Dónde estoy?

—En las Puertas del Infierno —dijo él.

—¿Y tú eres Don Diablo?

El extraño se echó a reír con algo de desdén, cogió otro cigarro para él y se lo puso en los labios. Tomó una profunda calada y exhaló el humo, hablándome desde el otro lado de la nube de humo gris.

—A veces sí. Según lo que toque. Y según quién me toque.

Esbocé media sonrisa. Aquel tipo tenía ese aire que yo ya conocía bien, peligroso y atractivo a la vez. «Como Lot», me dije. Solo que Lot era clase y elegancia. Este nuevo espécimen era puro misterio y provocación.

Por un rato fumamos en silencio. Yo no sabía qué otra cosa decir, hasta que al fin reaccioné.

—En serio, necesito saber dónde estoy.

—En las Puertas del Infierno, ya te lo he dicho.

—Me refiero a la verdad.

El extraño golpeó con los nudillos la pared a nuestro lado, que produjo un sonido acerado y seco. Era una puerta de metal pintada de negro.

—Es el nombre del local. En cuanto al nombre de la calle, no tiene. —Le miré con extrañeza, pero antes de que pudiera replicar, aclaró—: En este barrio hay muchas calles que no tienen nombre. A la gente le da igual y nadie necesita una dirección para venir aquí. Si quieres un trozo de pizza te vas al puesto de Francis, en el cruce de la vieja bolera con la pintada de los Guerreros Negros. Si quieres un puticlub te vas al de Nadia, que está detrás de la tienda de ultramarinos que hay pasado el edificio donde venden caballo. —El hombre sonrió con orgullo—. Bienvenido a la jungla.

Antes de que pudiera preguntarle qué fila de cocoteros tenía que seguir para salir de allí,  la puerta negra de metal se abrió con tanto ímpetu que di un respingo, sobresaltado. Me aparté a trompicones. Apareció otro tío, alto, rubio y cachas, que me examinó sin mucho interés y después lanzó una mirada interrogativa al tipo de los pendientes.

—¿Qué mierda haces aquí? Llevo un rato buscándote.

Este también llevaba el pelo largo, recogido en la nuca, y vestía con vaqueros y camiseta gris. Se le marcaban mucho los músculos bajo la ropa. Tenía los rasgos clásicos, varoniles, y barba dorada de tres días. Era guapo de cara y estaba muy bueno, en líneas generales. Parecía un modelo de revista de fitness. Al contrario que su compañero, no llevaba pendientes, pulseras ni ningún adorno, salvo una cadena sencilla en el cuello.

—Relájate un poco —dijo el moreno con pinta de punki—. He salido a fumar.

—Pues no es hora de fumar. Tenemos que estar ahí en veinte minutos —replicó el otro con rudeza.

—¿Y qué prisa tienes? Ya estoy listo, sólo me queda pintarme los ojos.

—Entonces no estás listo.

—Por dios, no me des el coñazo.

Estaba a punto de hacer mutis por el foro cuando el rubio se volvió directamente hacia mí y me acuchilló con sus ojos verdes. De nuevo me puse nervioso. Sólo quería ir a algún lugar resguardado y quedarme ahí fumando, sumido en mi propia autocompasión hasta que tuviera bastante hambre para comerme a cualquiera… y tal vez esperar a que la Organización me encontrara y me pegara un tiro en la nuca. O el equivalente a eso en la Organización, fuera lo que fuese.

—¿Y tú quién eres?

«Tu programación te guiará. Es como el instinto de los animales», me habían dicho una vez.
—Athaliah —respondí sin pensar.
—Bonito nombre —dijo el moreno, tendiéndome la mano llena de anillos plateados. Se la estreché con inseguridad—. Yo soy Maethel. El rudo y grosero es Darren.
—¿Te encuentras bien? —dijo el rudo y grosero—. Estás pálido y temblando.
—Tengo un poco de frío —admití.
—Demonios, pues no hay necesidad. Venga, entra. Te pediremos unos copazos para que entres en calor. Igual Fritz se enrolla y te hace una sopa.
—¿Te gustan las sopas de sobre?
Y de ese modo tan surrealista, me encontré arrastrado al interior de Las Puertas del Infierno por dos desconocidos que eran, a todas luces, gentuza de la peor calaña. «Perfecto. Así me sentiré como en familia», pensé.
Desde el momento en que puse el pie dentro, supe que conocía el local. Había estado allí antes, cuando yo era solamente yo. Las paredes estaban tapizadas con terciopelo rojo, en motivos victorianos que recordaban a los prostíbulos de principios de siglo (aunque yo nunca había visto un prostíbulo de principios de siglo, pero así era como los imaginaba). Del techo colgaban grandes lámparas de araña con cuentas de cristal que reflejaban las luces de los focos, blancas, azules, verdes y rojas. Había una barra de acero inoxidable salpicada por fluorescentes azules detrás de la cual atendían varios camareros. Filas de sillones de plástico y charol oscuro se empotraban a la pared, pobladas de parejas dándose el lote y grupos de amigas drogadas vestidas con minifalda y top. En el medio de la amplia sala había una pista de baile donde un sinnúmero de cuerpos se contoneaban, alzando los brazos hacia la plataforma central. Allí, cinco bailarinas hacían su número. Una de ellas tenía una serpiente sobre los hombros. Otras dos llevaban máscaras que les cubrían por completo el rostro y las restantes hacían girar sendas antorchas, llevándoselas de vez en cuando a la boca y escupiendo fuego. Todas estaban en tanga.
Sí, yo había estado allí antes. Había ido a menudo. «A cenar», pensé con desazón, mientras Darren me arrastraba por el brazo hacia la barra y llamaba a gritos a uno de los camareros. La música electrónica retumbaba en mis tímpanos, vibrando en mi pecho. Tum, tum, tum.
Quería irme a casa. Pero no tenía casa. Mi casa no era mía, era de Alex. Y había dejado al cabrón de Lot Anders en ella.
—Oye, Athaliah.
Era el único lugar seguro del mundo gracias a las protecciones de Liam y yo, imbécil de mí, me había largado dejando a Lot dentro. «Tenía que haberle echado a patadas. Tenía que haberle echado a golpes con su jodido bastón, maldita sea mi estampa.»
—¡Eh, Athaliah!
—¿Qué?
El rubio me estaba llamando.
—Tenemos cosas que hacer, pero quédate ahí, ¿vale?
Señaló hacia un sillón libre, detrás de un cordón de terciopelo. Había un cartel de reservado. Cuando fui a replicar hizo un gesto con la mano.
—No te preocupes, ya está acordado. Toma.
Darren me puso una taza de cristal en las manos. Olía a sopa de pollo y estaba caliente. Por un momento todo me pareció irreal: Yo, la estúpida sopa —¿quién toma sopa en un garito así?—, el local… no conjugábamos. Era como mezclar en una cazuela piezas de Lego, agua hirviendo y un saxofón. Surrealismo en estado puro.
Miré al rubio. Quería darle las gracias pero no me sentía con fuerzas. Así que obedecí, porque eso era lo que mejor sabía hacer, por lo visto. Me fui al sillón reservado y me senté, sacando los pies congelados de las deportivas y encogiéndolos sobre el asiento. Allí dentro no hacía frío, pero yo seguía destemplado y de vez en cuando me sacudía un escalofrío.
Arrebujado en el sillón, aislado de cuanto ocurría a mi alrededor y tan fuera de lugar como una monja en una orgía, empecé a analizar los últimos sucesos y a reflexionar acerca de mis propias acciones. A medida que el caldo caliente se filtraba en mis células, la necesidad de sobrevivir volvió a despertar en mí y terminó de aclararme las ideas. Había sido muy imprudente. Me había dejado llevar por mis emociones, una vez más, y me había puesto en peligro saliendo de la casa y perdiéndome por la ciudad, estando en busca y captura por la Organización y los Vigilantes. «En cuanto me recupere un poco, volveré y obligaré a Lot a irse», decidí. Pero, ¿cómo podría hacerlo? Él era más fuerte que yo. Tenía una pistola. Y era convincente. Lo peor era eso, lo convincente que podía llegar a ser. Además, sabía muchos trucos que yo no conocía y lo cierto era que me sentía un poco en deuda con él.
«¿En deuda por qué? No debería. ¿Qué ha hecho él por mí, después de todo?»
 Pasaron por mi cabeza las imágenes, como fotogramas entrecortados, al ritmo del tedioso chunda chunda de la música industrial: El enfrentamiento con Ariel. El disparo en la cara al satur. Las veces que había bebido de él, las veces en que me había protegido. Pensé en la carrera en la fábrica, en la ocasión en que vino a mí después de que Saul apareciera ante nosotros en el puente.
«Pero todo eran trucos. Yo era su salvoconducto. Su billete de vuelta, su aval para negociar… nada de eso tiene ningún valor. Nada tiene valor», me repetí.
Y sin embargo, no podía sacármelo de la cabeza.
Porque, después de todo, él me abrió la puerta. Él me dio la única oportunidad que podían haberme ofrecido.
—Maldita sea —murmuré, cerrando los ojos con fuerza.
Deseé que Lot no me importara, igual que había deseado no amar a Alex. No era lo mismo, ni mucho menos. Lo que había tenido con Alex era adoración, era algo puro, elevado, tanto que me había dado humanidad. Mis sentimientos por Lot eran distintos. Eran confusos, intensos, agridulces, complicados, convulsos. Pero había algo muy poderoso en ellos, algo que era incapaz de identificar. Una especie de química.
Alex me había subyugado. Él era mejor que yo, era mejor en todo. Mejor persona (porque era una persona), un ejemplo a seguir. Había sido mi maestro, mi ídolo pagano. Yo le había seguido, deslumbrado por su luminosa humanidad, por ese aura que irradiaba, algo parecida a la de Liam, de amor absoluto. Pero Lot… Lot era de mi misma especie. Aunque él fuera humano y yo no, Lot y yo éramos muy parecidos: imperfectos, llenos de defectos, en ocasiones malvados, en otras ocasiones, no. Me mordí el labio, comprendiendo lentamente el fondo de todo.
A Lot le veía como a un igual. A Alex siempre le había visto como algo por encima de mí, inalcanzable en cierto modo… casi santo. Pero a Lot no. A él podía mirarle a los ojos, frente a frente, sin tener que levantar la cabeza. A la misma altura. A él podía mostrarle toda mi decadencia, porque él no era mejor. Y eso hacía que no me sintiera inferior, extraño o indigno.
—Maldita sea —repetí.
Estaba a punto de soltar un par de lágrimas de pura frustración cuando algo cambió en el ambiente.
La música había parado. Abrí los ojos. Había humo en el centro del escenario redondo y las chicas desnudas habían desaparecido. Los focos apuntaron a una única silueta que se recortaba como una sombra detrás de la bruma blanca y el público alargó sus manos hacia él, como muertos vivientes en pos de una presa.
La imagen y el extraño cambio operado entre el público me despertaron la curiosidad, sacándome de mis amargas reflexiones. Presté atención a la escena que tenía lugar, aún con el eco del recuerdo de Lot en mi memoria. La música empezó a sonar de nuevo. Conocía esa canción, bastante popular. «Sweet Dreams», la versión de Marilyn Manson. Y entonces, la silueta se hizo visible, emergiendo de entre la niebla, y perdí totalmente el hilo de mis pensamientos, que se disiparon como una explosión de humo.
«Así que esto era lo que quería decir Darren con eso de que tenían cosas que hacer.»
Maethel se abrió paso a través del humo, con los ojos rojos muy brillantes delineados de negro. Iba vestido solamente con unas botas altas que le llegaban casi a las ingles, un culotte de cuero oscuro y el apretadísimo corsé. El pecho y los brazos desnudos resplandecían de blancura. Sonrió con pérfida malicia a su público, levantando las manos, balanceando la cadera hacia un lado y formando garras con los dedos, como una especie de diva freak y demoníaca.
La gente enloqueció a mi alrededor, silbando, jaleando, abalanzándose hacia la plataforma. Mientras Maethel caminaba al borde del escenario, insinuándose como una verdadera zorra, vi la cadena que colgaba de su cuello y arrastraba entre sus piernas. La seguí con la mirada y, entre la humareda, apareció el rubio, Darren. Salió impetuosamente, tirando con fuerza de los eslabones. Maethel cayó sobre sus rodillas a causa del brusco tirón, viéndose obligado a contorsionar la cintura de lado para mirar hacia atrás, hacia él. Y el fragor del público se volvió salvaje mientras aquellos dos tíos raros comenzaban su espectáculo.
Me olvidé de la sopa y se me abrió la boca.
No, a ellos no les había visto antes. Estaba segurísimo. De eso me acordaría.

. . .

Escena 21, toma 2

A lo largo de mi vida, había asistido a toda clase de eventos de pervertidos. Orgías, intercambios de parejas, espectáculos pornográficos, cabarets y salas de sadomasoquismo. Sin embargo, nada se parecía a lo que vi aquella noche en el local llamado Las Puertas del Infierno.
Lo que hacían Darren y Maethel era perturbador. No por el contenido de su espectáculo —no es que enseñaran nada, en realidad—, no por los gestos, los pasos o los movimientos, sino porque parecía algo más que un espectáculo. Parecía un juego real. Mientras los sintetizadores y las guitarras hacían eco en los techos de la sala y producían una vibración zumbante en las copas de cristal, Maethel rodaba por los suelos del escenario, arrastrado por el rubio musculoso. Darren había aparecido ahí arriba sin camisa, vestido con los pantalones vaqueros que le había visto en la calle y unas botas militares. Mientras le arrastraba como si fuera su presa, Maethel agarraba la cadena y trataba de forcejear, mirando al público a ratos con gestos de complicidad, sonriéndoles, guiñándoles el ojo como un demonio burlón. Cuando alguien intentaba tocarle, él alargaba la mano, correspondiendo al gesto. Entonces Darren se acercaba y gruñía, violento y amenazador.
No bailaban. No era esa clase de coreografía. Era otra cosa, algo sórdido y directo. Darren agarraba a Maethel del pelo y le aplastaba la cara contra su pelvis, con una sonrisa triunfal y algo psicópata, mientras el otro se sujetaba a sus rodillas y fingía forcejear para después consentir como un animal domado. Otras veces, el rubio le pegaba a su cuerpo con brusquedad y le levantaba una pierna, empujando con las caderas como si fuera a follárselo ahí mismo, o se ponía a su espalda y empezaba a meterle mano por encima y por debajo de la ropa, exhibiéndole frente a la gente. Maethel se dejaba hacer. Cada vez que Darren le tocaba, sus ojos se encendían de deseo, sus poros se erizaban… Aquello no era insinuación, no, eso no era erotismo. Aquello era el cortejo lascivo y guarro de dos pervertidos. A mitad de la canción, los pantalones de ambos estaban abultados allí donde sus erecciones empujaban con desesperación para abrirse paso. Y de vez en cuando, muy de vez en cuando, cuando su compañero le tiraba del pelo, o le azotaba, o le agarraba entre las piernas, la voz de Maethel se elevaba por encima de la música en un gemido que hablaba de cualquier cosa menos de dolor, con una expresión extasiada digna de la mejor película porno.
No era un juego. Estaban jugando, sí, pero cuando Maethel le lamía las botas a Darren ante nuestros ojos hambrientos, la forma en la que se miraban era muy real. Le mordía la tela del pantalón justo en el vértice tenso entre sus piernas, contemplándole con ojos provocadores, y el musculoso rubio le agarraba del pelo y frotaba su erección, oculta bajo el pantalón, contra su rostro. Maethel exhibía una mueca extasiada y placentera, agarrándole del trasero, sonriendo en ocasiones de forma lasciva, consciente del poder que tenía sobre él, conscientes ambos del poder que tenían sobre el otro.
Daba igual quién de los dos sujetaba el extremo de la cadena. Ambos estaban encadenados, y lo sabían. Eran amos y esclavos, y nos lo enseñaban a todos, haciéndonos cómplices de su juego, del extraño baile que no lo era, de aquella danza arrebatadora y erótica hasta el extremo. Durante las últimas estrofas, Maethel quedó de rodillas en el suelo, con las manos abiertas sobre el escenario y la grupa alzada, mirando a su público con el semblante transido por la excitación. Darren le sujetaba por las caderas y fingía penetrarle, empujando con su cuerpo una y otra vez, haciendo ondular los músculos de su torso y su vientre como un animal salvaje. Echaban las cabezas hacia atrás, jadeaban, se mordían los labios. Si no llevaran la ropa puesta, aquello habría sido… lo que parecía. Darren comenzó a azotarle el trasero con la mano abierta al tiempo que embestía. Con cada restallido, el público vitoreaba y Maethel gemía. Al final, el rubio obligó a su pareja a levantarse tirándole del pelo, le besó con fiereza y le agarró de la entrepierna con la otra mano mientras el humo les envolvía. La iluminación cambió. Las dos siluetas siguieron moviéndose, sombras oscuras entre la niebla azul coloreada por los focos, y por último, hubo una explosión de luces rojas.
El público aplaudía y silbaba, pero Maethel y Darren, que habían sido engullidos por el humo, no volvieron a aparecer ni siquiera para saludar.
Cuando uno de los camareros vino a traerme un plato de patatas fritas, yo aún estaba conmocionado por lo que había visto. No se trataba del erotismo (por llamarlo de alguna manera), nunca he sido alguien que se escandalice fácilmente. Había habido algo en todo eso que me había dejado confuso. No entendía del todo la actitud de Maethel. Recordé la escena en el callejón, la forma en que se hablaban. ¿Acaso Darren era algo así como su jefe? «Tiene que ser un teatro», pensé. Pero algo en mi interior me decía que no. «¿Por qué permite que le humille así?»
Siempre me había sentido muy incómodo con aquella clase de roles. Una cosa era dejarte esposar a la cama o permitir que te den unos azotes como parte del juego erótico, pero esa actitud rastrera y viciosa del hombre moreno me había llegado a perturbar. ¿A quién podría gustarle eso?
Estuve un rato comiendo patatas y tratando de organizar mis pensamientos, pero cada dos por tres atravesaban mi mente imágenes del todo impropias. Al final, movido por una curiosidad inexplicable, me levanté y fui a la barra para preguntar al camarero dónde se encontraban mis anfitriones.
—Tienen un cuartucho en la zona de personal. Eres amigo suyo, ¿no?
Asentí, mintiendo sin pudor.
—Sí, de toda la vida.
El hombre señaló un corredor oculto detrás de unas cortinas al final de la sala.
—Por ahí, al fondo del todo.
—Vale, gracias.
Me abrí paso entre la multitud hasta llegar al pasillo. Allí dentro olía a lejía y a cerveza, pero la música electrónica sonaba más apagada. Lo agradecí, porque odiaba aquella mierda de techno-trance-loquefuera. En el corredor había dos almacenes, un cuarto de baño cerrado y otro cuartito sin puerta, lleno de muebles amontonados, cajas de vasos y con un extintor rojo anclado a la pared a punto de caerse. Al fondo se podía ver una puerta cutre, mal pintada de negro. Me acerqué. Sobre la madera había pegado un adhesivo de vinilo blanco donde alguien había escrito con rotulador indeleble: Maethel y Darren. Los dos nombres estaban rodeados de dibujitos absurdos, como estrellas, penes y murciélagos. Desde el otro lado me llegaba el sonido de los gemidos, los jadeos y el familiar chirrido de los muelles de un colchón sufriendo malos tratos.
Genial. Lo que menos me apetecía en esos momentos era quedarme para escuchar a dos desconocidos follando. Y sin embargo, lo hice. Me senté ahí, con la espalda pegada a la pared, y me quedé escuchando mientras me preguntaba qué estaría haciendo Lot y recordaba nuestros ratos juntos al ritmo del somier de mis anfitriones. Una parte de mí deseaba fervientemente volver a casa. Otra estaba en pie de guerra y sólo quería demostrar que no me hacía falta nadie.
Pero odiaba aquel lugar, las pintas de esa gente, la sordidez de todo. Nunca antes había tenido tan claras mis preferencias. Cuando solo era Athaliah me daba todo igual. Con Alex no quise nada, solo a él, porque estaba aprendiendo a amar y a escoger. Pero ahora… ahora sabía lo que quería. Quería la belleza y las películas en blanco y negro. Y que me hicieran la cena.
—¡Llámame puta! —escuché exclamar a Maethel desde el interior de su camerino.
—¡Puta! —Resonó una fuerte palmada—. ¡Zorra!
Levanté la ceja y me cubrí la cara con las manos. «Joder, vaya dos.» Me di cuenta de qué era lo que me incomodaba tanto del punki del pelo negro. Se parecía mucho a mí… a la clase de tipo que yo era antes, cuando sólo era Athaliah. Yo también había sido igual de arrastrado. Quise preguntarle por qué se comportaba de ese modo tan humillante. ¿Cuál era su razón? En otro tiempo yo había sido igual, porque no conocía otra cosa, porque quería sobrevivir,  pero ¿él? ¿A qué venía esa mierda? «Debe ser una rémora», pensé, recordando sus ojos rojos. «Tal vez ambos son Pesadillas, igual que yo. Pero entonces, ¿por qué no puedo reconocerles? —Tal vez, porque ya no era el mismo. —No, ya no soy el mismo, y nunca volveré a serlo. Alex me cambió… pero Lot también me ha cambiado. ¿Cómo puede ser? ¿En tan poco tiempo? Me ha hecho descubrir cosas que me gustan, me ha hecho descubrir cosas que prefiero. Me ha hecho descubrir que le prefiero a él.»
—Estoy jodido —pensé.
Me tapé los oídos y esperé a que en el interior de aquel camerino se hiciera el silencio antes de llamar a la puerta.
. . .

Escena 21, toma 3

Cuando Lot Anders subió al coche estaba realmente enfadado. Metió la llave en el contacto, arrancó y pisó a fondo, sintonizando la radio. Habitualmente siempre conducía con música, pero en aquella ocasión necesitaba usar las ondas para algo diferente. Mientras el coche se deslizaba a lo largo de las calles en dirección al centro de la ciudad, dejó el dial en el punto exacto de onda media. No se oía nada, sólo ruido blanco y estática. Empotró la empuñadura del bastón contra la radio y proyectó su voluntad mientras hablaba.
Los ojos le brillaron.
—Nun. Soy Lot Anders. Te recojo en la esquina de la catedral. Tienes que ayudarme.
Maldijo al ver el tráfico imposible que le esperaba a la salida del barrio de Alex. Odiaba los embotellamientos. Eran culpa del diseño defectuoso de las calles, que hacían colapsar el tráfico. «Qué ironía. Esos coches ni siquiera existen. Ni tampoco estas calles. Un montón de coches ficticios atascados porque no pueden pasar por una calle ilusoria. Así es el mundo que hemos creado». Se hubiera reído, pero no estaba de ánimo.
Athaliah se había marchado. ¿En qué narices estaba pensando para hacer algo así? Le había costado horas reaccionar, y cuando al fin había sido capaz de hacerlo había estado a punto de mandarlo todo al infierno. Podría abandonar a aquel maldito mosquito mutante y largarse con Liam. Pero no ganaría nada. Liam se encargaría de recordarle que no estaba haciendo bien, y no era eso lo que quería escuchar. Podría abandonarle, entonces, y largarse él solo. Era otra opción. «¿Y qué voy a hacer? ¿Meterme en casa hasta que me encuentren y me peguen un tiro en la nuca, o lo que sea que hacen en la Organización? De ninguna manera.» No, tenía que admitir que necesitaba a Athaliah. Y no solo para comer.
Lot era prudente. Tenía los medios, la lucidez y los instrumentos necesarios para evitar involucrarse con nadie más de lo necesario. Simplemente tenía que quitarse la salamandra y todo era sencillo, sin complicaciones. Pero a pesar de todo, había nacido un vínculo entre él y Athaliah. Reconocerlo era muy duro.
«¿Qué es lo que ha fallado?», se preguntó. «Y lo que es peor, ¿por qué no me arrepiento?»
Durante los días anteriores había sentido que las cosas podían ir bien. Incluso le había hablado de Athaliah a Liam. Le había dicho que era alguien importante para él, con toda gravedad, como si volver a tener sentimientos por alguien fuera algo solemne y digno de emoción. ¿Es que acaso se le había olvidado que tener sentimientos era una mierda, y de las gordas? ¿Cómo había podido ser tan ingenuo?
La radio siseó, se escuchó un pitido que cambiaba de frecuencia, y después la voz de la muchacha.
—Voy para allá.
Nun nunca preguntaba, nunca dudaba. Simplemente, respondía a las llamadas. Así era ella. Confiable como un salvavidas.
En su interior, la tensión se aflojó con gran alivio.

. . .

Escena 21 toma 4

—Con esto se sintoniza.
Miré el cacharro, sin entender nada.
—¿Por qué seguís haciendo estas cosas? Pensaba que en plena era de Internet, los radioaficionados habían desaparecido.
—Pues te equivocas.
Maethel estaba sentado delante del extraño aparato, con el pecho y el cabello mojados y los pantalones sin abrochar. Ahora era Darren el que estaba en la ducha y desde allí le oía canturrear alegremente, con su voz grave y profunda.
La extraña pareja me había dejado entrar en sus dominios con toda naturalidad y antes de darme cuenta me encontré en el interior de un cuartucho que olía a sexo y a incienso de limón, con un porro encendido en los labios, una botella de whisky barato en la mano y charlando con aquellos dos como si fueran mis amigos de toda la vida. Adaptarme siempre se me había dado bien. Maethel y Darren, además, me lo ponían fácil.
—¿Y para qué lo usáis?
Maethel tiró un cojín roto al suelo y me invitó a ocupar un sitio a su lado.
—Para hablar con otros tíos igual de colgados.
Me senté junto a él. En la habitación solo había una cama estrecha, un armario, una mesilla, un sofá y una mesita baja. En la pared tapizada con papel, manchado y corroído por la humedad, había un par de estanterías que contenían libros y objetos diversos, y junto a la cama había una caja de plástico abierta mostrando su pecaminoso contenido: consoladores de todas las formas y tamaños, vibradores a pilas, cajas de condones variados, plugs anales, esposas, aceites de masaje, una fusta y todo tipo de juguetes sexuales de lo más variopintos. Sobresalía entre ellos un gigantesco vibrador de color verde lima que me aterrorizó cuando lo vi por primera vez. Ahora ya me había acostumbrado a su presencia, con la enorme cabeza verde asomando entre el resto de juguetes, vuelta hacia mí como si me estuviera observando.
Con excepción de la cama y ese cajón, todo lo demás estaba sucio y descuidado y había montones de colillas por todas partes. Pero a pesar de todo, no me parecía un mal sitio para vivir. Habían llenado las paredes de posters de grupos que yo no conocía, y encima del aparato de radio había una foto de los dos, enmarcada en un portafotos con lentejuelas negras. Se notaba que se la habían hecho ellos mismos. Estaban juntos en la cama, despeinados, mirando a la cámara, Maethel con expresión provocativa, Darren con aire peligroso y malvado.
El punki se dio cuenta de que la estaba mirando.
—¿Te gusta? —preguntó.
Asentí. Él cogió la foto y la miró con media sonrisa. Le brillaban los ojos, que ahora, sin las lentillas rojas, mostraban una tonalidad grisácea e indefinida en los iris. Finalmente, había resuelto uno de los misterios: ambos eran humanos, completamente humanos. Pero eran los humanos más raros que había conocido nunca. «O tal vez es que estoy empezando a desarrollar una cierta empatía hacia la raza de la que me alimento —pensé—, a distinguirles unos de otros, a considerarles como criaturas únicas. Maldito Alex. Es culpa suya, seguro.»
—¿Sois pareja desde hace mucho?
—Un par de años.
—Se os ve muy unidos.
Maethel dejó la foto en su sitio y empezó a trastear con el aparato, intentando sintonizar algo. La ceniza de su cigarro se desprendió y cayó sobre su pantalón. No pareció importarle.
—¿Y tú qué? ¿Cómo has llegado aquí, qué es lo que te ha pasado?
«¿Que qué es lo que me ha pasado? —pensé—. Por dios, como si pudiera explicarlo. Como si hubiera siquiera por dónde empezar…»
—Pues… vivía con un chico, un fotógrafo.
—Anda, ¿tú también eres maricón? ¿Como Darren?
Me tensé y le miré, un poco incómodo con esa forma de hablar.
—No… yo… a mí me gusta todo.
—Ah, entonces como yo —respondió Maethel, sonriendo como si tal cosa—. ¿Y qué pasa con tu novio? ¿Te ha dejado?
—No. Murió.
Y así, empecé a hablar. Empecé y luego seguí. Y antes de darme cuenta, todo salió de mí, como el agua a través de una presa rota. Le hablé de Alex, de nuestra historia de amor, le hablé de la enfermedad y la soledad, le hablé de unos supuestos mafiosos que me perseguían, le hablé de Lot, de la forma en que se había metido en mi vida, de nuestros problemas y nuestros buenos momentos. Maethel me escuchaba con la misma naturalidad con la que me había abierto la puerta, como si para él fuera normal tener a un desconocido en su camerino contándole su vida. Al poco rato, Darren salió de la ducha en boxers y se sentó en la cama, prestando atención desde un segundo plano.
Por supuesto, omití hablar de la Organización y de toda aquella mierda. La historia estaba maquillada para ellos.
Cuando terminé, me había fumado tres cigarros y había bebido dos vasos de whisky, y entre eso y la catarsis de la confesión, me sentía aliviado, como si me hubiera quitado un gran peso de encima.
—Así que te has ido de tu casa porque tu novio el mafioso considera que tu amor no vale nada.
El brusco resumen de Maethel me incomodó de nuevo. Después de todo lo que les había contado, que dijera eso fue como si frivolizara con la situación. Y sin embargo no iba desencaminado.
—Sí, mas o menos.
—Bueno. No te preocupes. Te puedes quedar aquí hasta que te aclares, ¿no, Darren?
El rubio asintió, señalando el sofá.
—Puedes dormir ahí.
—No, no. No voy a quedarme, apenas tenéis sitio para vosotros, sería abusar… —me apresuré a decir—. Además, necesitaréis vuestra intimidad.
Se echaron a reír a la vez.
—¿Has visto a qué nos dedicamos? No, no necesitamos mucha intimidad —dijo Maethel, travieso.
—Siempre podemos hacerlo en la ducha, para que no te sientas incómodo —añadió Darren.
Maethel le miró con reproche.
—Podrías pagar un hotel, para variar.
—Podrías pagarlo tú.
—De verdad, que no hace falta —insistí—. Me iré mañana mismo.
Se miraron y luego el rubio se encogió de hombros. Bajó al suelo y se sentó detrás de Maethel, rodeándole con los brazos y las piernas mientras él seguía tocando los diales de la radio de vez en cuando, recuperando la extraña emisora que había sintonizado. No se oía nada, solo ruido blanco.
—¿Y dónde vas a ir? —dijo Darren—. ¿Volverás a tu casa y echarás al idiota?
—No lo sé —admití—. Tengo que pensarlo. —Les miré con cautela antes de atreverme a preguntar—: Vosotros dos parecéis muy diferentes el uno del otro. ¿Cómo habéis conseguido que vuestra relación funcione?
De nuevo las sonrisas maliciosas, las miradas cómplices. Había algo muy particular en su modo de mirarse, algo que había visto también en el escenario, una especie de química especial. Era provocación, sí, pero también otra cosa más profunda, más fuerte. Como si hablaran el mismo idioma. Como si compartieran un mundo secreto y particular. Me pregunté si Lot y yo también nos mirábamos así, pero no podía saberlo.
—No ha sido fácil, ¿no? —preguntó Darren a su compañero—. ¿O sí?
—Algunas cosas, sí. El sexo siempre fue fácil. El resto…
—No lo sé, la verdad. No tengo la fórmula —admitió el rubio—. Nosotros empezamos siendo amigos, hace muchos años. Follábamos de vez en cuando. Supongo que se empieza por el respeto, eso es lo básico.
Alcé las cejas, sin atreverme a contradecirles por pudor. ¿Respeto? ¿De qué respeto hablaban? Me costaba entenderlo, cuando Maethel aún llevaba puesto el collarín de perro y había visto a Darren arrastrarle con una cadena por el escenario. Se exhibían delante de todos, y en la intimidad, por lo poco que había escuchado, no eran precisamente sutiles. Maethel se echó a reír al ver mi cara, que debía reflejar con bastante claridad mis pensamientos.
—Antes de escoger esta vida yo era programador jefe e ingeniero de sistemas en el Centro Financiero —comenzó Maethel—. Darren era oficial de seguridad en mi misma planta.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente.
Les miré, incrédulo. Seguramente era todo mentira, pero en los últimos tiempos ya me había habituado a escuchar a los embusteros, así que asentí y dejé que continuaran.
—Tenía un equipo de treinta personas a mi cargo —prosiguió el moreno—, dos asistentes y una cohorte de lameculos que besaban el suelo que yo pisaba. Llevaba el pelo recogido y vestía con traje de chaqueta. Cobraba una pasta a final de mes y defraudaba en mis impuestos, gastaba fortunas en artículos de lujo, drogas y putas y nunca me perdía una fiesta.
—Mi vida era bastante más normal —apostilló Darren.
—Solo tenía que enseñar el dinero o mostrar mi identificación para que todo el mundo hiciera lo que yo quería —siguió el otro—. Pensaba que controlaba mi vida, que imponía mi voluntad. Que tenía todo lo que se pudiera desear. —Hizo una pausa y se recostó en el pecho de su amante. Este seguía atrapándole con brazos y piernas igual que una araña a su presa, y Maethel parecía encantado con ello—. Entonces me fijé en él.
—Siempre has tenido buen gusto.
Miradas cómplices, otra vez. «Se comen con los ojos», pensé, sintiendo una punzada de envidia.
—Para qué negarlo. —Maethel suspiró y se encendió el porro que se le había apagado—. Era un segurata muy guapo. Bueno, no tienes más que verlo. Está buenísimo. Así que pensé que no estaría de más llevármelo a la cama. Estaba dispuesto a todo, pero probé con lo tradicional y le seduje.
—En realidad, mi uniforme le imponía demasiado como para intentar ofrecerme pasta.
—Tu uniforme me imponía, sí, y me ponía muy cachondo. En cuanto a la pasta, sospechaba que me la tirarías a la cara, no quería arriesgar.
—Sí, la integridad de las empresas de seguridad privadas es conocida en todo el mundo —ironizó Darren—. Pero acertaste. Te la hubiera tirado a la cara.
Volvieron a prestarme atención.
—El caso es que me costó convencerle, pero al final aceptó y me lo tiré.
Darren esbozó una sonrisa de lobo.
—Fue una buena noche.
—Una gran noche, sí —afirmó Maethel, con un gesto más soñador.
—Pasó bastante tiempo hasta que repetimos.
—Sí. El caso es que, como te he dicho antes, en la cama siempre hemos funcionado muy bien. Los dos somos unos putos pervertidos, no creo que tengas dudas a estas alturas, ¿no, Athaliah? —Negué con la cabeza, no la tenía—. Pero de alguna manera nos fuimos haciendo amigos.  A pesar de las guarradas que hacíamos en el dormitorio, nuestra relación era muy limpia. Darren era honesto. No le interesaba mi dinero ni mi posición. Nunca intentaba complacerme ni impresionarme, me decía siempre la verdad, incluso cuando no le pedía su opinión. Y nunca se dejaba humillar ni engañar.
—Eso es el respeto —continuó su compañero—. Por uno mismo y por los demás.
—Pero tú sí te dejas humillar —repliqué, sin poder aguantarme, mirando a Maethel. Al darme cuenta de lo que había dicho, me sentí un poco cohibido, pero proseguí. Les había contado la maldita historia de mi vida, podía hablar sobre esto también—. Hacéis esas cosas delante de la gente y… es como si él te tuviera sometido.
—¿Eso crees?
Los dos sonrieron con aire burlón. De pronto me sentí un poco idiota. Negué y después asentí, y finalmente me encogí de hombros.
—Lo que hacemos en el escenario no es más que un espectáculo —comentó Darren con toda tranquilidad—. También lo que hacemos en el dormitorio. Pero hay algo que marca la diferencia. Maethel ha pasado años siendo el responsable de muchas cosas, teniendo un absoluto control sobre su vida, sus circunstancias y las vidas y circunstancias de otras personas.
—O eso creía yo —agregó el moreno.
—O eso creía él —repitió Darren, asintiendo—. Cuando empezamos a acostarnos juntos era un drogadicto putero con un alto riesgo cardíaco por estrés y ansiedad. Y no voy a negar que a mí me gusta ser dominante, pero pronto los dos nos dimos cuenta de que a él también le gustaba que yo lo fuera.
—Para mí es más que terapéutico. Es un buen modo de vida.
Les miré, sin comprender.
—¿Arrastrarte por el suelo para lamerle las botas es terapéutico?
Maethel sonrió con expresión luminosa, como si le estuviera hablando del jodido Santa Claus.
—Sin ninguna duda. —«Joder, estos dos están fatal», pensé. Pero seguí escuchando respetuosamente—. Me hace sentirme seguro que él tenga el control. Él me quiere y busca lo mejor para mí. Yo dejo que me lo dé. Y cuando se equivoca, se lo hago notar. Si es necesario le pego una buena hostia de vez en cuando… pero no suele hacer falta.
—Entonces, a ti te gusta esto —pregunté, para cerciorarme.
—Me pone cachondo humillarme y me aporta seguridad que mi pareja tenga un cierto control sobre mi vida.
—Acordado entre los dos —añadió Darren—. Él me dijo que quería dejar las drogas. Me dijo que quería que le ayudara, obligándole.
—¿Él te pidió que le obligaras?
—Prácticamente me obligó a obligarle.
—Y mira, estoy limpio —dijo Maethel, aún con el porro en la boca.
—Ya, ya veo… —dije, escéptico—. Pero no sé. De ahí a ser el perro de alguien…
—¿Alguna vez has tenido perro? —preguntó Darren.
Fruncí el ceño. Negué con la cabeza, aunque no podía acordarme bien.
—Tengo un gato.
—¿Y consideras a tu gato un ser indigno porque depende de ti y porque eres tú quien controla cosas como su alimentación, o sus vacunas? —agregó Darren—. ¿No crees que los perros son animales nobles? ¿Un buen amo no haría cualquier cosa por su perro?
Negué, incómodo. Aquella conversación estaba empezando a volverse un poco confusa, difícil de seguir para mí. No era capaz de ver las cosas como ellos las veían. Me costaba mucho asumir que lo que Maethel hacía pudiera ser bueno para él. ¿Acaso Darren no se aprovechaba? ¿Cómo podía no hacerlo? Tener poder sobre alguien y no aprovecharse de ello era totalmente contrario a lo que yo entendía por ser humano. «Sin embargo, Alex habría comprendido esto, habría sabido entenderlo», me dije.
Tal vez. Pero Alex no había vivido lo mismo que yo.
Cuando era solamente Athaliah, los esclavistas y los satures me asaltaban en cualquier lugar, en cualquier parte. Se aferraban a mí y me forzaban para extraer la energía que yo había robado a otros. Se alimentaban, exprimiendo el envase que era mi cuerpo como si no fuera más que el puto tetra brik de un zumo de naranja. Me ignoraban, me humillaban, me utilizaban. Y yo no sabía hacer otra cosa… no sabía que existían otras cosas. Maethel venía de un mundo totalmente diferente, opuesto en realidad… y buscaba que le humillaran, que le exprimieran, que le hicieran sentir que no valía nada. ¿Por qué? ¿Acaso era más fácil para él no ser nada, no tener responsabilidades? «Como un niño y un padre», pensé, mirándoles. Aquello me resultó aún más aberrante que lo del perro y su amo y traté de sacármelo de la cabeza a toda costa.
No, no había manera. No podía entender aquella relación.
—Yo marco los límites —dijo Maethel, encogiéndose de hombros—. Sé lo que quiero y Darren me lo da. Me consiente, me colma y jamás cruza la línea. Y yo también le doy a él lo que quiere, según sus normas.
Darren le acarició el pelo, apoyando la mandíbula en su cabeza.
—Empezamos siendo amigos, así que podemos hablar de cualquier cosa —dijo, mirándole con un afecto que me desarmó por completo—. A veces nos peleamos, pero nunca nos humillamos ni nos agredimos en las discusiones.
—Sólo en la cama.
—Para que las cosas funcionen tiene que haber respeto —prosiguió Darren—, todos tienen que saber a lo que están jugando. Y por lo que he escuchado sobre tu historia, ese es el problema más grave que tú tienes. Las reglas de vuestro juego han cambiado.
Algo se agitó con violencia dentro de mí. Me erguí, presa de un nerviosismo repentino al escuchar las palabras mágicas.
—¿Tú crees? ¿Pero cuándo? ¿Por qué? —pregunté, angustiado.
—Si no te he entendido mal, estabais jugando a fingir un romance, sin importar si era verdad o mentira —continuó el rubio con su voz penetrante—. Eso son chorradas, técnicas para no parecer vulnerable y protegerse, pero nunca funcionan. Habéis empezado tonteando y al final os habéis enamorado de verdad, como suele ocurrir. Y tu novio está celoso porque has estado con muchos tíos antes que con él. Por eso te dice que tu amor es una mierda, porque necesita saber que es especial para ti, que es diferente a los demás. Y es tan patán que no sabe pedírtelo de otra manera que haciéndote daño. Vamos. Creo yo.
Maethel se volvió hacia Darren con curiosidad.
—¿Y tú desde cuándo sabes tanto de estos temas?
Éste se encogió de hombros.
—He leído mucho. —Luego se volvió hacia mí y añadió—: Hazme caso, sé de lo que hablo.
—Hazle caso —repitió Maethel—. Y obliga a ese cretino a poner las cartas sobre la mesa. Si estáis jugando, los dos debéis conocer las reglas del juego y en qué consiste. Tienes que saber si él se merece que te entregues, o tu sufrimiento no vale la pena.
Asentí de nuevo, escuchándoles como si fueran los gurús del amor. Si la escena de la sopa había sido surrealista, esto no lo mejoraba, pero en aquel momento era todo lo que tenía, y todo lo que necesitaba escuchar. 
—Vale —dije—. ¿Y funcionará? ¿Creéis que lo nuestro tiene futuro?
Ellos se miraron y se lo pensaron un momento.
—Si se os da bien follar juntos, todo es posible.
Y de pronto, como si hablar de sexo fuera una señal divina, el aparato de radio siseó y crujió, y a través de varias capas de aire comprimido, escuché la voz de mi amante.
Nun. Soy Lot Anders. Te recojo en la esquina de la catedral. Tienes que ayudarme.
Maethel se arrojó sobre el aparato, mientras mi corazón empezaba a latir salvajemente y la sangre se me bajaba a los pies.
—¡Hemos vuelto a pillarles! —susurró Maethel, presa de una extraña excitación—. ¿Ves? Para esto sirven los trastos pasados de moda. ¡Ja! —graznó, mientras tiraba de los cables y toqueteaba botones y palancas de misterioso funcionamiento—. ¿Quiénes son ahora los conspiranoicos, eh?
Voy para allá.
Miré a Darren, estupefacto. Él parecía bastante más tranquilo que su compañero.
—Se trata de una emisora oculta, muy escondida entre las frecuencias de onda media —me explicó—. Maethel pertenece a un club de radioaficionados que se hacen llamar Prometeos. Son un poco conspiranoicos, esa es la verdad.
—Sí, claro. Ya me lo dirás dentro de unos años —soltó Maethel, empuñando el micrófono y colocándose los auriculares—. Aquí Zorra Oscura emitiendo para todos sus camaradas… ¿habéis captado eso?
La radio se llenó de zumbidos y voces lejanas a las que no presté atención. Darren continuó iluminándome.
—Encontraron esa emisora hace un par de años y desde entonces la siguen, tratando de averiguar quiénes son los que la usan. Han captado diversas comunicaciones y las han relacionado con sucesos que han ocurrido en la ciudad, cosas como cortes de luz, bajadas o subidas de los tipos de interés, problemas financieros o industriales… —Darren se levantó, dejando a su amante enfrascado con la radio y fue a ponerse unos pantalones. No pude evitar mirarle el trasero—. Los Prometeos piensan que hay poderes ocultos manejándonos en la sombra. Que hay algo o alguien que nos dice qué debemos pensar, cómo tenemos que comportarnos… puedo entender eso. Pero también dicen que lo que vemos no es real, que el mundo en que vivimos no existe sino que todo es una ilusión. Como en Matrix. ¿No es gracioso?
Darren me miro con guasa. Yo aparté los ojos de su cuerpo y sonreí con mi mejor cara de no haber roto nunca un plato.
—Ya te digo. Es de película.


. . .

©Hendelie & Neith


4 comentarios:

  1. ¡¡¡Noooo!!! ¿Ya se terminó? :( ¡Le sigo dando a la flecha para abajo pero no hay más!

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  2. ¡¡¡Nooooo!!! ¿Ya se terminó? Le seguí dando a la flecha para abajo, pero no hay más texto :( ¡Otro! ¡Quiero otro!

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  3. Cuatro días he tardado en leerlo de tirón. Casi me gusta más esta historia que la primera, será que me identifico más con el "sufrimiento" de los malos que con el de los buenos, pero, al final, sigo atrapada en la Ciudad sin Nombre....

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  4. Ya está, ahora soy fan de Maethel y Darren xD.

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