viernes, 9 de enero de 2015

Flores de Asfalto: La Salamandra - Escena 26

Escena 26, toma 1
Cuando uno se imagina la guerra, siempre le vienen a la cabeza las imágenes de las películas que ha visto. Los del primer mundo somos así. Somos los afortunados, los que no hemos vivido esas cosas en primera persona, así que recurrimos al cine para intentar imaginarnos la movida. Ni siquiera rescatamos las escenas que vemos por las noticias, no. Son las películas lo que tenemos en la recámara. Te hablan de guerra y piensas en Vietnam, en la II Guerra Mundial, en la guerra de las galaxias. Te vienen a la cabeza El sargento de hierro, Apocalypse now, La lista de Schindler. A uno no le da por pensar en los pormenores. Por ejemplo, ¿cuánto tarda una guerra en ponerse chunga desde el momento en que se declara? O, ¿cómo es la guerra dentro de una ciudad?
Por eso, mientras Lot conducía a través del arrasado paisaje urbano, yo miraba a través de la ventanilla tratando de encontrar vestigios de lo que yo entendía por guerra: ejércitos, desorden social, carreras, gritos, fuego y disparos. Sin embargo, en aquella zona no había nada de eso. En aquella parte de la Ciudad sin Nombre, la guerra era extraordinariamente civilizada, al parecer.
Avanzábamos por las callejuelas de la antigua zona industrial reformada en barrio residencial en dirección hacia el noreste, hacia el aeropuerto. Lot conducía igual de rápido que siempre pero mucho más relajado ahora que no tenía que respetar semáforo alguno. El asfalto se notaba mucho más quebrado bajo los neumáticos, el coche no avanzaba con tanta suavidad como parecía hacerlo en el otro lado; de hecho a medida que nos alejábamos del centro de la ciudad parecía estar cada vez en peor estado. En aquel entorno hostil y desalentador, empecé a preguntarme toda clase de cosas absurdas, como de dónde sacaba Lot la gasolina, o dónde planchaba los trajes. Llevábamos las maletas en el maletero y a Brando sobre mis rodillas. El gato estaba en perfecto estado, aunque de vez en cuando erizaba el lomo al mirar por la ventanilla. También me pregunté dónde hacían la comida para gatos en la Ciudad sin Nombre.
Al girar en una rotonda, entre dos edificios medio derruidos que se apoyaban el uno en el otro, vi pasar a una singular procesión que interrumpió mis reflexiones: un esclavista avanzaba despacio, caminando sobre las largas patas que recordaban a una araña, guiando a su particular cosecha. Tenía la cara muy blanca y los ojos completamente negros. Su rostro era el de un ser humano sin nada de pelo en la cabeza ni en las cejas, un rostro bastante agraciado, curiosamente. Su torso también parecía normal, así como sus brazos. Pero tenía ojos redondos y oscuros en las sienes, como de insecto, y debajo de su cintura estrecha se abría un abdomen arácnido del que brotaban las patas. Las dos piernas humanoides colgaban, deformes y retorcidas, cubiertas por jirones de tela, como órganos vestigiales sin utilidad alguna. Hombres y mujeres envueltos en telas de brillante hilo blanquecino le flanqueaban, y sus ligaduras, que eran tan débiles que podrían romperlas con un levísimo esfuerzo, parecían riendas cuyo extremo sujetaba el monstruo. Daban pasos inseguros y lentos, con los ojos vacíos y resecos fijos en la nada. Estaban despeinados, sucios. Su piel tenía un color insano.
Parecía un macabro desfile circense.
—Les lleva a los almacenes —dije, pensando en alto—. Ya están desalojando esta zona. Pero aquí aún no sucede nada. ¿Crees que los disturbios llegarán a todas partes?
—No lo sé —respondió Lot—. Imagino que no. Los Vigilantes se atrincherarán en sus territorios, así como los Desvelados. Habrá enfrentamientos en las áreas en disputa y tal vez algún asalto a las bases. Es lo habitual en la primera fase de un combate: asegurar los territorios para no perderlos con facilidad.
Le miré de reojo.
—¿Has luchado en muchas guerras?
—Solamente en una.
Recordé el uniforme que me había puesto aquella noche para salir de caza y lo que luego me había contado sobre ello. Al pensar en su pasado y en la guerra, inevitablemente acabé pensando en Liam. Tragué saliva, pero no dije nada. Le miré de soslayo, buscando la forma de llegar hasta él sin agresividad ni afrenta. Era la única manera de hacerle cambiar de opinión.
Entonces recordé la luz y las estrellas en el cielo. Recordé lo que había sucedido en la plaza de la iglesia y supe que ni siquiera él podía permanecer ciego a eso.
—¿Cómo es París? —pregunté, vislumbrando el camino a seguir.
—Es bonito. Te gustará. Hace sol y hay flores, y toda clase de cosas hermosas: el Sena, los puentes, las farolas… los prostíbulos…
Lot esbozó media sonrisa. En sus ojos vi con claridad que trataba de aferrarse a sus mentiras ya rotas con una tenacidad absurda. Había dejado de creerse su propio personaje, por lo que yo ya tenía medio trabajo hecho: solo tenía que darle un último empujón para que todo se derrumbara y bajase del escenario, dejando la máscara a un lado. Sin embargo, tenía que ser cauto. Tratar con Lot era como tratar con animales asustados. Si le presionaba, podría reconstruir una barrera usando sus propios escombros sólo para defenderse de lo que consideraría un ataque. Además, sabía que no serviría de nada suplicar ni razonar. Tenía que meter la jodida idea en su cabeza de forma natural, llevarle hasta ella de forma que no se sintiera amenazado y finalmente, no pudiera huir de la verdad por más tiempo. Así que seguí urdiendo, tanteando el terreno, buscando una grieta por la que entrar.
—¿Y las noches?
—Son claras. Despejadas.
—¿Se pueden ver las constelaciones?
—Sí, claro. Pusimos las del cielo de primavera. Según la época del año se pueden ver unas u otras, por la posición de la tierra con respecto a… bueno, ya sabes.
—¿Y siempre es primavera?
—Sí. Siempre.
Asentí con la cabeza, arrellanándome en el asiento.
—Imagino que tendríais que copiarlas de algún libro. Aquí nunca se ven las estrellas… bueno, casi nunca. Esta noche las hemos visto, y creo que no es la primera vez que sucede. Otras veces se despeja un poco la niebla en algunas zonas y se puede atisbar un rayo de luz, ¿sabes?
Lot no respondió. Parecía concentrado en conducir. Pero sus ojos de cristal ya no eran inexpresivos y ahora podía ver en ellos la contradicción, la lucha interior que mantenía. Seguí hablando tranquilamente, como si no fuera consciente del efecto que mis palabras causaban en él.
—Momentos como aquellos son los que Alex captó durante toda su vida, aunque él no lo sabía. Es curioso. Después, cuando revisé sus fotos en este lado, más allá de la ilusión, vi lo que realmente había fotografiado y me quedé sin habla.
Iba a seguir, pero guardé silencio. Si lo dejaba ahí, tal vez preguntaría. Fingí mirar por la ventanilla. La guerra quedaba a nuestra espalda, mientras fingíamos que se podía huir de ella.
—¿Qué fue? —dijo él entonces.
—¿Qué?
Siempre se me ha dado bien hacerme el tonto. Ese día, mi talento llegó al nivel de maestría, os lo aseguro. Le miré con una expresión de incomprensión tan convincente que me lo creí hasta yo. «¿Quién es el mejor mentiroso ahora?».
—Que qué fue lo que realmente había fotografiado Alex.
—Ah. Pues eran escenas en esta ciudad. En la ciudad real, ¿sabes? Y era hermoso. Instantes de luz. Un durmiente sentado en un banco con el reflejo de un cristal quebrado haciendo claroscuros en su rostro, una hoja seca venida de quién sabe dónde, una pluma de pájaro, una flor… creo que has visto algunas de esas, ¿no? Las tenía por casa.
Él asintió con la cabeza. Tras una pausa, continué.
—Nunca había visto el cielo hasta hoy. El cielo real, quiero decir. El de verdad. Es emocionante.
Dejé transcurrir de nuevo unos segundos.
—Creo que merece la pena morir por eso.
Entonces, ocurrió. Lot dio un volantazo y las ruedas chirriaron, luego echó el freno de mano, haciendo que el vehículo diera una vuelta de ciento ochenta grados antes de detenerse con un fuerte olor a goma quemada junto a un arcén lleno de basura. Brando bufó y me clavó las uñas al erizarse, saltó al asiento trasero y se agazapó entre los abrigos, enfadado. Yo tenía la mano en la ventanilla del cristal y jadeaba un poco a causa del sobresalto. Iba a reprocharle algo, pero no me dio tiempo. Lot golpeó el volante con ambas manos y luego se las pasó por la cara en un gesto de desesperación. Se echó hacia atrás, cerrando los ojos y respirando profundamente por la nariz. Igual que un toro.
Escuché un sonido peculiar, como de maquinaria: el tic tac de los engranajes que hacían funcionar sus órganos, el ruido del aire entrando y saliendo de sus pulmones artificiales.
—¿Sabes? Se equivocaron contigo —me dijo entonces. Pensé que estaría enfadado, pero no era así. En su voz había resignación—. Deberías ser un esclavista. Tienes habilidades innatas para la manipulación.
—No son innatas —repliqué, intentando no sonar agresivo—. He tenido que aprender para convivir contigo, aunque realmente no te estoy manipulando. Sólo he comentado que hay cosas que merecen la pena. El resto, las conexiones, eso lo has hecho tú, y has hecho las conexiones porque sabes que tengo razón. No es que sea fácil precisamente llegar hasta ti, Lot Anders.
No quería enfadarle, pero aun así, estaba harto de no decir lo que pensaba, de no ser yo mismo. Ya había tenido bastante de eso. Sorprendentemente, Lot se echó a reír. Luego se pasó los dedos por el pelo y sacó la pitillera, colocándose un cigarro entre los labios. Lo encendió con desinterés.
—Estoy cansado. —Su tono de voz ratificaba sus palabras—. Cansado de luchar contra esto. Contra vosotros y contra mí mismo. ¿Quieres saber la verdad? No quiero esa estúpida guerra, pero tampoco quiero dejar a Liam atrás, ni vivir escondido… no quiero obligarte a eso.
Aquella última afirmación pareció extrañarle, y a mí también me sorprendió. Lot adoraba obligar a la gente a hacer lo que él quería. Me pregunté si se estaba redescubriendo a sí mismo, ahora que la salamandra volvía a estar donde debía y su corazón había ocupado el lugar adecuado.
—No dejo de pensar en mi padre.
Parpadeé, escuchándole. Había pasado todo el camino en silencio, y ahora, de pronto, las palabras salían de él con un tono fatigado. Tal vez él también estaba harto de no ser él mismo.
—Mi padre era un buen hombre. Soñaba con algo mejor para todos y le pegaron un tiro en la sien. Esa es la clase de cosas que uno no olvida, algo que puede convertirte en un valiente o un cobarde el resto de tu vida. Pero no quiero justificarme. —Dejó transcurrir unos segundos, con la mirada fija en la nada al otro lado del parabrisas—. Muchas veces me pregunto qué estaba haciendo en realidad que molestaba tanto a quien fuera. A veces pienso que fue la Organización quien acabó con él. De hecho he llegado a estar bastante seguro de que fueron ellos, y sin embargo, aquí estoy… con un maldito pie a cada lado del fuego. —Hizo una nueva pausa y dio una profunda calada. El cabello se le había desordenado y le caía sobre la frente. Nunca le había visto ser tan humano, aunque últimamente ese pensamiento se repetía con frecuencia en mi mente. Porque cada vez parecía más humano—. No se puede estar así eternamente. Y yo llevo más de un siglo. No está mal, ¿no? Pero en fin… el caso es que no dejo de pensar en mi padre, en lo que él hubiera hecho, en lo que pensaría… y en mi madre. Ella no parece muy heroica, pero cuando mataron a mi padre, ella siguió adelante. Se tragó su dolor y su venganza y siguió adelante. Luchó con todas sus fuerzas, por ella y por mí, y hasta ahora siempre había pensado que fracasó. Pero ahora me doy cuenta de que no lo hizo, porque yo sigo aquí… y eso era todo lo que ella quería. Que sobreviviera.
Me miró con una media sonrisa sin humor.
—Es lo que todos queréis. Que sobreviva. Que tome decisiones. Que luche. Que me labre mi propio camino y me involucre en lo que me rodea, con la gente, con el mundo. —Suspiró, exhalando el humo gris, y volvió la vista hacia delante—. Que forme parte del mundo. Es lo que Liam espera de mí y también lo que tú esperas. Mara también lo esperaba, al menos en cierta medida. Y ahora que lo pienso, es lo que hace la gente normal cada cochino día. Formar parte del mundo, luchar en él… luchar para nada. Porque están en la ilusión, y todo lo que combaten ahí dentro son guerras vanas, estériles. Como encender un videojuego y disparar a un montón de píxeles. Si tuvieran la ocasión de luchar así en la realidad, la Organización no tendría nada que hacer, y lo saben. Por eso en la Ilusión no les damos vidas fáciles. Les damos vidas en las que hay que luchar y poner energías, porque así no se hacen más preguntas, porque así están preocupados por esos conflictos irreales e inexistentes y no pueden ver lo que tienen alrededor, ¿entiendes? El que tiene que pelear por lo que quiere, siente que está viviendo de verdad. La existencia está ligada al conflicto, la única paz es la muerte.
Hice un gesto de extrañeza ante semejante afirmación, sin saber dónde quería llegar con todo eso.
—Dices que hay cosas por las que merece la pena morir. Puede ser. Yo no creo que merezca la pena morir por nada, sinceramente. Morir es una cosa bastante grave y sin solución aparente, así que es mejor no hacerlo siempre que pueda evitarse. Sin embargo… y aunque suene contradictorio, sé que hay cosas sin las cuales no vale la pena vivir. Y esta vida… —hizo un gesto alrededor, con la mano abierta—, esto… esto no vale la pena sin conflicto, sin gente que luche para cambiarlo. Yo no quiero ser una de esas personas. Pero tampoco quiero que dejen de existir.
Lot, como siempre, dando vueltas alrededor de las cosas para no abordarlas directamente ni tomar una maldita decisión.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que todos tenéis razón —admitió a regañadientes—. A veces uno tiene que ser una de esas personas, joder. Aunque sólo sea por un rato.
Suspiró y volvió a encender el motor. Cuando dimos la vuelta y pusimos rumbo hacia el centro de la ciudad, mi corazón empezó a latir furiosamente. Me arrojé a su cuello y le rodeé con los brazos, plantándole un beso en los labios y otro en la mejilla. Él me apartó, refunfuñando, quejándose de las arrugas del traje y de otras cosas que no me tomé la molestia de escuchar. Estaba demasiado feliz.
—¡Te quiero! —exclamé.
—Y así nos va —respondió él, resignado.
Sin embargo, la angustia en su mirada desapareció y supe que ahora sí, estábamos en el buen camino.
***

Escena 26, toma 2
Al avanzar en la dirección opuesta, comencé a entender la forma en que se desarrollaba el combate en la ciudad. Como acertadamente había indicado Lot, las facciones en discordia que tenían algo que defender se preparaban, atrincherándose en sus territorios, listos para proteger a los suyos. La Organización, por el contrario, se desplegaba como una mancha de aceite por toda la ciudad.
Mientras los esclavistas guiaban a los Durmientes hacia lugares seguros, los equipos de asalto se preparaban para desencadenarse. No se trataba sólo de los satures. Los satures, al fin y al cabo, son bestias en todos los sentidos de la palabra. Son monstruos monstruosos, aunque parezca una obviedad. Pero los agentes son mucho peores. Liam me explicó una vez que los agentes fueron humanos, y al igual que ocurría con los ilusionistas, firmaron un pacto. Lo que los corruptores hacen con los agentes no es como lo que hacen con los ilusionistas, no les optimizan. No les ponen chismes de cyborg, ni engranajes, ni piezas robóticas ni nada así, no les riegan con barniz para mejorar su durabilidad ni hacerles más resistentes. Lo que hacen con ellos es una corrupción directa: enfermarles el alma. Las mierdas que les inyectan alteran sus cerebros y sus neuronas y les vuelven psicópatas maníacos y homicidas. Alimentan sus deseos más oscuros, sus pasiones más negras. Les convierten en sádicos mentalmente perturbados, pero capaces de respetar la jerarquía y seguir órdenes. «El hombre es un ser creativo —me dijo Liam—, las pesadillas, no. Por eso les viene muy bien tener agentes, porque hasta corruptos siguen teniendo esa habilidad propia del ser humano para resolver problemas e inventar soluciones. No es que un satur sea tonto, pero el satur se mueve por instinto y a veces ese instinto le gana la partida ante rivales que no se dejan llevar por el miedo, que es su mayor baza. El agente, por el contrario, no tiene ese punto débil».
Desde siempre, había sentido más rechazo por los agentes que por ningún otro miembro de la Organización. Los satures provocan miedo a todo el mundo, las rémoras damos asco. Pero los agentes son repulsivos. Nadie quiere juntarse con ellos, y ellos no se juntan con nadie. Casi como los ilusionistas, pero con la mitad de estilo que ellos. Por eso, cuando a medida que nos acercábamos al centro urbano empecé a ver los coches negros de cristales tintados, sentí una molestia inmediata. Normalmente, el tráfico en la Ciudad sin Nombre es un goteo inconexo. Pero a la altura del barrio de las Letras, comenzamos a ver coches negros de este tipo, los vehículos oficiales de los agentes de la Organización.
Un par de ellos se acercaron a nosotros, como bestias de metal oscuro.
—Agáchate —me indicó Lot en cuanto vio aproximarse al primero.
Obedecí sin discutir, con el corazón latiéndome fuertemente. La cercanía de esos vehículos, que no hacían ruido y parecían avanzar con la lentitud de una larva empachada y mirarme con sus faros me provocaba inquietud. Me escurrí hacia abajo en el asiento y me encogí. Lot me echó un abrigo por encima para cubrirme del todo a sus ojos, y momentos después sentí que algo cambiaba en el aire.
Nuestro coche se detuvo. Percibí el zumbido de la ventanilla al bajar y el ronroneo silencioso de un motor de alta calidad. Luego, una voz desconocida habló desde el otro lado de la puerta del conductor.
—Identificación, por favor.
Era una voz amable, aunque fría. Lot se removió a mi lado, escuché el susurro de la tela de la chaqueta y luego le oí responder con una voz que no era la suya pero que me resultaba extrañamente familiar.
—Bonita corbata —decía—. Un poco sosa para mi gusto.
—A los ilusionistas todo os parece soso —replicó la voz fría—. Puede continuar, señor Weiss.
La mención de ese apellido me hizo estremecer. La voz que Lot estaba usando… Nuestro vehículo se puso en marcha de nuevo, me asomé por debajo del abrigo y le miré. No era Lot. Bueno, no parecía Lot. Cabello rubio y muy corto, aspecto de hooligan… «¿Le has contado ya a Lot Anders la buena pieza que eras?». Ariel. Lot había usurpado el aspecto de Ariel Weiss, el ilusionista a quien yo había… devorado.
—Ya puedes salir.

El aire se agitó alrededor del rostro de mi amante y para mi alivio volvió a ser él, con su pelo negro y sus ojos naranjas. Me quedé mirándole con cierta fascinación. Nunca dejaba de sorprenderme, no podía acostumbrarme a esas cosas.
—¿Quiénes eran esos tipos? —pregunté, mientras miraba alejarse los vehículos negros.
 —Los jefes de la zona. Tenemos que ir con cuidado a partir de ahora.
Asentí en silencio y miré a través de la ventanilla. Aquí, cerca de las calles principales, ya se apreciaban cambios en el paisaje. Entre las ruinas de los edificios percibía movimientos, sombras. De vez en cuando, veía brillar algo parecido a los ojos de los gatos; a la tercera o cuarta vez comprendí que era el reflejo de las gafas en las máscaras de gas de los Desvelados. Tragué saliva.
—¿Hacia dónde estamos yendo?
Era una pregunta básica, una que tenía que haber hecho desde el principio. Pero no se me había ocurrido hasta ese momento.
—Hacia donde está la acción.
Me miró con una media sonrisa traviesa y pisó el acelerador. Las calles empezaron a moverse a toda velocidad, discurriendo ante el cristal de la ventanilla como una película demasiado acelerada, mientras nos dirigíamos hacia el centro de la ciudad, con los altos edificios de la Organización, los ventiladores y la espesa niebla ocre arremolinándose, más densa que nunca, como si quisiera engullirlo todo.
Al llegar al centro, vi a un grupo de cinco Desvelados patinando en nuestra misma dirección; Lot les esquivó y ellos nos miraron a través de las máscaras. Tenían los ojos fríos y ardientes al mismo tiempo, ojos de animal furioso. Llevaban armas sobre los hombros, en los cinturones. No sólo armas de fuego, también cuchillos oxidados, bates de béisbol, trozos de tuberías. Sus atuendos estaban compuestos por una mezcla útil de restos de equipaciones de fútbol americano, trozos de plástico, protectores de cuero y de metal y guantes gruesos. Un par de ellos llevaban largos abrigos raídos y gorros de lana. La ciudad era fría, inclemente con los que vivían despiertos, y ellos lo sabían bien. Mientras les dejábamos atrás, pensé en ellos, en los que se hacían llamar la Resistencia, y me pregunté cómo serían sus vidas. ¿Tendrían dudas, flaquearían, se habrían arrepentido alguna vez? Seguro que sí. Seguro que a veces se van a dormir deseando no volver a despertarse nunca. Seguro que muchas veces lloran a solas. Algunos se habrán suicidado.
Estaba sumido en estas reflexiones tan siniestras cuando, al llegar a un cruce, un montón de bidones en llamas nos obligó a subir a la acera quebrada y reseca. Al hacerlo, vi a un durmiente convulsionando sobre el suelo de una tienda con el escaparate reventado. Sobre él, una rémora bebía mientras un satur tiraba de una de las piernas, que tenía atrapada entre las fauces. Brotaba sangre de la carne desgarrada. Aparté la mirada a toda prisa.
Más adelante, empezamos a escuchar los disparos, los rugidos y los gruñidos. En el centro, las balas silbaban de unos edificios a otros, haciendo estallar los cristales y agujereando el hormigón. Vimos a un comando entero de agentes tiroteándose con un grupo de la Resistencia cerca de una de las torres. Mientras los agentes trataban de abatir a los tiradores Desvelados, un grupo más pequeño se acercó por detrás y les emboscó. Cuando tomamos una curva, les dejamos atrás y lo último que vi fue a tres Desvelados moliendo a patadas y a golpes a un agente tendido en el suelo.  
Más adelante, cuando estábamos a punto de tomar la calle hacia el Barrio Viejo, hubo una persecución ante nuestro vehículo: un esclavista arrojándose sobre una chica que se defendía con un largo bastón tallado. Ella tenía los ojos muy brillantes y no lucía el aspecto demacrado de los Desvelados. Además, estaba sola y tenía algo luminoso en su semblante, así que enseguida deduje que se trataba de una Vigilante. Vestía ropa deportiva y llevaba el pelo recogido. Intercambiaron unos cuantos golpes, en una escena similar a la de un duelo de artes marciales. Finalmente, el esclavista la golpeó con una de las largas patas y la proyectó dos metros hacia atrás. Luego saltó sobre ella para envolverla con esos malditos hilos blanquecinos, mientras la muchacha forcejeaba para tratar de escapar y recuperar su arma.
Miré a Lot. Le hice un gesto insistente con la cabeza, pero él no me hizo caso.
—¿No vamos a ayudarla?
Pero él pisó el acelerador y dejamos atrás al esclavista y a su presa.
—¡Lot!
—Soy un proscrito —me dijo él con firmeza—. Hemos conseguido pasar desapercibidos hasta ahora. ¿Sabes lo que pasará si me descubro delante de un puto esclavista, nene? Que en el preciso momento en que él me vea, toda la Organización recibirá la imagen y sabrán que hay un Ilusionista del lado de los Vigilantes. ¿Es eso lo que quieres?
—Un ilusionista más —puntualicé, resignado—, no eres el único, ¿te has olvidado de Liam? Total, seguramente ya lo saben. Por cierto, deberíamos encontrarle.
Me sentí mal por no estar más preocupado, pero a decir verdad, no estaba inquieto por Liam. Él era para mí una especie de superhéroe. Le había visto llegar a la plaza la otra noche con el rifle al hombro y toda la seguridad en sí mismo que da la autoridad, le había visto desplegar su magia allí, y también alrededor de mi casa… de la casa de Alex, mejor dicho. De alguna manera, en mi cándida mente imaginaba que Liam era invencible, todopoderoso. El mejor de entre nosotros.
Pero, ¿y si me equivocaba?
—Liam se las sabe apañar bien —dijo Lot, como si hubiera sido capaz de leer mis miedos—. No le pasará nada. Aun así, será mejor que nos reunamos con él.
—¿Cómo? No sabemos dónde está.
—Le encontraremos, no te preocupes.
—¿No deberías llamarle por teléfono?
—No quiero alertar a la Organización. Interceptarán la llamada.
—No creo que ahora mismo a la Organización le preocupen las llamadas de teléfono —insistí.
—Seguramente no. Pero mejor no arriesgarse.
—No entiendo cómo estás tan seguro de que vamos a encontrarle, la ciudad es enorme y seguro que hay muchos enfrentamientos, creo que deberíamos…
Pero en ese momento, pude distinguir a lo lejos el Barrio Viejo y cuando me fijé en lo que allí estaba sucediendo, las palabras se me marchitaron en los labios.
El vehículo avanzaba hacia allí, íbamos directos hacia la zona enemiga, aunque ahora que ya no éramos parte oficial de la Organización, no estaba seguro de poder llamarla así. De vez en cuando se veían brotar, desde las plazas y las callejuelas, destellos de luz azul, dorada, blanquecina y plateada, acompañados de fuertes vibraciones que parecían distorsionar hasta el aire. Cada uno de esos resplandores me helaba la sangre en las venas. Disparaba todas mis alarmas.
Eran los Guardianes y sus espadas, una parte de mí lo sabía con certeza aterradora… al igual que sabía que, en cuanto me vieran, acabarían conmigo sin vacilar.
—Lot…
Me encogí en el asiento y le aferré el brazo con la mano. Pero él se limitó a mirarme de reojo con cierta mala leche.
—¿Qué? ¿No es esto lo que querías?
No pude decir nada esta vez. Volví a mirar. Sobre los tejados, frente a nosotros, se movían las sombras. Eran figuras estáticas, quietas: los awen. No podía escuchar aún su canto, pero de alguna manera, sabía que estaban cantando. A pesar del miedo, bajé la ventanilla, fascinado sólo por sus siluetas, que apenas percibía recortándose en la distancia.
El canto de un awen no se parece a nada de lo que haya escuchado nunca. Se abre paso como una cuchilla, como una nota argéntea y plateada a través del ruido asfixiante de la ciudad… y es entonces cuando uno se da cuenta de que ese ruido existe. Parece que sólo la voz de un awen es capaz de ponerlo en evidencia, de tan acostumbrados como estamos.
No, el canto de un awen no se parece a nada. Su música no tiene letra conocida, y cuando la tiene, se trata de palabras que nadie salvo ellos pueden entender. Son notas sostenidas, limpias, que van variando poco a poco y cuyo sentido no se comprende hasta que no se ha escuchado la melodía completa. Lo que provocan no es porque su música sea hermosa, que lo es. Cuando hay varios awen cantando al mismo tiempo, se forman armonías increíbles. Y esas notas tocan algo dentro de uno, algo que nos cambia por dentro y que produce reacciones ajenas a nuestra voluntad y a nuestro instinto. Alimentan el espíritu y lo sintonizan.
Un awen puede paralizar temporalmente a una Pesadilla, confundirla o dormirla. Un awen puede despertar a los durmientes a través de una inspiración que a día de hoy nadie ha sido capaz de explicar.
Aquella noche, en el Barrio Viejo, cuatro awen estaban cantando juntos mientras los cables zumbaban, los ventiladores gemían y el cielo y la tierra crepitaban. Eran dos chicas y dos chicos, a juzgar por sus timbres de voz. Los acordes fluctuaban formando armonías mágicas, provocándome ganas de llorar y de rendirme al destino, todo a la vez. Me sentía indigno y vil al escucharles. Eran voces de cristal puro, y ante su maravillosa música, ni siquiera me atrevía a hablar. Lot también conducía en silencio a través del puente. Lo reconocí: era el puente que había cruzado aquella vez, el puente en el que Saúl vino hacia nosotros, el día en que Lot me dijo que huyera. El recuerdo me conmovió profundamente y, sin saber por qué, alargué la mano y la puse sobre la suya, en el volante.
Él me miró, seguramente sin entender.
Entonces, justo antes de atravesar el puente, vimos la figura avanzando hacia nosotros y se me detuvo la sangre en las venas. Esta vez no era Saúl, se trataba de un Guardián. Nos habían visto.

Escena 26, toma 3
Lot hundió el pie en el freno y casi nos quedamos pegados al asfalto. Estaba aferrado al volante cuando el Guardián se nos acercó y abrió la puerta. Solo sus brazos desnudos y musculosos estaban a la vista. No podía verle la cara, estaba cubierto por la oscura caperuza. Al fondo de la negra oscuridad del embozo veía brillar dos ojos como dos llamaradas de color verde.
—Salid.
Su voz era como un trueno en la distancia. Parecía tener ecos dobles y había en ella una autoridad que no se podía contradecir. Me costó mucho apartar los ojos de su imagen, y cuando al fin lo conseguí, los volví hacia Lot, que disimulaba lo mejor que podía el pánico. Soltó los dedos del volante y salió del coche, colocándose la chaqueta instintivamente. La brisa le desordenó los cabellos. Nunca le había visto ser tan obediente, ni tampoco estar tan callado.
—Tú también —dijo el Guardián.
Pero yo no podía moverme, estaba paralizado por el terror. Sin más, el tipo metió medio cuerpo en el interior del coche, me agarró de la camiseta y del cinturón y me sacó como si fuera un fardo, dejándome de pie en el suelo mientras yo me encogía, aterrorizado, pensando que me iba a matar allí mismo.
No esperaba que Lot interviniera en mi ayuda. Él estaba tan acojonado como yo. Los dos mirábamos al suelo, inmóviles, a la expectativa, como quien aguarda la sentencia de un juicio. Entonces, el Guardián dijo:
—Os podéis considerar afortunados.
Y  nos dejó allí, alejándose unos pasos, vigilante, con la mano derecha extendida a un lado del cuerpo. Sus dedos brillaban con un resplandor glauco y me pareció ver una fina línea de luz aterradora brotando de ellos, casi invisible.
Yo me sentía al borde de la crisis de ansiedad. La presencia de aquellos seres afectaba profundamente a todos mis nervios, me hacía querer ser diminuto e invisible y que todo sucediera rápido.
Entonces, me di cuenta de que Nun estaba allí. La chica del pelo rosa llevaba una sudadera con capucha y gafas de sol, y se nos acercó con las manos en los bolsillos.
—¿Esta es tu idea de una bienvenida? —dijo Lot, recuperando el habla.
Ella se encogió de hombros y respondió alargando las vocales, con aire teatral y fingidamente misterioso.
—Sabía que vendrías —Luego nos dedicó una sonrisa, y era la sonrisa más luminosa y agradable que había visto en mucho tiempo—. Me alegro de que estéis aquí.
Le devolví el gesto mientras me recuperaba del devastador efecto que había tenido sobre mí el Guardián.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó Lot.
—Estamos buscando a Liam —intervine yo, rápidamente.
Nun asintió con la cabeza y nos hizo un gesto para que la siguiéramos. Lot se paró un instante junto al coche para coger su bastón y la caja de Pandora, donde guardaba todo lo realmente importante. Yo cogí en brazos a Brando, temeroso de lo que pudiera sucederle. No quería dejarle solo. Luego echamos a andar tras ella. La plaza de los limoneros estaba en un estado lamentable, con todo el embaldosado hecho polvo a causa del combate de la otra noche. En cada bocacalle había unos cuantos guardianes de rango menor, prestos a detener cualquier invasión. En los tejados, los cuatro awen parecían cuatro deidades exóticas, allí parados sin hacer aparentemente nada. Desde las calles adyacentes llegaban ruidos estremecedores: deflagraciones de energía, siseos, pequeñas explosiones, sonidos similares a los de los truenos o los relámpagos y fogonazos de luz, carreras apresuradas y algún que otro grito con ecos amplificados.
La situación, además de la presencia de tantos Vigilantes, me estaba poniendo muy nervioso, y sospeché que Lot tampoco estaba cómodo. No estábamos programados para eso.
—Hemos habilitado la catedral como santuario. Hay algunos durmientes allí, y también chicos de la Resistencia. La mayoría de los Guardianes están cerca de los accesos a los corredores, preparándose para impedir que abran las puertas.
—Dime que tenéis un plan —dijo Lot.
Ella asintió con la cabeza.
—Claro. Es decir, yo en concreto, no. Pero mis superiores sí, estoy segura. Si no, no estarían dando órdenes tan tranquilos.
—Ya.
Por la forma en que Lot la miró, entendí que no tenía ninguna confianza en ello.
—¿Y Liam? —insistí yo.
—Está en la plaza de al lado, luchando.
—Vamos con él —dije sin pensar.
—¿Estás loco? No podemos entrar en combate así. Hay que ver cómo está la situación, localizarle, armarnos… —Lot miró alrededor y después a Nun—. ¿Podemos subir al campanario? Desde allí podremos hacernos una idea.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Estáis aquí con permiso, así que…
—¿Con el tuyo? —pregunté yo, alzando las cejas.
—No, qué va. Si yo ni pincho ni corto. Esto es cosa de arriba, creo. O de Caleb.
—¿Quién es Caleb? —inquirió Lot, extrañado.
Nun iba a responderle cuando, de pronto, se escuchó un sonido profundo y grave procedente del otro lado de la plaza. Los ojos de Lot se abrieron desmesuradamente y Nun se dio la vuelta a toda prisa. Yo quise gritar, pero no brotó sonido alguno de mi garganta. Una forma oscura, sombría, seguida de un haz de humo negro, se precipitaba hacia nosotros girando en el aire. Tenía forma de media luna, y no tuve que pensar para averiguar lo que era. El recuerdo me golpeó con la fuerza de una bofetada.
«Una Guadaña. Verdugos. Hay Verdugos aquí».
Brando se erizó, bufó y salió corriendo de entre mis brazos. Antes de que yo pudiera reaccionar, la imagen de Nun pareció distorsionarse, como si estuviera desenfocada por un instante.
—Detrás —dijo, casi de inmediato.
Lot golpeó entonces con el bastón en el suelo y levantó una mano, moviéndola hacia un lado, como si extendiera una pátina transparente frente a nosotros justo en el momento en que el aterrador objeto nos alcanzaba. La Guadaña se desvaneció en el aire y surgió de nuevo detrás de nosotros, rajando el coche de Lot, que se partió por la mitad con el gemido del metal al romperse.
—Con lo que me gustaba ese coche —refunfuñó Lot, resignado—. Me podías haber avisado de eso.
Nun no le hizo el menor caso, ahora había cosas más importantes de las que ocuparse. Nos apremió con un gesto.
Mientras nos movíamos, el Guardián que nos había recibido salió corriendo hacia una bocacalle ahora vacía, buscando al dueño de la guadaña. El haz de luz brillante de su mano se prendió con una llamarada verde. Yo me tapé los oídos y me encogí sobre mí mismo, aterrado.
—Maldita sea, ¿tienen que hacer eso siempre? —exclamé con rabia. Estaba harto de que me asustaran todo el tiempo.
—Han roto las defensas ahí delante. Rápido, daos prisa.
Finalmente, entramos en la Catedral.
El interior del edificio estaba ocupado en su mayor parte por los refugiados. Eran durmientes, hombres y mujeres en estado de letargo que se apiñaban en los bancos y contra la pared, amontonados en los rincones, inmóviles como si les hubieran sedado. Aún estaban entrando algunos de ellos; los desvelados les llevaban del brazo y les sentaban, manejándoles con delicadeza, como si pudieran partírseles los huesos. Igual que los ancianos de un geriátrico. Hice una mueca y aparté la mirada. No me había importado alimentarme de la gente al otro lado, era lo que tenía que hacer, estaba programado para eso. Y además, era agradable. Pero aquí las cosas eran muy distintas.
—Es al fondo, por ese pasillo —dijo Nun.
Seguí los pasos de Lot hacia uno de los corredores que había en la pared del fondo de la catedral, junto al sagrario, echando un vistazo a la amplia nave de la iglesia. Me recordaba vagamente a una caverna, con sus techos altos y los adornos en las columnas. Intenté identificar el estilo, pero no tuve éxito. Algunas partes parecían muy antiguas, otras eran claramente mucho más modernas pero de alguna manera, todos esos estilos distintos encajaban bien. No sé cómo explicarlo. No era como amontonar mucha comida en un mismo bocadillo y punto, no. Era alta cocina.
Las velas estaban encendidas y tras el altar no había crucifijo, sino una especie de rueda solar con rayos ondulados que salían en todas direcciones. El resplandor dorado de los cirios la hacía brillar. Me di cuenta de que no había símbolos religiosos dentro, al menos no los que yo conocía: ni vírgenes, ni cruces, ni nada.
Al abandonar la nave, ascendimos por una escalera de caracol que parecía subir hasta el mismo cielo, porque no acababa nunca. Cuando finalmente llegamos al extremo, Lot empujó una trampilla y salimos al exterior de la torre. El campanario estaba cubierto por un tejado puntiagudo y alto, con arcos de medio punto que se abrían en los cuatro extremos de la torre cuadrada y adornada con pináculos a ambos lados. En este lugar parecía gótica, aunque también podía ser modernista.
—Bueno, ya estamos aquí.
Lot se encaramó al alero del tejado, saltando a través de uno de los vanos como si tal cosa. Le miré como si estuviera loco. Luego, intentando no marearme a causa del vértigo, eché un vistazo a lo que estaba sucediendo más allá de la plaza y vi a lo lejos los fuegos rojos ardiendo en el centro financiero y en los límites del Barrio Alto, escuché el sonido de los disparos. Entonces, de golpe, un zumbido cesó y las luces de la ciudad se apagaron, todas a la vez. Solo quedó iluminado el Aaru, con sus cúpulas brillantes, la vieja cárcel y el Barrio Viejo.
Aquella oscuridad me acojonó más de lo que lo había hecho nada hasta entonces. Sí, así debía ser la guerra.

Escena 26, toma 4
A veces, uno tiene que ser un héroe. Él no quería serlo. No quería ser nada, no quería tener nada que ver con toda esa mierda en realidad. Pero hay cosas sin las cuales no merece la pena vivir y mientras observaba la situación de la batalla, comprendió por qué estaba allí.
Hay personas que tienen que estar en este mundo. Deben ser protegidas. Son portadoras de luz, y en una ciudad como esta, la luz es un bien muy preciado.
Durante toda su vida natural y su existencia en la Organización, Elliot había necesitado beber de esa luz como necesitaba el oxígeno para respirar.  Su mundo era oscuro y frío, y ni siquiera vistiéndose adecuadamente y poniendo la mejor sonrisa conseguía sacar esa gélida tiniebla de su corazón. Así, todo cuanto hacía le llevaba a girar alrededor de esa luz como una polilla, ya fuera para acercarse a ella o para intentar escapar de su influjo… sin éxito. Había sido un adicto a la luz, había sufrido síndrome de abstinencia, se la había inyectado en vena, la había devorado, la había rehuido… pero ni en sus peores momentos había deseado que esa luz se apagara. La quería ahí, en la ciudad, porque sabía que era muy necesaria para todos. Era la que daba sentido al mundo: la luz de la gente buena y sencilla.
Ahí de pie al borde del campanario, finalmente localizó al Maestro Ilusionista en una de las plazas adyacentes. Por todas partes se sucedían los combates, los awen cantaban en los tejados y los Guardianes hacían vibrar sus espadas como haces resplandecientes. En un recodo había una pequeña plazuela con un parque pentagonal que disponía entre los muros de dos casas. El esqueleto de lo que antaño fueron setos aún se mantenía en pie, con las raíces bien clavadas en la tierra negra y ahora seca. También dos árboles muertos se tocaban con las ramas, y frente a los restos destrozados de una fuente de piedra, dos bancos rotos parecían sostenerse el uno en el otro. En el mundo de la Ilusión allí había dos cerezos en flor, y se trataba de uno de los muchos pequeños encantos del Barrio Viejo, uno muy poco concurrido. En el mundo de la Ilusión, allí habían estado sentados, no hacía tanto tiempo, un profesor de historia y el chico que trabajaba en el refugio de animales.
Y en el mundo real, en aquel preciso instante, Liam se acercaba a Mara con una mano extendida.
Ella sostenía la guadaña, dispuesta a atacar. Desde lejos, vio cómo el Maestro hablaba con ella, quizá intentando razonar. Razonar con un Verdugo, eso solo podía tener sentido en la cabeza de Liam. Sonrió a medias, aunque sus ojos no sonreían. Negó con la cabeza, casi resignado. Si no hubiera recuperado la salamandra, no estaría sintiendo miedo. Si no hubiera recuperado la salamandra, ahora él también podría razonar, no tendría esa otra voz interior gritándole al oído que tenía que hacer algo, que no lo podía permitir. Pero estaba tan lejos, había tan poco tiempo…
La oscuridad se concentró en la guadaña de Mara, que la alzaba, inclinándola hacia atrás. Las trenzas azules y los cables de su pelo se agitaron hacia atrás y una densa sombra pareció envolverla, como humo negro, mientras sus ojos resplandecían. Liam se inclinó un poco hacia delante, como si tuviera que hacer fuerza contra un viento intenso.
«Espero que nadie me vea», pensó Lot. No soportaría que alguien pudiera tomarle por un altruista, o algo parecido.
Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta. Ahí estaba, el pequeño espejo que llevaba siempre encima.

Uno nunca sabe cuándo puede necesitar un espejo.
—Tengo una pregunta para ti —dijo en voz alta, sin volverse hacia Alex. No quería mirarle. Si le miraba ahora, todo sería mucho más doloroso—. Eso de que te quiero… lo tienes claro, ¿no?
—¿Qué? —La voz de Alex, la voz de Athaliah, era siempre clara y luminosa, llena de una inocencia imposible en un tipejo como él—. ¿A qué viene eso?
Lot se inclinó un poco para dejar el espejo en el alféizar, junto a sus pies.
—Bueno, tú simplemente, no lo olvides. Aunque no te lo creas, no lo olvides. Puede que algún día comprendas que es verdad.
Antes de que Alex pudiera reaccionar, golpeó el espejo con el extremo del bastón. Un fogonazo naranja se encendió en el aire, como el flash de un dispositivo fotográfico, cegándole por un momento. El joven alargó la mano, y cuando sus dedos asieron la chaqueta, suspiró aliviado.
—Lot…
Pero no era Lot. Unos ojos de color aguamarina le miraron, sorprendidos.
—¿Alexander?
Abajo, en la plaza, Mara estaba inmóvil. Las sombras la rodeaban, se enredaban en ella como tentáculos de humo turbio, negruzco. Su rostro era una máscara de furia. Una hermosa máscara a pesar de todo. Elliot Salamander se pasó la mano por el pelo y se sacudió el polvo invisible de la chaqueta, apartando los fragmentos del espejo roto a un lado.
—Hola, Mara. Cuánto tiempo sin vernos.
—Hola, lagartija —respondió el Verdugo. Su voz eran tres ecos enarmónicos superpuestos, uno profundo, uno agudo, el otro sibilino y susurrante. Todos sonaban a metal y bisagras—. Tú siempre interponiéndote entre los dos.
Lot sonrió a medias, aunque no tenía ninguna gana de sonreír.
—Alguien tiene que hacerlo.
Mara no dijo nada más. Nada quedaba ya de aquella mujer que antaño fue una gran conversadora. Sólo el monstruo vivía, furioso, torturado, hambriento y salvaje, como todos los verdugos. La guadaña surcó el aire, dispuesta a segar su vida y su alma. Y Elliot se dispuso a luchar por ellas. A veces, uno tiene que ser un poco héroe, pero tampoco hay que pasarse.
***
©Hendelie & Neith

6 comentarios:

  1. ME PERDI EN MUCHAS PARTES... Pero ame este capitulo, aunque tube que retroceder y refrescar la memoria con los conceptos de durmiente, vigilante, etcetera. ME ENCANTO, sorprendente y ojala puedas volver a publciar otro capitulo. LO DESEO.

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    1. ¡Gracias! En una semana o diez días tendréis el siguiente. Un abrazo ;)

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  2. ^^Enhorabuena! Lo lograste, una vez más. Sigue así! :D

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    1. Muchas gracias, nena. Me alegra mucho verte siempre por aquí. Un abrazo fuerte <3

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  3. Regresaron!!! De verdad me dolia ya no seguir leyendo esta gran historia y uf amo a lot :)

    Saludos y espero con ansia el siguiente capitulo.

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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