Escena 26, toma 1
Cuando uno se
imagina la guerra, siempre le vienen a la cabeza las imágenes de las películas
que ha visto. Los del primer mundo somos así. Somos los afortunados, los que no
hemos vivido esas cosas en primera persona, así que recurrimos al cine para
intentar imaginarnos la movida. Ni siquiera rescatamos las escenas que vemos
por las noticias, no. Son las películas lo que tenemos en la recámara. Te
hablan de guerra y piensas en Vietnam, en la II Guerra Mundial, en la guerra de
las galaxias. Te vienen a la cabeza El
sargento de hierro, Apocalypse now, La lista de Schindler. A uno no le da
por pensar en los pormenores. Por ejemplo, ¿cuánto tarda una guerra en ponerse
chunga desde el momento en que se declara? O, ¿cómo es la guerra dentro de una
ciudad?
Por eso, mientras
Lot conducía a través del arrasado paisaje urbano, yo miraba a través de la
ventanilla tratando de encontrar vestigios de lo que yo entendía por guerra:
ejércitos, desorden social, carreras, gritos, fuego y disparos. Sin embargo, en
aquella zona no había nada de eso. En aquella parte de la Ciudad sin Nombre, la
guerra era extraordinariamente civilizada, al parecer.
Avanzábamos por
las callejuelas de la antigua zona industrial reformada en barrio residencial
en dirección hacia el noreste, hacia el aeropuerto. Lot conducía igual de
rápido que siempre pero mucho más relajado ahora que no tenía que respetar
semáforo alguno. El asfalto se notaba mucho más quebrado bajo los neumáticos,
el coche no avanzaba con tanta suavidad como parecía hacerlo en el otro lado;
de hecho a medida que nos alejábamos del centro de la ciudad parecía estar cada
vez en peor estado. En aquel entorno hostil y desalentador, empecé a
preguntarme toda clase de cosas absurdas, como de dónde sacaba Lot la gasolina,
o dónde planchaba los trajes. Llevábamos las maletas en el maletero y a Brando
sobre mis rodillas. El gato estaba en perfecto estado, aunque de vez en cuando
erizaba el lomo al mirar por la ventanilla. También me pregunté dónde hacían la
comida para gatos en la Ciudad sin Nombre.
Al girar en una
rotonda, entre dos edificios medio derruidos que se apoyaban el uno en el otro,
vi pasar a una singular procesión que interrumpió mis reflexiones: un
esclavista avanzaba despacio, caminando sobre las largas patas que recordaban a
una araña, guiando a su particular cosecha. Tenía la cara muy blanca y los ojos
completamente negros. Su rostro era el de un ser humano sin nada de pelo en la
cabeza ni en las cejas, un rostro bastante agraciado, curiosamente. Su torso
también parecía normal, así como sus brazos. Pero tenía ojos redondos y oscuros
en las sienes, como de insecto, y debajo de su cintura estrecha se abría un
abdomen arácnido del que brotaban las patas. Las dos piernas humanoides
colgaban, deformes y retorcidas, cubiertas por jirones de tela, como órganos
vestigiales sin utilidad alguna. Hombres y mujeres envueltos en telas de
brillante hilo blanquecino le flanqueaban, y sus ligaduras, que eran tan
débiles que podrían romperlas con un levísimo esfuerzo, parecían riendas cuyo
extremo sujetaba el monstruo. Daban pasos inseguros y lentos, con los ojos
vacíos y resecos fijos en la nada. Estaban despeinados, sucios. Su piel tenía
un color insano.
Parecía un macabro
desfile circense.
—Les lleva a los
almacenes —dije, pensando en alto—. Ya están desalojando esta zona. Pero aquí
aún no sucede nada. ¿Crees que los disturbios llegarán a todas partes?
—No lo sé
—respondió Lot—. Imagino que no. Los Vigilantes se atrincherarán en sus territorios,
así como los Desvelados. Habrá enfrentamientos en las áreas en disputa y tal
vez algún asalto a las bases. Es lo habitual en la primera fase de un combate:
asegurar los territorios para no perderlos con facilidad.
Le miré de reojo.
—¿Has luchado en
muchas guerras?
—Solamente en una.
Recordé el
uniforme que me había puesto aquella noche para salir de caza y lo que luego me
había contado sobre ello. Al pensar en su pasado y en la guerra,
inevitablemente acabé pensando en Liam. Tragué saliva, pero no dije nada. Le
miré de soslayo, buscando la forma de llegar hasta él sin agresividad ni
afrenta. Era la única manera de hacerle cambiar de opinión.
Entonces recordé
la luz y las estrellas en el cielo. Recordé lo que había sucedido en la plaza
de la iglesia y supe que ni siquiera él podía permanecer ciego a eso.
—¿Cómo es París?
—pregunté, vislumbrando el camino a seguir.
—Es bonito. Te
gustará. Hace sol y hay flores, y toda clase de cosas hermosas: el Sena, los
puentes, las farolas… los prostíbulos…
Lot esbozó media
sonrisa. En sus ojos vi con claridad que trataba de aferrarse a sus mentiras ya
rotas con una tenacidad absurda. Había dejado de creerse su propio personaje,
por lo que yo ya tenía medio trabajo hecho: solo tenía que darle un último
empujón para que todo se derrumbara y bajase del escenario, dejando la máscara
a un lado. Sin embargo, tenía que ser cauto. Tratar con Lot era como tratar con
animales asustados. Si le presionaba, podría reconstruir una barrera usando sus
propios escombros sólo para defenderse de lo que consideraría un ataque.
Además, sabía que no serviría de nada suplicar ni razonar. Tenía que meter la
jodida idea en su cabeza de forma natural, llevarle hasta ella de forma que no se
sintiera amenazado y finalmente, no pudiera huir de la verdad por más tiempo.
Así que seguí urdiendo, tanteando el terreno, buscando una grieta por la que
entrar.
—¿Y las noches?
—Son claras.
Despejadas.
—¿Se pueden ver
las constelaciones?
—Sí, claro.
Pusimos las del cielo de primavera. Según la época del año se pueden ver unas u
otras, por la posición de la tierra con respecto a… bueno, ya sabes.
—¿Y siempre es
primavera?
—Sí. Siempre.
Asentí con la
cabeza, arrellanándome en el asiento.
—Imagino que
tendríais que copiarlas de algún libro. Aquí nunca se ven las estrellas… bueno,
casi nunca. Esta noche las hemos visto, y creo que no es la primera vez que
sucede. Otras veces se despeja un poco la niebla en algunas zonas y se puede
atisbar un rayo de luz, ¿sabes?
Lot no respondió.
Parecía concentrado en conducir. Pero sus ojos de cristal ya no eran inexpresivos
y ahora podía ver en ellos la contradicción, la lucha interior que mantenía.
Seguí hablando tranquilamente, como si no fuera consciente del efecto que mis
palabras causaban en él.
—Momentos como
aquellos son los que Alex captó durante toda su vida, aunque él no lo sabía. Es
curioso. Después, cuando revisé sus fotos en este lado, más allá de la ilusión,
vi lo que realmente había fotografiado y me quedé sin habla.
Iba a seguir, pero
guardé silencio. Si lo dejaba ahí, tal vez preguntaría. Fingí mirar por la
ventanilla. La guerra quedaba a nuestra espalda, mientras fingíamos que se
podía huir de ella.
—¿Qué fue? —dijo
él entonces.
—¿Qué?
Siempre se me ha
dado bien hacerme el tonto. Ese día, mi talento llegó al nivel de maestría, os
lo aseguro. Le miré con una expresión de incomprensión tan convincente que me
lo creí hasta yo. «¿Quién es el mejor mentiroso ahora?».
—Que qué fue lo que
realmente había fotografiado Alex.
—Ah. Pues eran
escenas en esta ciudad. En la ciudad real, ¿sabes? Y era hermoso. Instantes de
luz. Un durmiente sentado en un banco con el reflejo de un cristal quebrado
haciendo claroscuros en su rostro, una hoja seca venida de quién sabe dónde,
una pluma de pájaro, una flor… creo que has visto algunas de esas, ¿no? Las
tenía por casa.
Él asintió con la
cabeza. Tras una pausa, continué.
—Nunca había visto
el cielo hasta hoy. El cielo real, quiero decir. El de verdad. Es emocionante.
Dejé transcurrir
de nuevo unos segundos.
—Creo que merece
la pena morir por eso.
Entonces, ocurrió.
Lot dio un volantazo y las ruedas chirriaron, luego echó el freno de mano,
haciendo que el vehículo diera una vuelta de ciento ochenta grados antes de
detenerse con un fuerte olor a goma quemada junto a un arcén lleno de basura.
Brando bufó y me clavó las uñas al erizarse, saltó al asiento trasero y se
agazapó entre los abrigos, enfadado. Yo tenía la mano en la ventanilla del
cristal y jadeaba un poco a causa del sobresalto. Iba a reprocharle algo, pero
no me dio tiempo. Lot golpeó el volante con ambas manos y luego se las pasó por
la cara en un gesto de desesperación. Se echó hacia atrás, cerrando los ojos y respirando
profundamente por la nariz. Igual que un toro.
Escuché un sonido
peculiar, como de maquinaria: el tic tac de los engranajes que hacían funcionar
sus órganos, el ruido del aire entrando y saliendo de sus pulmones
artificiales.
—¿Sabes? Se
equivocaron contigo —me dijo entonces. Pensé que estaría enfadado, pero no era
así. En su voz había resignación—. Deberías ser un esclavista. Tienes
habilidades innatas para la manipulación.
—No son innatas —repliqué,
intentando no sonar agresivo—. He tenido que aprender para convivir contigo,
aunque realmente no te estoy manipulando. Sólo he comentado que hay cosas que
merecen la pena. El resto, las conexiones, eso lo has hecho tú, y has hecho las
conexiones porque sabes que tengo razón. No es que sea fácil precisamente
llegar hasta ti, Lot Anders.
No quería
enfadarle, pero aun así, estaba harto de no decir lo que pensaba, de no ser yo
mismo. Ya había tenido bastante de eso. Sorprendentemente, Lot se echó a reír.
Luego se pasó los dedos por el pelo y sacó la pitillera, colocándose un cigarro
entre los labios. Lo encendió con desinterés.
—Estoy cansado. —Su
tono de voz ratificaba sus palabras—. Cansado de luchar contra esto. Contra
vosotros y contra mí mismo. ¿Quieres saber la verdad? No quiero esa estúpida
guerra, pero tampoco quiero dejar a Liam atrás, ni vivir escondido… no quiero
obligarte a eso.
Aquella última
afirmación pareció extrañarle, y a mí también me sorprendió. Lot adoraba
obligar a la gente a hacer lo que él quería. Me pregunté si se estaba
redescubriendo a sí mismo, ahora que la salamandra volvía a estar donde debía y
su corazón había ocupado el lugar adecuado.
—No dejo de pensar
en mi padre.
Parpadeé,
escuchándole. Había pasado todo el camino en silencio, y ahora, de pronto, las
palabras salían de él con un tono fatigado. Tal vez él también estaba harto de
no ser él mismo.
—Mi padre era un
buen hombre. Soñaba con algo mejor para todos y le pegaron un tiro en la sien.
Esa es la clase de cosas que uno no olvida, algo que puede convertirte en un
valiente o un cobarde el resto de tu vida. Pero no quiero justificarme. —Dejó
transcurrir unos segundos, con la mirada fija en la nada al otro lado del
parabrisas—. Muchas veces me pregunto qué estaba haciendo en realidad que
molestaba tanto a quien fuera. A veces pienso que fue la Organización quien
acabó con él. De hecho he llegado a estar bastante seguro de que fueron ellos,
y sin embargo, aquí estoy… con un maldito pie a cada lado del fuego. —Hizo una nueva
pausa y dio una profunda calada. El cabello se le había desordenado y le caía
sobre la frente. Nunca le había visto ser tan humano, aunque últimamente ese
pensamiento se repetía con frecuencia en mi mente. Porque cada vez parecía más
humano—. No se puede estar así eternamente. Y yo llevo más de un siglo. No está
mal, ¿no? Pero en fin… el caso es que no dejo de pensar en mi padre, en lo que
él hubiera hecho, en lo que pensaría… y en mi madre. Ella no parece muy
heroica, pero cuando mataron a mi padre, ella siguió adelante. Se tragó su
dolor y su venganza y siguió adelante. Luchó con todas sus fuerzas, por ella y
por mí, y hasta ahora siempre había pensado que fracasó. Pero ahora me doy
cuenta de que no lo hizo, porque yo sigo aquí… y eso era todo lo que ella
quería. Que sobreviviera.
Me miró con una
media sonrisa sin humor.
—Es lo que todos
queréis. Que sobreviva. Que tome decisiones. Que luche. Que me labre mi propio
camino y me involucre en lo que me rodea, con la gente, con el mundo. —Suspiró,
exhalando el humo gris, y volvió la vista hacia delante—. Que forme parte del
mundo. Es lo que Liam espera de mí y también lo que tú esperas. Mara también lo
esperaba, al menos en cierta medida. Y ahora que lo pienso, es lo que hace la
gente normal cada cochino día. Formar parte del mundo, luchar en él… luchar
para nada. Porque están en la ilusión, y todo lo que combaten ahí dentro son
guerras vanas, estériles. Como encender un videojuego y disparar a un montón de
píxeles. Si tuvieran la ocasión de luchar así en la realidad, la Organización
no tendría nada que hacer, y lo saben. Por eso en la Ilusión no les damos vidas
fáciles. Les damos vidas en las que hay que luchar y poner energías, porque así
no se hacen más preguntas, porque así están preocupados por esos conflictos irreales
e inexistentes y no pueden ver lo que tienen alrededor, ¿entiendes? El que
tiene que pelear por lo que quiere, siente que está viviendo de verdad. La existencia está ligada al conflicto, la
única paz es la muerte.
Hice un gesto de
extrañeza ante semejante afirmación, sin saber dónde quería llegar con todo eso.
—Dices que hay
cosas por las que merece la pena morir. Puede ser. Yo no creo que merezca la
pena morir por nada, sinceramente. Morir es una cosa bastante grave y sin
solución aparente, así que es mejor no hacerlo siempre que pueda evitarse. Sin
embargo… y aunque suene contradictorio, sé que hay cosas sin las cuales no vale
la pena vivir. Y esta vida… —hizo un gesto alrededor, con la mano abierta—,
esto… esto no vale la pena sin conflicto, sin gente que luche para cambiarlo.
Yo no quiero ser una de esas personas. Pero tampoco quiero que dejen de
existir.
Lot, como siempre,
dando vueltas alrededor de las cosas para no abordarlas directamente ni tomar
una maldita decisión.
—¿Qué quieres
decir?
—Pues que todos
tenéis razón —admitió a regañadientes—. A veces uno tiene que ser una de esas personas,
joder. Aunque sólo sea por un rato.
Suspiró y volvió a
encender el motor. Cuando dimos la vuelta y pusimos rumbo hacia el centro de la
ciudad, mi corazón empezó a latir furiosamente. Me arrojé a su cuello y le
rodeé con los brazos, plantándole un beso en los labios y otro en la mejilla.
Él me apartó, refunfuñando, quejándose de las arrugas del traje y de otras
cosas que no me tomé la molestia de escuchar. Estaba demasiado feliz.
—¡Te quiero!
—exclamé.
—Y así nos va
—respondió él, resignado.
Sin embargo, la
angustia en su mirada desapareció y supe que ahora sí, estábamos en el buen
camino.
***
Escena 26, toma 2
Al avanzar en la
dirección opuesta, comencé a entender la forma en que se desarrollaba el
combate en la ciudad. Como acertadamente había indicado Lot, las facciones en
discordia que tenían algo que defender se preparaban, atrincherándose en sus
territorios, listos para proteger a los suyos. La Organización, por el
contrario, se desplegaba como una mancha de aceite por toda la ciudad.
Mientras los
esclavistas guiaban a los Durmientes hacia lugares seguros, los equipos de
asalto se preparaban para desencadenarse. No se trataba sólo de los satures.
Los satures, al fin y al cabo, son bestias en todos los sentidos de la palabra.
Son monstruos monstruosos, aunque
parezca una obviedad. Pero los agentes son mucho peores. Liam me explicó una
vez que los agentes fueron humanos, y al igual que ocurría con los
ilusionistas, firmaron un pacto. Lo que los corruptores hacen con los agentes
no es como lo que hacen con los ilusionistas, no les optimizan. No les ponen
chismes de cyborg, ni engranajes, ni
piezas robóticas ni nada así, no les riegan con barniz para mejorar su
durabilidad ni hacerles más resistentes. Lo que hacen con ellos es una
corrupción directa: enfermarles el alma. Las mierdas que les inyectan alteran
sus cerebros y sus neuronas y les vuelven psicópatas maníacos y homicidas. Alimentan
sus deseos más oscuros, sus pasiones más negras. Les convierten en sádicos mentalmente
perturbados, pero capaces de respetar la jerarquía y seguir órdenes. «El hombre
es un ser creativo —me dijo Liam—, las pesadillas, no. Por eso les viene muy
bien tener agentes, porque hasta corruptos siguen teniendo esa habilidad propia
del ser humano para resolver problemas e inventar soluciones. No es que un
satur sea tonto, pero el satur se mueve por instinto y a veces ese instinto le
gana la partida ante rivales que no se dejan llevar por el miedo, que es su
mayor baza. El agente, por el contrario, no tiene ese punto débil».
Desde siempre,
había sentido más rechazo por los agentes que por ningún otro miembro de la
Organización. Los satures provocan miedo a todo el mundo, las rémoras damos
asco. Pero los agentes son repulsivos. Nadie quiere juntarse con ellos, y ellos
no se juntan con nadie. Casi como los ilusionistas, pero con la mitad de estilo
que ellos. Por eso, cuando a medida que nos acercábamos al centro urbano empecé
a ver los coches negros de cristales tintados, sentí una molestia inmediata. Normalmente,
el tráfico en la Ciudad sin Nombre es un goteo inconexo. Pero a la altura del
barrio de las Letras, comenzamos a ver coches negros de este tipo, los
vehículos oficiales de los agentes de la Organización.
Un par de ellos se
acercaron a nosotros, como bestias de metal oscuro.
—Agáchate —me
indicó Lot en cuanto vio aproximarse al primero.
Obedecí sin
discutir, con el corazón latiéndome fuertemente. La cercanía de esos vehículos,
que no hacían ruido y parecían avanzar con la lentitud de una larva empachada y
mirarme con sus faros me provocaba inquietud. Me escurrí hacia abajo en el
asiento y me encogí. Lot me echó un abrigo por encima para cubrirme del todo a
sus ojos, y momentos después sentí que algo cambiaba en el aire.
Nuestro coche se
detuvo. Percibí el zumbido de la ventanilla al bajar y el ronroneo silencioso
de un motor de alta calidad. Luego, una voz desconocida habló desde el otro
lado de la puerta del conductor.
—Identificación,
por favor.
Era una voz
amable, aunque fría. Lot se removió a mi lado, escuché el susurro de la tela de
la chaqueta y luego le oí responder con una voz que no era la suya pero que me
resultaba extrañamente familiar.
—Bonita corbata
—decía—. Un poco sosa para mi gusto.
—A los
ilusionistas todo os parece soso
—replicó la voz fría—. Puede continuar, señor Weiss.
La mención de ese
apellido me hizo estremecer. La voz que Lot estaba usando… Nuestro vehículo se
puso en marcha de nuevo, me asomé por debajo del abrigo y le miré. No era Lot.
Bueno, no parecía Lot. Cabello rubio
y muy corto, aspecto de hooligan… «¿Le has contado ya a Lot Anders la buena
pieza que eras?». Ariel. Lot había usurpado el aspecto de Ariel Weiss, el
ilusionista a quien yo había… devorado.
—Ya
puedes salir.
El aire se agitó alrededor del rostro de mi amante y para mi alivio volvió a ser él, con su pelo negro y sus ojos naranjas. Me quedé mirándole con cierta fascinación. Nunca dejaba de sorprenderme, no podía acostumbrarme a esas cosas.
El aire se agitó alrededor del rostro de mi amante y para mi alivio volvió a ser él, con su pelo negro y sus ojos naranjas. Me quedé mirándole con cierta fascinación. Nunca dejaba de sorprenderme, no podía acostumbrarme a esas cosas.
—¿Quiénes
eran esos tipos? —pregunté, mientras miraba alejarse los vehículos negros.
—Los jefes de la zona. Tenemos que ir con
cuidado a partir de ahora.
Asentí
en silencio y miré a través de la ventanilla. Aquí, cerca de las calles
principales, ya se apreciaban cambios en el paisaje. Entre las ruinas de los
edificios percibía movimientos, sombras. De vez en cuando, veía brillar algo
parecido a los ojos de los gatos; a la tercera o cuarta vez comprendí que era
el reflejo de las gafas en las máscaras de gas de los Desvelados. Tragué
saliva.
—¿Hacia
dónde estamos yendo?
Era
una pregunta básica, una que tenía que haber hecho desde el principio. Pero no
se me había ocurrido hasta ese momento.
—Hacia
donde está la acción.
Me
miró con una media sonrisa traviesa y pisó el acelerador. Las calles empezaron
a moverse a toda velocidad, discurriendo ante el cristal de la ventanilla como
una película demasiado acelerada, mientras nos dirigíamos hacia el centro de la
ciudad, con los altos edificios de la Organización, los ventiladores y la
espesa niebla ocre arremolinándose, más densa que nunca, como si quisiera
engullirlo todo.
Al
llegar al centro, vi a un grupo de cinco Desvelados patinando en nuestra misma
dirección; Lot les esquivó y ellos nos miraron a través de las máscaras. Tenían
los ojos fríos y ardientes al mismo tiempo, ojos de animal furioso. Llevaban
armas sobre los hombros, en los cinturones. No sólo armas de fuego, también cuchillos
oxidados, bates de béisbol, trozos de tuberías. Sus atuendos estaban compuestos
por una mezcla útil de restos de equipaciones de fútbol americano, trozos de
plástico, protectores de cuero y de metal y guantes gruesos. Un par de ellos
llevaban largos abrigos raídos y gorros de lana. La ciudad era fría, inclemente
con los que vivían despiertos, y ellos lo sabían bien. Mientras les dejábamos
atrás, pensé en ellos, en los que se hacían llamar la Resistencia, y me
pregunté cómo serían sus vidas. ¿Tendrían dudas, flaquearían, se habrían
arrepentido alguna vez? Seguro que sí. Seguro que a veces se van a dormir
deseando no volver a despertarse nunca. Seguro que muchas veces lloran a solas.
Algunos se habrán suicidado.
Estaba
sumido en estas reflexiones tan siniestras cuando, al llegar a un cruce, un
montón de bidones en llamas nos obligó a subir a la acera quebrada y reseca. Al
hacerlo, vi a un durmiente convulsionando sobre el suelo de una tienda con el
escaparate reventado. Sobre él, una rémora bebía mientras un satur tiraba de
una de las piernas, que tenía atrapada entre las fauces. Brotaba sangre de la
carne desgarrada. Aparté la mirada a toda prisa.
Más
adelante, empezamos a escuchar los disparos, los rugidos y los gruñidos. En el
centro, las balas silbaban de unos edificios a otros, haciendo estallar los
cristales y agujereando el hormigón. Vimos a un comando entero de agentes
tiroteándose con un grupo de la Resistencia cerca de una de las torres.
Mientras los agentes trataban de abatir a los tiradores Desvelados, un grupo
más pequeño se acercó por detrás y les emboscó. Cuando tomamos una curva, les
dejamos atrás y lo último que vi fue a tres Desvelados moliendo a patadas y a
golpes a un agente tendido en el suelo.
Más
adelante, cuando estábamos a punto de tomar la calle hacia el Barrio Viejo, hubo
una persecución ante nuestro vehículo: un esclavista arrojándose sobre una
chica que se defendía con un largo bastón tallado. Ella tenía los ojos muy
brillantes y no lucía el aspecto demacrado de los Desvelados. Además, estaba
sola y tenía algo luminoso en su semblante, así que enseguida deduje que se
trataba de una Vigilante. Vestía ropa deportiva y llevaba el pelo recogido.
Intercambiaron unos cuantos golpes, en una escena similar a la de un duelo de
artes marciales. Finalmente, el esclavista la golpeó con una de las largas
patas y la proyectó dos metros hacia atrás. Luego saltó sobre ella para
envolverla con esos malditos hilos blanquecinos, mientras la muchacha
forcejeaba para tratar de escapar y recuperar su arma.
Miré
a Lot. Le hice un gesto insistente con la cabeza, pero él no me hizo caso.
—¿No
vamos a ayudarla?
Pero
él pisó el acelerador y dejamos atrás al esclavista y a su presa.
—¡Lot!
—Soy
un proscrito —me dijo él con firmeza—. Hemos conseguido pasar desapercibidos
hasta ahora. ¿Sabes lo que pasará si me descubro delante de un puto esclavista,
nene? Que en el preciso momento en que él me vea, toda la Organización recibirá
la imagen y sabrán que hay un Ilusionista del lado de los Vigilantes. ¿Es eso
lo que quieres?
—Un
ilusionista más —puntualicé,
resignado—, no eres el único, ¿te has olvidado de Liam? Total, seguramente ya
lo saben. Por cierto, deberíamos encontrarle.
Me sentí
mal por no estar más preocupado, pero a decir verdad, no estaba inquieto por Liam.
Él era para mí una especie de superhéroe. Le había visto llegar a la plaza la
otra noche con el rifle al hombro y toda la seguridad en sí mismo que da la
autoridad, le había visto desplegar su magia allí, y también alrededor de mi
casa… de la casa de Alex, mejor dicho. De alguna manera, en mi cándida mente
imaginaba que Liam era invencible, todopoderoso. El mejor de entre nosotros.
Pero,
¿y si me equivocaba?
—Liam
se las sabe apañar bien —dijo Lot, como si hubiera sido capaz de leer mis miedos—.
No le pasará nada. Aun así, será mejor que nos reunamos con él.
—¿Cómo?
No sabemos dónde está.
—Le
encontraremos, no te preocupes.
—¿No
deberías llamarle por teléfono?
—No
quiero alertar a la Organización. Interceptarán la llamada.
—No
creo que ahora mismo a la Organización le preocupen las llamadas de teléfono
—insistí.
—Seguramente
no. Pero mejor no arriesgarse.
—No
entiendo cómo estás tan seguro de que vamos a encontrarle, la ciudad es enorme
y seguro que hay muchos enfrentamientos, creo que deberíamos…
Pero
en ese momento, pude distinguir a lo lejos el Barrio Viejo y cuando me fijé en
lo que allí estaba sucediendo, las palabras se me marchitaron en los labios.
El
vehículo avanzaba hacia allí, íbamos directos hacia la zona enemiga, aunque
ahora que ya no éramos parte oficial de la Organización, no estaba seguro de
poder llamarla así. De vez en cuando se veían brotar, desde las plazas y las
callejuelas, destellos de luz azul, dorada, blanquecina y plateada, acompañados
de fuertes vibraciones que parecían distorsionar hasta el aire. Cada uno de
esos resplandores me helaba la sangre en las venas. Disparaba todas mis
alarmas.
Eran
los Guardianes y sus espadas, una parte de mí lo sabía con certeza aterradora…
al igual que sabía que, en cuanto me vieran, acabarían conmigo sin vacilar.
—Lot…
Me
encogí en el asiento y le aferré el brazo con la mano. Pero él se limitó a
mirarme de reojo con cierta mala leche.
—¿Qué?
¿No es esto lo que querías?
No
pude decir nada esta vez. Volví a mirar. Sobre los tejados, frente a nosotros,
se movían las sombras. Eran figuras estáticas, quietas: los awen. No podía escuchar aún su canto,
pero de alguna manera, sabía que estaban cantando. A pesar del miedo, bajé la
ventanilla, fascinado sólo por sus siluetas, que apenas percibía recortándose
en la distancia.
El
canto de un awen no se parece a nada
de lo que haya escuchado nunca. Se abre paso como una cuchilla, como una nota
argéntea y plateada a través del ruido asfixiante de la ciudad… y es entonces
cuando uno se da cuenta de que ese ruido existe. Parece que sólo la voz de un awen es capaz de ponerlo en evidencia,
de tan acostumbrados como estamos.
No, el
canto de un awen no se parece a nada.
Su música no tiene letra conocida, y cuando la tiene, se trata de palabras que
nadie salvo ellos pueden entender. Son notas sostenidas, limpias, que van
variando poco a poco y cuyo sentido no se comprende hasta que no se ha
escuchado la melodía completa. Lo que provocan no es porque su música sea
hermosa, que lo es. Cuando hay varios awen
cantando al mismo tiempo, se forman armonías increíbles. Y esas notas tocan
algo dentro de uno, algo que nos cambia por dentro y que produce reacciones
ajenas a nuestra voluntad y a nuestro instinto. Alimentan el espíritu y lo
sintonizan.
Un awen puede paralizar temporalmente a una
Pesadilla, confundirla o dormirla. Un awen
puede despertar a los durmientes a través de una inspiración que a día de hoy
nadie ha sido capaz de explicar.
Aquella
noche, en el Barrio Viejo, cuatro awen
estaban cantando juntos mientras los cables zumbaban, los ventiladores gemían y
el cielo y la tierra crepitaban. Eran dos chicas y dos chicos, a juzgar por sus
timbres de voz. Los acordes fluctuaban formando armonías mágicas, provocándome
ganas de llorar y de rendirme al destino, todo a la vez. Me sentía indigno y
vil al escucharles. Eran voces de cristal puro, y ante su maravillosa música,
ni siquiera me atrevía a hablar. Lot también conducía en silencio a través del
puente. Lo reconocí: era el puente que había cruzado aquella vez, el puente en
el que Saúl vino hacia nosotros, el día en que Lot me dijo que huyera. El
recuerdo me conmovió profundamente y, sin saber por qué, alargué la mano y la
puse sobre la suya, en el volante.
Él
me miró, seguramente sin entender.
Entonces,
justo antes de atravesar el puente, vimos la figura avanzando hacia nosotros y
se me detuvo la sangre en las venas. Esta vez no era Saúl, se trataba de un
Guardián. Nos habían visto.
Escena 26, toma 3
Lot
hundió el pie en el freno y casi nos quedamos pegados al asfalto. Estaba
aferrado al volante cuando el Guardián se nos acercó y abrió la puerta. Solo
sus brazos desnudos y musculosos estaban a la vista. No podía verle la cara,
estaba cubierto por la oscura caperuza. Al fondo de la negra oscuridad del
embozo veía brillar dos ojos como dos llamaradas de color verde.
—Salid.
Su
voz era como un trueno en la distancia. Parecía tener ecos dobles y había en
ella una autoridad que no se podía contradecir. Me costó mucho apartar los ojos
de su imagen, y cuando al fin lo conseguí, los volví hacia Lot, que disimulaba
lo mejor que podía el pánico. Soltó los dedos del volante y salió del coche,
colocándose la chaqueta instintivamente. La brisa le desordenó los cabellos.
Nunca le había visto ser tan obediente, ni tampoco estar tan callado.
—Tú
también —dijo el Guardián.
Pero
yo no podía moverme, estaba paralizado por el terror. Sin más, el tipo metió
medio cuerpo en el interior del coche, me agarró de la camiseta y del cinturón
y me sacó como si fuera un fardo, dejándome de pie en el suelo mientras yo me
encogía, aterrorizado, pensando que me iba a matar allí mismo.
No
esperaba que Lot interviniera en mi ayuda. Él estaba tan acojonado como yo. Los
dos mirábamos al suelo, inmóviles, a la expectativa, como quien aguarda la
sentencia de un juicio. Entonces, el Guardián dijo:
—Os
podéis considerar afortunados.
Y nos dejó allí, alejándose unos pasos,
vigilante, con la mano derecha extendida a un lado del cuerpo. Sus dedos brillaban
con un resplandor glauco y me pareció ver una fina línea de luz aterradora
brotando de ellos, casi invisible.
Yo
me sentía al borde de la crisis de ansiedad. La presencia de aquellos seres
afectaba profundamente a todos mis nervios, me hacía querer ser diminuto e
invisible y que todo sucediera rápido.
Entonces,
me di cuenta de que Nun estaba allí. La chica del pelo rosa llevaba una
sudadera con capucha y gafas de sol, y se nos acercó con las manos en los
bolsillos.
—¿Esta
es tu idea de una bienvenida? —dijo Lot, recuperando el habla.
Ella
se encogió de hombros y respondió alargando las vocales, con aire teatral y
fingidamente misterioso.
—Sabía
que vendrías —Luego nos dedicó una sonrisa, y era la sonrisa más luminosa y
agradable que había visto en mucho tiempo—. Me alegro de que estéis aquí.
Le
devolví el gesto mientras me recuperaba del devastador efecto que había tenido
sobre mí el Guardián.
—¿Cómo
van las cosas? —preguntó Lot.
—Estamos
buscando a Liam —intervine yo, rápidamente.
Nun
asintió con la cabeza y nos hizo un gesto para que la siguiéramos. Lot se paró
un instante junto al coche para coger su bastón y la caja de Pandora, donde
guardaba todo lo realmente importante. Yo cogí en brazos a Brando, temeroso de
lo que pudiera sucederle. No quería dejarle solo. Luego echamos a andar tras
ella. La plaza de los limoneros estaba en un estado lamentable, con todo el
embaldosado hecho polvo a causa del combate de la otra noche. En cada bocacalle
había unos cuantos guardianes de rango menor, prestos a detener cualquier
invasión. En los tejados, los cuatro awen
parecían cuatro deidades exóticas, allí parados sin hacer aparentemente nada.
Desde las calles adyacentes llegaban ruidos estremecedores: deflagraciones de
energía, siseos, pequeñas explosiones, sonidos similares a los de los truenos o
los relámpagos y fogonazos de luz, carreras apresuradas y algún que otro grito
con ecos amplificados.
La
situación, además de la presencia de tantos Vigilantes, me estaba poniendo muy
nervioso, y sospeché que Lot tampoco estaba cómodo. No estábamos programados
para eso.
—Hemos
habilitado la catedral como santuario. Hay algunos durmientes allí, y también
chicos de la Resistencia. La mayoría de los Guardianes están cerca de los
accesos a los corredores, preparándose para impedir que abran las puertas.
—Dime
que tenéis un plan —dijo Lot.
Ella
asintió con la cabeza.
—Claro.
Es decir, yo en concreto, no. Pero mis superiores sí, estoy segura. Si no, no
estarían dando órdenes tan tranquilos.
—Ya.
Por
la forma en que Lot la miró, entendí que no tenía ninguna confianza en ello.
—¿Y
Liam? —insistí yo.
—Está
en la plaza de al lado, luchando.
—Vamos
con él —dije sin pensar.
—¿Estás
loco? No podemos entrar en combate así. Hay que ver cómo está la situación,
localizarle, armarnos… —Lot miró alrededor y después a Nun—. ¿Podemos subir al
campanario? Desde allí podremos hacernos una idea.
Ella
se encogió de hombros.
—Supongo
que sí. Estáis aquí con permiso, así que…
—¿Con
el tuyo? —pregunté yo, alzando las cejas.
—No,
qué va. Si yo ni pincho ni corto. Esto es cosa de arriba, creo. O de Caleb.
—¿Quién
es Caleb? —inquirió Lot, extrañado.
Nun
iba a responderle cuando, de pronto, se escuchó un sonido profundo y grave
procedente del otro lado de la plaza. Los ojos de Lot se abrieron
desmesuradamente y Nun se dio la vuelta a toda prisa. Yo quise gritar, pero no
brotó sonido alguno de mi garganta. Una forma oscura, sombría, seguida de un
haz de humo negro, se precipitaba hacia nosotros girando en el aire. Tenía
forma de media luna, y no tuve que pensar para averiguar lo que era. El
recuerdo me golpeó con la fuerza de una bofetada.
«Una
Guadaña. Verdugos. Hay Verdugos aquí».
Brando
se erizó, bufó y salió corriendo de entre mis brazos. Antes de que yo pudiera
reaccionar, la imagen de Nun pareció distorsionarse, como si estuviera
desenfocada por un instante.
—Detrás
—dijo, casi de inmediato.
Lot
golpeó entonces con el bastón en el suelo y levantó una mano, moviéndola hacia
un lado, como si extendiera una pátina transparente frente a nosotros justo en
el momento en que el aterrador objeto nos alcanzaba. La Guadaña se desvaneció
en el aire y surgió de nuevo detrás de nosotros, rajando el coche de Lot, que
se partió por la mitad con el gemido del metal al romperse.
—Con
lo que me gustaba ese coche —refunfuñó Lot, resignado—. Me podías haber avisado
de eso.
Nun
no le hizo el menor caso, ahora había cosas más importantes de las que
ocuparse. Nos apremió con un gesto.
Mientras
nos movíamos, el Guardián que nos había recibido salió corriendo hacia una
bocacalle ahora vacía, buscando al dueño de la guadaña. El haz de luz brillante
de su mano se prendió con una llamarada verde. Yo me tapé los oídos y me encogí
sobre mí mismo, aterrado.
—Maldita
sea, ¿tienen que hacer eso siempre? —exclamé con rabia. Estaba harto de que me
asustaran todo el tiempo.
—Han
roto las defensas ahí delante. Rápido, daos prisa.
Finalmente,
entramos en la Catedral.
El
interior del edificio estaba ocupado en su mayor parte por los refugiados. Eran
durmientes, hombres y mujeres en estado de letargo que se apiñaban en los
bancos y contra la pared, amontonados en los rincones, inmóviles como si les
hubieran sedado. Aún estaban entrando algunos de ellos; los desvelados les llevaban
del brazo y les sentaban, manejándoles con delicadeza, como si pudieran
partírseles los huesos. Igual que los ancianos de un geriátrico. Hice una mueca
y aparté la mirada. No me había importado alimentarme de la gente al otro lado,
era lo que tenía que hacer, estaba programado para eso. Y además, era
agradable. Pero aquí las cosas eran muy distintas.
—Es
al fondo, por ese pasillo —dijo Nun.
Seguí
los pasos de Lot hacia uno de los corredores que había en la pared del fondo de
la catedral, junto al sagrario, echando un vistazo a la amplia nave de la
iglesia. Me recordaba vagamente a una caverna, con sus techos altos y los
adornos en las columnas. Intenté identificar el estilo, pero no tuve éxito.
Algunas partes parecían muy antiguas, otras eran claramente mucho más modernas
pero de alguna manera, todos esos estilos distintos encajaban bien. No sé cómo
explicarlo. No era como amontonar mucha comida en un mismo bocadillo y punto,
no. Era alta cocina.
Las
velas estaban encendidas y tras el altar no había crucifijo, sino una especie
de rueda solar con rayos ondulados que salían en todas direcciones. El
resplandor dorado de los cirios la hacía brillar. Me di cuenta de que no había
símbolos religiosos dentro, al menos no los que yo conocía: ni vírgenes, ni
cruces, ni nada.
Al
abandonar la nave, ascendimos por una escalera de caracol que parecía subir
hasta el mismo cielo, porque no acababa nunca. Cuando finalmente llegamos al
extremo, Lot empujó una trampilla y salimos al exterior de la torre. El
campanario estaba cubierto por un tejado puntiagudo y alto, con arcos de medio
punto que se abrían en los cuatro extremos de la torre cuadrada y adornada con
pináculos a ambos lados. En este lugar parecía gótica, aunque también podía ser
modernista.
—Bueno,
ya estamos aquí.
Lot
se encaramó al alero del tejado, saltando a través de uno de los vanos como si
tal cosa. Le miré como si estuviera loco. Luego, intentando no marearme a causa
del vértigo, eché un vistazo a lo que estaba sucediendo más allá de la plaza y
vi a lo lejos los fuegos rojos ardiendo en el centro financiero y en los
límites del Barrio Alto, escuché el sonido de los disparos. Entonces, de golpe,
un zumbido cesó y las luces de la ciudad se apagaron, todas a la vez. Solo
quedó iluminado el Aaru, con sus cúpulas brillantes, la vieja cárcel y el
Barrio Viejo.
Aquella
oscuridad me acojonó más de lo que lo había hecho nada hasta entonces. Sí, así
debía ser la guerra.
Escena 26, toma 4
A
veces, uno tiene que ser un héroe. Él no quería serlo. No quería ser nada, no
quería tener nada que ver con toda esa mierda en realidad. Pero hay cosas sin
las cuales no merece la pena vivir y mientras observaba la situación de la
batalla, comprendió por qué estaba allí.
Hay
personas que tienen que estar en este mundo. Deben ser protegidas. Son
portadoras de luz, y en una ciudad como esta, la luz es un bien muy preciado.
Durante
toda su vida natural y su existencia en la Organización, Elliot había necesitado
beber de esa luz como necesitaba el oxígeno para respirar. Su mundo era oscuro y frío, y ni siquiera
vistiéndose adecuadamente y poniendo la mejor sonrisa conseguía sacar esa
gélida tiniebla de su corazón. Así, todo cuanto hacía le llevaba a girar alrededor
de esa luz como una polilla, ya fuera para acercarse a ella o para intentar
escapar de su influjo… sin éxito. Había sido un adicto a la luz, había sufrido
síndrome de abstinencia, se la había inyectado en vena, la había devorado, la
había rehuido… pero ni en sus peores momentos había deseado que esa luz se
apagara. La quería ahí, en la ciudad, porque sabía que era muy necesaria para
todos. Era la que daba sentido al mundo: la luz de la gente buena y sencilla.
Ahí
de pie al borde del campanario, finalmente localizó al Maestro Ilusionista en
una de las plazas adyacentes. Por todas partes se sucedían los combates, los awen cantaban en los tejados y los
Guardianes hacían vibrar sus espadas como haces resplandecientes. En un recodo
había una pequeña plazuela con un parque pentagonal que disponía entre los
muros de dos casas. El esqueleto de lo que antaño fueron setos aún se mantenía
en pie, con las raíces bien clavadas en la tierra negra y ahora seca. También
dos árboles muertos se tocaban con las ramas, y frente a los restos destrozados
de una fuente de piedra, dos bancos rotos parecían sostenerse el uno en el
otro. En el mundo de la Ilusión allí había dos cerezos en flor, y se trataba de
uno de los muchos pequeños encantos del Barrio Viejo, uno muy poco concurrido.
En el mundo de la Ilusión, allí habían estado sentados, no hacía tanto tiempo,
un profesor de historia y el chico que trabajaba en el refugio de animales.
Y en
el mundo real, en aquel preciso instante, Liam se acercaba a Mara con una mano
extendida.
Ella
sostenía la guadaña, dispuesta a atacar. Desde lejos, vio cómo el Maestro
hablaba con ella, quizá intentando razonar. Razonar con un Verdugo, eso solo
podía tener sentido en la cabeza de Liam. Sonrió a medias, aunque sus ojos no
sonreían. Negó con la cabeza, casi resignado. Si no hubiera recuperado la
salamandra, no estaría sintiendo miedo. Si no hubiera recuperado la salamandra,
ahora él también podría razonar, no tendría esa otra voz interior gritándole al
oído que tenía que hacer algo, que no lo podía permitir. Pero estaba tan lejos,
había tan poco tiempo…
La
oscuridad se concentró en la guadaña de Mara, que la alzaba, inclinándola hacia
atrás. Las trenzas azules y los cables de su pelo se agitaron hacia atrás y una
densa sombra pareció envolverla, como humo negro, mientras sus ojos
resplandecían. Liam se inclinó un poco hacia delante, como si tuviera que hacer
fuerza contra un viento intenso.
«Espero
que nadie me vea», pensó Lot. No soportaría que alguien pudiera tomarle por un
altruista, o algo parecido.
Rebuscó
en el bolsillo de su chaqueta. Ahí estaba, el pequeño espejo que llevaba
siempre encima.
Uno nunca sabe cuándo puede necesitar un espejo.
Uno nunca sabe cuándo puede necesitar un espejo.
—Tengo
una pregunta para ti —dijo en voz alta, sin volverse hacia Alex. No quería
mirarle. Si le miraba ahora, todo sería mucho más doloroso—. Eso de que te
quiero… lo tienes claro, ¿no?
—¿Qué?
—La voz de Alex, la voz de Athaliah, era siempre clara y luminosa, llena de una
inocencia imposible en un tipejo como él—. ¿A qué viene eso?
Lot
se inclinó un poco para dejar el espejo en el alféizar, junto a sus pies.
—Bueno,
tú simplemente, no lo olvides. Aunque no te lo creas, no lo olvides. Puede que
algún día comprendas que es verdad.
Antes
de que Alex pudiera reaccionar, golpeó el espejo con el extremo del bastón. Un
fogonazo naranja se encendió en el aire, como el flash de un dispositivo
fotográfico, cegándole por un momento. El joven alargó la mano, y cuando sus
dedos asieron la chaqueta, suspiró aliviado.
—Lot…
Pero
no era Lot. Unos ojos de color aguamarina le miraron, sorprendidos.
—¿Alexander?
Abajo,
en la plaza, Mara estaba inmóvil. Las sombras la rodeaban, se enredaban en ella
como tentáculos de humo turbio, negruzco. Su rostro era una máscara de furia.
Una hermosa máscara a pesar de todo. Elliot Salamander se pasó la mano por el
pelo y se sacudió el polvo invisible de la chaqueta, apartando los fragmentos
del espejo roto a un lado.
—Hola,
Mara. Cuánto tiempo sin vernos.
—Hola,
lagartija —respondió el Verdugo. Su voz eran tres ecos enarmónicos superpuestos,
uno profundo, uno agudo, el otro sibilino y susurrante. Todos sonaban a metal y
bisagras—. Tú siempre interponiéndote entre los dos.
Lot
sonrió a medias, aunque no tenía ninguna gana de sonreír.
—Alguien
tiene que hacerlo.
Mara
no dijo nada más. Nada quedaba ya de aquella mujer que antaño fue una gran
conversadora. Sólo el monstruo vivía, furioso, torturado, hambriento y salvaje,
como todos los verdugos. La guadaña surcó el aire, dispuesta a segar su vida y
su alma. Y Elliot se dispuso a luchar por ellas. A veces, uno tiene que ser un
poco héroe, pero tampoco hay que pasarse.
***
ME PERDI EN MUCHAS PARTES... Pero ame este capitulo, aunque tube que retroceder y refrescar la memoria con los conceptos de durmiente, vigilante, etcetera. ME ENCANTO, sorprendente y ojala puedas volver a publciar otro capitulo. LO DESEO.
ResponderEliminar¡Gracias! En una semana o diez días tendréis el siguiente. Un abrazo ;)
Eliminar^^Enhorabuena! Lo lograste, una vez más. Sigue así! :D
ResponderEliminarMuchas gracias, nena. Me alegra mucho verte siempre por aquí. Un abrazo fuerte <3
EliminarRegresaron!!! De verdad me dolia ya no seguir leyendo esta gran historia y uf amo a lot :)
ResponderEliminarSaludos y espero con ansia el siguiente capitulo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
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