La Ciudad sin Nombre, febrero de 1941
La luz lechosa del amanecer se filtra por la
ventana, a través de las cortinas entreabiertas. En el gris amanecer, los
muebles de la habitación tienen un aspecto mortecino, apagado, que al paso de
la luz se vuelve oro. Como si fueran criaturas inertes volviendo lentamente a
la vida, los objetos recuperan sus colores cuando el sol los besa.
Elliot contempla el fenómeno mientras fuma, con la
espalda apoyada en el cabecero de la cama. A su lado, Mara está dormida. Su
pelo rubio es un nido suave y esponjoso sobre la almohada, los brazos delicados
y las uñas pintadas de rojo asoman bajo los edredones. Ella también brilla y se
reaviva cuando el sol toca su piel. «Pero
ella nunca estará viva», se repite el ilusionista. «Es un bicho. No es
una persona como nosotros».
Y sin embargo…
¿Tendrá razón
Liam? ¿Podría cambiarse la naturaleza de los bichos sólo a fuerza de tratarles como personas? Pensándolo bien,
es lo mismo que pasa con los seres humanos: nos convertimos en lo que somos según
cómo nos tratan los demás. Bien por rebeldía o por sumisión, acabamos adoptando
comportamientos y patrones siempre bajo ese estigma. Nuestra vida está dedicada,
en cierto modo, a obedecer o contradecir aquello que se espera de nosotros.
Pero una cosa es
un niño que se vuelve travieso para llamar la atención de sus padres, y otra
transformar profundamente la esencia misma de un… de un…
«De una
Pesadilla».
Elliot repite el
nombre exacto en su mente. Pesadillas. Llamarles «bichos» es una forma simple y
despreciativa de hablar de ellos, pero su verdadera denominación es esa. Una
Pesadilla, una creación artificial ensamblada a partir de tejidos sintéticos,
imbuida con la energía nefesch que se
extrae directamente de las almas arrancadas a los seres humanos. Así pues, los bichos tienen alma. Retorcida, torturada, prestada. Removida pero
no agitada. Alma, al fin y al cabo. Menuda mezcla, piensa. Sí, las creaciones
de la Organización son como cócteles. Algunos espantosos, pero otros… otros
incluso saben dulce.
Y viendo a Mara
plácidamente dormida, con su pelo extendido sobre las almohadas y el rostro
relajado y en paz, Elliot empieza a comprender a Liam, y entiende que pueda
amarla. Entiende que quiera salvarla.
Le acaricia el cabello
con los dedos. Sus pestañas, largas y rizadas, aún cubiertas de rímel, se
agitan suavemente. Ella entreabre los ojos castaños, del color de la miel. El
sol pálido toca sus mejillas, que se sonrojan.
—Buenos días
—murmura.
Sonríe,
adormilada, y se remueve entre los cobertores para abrazarle. Aún no le ha
visto.
—Buenos días,
querida.
Pobre, pobre
Mara, piensa él mientras la arropa en un acceso de compasión.
Y es que Mara no
sabe que es una Pesadilla. Mara tiene la inocencia de los niños y también su
curiosidad y su inteligencia. Tiene encanto y picardía. Es maravillosamente
valiente. Quiere descubrirlo todo.
Según le contó,
sus padres murieron siendo pequeña así que no tiene familia. También le contó
que tuvo un accidente unos años atrás: se cayó de un caballo y perdió la
memoria. Pasó muchas semanas en el hospital. Después conoció a Liam, que fue
algo así como su príncipe salvador y quien volvió a enseñarle todo lo que una
señorita necesita saber.
Por supuesto,
nada de eso es cierto. Lo que ella cree recuerdos propios, escasos y mal
hilvanados, son parte de una memoria falsa implantada. Normalmente, cuando en
la Organización crean bichos que aún
no saben para qué van a usar, les colocan esa memoria falsa en la que,
precisamente, no recuerdan gran cosa. Así pueden vivir experiencias nuevas y
aprender de ellas sin prejuicios ni filtros morales o intelectuales provocados
por el pasado. El pasado es, al fin y al cabo, lo que nos define.
—¿Qué hora es?
—susurra ella.
—Aún es temprano.
Puedes dormir un poco más.
Mara es lo que en
la Organización se llama una «muestra blanca», un prototipo, recipiente creado para el que aún no se ha
decidido una función. Puede que acabe siendo un nuevo modelo de esclavista, en
cuyo caso, en algún momento, la llevarán de regreso a la Central. Allí le
implantarán las extremidades, le arrancarán un par de costillas y la
modificarán, por dentro y por fuera. Lo más seguro es que pretendan hacer con
ella un nuevo prototipo. Las muestras blancas salen caras, cuesta crearlas y mantenerlas
y requiere mucho tiempo y esfuerzo a los Corruptores. Solo se fabrican cuando
se está comenzando un proyecto nuevo.
La mera
existencia de las muestras blancas podría considerarse una crueldad si las
Pesadillas pudieran ser contempladas bajo los mismos prismas morales y éticos
que las personas. Proporcionarles conciencia de su propia existencia y
permitirles que la experimenten de forma más o menos libre, sin saber su
verdadero origen ni destino hasta el último momento… uno no puede menos que
sentir compasión.
Y Elliot siente
compasión, sí. Pero no tanta. Siempre ha tenido la beneficiosa habilidad de no empatizar
mucho con nadie. Ya era así antes de entrar a la Organización, pero ahora, lo
que antaño fuera un defecto es considerado su mejor virtud. Ironías de la vida.
Está pensando en
todas estas cosas, en los sinsabores de las criaturas como Mara, cuando ella abre
los ojos bruscamente. Se incorpora de golpe, cubriéndose los pechos desnudos
con la sábana y mirándole sorprendida. El sol ilumina sus cabellos, y estaría
preciosa si no hubiera tanta culpa en su rostro. La culpa siempre afea a las
chicas, aunque a los hombres les hace parecer más guapos, tan trágicos y
graves.
—¿Elliot? Dios
mío… ¿qué hemos hecho? —se lamenta.
—¿Es una pregunta
retórica, o quieres que te lo recuerde punto por punto? —replica él, levantando
una ceja mientras toma una profunda calada.
—No seas
estúpido.
La mujer sale de
la cama con rapidez, arrastrando la sábana consigo y envolviéndose en ella
mientras recoge su ropa del suelo. Lot se queda sentado, fumando
tranquilamente.
Pensó que
seducirla sería más fácil, pero le ha costado varios meses y ha tenido que
emborracharla. Eso es lo que más le fastidia de todo, que al final perdió la
paciencia y tuvo que recurrir al alcohol, como si él solo no se valiera y sus
encantos no fueran suficientes. Pero claro, nunca había tenido que competir con
Liam.
Mara intenta
encontrar su ropa interior. La sábana se suelta, dejando al descubierto la
espalda y los torneados muslos.
—¿Qué vas a hacer
ahora? —pregunta Elliot a la mujer, mirando su trasero con descaro.
Ella le lanza una
mirada cargada de rabia y se encierra en el baño, arrastrando la sábana y
llevando las medias, el bolso, los zapatos y el vestido en la otra mano.
—Te diviertes con
esto, ¿verdad? —exclama desde dentro.
Elliot reprime
una risilla. La verdad es que sí, se divierte.
—Bueno, no dirás
que ha estado mal. Pero respóndeme, ¿se lo vas a contar a Liam?
El ilusionista sale
de la cama, se pone los pantalones y el batín. Luego se sirve una copa de champagne de la botella que reposa en la
mesita de noche y se acerca a la puerta del baño. Silencio, largo silencio.
Dentro se escucha el roce de la tela, el grifo, el ruido de los tacones una vez
que Mara se los ha calzado.
Minutos después,
cuando la puerta se abre, ella aparece de nuevo, deslumbrante, perfecta. Es
rápida arreglándose y tiene un excelente gusto. Su rostro, serio y digno, trata
de ocultar la preocupación.
—No ha sido más
que una aventura —responde con entereza—. No se repetirá, así que no tiene
sentido hacerle daño.
Mara saca un
pequeño frasco del bolso y se perfuma. A Elliot, ese gesto le ofende más que
ninguna otra cosa. ¿Ahora ella quiere hacer desaparecer también su olor? No, no
lo piensa permitir. La agarra de la cintura y tira el cigarro al suelo al
tiempo que la besa apasionadamente. Mara se revuelve, le empuja por los
hombros, pero él insiste.
Finalmente, la
mujer cede. Está percibiendo en él una necesidad que va más allá de lo físico,
y eso la conmueve. Piensa que es por ella. Y él alimenta el equívoco al
separarse, mirándola intensamente.
—No ha sido sólo
una aventura. Te quiero. Quiero que seas mía.
Lo dice con la
voz áspera, y una expresión tan oscura y torturada que ella le cree. ¿Cómo no
hacerlo? Elliot parece muy afectado. Percibe su sufrimiento, que achaca a la
pasión prohibida que acaban de compartir. Elliot está enamorado de la prometida
de su mejor amigo, sin duda eso es lo que causa las emociones salvajes que ve
reflejadas en sus ojos.
Pero Mara se equivoca.
Ve las señales, pero no sabe interpretarlas. No podría de ningún modo.
Claro que Elliot
está afectado. Claro que está torturado. Claro que ha dicho la verdad: la
quiere, quiere poseerla. Pero sus sentimientos no son generosos, lo que desea
es arrebatársela a Liam.
—Elliot… —ella le
mira con asombro—. Esto no puede ser, nosotros…
—Mírame a los
ojos y dime que no sientes nada por mí —le dice él, embaucador y traicionero.
Y ella duda.
Entonces, todo lo
que el ilusionista ha estado urdiendo desde hace tres meses empieza a hacer
efecto en el corazón de la mujer: Elliot es encantador con ella, es divertido y
transgresor. La saca a bailar mientras Liam se queda sentado, la anima cada vez
que ella quiere hacer algo arriesgado o prohibido, mientras Liam lo desaprueba.
Elliot le enseñó a conducir, a apostar, a jugar al póker. Elliot le da a probar
cosas nuevas, no la sobreprotege, le permite tomar sus propias decisiones.
Elliot la trata como a una mujer adulta. ¿Puede decir realmente que no siente
nada por él? ¿Puede negar acaso que ha buscado su compañía en momentos de
hastío? ¿Puede negar que le ha preferido a su propio prometido en algunos
momentos? ¿Acaso no ha respondido a sus coqueteos más de una vez, no le ha
mirado a hurtadillas a través de los espejos?
—Yo no… no puedo…
Mara cierra los
párpados con fuerza, tensa y angustiada. Él la acorrala contra la pared,
despacio, de forma casi invitadora. Desliza los dedos sobre su mejilla, entre
sus cabellos, rubios y sedosos. No le gusta la culpa en las mujeres. La besa de
nuevo.
Ella deja caer el
bolso al suelo y le rodea el cuello con los brazos. Elliot tiene el sabor de lo
prohibido, despierta en Mara la emoción de la incertidumbre, que le hormiguea
desde los dedos de los pies hasta las raíces del cabello. Esa emoción es más
fuerte que el miedo, porque Mara es valiente y porque su hambre de experiencias
es más intensa que su temor a perder lo que ya tiene.
Al fin y al cabo
es una muestra blanca, y en su código está grabado ese instinto, ese afán por
experimentar. Ni siquiera en esto está siendo completamente libre.
Pobre Mara.
Por supuesto que
Elliot la quiere. Por supuesto que quiere que sea suya. No le basta con haberse
acostado con ella, necesita quitársela a Liam, convertirla en una adúltera, hacer
que él la desprecie y destruir ese amor… porque no puede soportar que él la
ame, porque a quien Liam debería amar es a él. ¡A él, solamente a él!
La desea del modo
más enfermizo posible. No soporta que se quieran entre ellos y le dejen fuera,
así que lo destruirá todo. Ella es su trofeo, es el arma para castigar a su
mentor. Quiere hacerles daño, y les hará todo el daño que pueda. Ellos le han
quitado lo que es suyo.
Aunque en el
fondo sabe que nada ha sido suyo, ni lo será nunca.
. . .
Escena 27, toma 1
Nunca le
perdonaré por eso. Hay muchas cosas que no le perdonaré nunca a Lot, pero lo de
aquella noche en la plaza de la catedral aún hoy sigue latiendo dentro de mí,
provocándome un terror atávico. Ojalá pudiera decir que nunca había pasado
tanto miedo, pero joder, he pasado tanto miedo, tantas veces y por tantas
cosas, que no puedo hacer un puñetero concurso para comprobar qué ocasión fue
la peor. Sin embargo, esta me dejó una huella que no puedo olvidar.
Estaba en el
tejado de la Catedral, a más de sesenta metros de altura mientras a nuestro
alrededor se desataba el puto apocalipsis. Guardianes con las espadas de alma
resplandeciendo, haciéndome temblar cada vez que oía sus voces; awen cantando y cantando sin parar hasta
que la música me produjo náuseas, tipos de la Resistencia apaleando a tipos de
la Organización, satures comiéndose a tipos de la Resistencia, Verdugos
haciendo volar las puñeteras guadañas… se escuchaban rugidos, disparos y el
crepitar del fuego por todas partes.
Y entonces, en un
fogonazo naranja, Lot desapareció y en su lugar, una figura tomó forma y una voz
serena y conocida dijo mi nombre.
—¿Alexander?
Era Liam, con el
rifle al hombro y la expresión sorprendida.
Miré abajo,
aturdido. Localicé la plaza adyacente donde antes había estado el Maestro
Ilusionista y vi a Mara y a Lot frente a ella. Tardé unos segundos en
comprender y atar todos los cabos: el muy imbécil se había cambiado de lugar
con él. Se me escapó un grito y eché a correr hacia las escaleras, solo pensando
en alcanzarle, sin saber ni siquiera qué iba a hacer a continuación. El corazón
me latía como un loco en el pecho, pensaba que iba a fallarme. Morir bajando
las escaleras sería patético.
—¡Así no, Alex!
Me zumbaban los
oídos, pero aun así podía escuchar a Liam llamándome, corriendo detrás de mí. No
le hice caso y proseguí mi carrera, empujando a los hombres y las mujeres que
había en la catedral hasta salir al exterior. Una bofetada de aire corrosivo y
frío me golpeó en el rostro: la niebla estaba asediando la plaza, presta a
alimentar a las criaturas de la Organización.
Tenía que
alcanzar a Mara. Tenía que acabar con esa zorra antes de que ella acabara con
mi novio. Ese pensamiento tan infantil y poco elaborado me daba fuerzas.
Afuera, el escenario
era aún más dantesco de lo que se veía desde arriba. Había sangre y cadáveres
por el suelo, trozos de… gente… en fin, cosas que no me apetece describir. En
cada una de las bocacalles que daban a la plaza había grupos luchando: agentes
de la Organización vaciando los cargadores, hombres y mujeres de la Resistencia
con máscaras de gas y armados con pistolas, rifles, lanzallamas y bates. También
satures y verdugos.
Los awen, que antes cantaban en los tejados,
se habían reunido en el centro de la plaza y su canción vibraba en cada piedra,
en cada molécula de aire. Hasta en mi propia sangre. Aquella vibración constante me estaba poniendo
enfermo. Los Guardianes estaban a su alrededor, con las espadas en las manos.
Su sola visión me empujaba al pánico, y me frené en seco.
—¡Alex, así no!
—Unos brazos se cerraron a mi alrededor y caí al suelo, placado por el cuerpo
cálido y poderoso del Maestro Ilusionista—. Por Dios, ¿no ves que te vas a
matar?
El suelo
alrededor de la plaza se iluminaba con resplandores rojos, como brasas,
palpitando de forma constante, como si siguieran la cadencia de la melodía
tejida por los awen. Una llamarada se
alzó a un lado de la plaza. Otra al otro. De pronto, un muro de fuego comenzó a
circundar el lugar, aislándolo… y aislándonos a nosotros.
—¡No! —Grité. Y
grité con tanta furia que sentí que se me desgarraba la garganta—. ¡No, no, no,
no! ¡Lot!
Cuando el canto cesó, un muro de fuego se había alzado. Las llamas crepitaban, altas como árboles. No había escapatoria.
Cuando el canto cesó, un muro de fuego se había alzado. Las llamas crepitaban, altas como árboles. No había escapatoria.
—¡Tenemos que cruzar!
—gritaba yo, rabioso y fuera de mí—. ¡Tenemos que llegar hasta él!
Pero Liam me
tenía sujeto con firmeza y no me dejaba avanzar.
—¡Estate quieto!
¡Te matarás! —me gritó. Su voz tajante y dura fue como una bofetada. Me quedé
quieto, más por la sorpresa de que me hubiera gritado que por sus palabras—.
Sólo conseguirás que te maten, ¿es que no te das cuenta? Ahora eres humano. Tu cuerpo es el de un humano. No
puedes atravesar el fuego, piénsalo —añadió en un tono más conciliador—. Morirás
abrasado, y entonces sí que no podrás ayudarle. Tienes que mantener la calma.
Asentí, cerrando
los ojos con fuerza mientras intentaba regular mi pulso.
Había actuado de
forma impulsiva, no era consciente de que estábamos en medio del ritual de los
Vigilantes. Viéndonos allí, una de las awen
se nos acercó. Era una chica joven, de ojos rasgados. Parecía oriental. Su
aspecto era dulce y sereno, llevaba una estola llena de campanillas que
tintineaban y el pelo negro y suelto.
—¿Qué hacéis
aquí? Es peligroso, no deberíais…
Antes de que ella
pudiera terminar su frase, el zumbido de una guadaña nos hizo alzar la mirada a
los tres. Un verdugo había conseguido entrar antes de que se cerrara el círculo
de fuego y se abalanzaba sobre nosotros. Más bien, sobre ella.
—¡Cuidado!
Liam reaccionó
con rapidez: agarró el rifle y disparó directamente a la guadaña. Consiguió
frenarla, pero de alguna manera, el arma no se desvió, sino que se quedó ahí, inmóvil,
acumulando fuerza, contraponiéndose a los disparos del Winchester, como si en
lugar de haber sido arrojada, alguna fuerza misteriosa siguiera empujando desde
atrás. No parecía un objeto que alguien hubiera lanzado, parecía una energía
constante, como la fuerza del viento.
Las balas de Liam
se gastaban.
De pronto, entre
las sombras surgió una figura envuelta en una capa negra. Se acercó a nosotros
tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. Era un hombre grande y corpulento,
cubierto por una capucha que no dejaba ver su rostro. Alzó el brazo y recogió a
la awen bajo su capa. Después, giró
sobre sí mismo y la espada de alma se iluminó en su mano con un intenso color
dorado. Me encogí y me tapé los oídos, intentando no gritar. Odiaba con todas
mis fuerzas esas malditas cosas, las odiaba.
La espada golpeó
la guadaña directamente, con tanta fuerza que el suelo tembló. Esta vez, el
espantoso artefacto sí que salió disparado en otra dirección, cayendo inerte
sobre el suelo y dando unas cuantas vueltas antes de deshacerse en una nube de
humo negro. El humo regresó a la mano del Verdugo como una riada de serpientes
oscuras.
—Ven a mí —vibró
la voz del Guardián.
No nos quedamos a
ver el combate. Liam me agarró con firmeza y me arrastró de regreso hacia la
iglesia mientras yo miraba hacia atrás constantemente, hacia las llamas que me
separaban de Lot.
—¿Qué vamos a
hacer? ¿Qué vamos a hacer? —repetía nerviosamente—. No podemos dejarle…
—No le vamos a
dejar. Mira.
Liam puso los
dedos bajo mi barbilla y me obligó a alzar la mirada. Entonces vi la nieve.
—¿Qué…? Sólo está
nevando.
Él se rió entre dientes.
Por primera vez, tuve ganas de pegarle. ¿Cómo podía reírse en una situación
así?
—En la Ciudad sin
Nombre no hay nieve ni lluvia. Sólo cuando lo provocamos nosotros, los Ilusionistas.
Esto lo ha hecho Elliot. —Parpadeé. La voz de Liam era suave, amable y segura.
Era imposible no confiar en él—. Mientras siga nevando, sabremos que Elliot
está vivo y habrá esperanza. Y no dejará de nevar, te lo aseguro. Elliot tiene
una maravillosa fijación por la supervivencia. Ahora tienes que mantener la
calma, ¿de acuerdo?
—De acuerdo
—dije, aturdido. Me di cuenta de que él me estaba abrazando—. Vale.
Me limpié las
lágrimas con las manos y me dejé llevar dócilmente.
—Iremos de nuevo
arriba, desde allí podremos ver mejor —dijo. Yo asentí—. No podemos matar a
Mara, pero sí podemos inutilizarla. Tú puedes hacer eso. Tienes que lanzarle un
pólipo, ¿entiendes? ¿Sabes hacerlo?
—Entiendo. Sí,
claro que sé hacerlo.
Admitirlo me supo
amargo en la boca. Pero no estaba la cosa para andarse con tonterías.
—Bien, pues
vamos.
Liam se detuvo y
me puso una mano sobre los ojos. Algo se agitó a mi alrededor y tuve la
impresión de que el suelo desaparecía bajo mis pies. Sin embargo, no caí.
Cuando la sensación de ingravidez se disipó, pocos segundos después, el viento
nos azotaba con fuerza. Su mano se apartó de mi rostro y vi que estábamos de
nuevo en la torre del campanario. Parpadeé con fuerza y me agarré a uno de los
arbotantes. Nunca me acostumbraría a esas cosas.
—De acuerdo…
—dije para darme fuerzas—. Vamos allá.
Liam colocó el
rifle apoyado sobre la balaustrada que Lot había saltado minutos antes, cuando
se dirigía hacia el tejado antes de desaparecer. Los restos del espejo roto aún
brillaban entre las tejas. Cargó y buscó con la mirilla.
Desde lo alto, el
anillo de fuego tenía un aspecto casi místico. En su interior pude ver cómo los
awen se disponían en el centro
formando una cruz. Los Guardianes les rodeaban y se enfrentaban a los pocos
monstruos que aún quedaban dentro. Sus espadas resplandecientes parecían lo
único capaz de imponerse a los Verdugos. No vi morir a ningún Guardián ni a
ningún awen, pero aparté la vista por
si acaso. Tenía la horrible sensación de que si alguno de ellos moría, volvería
a ponerme a llorar y perdería toda esperanza. Nunca me había sentido así con
respecto a los Vigilantes, y a decir verdad me fastidiaba un poco. Aquellos
tíos no eran amigos míos. Tiempo después, al analizar lo que sucedió esa noche,
comprendí que simplemente estaba sintiendo igual que sienten los humanos, y que
el efecto que causaban en mí era el mismo que causaban habitualmente en ellos.
Pero en aquel momento sólo sabía que me caían mal y que, por alguna razón, mis
emociones no parecían estar de acuerdo con eso.
—Vamos allá
—repetí de nuevo.
Ya se me había
pasado el mareo, así que me dispuse a ser útil. Me acerqué a Liam y escruté en
dirección a la plaza de los dos árboles muertos, donde había visto a Mara
anteriormente. Ahora no había nadie allí, pero en el suelo se veía una enorme
mancha de sangre que parecía trazar un sendero en dirección al sur. La seguí
con la mirada y finalmente encontré a Mara: avanzaba hacia la boca de uno de
los túneles, inexorablemente… hacia el lugar donde el rastro de sangre se
perdía.
—¡Ahí está! ¡¿La
ves?!
—La tengo.
Los disparos de
Liam la alcanzaron, pero pude ver que no causaban mucho efecto en ella, salvo
detener su avance. Giró el rostro hacia atrás. Supe que nos había visto, pero
siguió su camino. Nosotros no le importábamos.
Me agazapé contra
la piedra. No tenía más lágrimas, ahora sólo había odio y rabia, una rabia
fría.
Soy lo que soy.
Puede que no se me deba considerar a estas alturas una rémora como todas las
demás. Tampoco un humano como los demás. Soy algo extraño, un milagro, dicen
algunos, una aberración para otros. Pero tengo recursos.
Sentí calentarse
mis venas bajo la piel, mi sangre siseaba y los ojos me ardían. Entreabrí los
labios y dejé salir aquella lengua asquerosa que tanto odiaba, la que vivía
recogida debajo de la lengua de Alex, la retráctil y transparente.
Escupí. Y luego
escupí otra vez, y luego otra vez.
Pensaba
acribillar a pólipos a esa hija de puta hasta dejarla tan seca como la vaina de
un guisante.
. . .
Escena 27, toma 2
Los estallidos del acero
contra el acero y los salmos de los awen llenan el aire de la noche. También
se escuchan disparos. Muchos disparos. Las farolas iluminan las baldosas,
húmedas a causa de la nieve ficticia que Elliot ha provocado. Se encuentra en el
interior de uno de los túneles, con la espalda pegada a la piedra,
completamente solo. Está despeinado y sucio, tiene el bastón aferrado en una
mano y más expresión de fastidio que de miedo. Nunca se le ha dado bien poner
cara de miedo.
Hay un charco de sangre, plasma y líquido oscuro debajo de su cuerpo. Tiene una pierna destrozada, aunque por suerte, el pantalón aún resiste en su mayor parte. Estar herido y al borde de la muerte tiene un pase, pero estar herido y sin pantalones sería intolerable. Del profundo corte asoman trozos de hueso, cables y tubos. No puede mover la extremidad, en realidad la ha perdido por completo. Apenas unos cuantos restos de músculo y de cableado la mantienen unida a su cuerpo.
Hay un charco de sangre, plasma y líquido oscuro debajo de su cuerpo. Tiene una pierna destrozada, aunque por suerte, el pantalón aún resiste en su mayor parte. Estar herido y al borde de la muerte tiene un pase, pero estar herido y sin pantalones sería intolerable. Del profundo corte asoman trozos de hueso, cables y tubos. No puede mover la extremidad, en realidad la ha perdido por completo. Apenas unos cuantos restos de músculo y de cableado la mantienen unida a su cuerpo.
Escucha los tacones
acercándose. Agarra el bastón con más fuerza. «¿Cómo vas a salir de esta,
Elliot?», se pregunta.
Nadie puede matar a un
Verdugo, solo los Guardianes. Es imposible. Pero esa nunca ha sido razón para
dejar de intentarlo. Tiene unos cuantos trucos pensados, solo espera tener el tiempo
suficiente para ponerlos en práctica y al menos no morir como un idiota.
—¿Tienes prisa?
La voz de Mara es gélida y
cortante, llena de ecos metálicos. Se ha detenido en la boca del túnel y sus
ojos verdes, fríos y terribles, destellan con una llamarada de satisfacción. La
mujer tiene el rostro manchado de sangre ajena —de la suya, de hecho— y en este
lado es simplemente horrorosa. No porque sea fea, pero… su rostro es una
máscara animada, artificial. Lleva muchas horas combatiendo y está cansada. Por
eso, en ocasiones, la proyección física de su rostro falla, como un televisor
mal ajustado. Entonces se ve la realidad, parpadeando durante décimas de
segundo hasta que la imagen vuelve a sintonizarse: un rostro metálico, lleno de
implantes y cables, con partes líquidas que recuerdan al mercurio.
A su espalda se retuercen cables
y mangueras tentaculares de metal, plástico y silicona, equipadas con cámaras,
objetivos y pequeños disparadores. Cada vez que uno de esos apéndices se mueve,
se escucha un zumbido.
Hubo un día en que fue
hermosa. Hubo un día en que fue dulce, valiente e inocente. Lot podría sentirse
culpable por lo que le ocurrió a Mara, pero nunca se le ha dado muy bien eso,
ni siquiera cuando se trata de cosas de las que realmente es culpable.
—Estás muy desmejorada,
querida.
Ella se lleva la mano a la
cadera. Lleva un traje de cuero y neopreno ajustado con refuerzos de kevlar que
recuerda a los monos de los motoristas. También a Catwoman, piensa Lot. Lo
cierto es que Mara siempre ha tenido un cuerpo espectacular en todos los lados
de la realidad. Hicieron un gran trabajo con ella.
—Tú tampoco estás en tu
mejor momento —dice ella.
Por un instante, la voz de
la mujer parece volverse más humana. Tal vez porque está siendo irónica, y la
ironía es algo muy humano. Los putos robots no pueden ser irónicos, ¿no es
cierto?, piensa Lot. Aunque él lo es. Qué cosas. Intenta reír, pero no le sale.
—Bueno, no te fíes
—responde—. Ya sabes cómo somos las lagartijas… si nos cortan una pata,
seguimos corriendo con las otras tres. —Hace una pausa, tratando de reunir
fuerzas. Ella tiene razón, no está en su mejor momento, ni mucho menos. Pero
aún tiene tiempo, y no ha soltado el bastón—. ¿De verdad esto tiene que acabar
así?
Mara hace girar la guadaña,
las cadenas tintinean y el espantoso filo se materializa, negro y terrible como
un pecado mortal, con un crujido similar al del trueno en la tormenta.
—¿Acaso puede terminar de
otra manera? Te diría que lo siento, que no depende de mí. Pero… —su voz vuelve
a ser terrible y metálica— si dependiera de mí, haría lo mismo.
En ese momento,
algo ocurre. Se escucha una detonación y un sonido húmedo. La mujer se tambalea
hacia delante. El rostro de mercurio se le deforma y luego vuelve a
reconstruirse poco a poco, con una mueca de rabia. Lot reconoce ese sonido: es
el rifle de Liam, que vuelve a detonar otra vez. La mujer gruñe y mira hacia
atrás con desdén, moviendo el brazo para surcar el aire con el arma un par de
veces.
No la van a
detener. No ahora, tan cerca.
Sus tacones
repiquetean en el suelo cuando echa a correr para segar la vida que con tanta
rabia desea extinguir.
Lo último que ve
antes de atacar es la fugaz sonrisa de Lot Anders. Es esa sonrisa, la misma que
exhibía cuando ganaba las partidas de póker o conseguía embaucar a alguien. Su
maldita sonrisa de farol.
La guadaña se
clava en la pared de piedra con un fuerte estallido. Luego oscila y vibra,
envuelta en humo negro. La imagen del ilusionista sigue ahí, pero ahora se ve
en blanco y negro, entrecortada, con líneas de estática y nieve, como si
estuviera proyectada sobre una pantalla. Y es más o menos lo que está
sucediendo.
—Maldito seas…
¡Maldito seas!
El grito de Mara
resuena en la galería. Luego echa a andar con rapidez; no puede haber ido muy
lejos en su estado. Le encontrará. Antes o después, dará con él.
Entonces,
aturdida, da un traspiés y se sujeta con una mano en el muro.
Se siente débil.
Le escuece la espalda, como si alguna de las balas de Liam hubiera atravesado
el traje de kevlar. Extrañada, hace girar uno de los tentáculos para enfocar la
cámara hacia allí. Lo que ve hace hervir su odio con más fuerza.
Sobre su columna
vertebral, perfectamente alineadas, hay cinco grandes arañas transparentes,
como anémonas gelatinosas, que se hinchan y se hinchan alimentándose de su
energía. Rabiosa y desesperada, intenta arrancárselas mientras camina
decididamente hacia el otro lado del túnel, arrastrando la guadaña tras de sí.
Consigue soltar una y la aplasta entre los dedos. Un líquido púrpura y viscoso gotea hacia el suelo.
Consigue soltar una y la aplasta entre los dedos. Un líquido púrpura y viscoso gotea hacia el suelo.
—Es el
chupasangres…
Suelta una risa
seca.
Malditos sean
todos.
Cada vez le
cuesta más caminar, y mientras avanza a través del túnel iluminado por los
faroles, respirando dificultosamente y apoyándose en la pared como si le
hubieran disparado dardos sedantes, miles de pensamientos confusos le cruzan la
mente. Quiere encontrar a Lot y matarle, esa es su orden. Y además es lo que
desea. Pero por debajo de eso, ahogados por el ensordecedor zumbido de la
Organización, por las voces entremezcladas y el rumor de la maquinaria, más
allá del muro de ruido blanco y de crujidos que parecen el telón de fondo de su
psique, se siente como una niña pequeña con ganas de llorar. Le gustaría
sentarse en un rincón y llorar, sí. Le gustaría que alguien le explicara, por
una vez, qué demonios tiene ella de malo, por qué la hicieron pasar por todo lo
que ha pasado, por qué no puede parar… Le gustaría que alguien, por una vez, se
disculpara con ella.
Consigue agarrar
otro pólipo. Tira de él, aguantando un gemido de dolor. Los filamentos se
desprenden poco a poco, están profundamente clavados en su piel, han atravesado
la protección. Al fin y al cabo, esas armaduras no están pensadas para defenderse
de rémoras. ¿Quién necesitaría defenderse de una rémora? Cuando lo arranca del
todo, lo arroja al suelo y lo pisa con el tacón.
En la pared, una
de esas inscripciones antiguas en color rojo llama su atención. Aequam memento
rebus in arduis servare mentem. Acuérdate de conservar la
mente serena en los momentos difíciles. Buen consejo. Algo tardío, eso sí.
Quiere sentarse y llorar.
Quiere que alguien la abrace y le pida perdón. Pero sigue caminando, dispuesta
a cumplir con su programación.
Liam lo hizo, sí.
Liam se disculpó. Quizá él es la única persona que se ha portado bien con ella
alguna vez. Ojalá volviera a estar delante de ella. No le mataría, no… a él no
le haría daño nunca. Dejaría que la cuidara, que la llevara de la mano y le
abrazara y le dijera que todo va a salir bien, como hizo tantas veces tiempo
atrás.
Le gustaría que
las cosas volvieran a ser como antes. Como antes, cuando estaban los tres
juntos y todo iba bien. ¿Por qué, por qué Lot dejó que se la llevaran? Eran
felices, los tres… podrían haberlo sido para siempre.
Al llegar al otro
lado del corredor, arranca el tercer pólipo con un jadeo. Los cables que se
agitaban a su espalda hacen un sonido silbante antes de caer, inertes. Su
cabello teñido de azul está recogido en una larga coleta que ahora le resulta
pesada; ojalá pudiera cortarse el cabello. Lo piensa fugazmente. ¿Por qué nunca
lo ha hecho, por qué nunca se ha cortado el pelo?
Se le emborrona
la visión y cae de bruces, mareada.
¿Por qué las
cosas no pueden ser como antes?
Su consciencia
parpadea.
Entonces siente
la conocida alarma interior. Está demasiado agotada como para asustarse, si es
que un Verdugo puede sentir miedo. No recuerda haberlo sentido nunca desde que
se la llevaron para «ajustarla». Pero la niña que llora en el rincón se encoge
y grita, muy al fondo de su ser, por detrás de murallas y murallas de hormigón,
acero y oscuridad. La niña sí tiene miedo.
Escucha pasos
lentos. Alguien se detiene frente a ella. Mara tiene las palmas apoyadas en el
suelo y alzar la cabeza le cuesta el esfuerzo de una vida. Trata de enfocar la
mirada, su voz brota como un hilo débil, ahogado pero orgulloso.
—Así no, maldita
sea. Déjame al menos cumplir con mi naturaleza.
El Guardián que
tiene delante debe ser antiguo y muy experto, porque demuestra un autocontrol
excelente. Lo normal es que Guardianes y Verdugos se ataquen sin vacilación
alguna. Son enemigos naturales, las reacciones entre ellos son similares a las
de ciertos compuestos químicos: una explosión inmediata, sin tiempo para pensar
ni razonar. Es puro instinto. Sin embargo, este no la ataca. Baja lentamente la
espada, que deslumbra con un resplandor dorado rojizo.
Los ojos
llameantes del Guardián se fijan en su espalda, donde los gruesos pólipos
palpitan en latidos rítmicos a medida que engullen la vida de Mara. Tras un
momento de duda, acerca la mano libre y le arranca los dos restantes. Ella
grita de dolor y se derrumba sobre el suelo, golpeándose la mejilla.
—No me gustan las
trampas —dice él, arrojando los pólipos al suelo y pisándolos.
La voz del
Guardián es grave y resonante, como una campana de bronce. Tiene el cabello
largo y negro, recogido en apretadas trenzas que asoman de la caperuza con la
que cubre su rostro, igual que todos los de su clase. También tiene una barba oscura
y poblada, adornada con cuentas de madera, al igual que el pelo. Lleva los
brazos cubiertos de tatuajes cuneiformes. Su piel tiene un hermoso color
acaramelado, propio de oriente medio.
Una vez liberada
de los pólipos, Mara consigue al fin aclarar la vista. Le reconoce entonces. No
es la primera vez que se ven, han tenido varios enfrentamientos antes. Sonríe a
medias mientras se pone en pie y trata de volver a activar su guadaña.
—Me alegro de que
seas tú, Salmanassar.
El hombre la mira
largamente. Desde la oscuridad de la caperuza, los ojos llameantes destellan
con fuerza. Luego, él abre y cierra los dedos; la espada de alma vibra y se
enciende con un fuego casi blanco.
—Yo no.
Mara sonríe
amargamente.
—Es lo más bonito
que me han dicho nunca —confiesa.
—No pretendo
consolarte. Es la verdad.
Mara asiente.
—Por eso.
Mira alrededor
por última vez y hace girar la guadaña. El filo oscuro de humo negro se va
condensando poco a poco, entrecortadamente, como si le costara. Y es que le
cuesta, le cuesta toda su energía. Aprieta los dientes.
—Estoy lista.
El hombre asiente
y alza la espada.
El combate dura
cinco minutos. Cuando todo acaba, el Guardián tiene la respiración acelerada y
una herida en un brazo. Ella no se lo ha puesto fácil, pero no esperaba menos.
Nunca fue una rival débil.
Se acerca al cuerpo
inerte. No le gusta la idea de dejarla allí.
Una figura sale
de entre las sombras de un edificio cercano, su mano cálida se posa en el brazo
del guardián.
—Tenemos que
irnos ya.
—Es carroña para
los satures. No me parece bien.
Durante unos
segundos, no hay respuesta. Ambos miran el cadáver en silencio. Luego, el chico
de la sudadera gris dice:
—De acuerdo. Una
hoguera más no es mucha diferencia.
El Guardián
asiente, aliviado. Hará una pira funeraria adecuada para la mujer. No la
conoce, pero si ha luchado con ella en tantas ocasiones es porque los dos se
dejaron marchar una y otra vez. No sabe la razón. Tampoco cree que ella la
supiera. Pero ambos sabían una cosa: que en algún momento no podrían dejarse
ir.
Hoy ha sido ese
día.
—No, una hoguera
más no es mucha diferencia —repite Salmanassar, mientras hace arder la espada
de alma y la acerca a la Verdugo muerta.
Los recuerdos de
ella están desfilando ahora dentro de él, girando como una extraña vorágine de
imágenes, sabores y sonidos. Matar a un Verdugo supone consumir su esencia,
absorber el nefesch que los anima,
todas sus vivencias y emociones y luego volver a liberarla. Para un Guardián
con experiencia es fácil mantenerse al margen, dejar que todo este proceso
transcurra en un segundo plano como una película muda de fondo y después se
marche, igual que el humo de una hoguera. Algunos, al principio, no pueden
evitar que les deje impronta y tienen pesadillas durante días. Pero Salmanassar
tiene más de mil años y se ha reencarnado muchas veces. Está de vuelta de todo.
Y aun así, le da
un poco de pena.
Cuando ha
terminado, se vuelve hacia el chico de la sudadera. Él le está contemplando con
sus ojos plateados, con una expresión indescifrable, igual de indescifrable que
su mirada eterna y cósmica. Por un momento, Salmanassar siente que nada es
importante. Hasta la guerra que está teniendo lugar a su alrededor le parece
algo nimio, un breve instante en el tiempo que pasará y no dejará huella… igual
que una hoguera más.
—¿Nos vamos?
—dice el chico.
—¿No está aquí?
Él niega con la cabeza.
—Tenemos que
seguir buscando.
El Guardián asiente
y no hace preguntas. Le sigue, leal y confiado, a través de los corredores del
Barrio Viejo, vigilando cada rincón con mirada escrutadora.
Escena 27, toma 3
Hubo muchas cosas
que no pude ver. Liam y yo sospechábamos que Lot estaba dentro de aquel túnel
al que guiaba el rastro de sangre, así que lo principal era eliminar a Mara
antes de que ella pudiera encontrarle. Los disparos del Maestro Ilusionista
eran siempre certeros, y aunque yo estaba ocupado comiéndome a esa zorra, no
podía dejar de admirar la forma que tenía de dar tiros. Cargaba, disparaba,
cargaba y disparaba otra vez. No le temblaba el pulso. Y eso que estaba
reventándole la cabeza a tiros a su ex novia.
Cuando
desapareció dentro del túnel, mi compañero se irguió y decidió no malgastar
munición. Allí, de pie en el campanario, nos quedamos sin hacer nada.
—¿Cómo puedes
estar tan tranquilo? —le pregunté.
Mi voz sonaba
espesa, estaba algo aturdido a causa del empacho energético que me llegaba a través
de los pólipos.
—Alguien tiene
que estarlo —replicó sin inmutarse.
Fruncí el ceño,
con una fuerte sensación de déjà vu.
Había vivido una escena similar poco tiempo atrás, pero ahora no recordaba si
había sido con Lot o con él.
—Siento mucho
todo esto —dije, por decir algo.
Liam no
respondió. Le miré a hurtadillas: su expresión era serena, pero tenía la mirada
triste. Me pregunté si de verdad estaba preocupado por Lot. Podría, al menos,
maldecir o dar un puñetazo a algo, o retorcerse las manos nerviosamente. Pero
él solo esperaba. Le admiré, pero también sentí cierto rechazo hacia aquella
actitud tan distante y flemática.
—Mira.
Su dedo señaló
hacia lo lejos, al otro lado del túnel por el que Mara había desaparecido.
Ahora la mujer estaba de nuevo fuera, y frente a ella había un Guardián que no
había visto antes y que no acompañaba a ningún awen, sino a un chico que vestía una sudadera gris. El chico me
resultó de lo más anodino, pero el Guardián me hizo encogerme con un escalofrío
de pánico y repulsión, como me sucedía con todos los de su clase.
—Creo que la
búsqueda de Mara ha llegado a su final —dije dramáticamente. Entonces, otro
movimiento en el extremo opuesto del corredor llamó mi atención—. ¡Liam! ¡Mira,
mira!
Le tiré de la
manga frenéticamente.
Ahí estaba Lot,
saliendo por donde seguramente había entrado, apoyándose en el bastón a duras
penas y arrastrando una pierna maltrecha. Más que maltrecha, descolgada. La extremidad arrastraba por
el suelo, unida a su cuerpo por unos cuantos cables y un trozo de hueso. Se me
bajó la sangre a los pies y me puse pálido. Sentí náuseas.
¿Qué le habían
hecho?
Él, a pesar de
todo, con la mano libre empuñaba una pistola y soltaba tiros a todo lo que se
ponía en su camino, fuera amigo o enemigo. Estaba despeinado y miraba hacia
atrás de vez en cuando.
—Vamos.
Liam me agarró y
volvió a cubrirme los ojos con una mano. Giró sobre sí mismo y sentí de nuevo
la ingravidez, para después posar los pies en el suelo y encontrarme abajo, en
la plaza, dentro del círculo de fuego. El viaje me mareó aún más en esta
ocasión. Estaba aturdido y ahíto, pero por suerte, pronto sentí que los pólipos
se extinguían y el flujo de energía se cortaba. Mara ya debía haber muerto a
manos del Guardián.
—¡Lot! —exclamé,
mirando las llamas. En mi interior, rezaba fervientemente por verle aparecer.
Sabía que los Vigilantes no bajarían el muro de fuego hasta que el combate no
hubiera terminado, pero podrían pasar horas hasta entonces—. Tenemos que llegar
hasta él.
Y como si me
hubiera escuchado, una bola de fuego se precipitó hacia nosotros desde el otro
lado del incendio. Yo me lancé sobre él, estúpida e imprudentemente. Por
suerte, Liam fue más racional y le echó su abrigo por encima antes de que yo
cayera. Le golpeamos para apagar el fuego mientras yo le llamaba con
desesperación.
—¡Lot! ¡Lot, dime
algo! ¡Por favor, no te mueras! ¡No te mueras, por favor!
Lo repetí cientos
de veces, como si así pudiera hacerlo real. Lo repetí mientras apartábamos el
abrigo para descubrirle, mientras a nuestro alrededor los awen y los Guardianes seguían a lo suyo, concentrados en su guerra,
como si nosotros no existiéramos. Lo repetí tocándole la cara, donde el barniz
se había vuelto pegajoso a causa del calor del fuego. La mitad de su pelo
estaba quemado y tenía el rostro pálido como un muerto. Uno de sus ojos estaba
abierto y se movía rápidamente hacia todos lados de forma intermitente, como si
estuviera en plena fase REM. El otro se había apagado, ya no resplandecía, y
tenía la mirada fija hacia el frente, inerte. Parte del barniz se había
desprendido en su sien, la piel se había quemado y se veía el hueso. Y luego
estaba lo de la pierna, claro.
Parecía un muñeco
roto.
«Lo es —me dije—.
Es exactamente lo que es».
Aquello me
entristeció más que ninguna otra cosa.
—Lot, dime algo…
Cuando me di
cuenta de que estaba llorando otra vez, me limpié las mejillas, enfadado
conmigo mismo. Liam estaba sumido en un silencio sepulcral, pero como siempre,
sabía exactamente lo que tenía que hacer. Sujetó la cabeza de Elliot entre las
rodillas y metió la mano por detrás de su pelo, hasta su nuca. Algo crujió. De
inmediato, Lot volvió a respirar, tomando aire como un ahogado. Sus dos ojos
volvieron a encenderse y parpadeó, mirándome a continuación.
—Dime que me
quieres —susurró con esfuerzo.
—Te quiero
—sollocé, besándole en los labios, llenándole de lágrimas y mocos—, te quiero.
Me estaba mirando
a mí, así que pensé que me lo pedía a mí. Pero si os digo la verdad, a día de
hoy todavía no estoy seguro del todo. ¿Era a mí a quien veía? ¿Era de mí de
quien necesitaba esas palabras? Yo se las había dicho muchas veces, y seguiré
haciéndolo hasta el fin de mis días. No necesitaba pedírmelo.
—Cuida de él. Voy
a buscar a Nun. Tenemos que traer a Solomon y al ensalmador antes de que sea
tarde.
Cuando escuché
hablar a Liam levanté el rostro y fijé mi vista en él, y nunca le vi tan pálido
y grave como en aquel momento. Su rostro era un muro, un muro imperturbable
tras el que se agitaban aguas turbulentas. Pero era imposible llegar hasta él.
Apartó los dedos
de su pelo y dejó reposar la cabeza de Lot en el suelo, sobre su abrigo, que
dobló adecuadamente antes de ponérselo como almohada con toda la jodida calma
del mundo.
—Volveré
enseguida —me dijo.
Cuando Liam se
marchó, tragué saliva. Aunque Lot estaba ya consciente, Liam se había dirigido
a mí todo el tiempo, no le había dedicado ni una sola palabra. Yo miré a mi
pobre muñeco roto y empecé a peinarle con dedos temblorosos, abrazándole y
besándole la frente, la cabeza y las mejillas, ignorándole cada vez que él se
quejaba.
—Te vas a poner
bien, Lot. Ya lo verás. Te pondrás bien.
Nunca le
perdonaré a Lot lo que me hizo pasar aquel día.
Cuando le vi así,
destrozado, indefenso y quebrado, me hizo enfrentarme a algo que yo quería
olvidar. Me hizo recordar que la muerte existía de verdad, que alguna vez,
antes o después, nos alcanzaría.
Veréis, hasta que
uno no la ve de cerca, la muerte no es más que un fantasma, algo etéreo y que
asusta pero que uno no puede concretar en su cabeza. Lo ves por la tele, lo ves
en las noticias… lo ves a tu alrededor, con suerte, siempre en viejos.
Pero aquella
noche en la plaza de la Catedral, cuando pensé que Lot había muerto, recordé el
rostro de la muerte y lo que me hizo sentir por dentro no me gustó. Ya había
perdido a Alex. No quería perder también a Lot. Pero igual que sucedió con
Alex, eso no estaba del todo en mi mano.
Es difícil asumir
que hay cosas inevitables en la vida. Necesitamos creer que somos dueños de
nuestro destino para no sentirnos siempre débiles y vulnerables, para darle un
cierto sentido a nuestra existencia. Pero la realidad es que hay cosas que nos
ocurren en la vida y ya está. No siempre podemos evitarlas. Da igual las
promesas que hayamos hecho, da igual lo duro que peleemos. A veces las cosas
nos superan, o simplemente, no podemos pararlas. Algunos lo llaman destino. Yo
simplemente creo que algunos tienen peor suerte que otros.
En mi vida ha
habido muchas cosas inevitables. No pude evitar destruir a Alex, por ejemplo.
Tampoco pude evitar enamorarme de Lot, a pesar de todo. Y aquella noche fui
consciente de que la muerte llegaría algún día y no siempre la podríamos esquivar.
Sin embargo, creo que hay algo que vale la pena detrás de todo eso. Es decir,
hay muchas mierdas que no podremos evitar, hay que asumirlo. Pero eso también
nos fortalece, ¿no? La forma en que reaccionamos a ellas puede hacernos más
fuertes. Siempre, siempre podemos elegir cómo reaccionar.
Cuando maté a
Alex, quise morirme. Mi vida dejó de tener sentido. Yo era la miseria más
miserable del mundo, ¿comprendéis?, por eso me estaba dejando morir en aquella
casa en la que estaban todos mis recuerdos. Quería morir de hambre, quería
desaparecer con mi terrible pecado.
Después, cuando
los médicos me encontraron y desperté, sucedió que mi esencia se había mezclado
con la de Alex y ya no pude dejarme morir. Y si Lot se hubiera ido esa noche,
si no hubiera vuelto a mirarme ni a hablarme, si hubiera desaparecido para
siempre… os aseguro que no me hubiera rendido. Habría sufrido, sí, pero ya no
me habría quedado tirado en el suelo esperando a que la muerte viniera a
buscarme.
Le habría
maldecido, me habría deprimido y luego habría salido en busca de venganza.
Ahora, después de todo lo que ha pasado, creo que las cosas inevitables nos golpean para hacernos más fuertes. Nos enseñan que no podemos controlarlo todo, es cierto. En ese aspecto, son una cura de humildad para algunos, para gente como Lot, por ejemplo. Pero también nos ponen a prueba para que podamos ser más fuertes, para que podamos demostrar que no vamos a dejar de luchar contra lo inevitable, por muy inevitable que sea. Que no nos vamos a rendir, que siempre vamos a pelear por escribir nuestra propia historia. A nuestra manera, como diría el gran Sinatra.
Ahora, después de todo lo que ha pasado, creo que las cosas inevitables nos golpean para hacernos más fuertes. Nos enseñan que no podemos controlarlo todo, es cierto. En ese aspecto, son una cura de humildad para algunos, para gente como Lot, por ejemplo. Pero también nos ponen a prueba para que podamos ser más fuertes, para que podamos demostrar que no vamos a dejar de luchar contra lo inevitable, por muy inevitable que sea. Que no nos vamos a rendir, que siempre vamos a pelear por escribir nuestra propia historia. A nuestra manera, como diría el gran Sinatra.
Aquella noche vi de
nuevo la cara de la muerte, y me acojoné. Pero aun así, no aparté la mirada. Y
aunque nunca perdonaré a Lot por haberme hecho pasar por aquello, también se lo
tengo que agradecer.
Porque eso me
preparó para todo lo que vino después.
. . .
La Ciudad sin Nombre, mayo de 1943
Nunca quiso casarse
de blanco, le parecía demasiado tradicional. Tampoco quiso casarse por la
iglesia. La ceremonia fue breve pero hermosa, en un registro civil decorado con
azucenas y margaritas, sus flores preferidas.
Ella era guapa y
joven, vestida con un traje de cóctel de color vainilla y con los labios
pintados de rojo. Su sonrisa no se apagó en toda la mañana. Él era también muy
atractivo y tenía esa elegancia pícara de los canallas. Llevaba un traje negro
con una corbata de color blanco y una flor en la solapa.
Todos sus amigos
estaban allí. Incluso Liam, aunque él miraba desde el fondo de la sala, un poco
alejado de los demás, como fuera de plano.
El juez de paz
pronunció las promesas que ellos habrían de repetir. No hubo votos. Elliot le
había propuesto redactarlos, escribir algo bonito del uno para el otro, pero
Mara no quiso. Dijo que no sabría expresarse y que le daba vergüenza.
Era una excusa.
En realidad, tenía miedo. Tenía miedo de mirarle a los ojos mientras él los
recitaba y saber que le estaba engañando. O peor, no saberlo y descubrirlo
tiempo después, cuando le encontrara en la cama con otra. Con otro. Con quien
fuera.
Siempre supo que
no era para siempre. Por eso se ahorró el «hasta que la muerte os separe» de
las ceremonias religiosas y todos esos romanticismos estúpidos que no tenían
ningún sentido con Elliot. Él era un hombre fascinante, como deben serlo los
amantes. Pero un marido no tiene que ser un hombre fascinante, sino un hombre
seguro. Alguien en quien puedas confiar, que sepas que no te va a fallar. Y
aunque Elliot no había fallado a Mara todavía, ella no albergaba muchas
esperanzas. Era exactamente la clase de persona de quien una mujer sensata
nunca se fiaría. Todas las mujeres sabían, gracias a su proverbial sexto
sentido, que el amante perfecto siempre acababa siendo el peor marido del mundo.
Al fin y al cabo,
no había dudado en seducir a la prometida de su mejor amigo. La pasión que
ahora sentía por ella podría cambiar con facilidad. Y en cuanto a ella, no
había dejado de amar a Liam.
Así eran las
cosas.
Todo era una
mentira.
Sin embargo, Mara
no dejó de sonreír en la ceremonia, besó a su marido con pasión, lanzaron el
ramo, rieron, saludaron, y en resumen, fueron la pareja perfecta.
No solo ese día. Lo
fueron durante muchos años. Se les daba bien ese papel, tanto dentro como fuera
de casa.
Viajaban, salían
a cenar, tenían amigos… eran un matrimonio querido y envidiado por todos.
Sin embargo, por
las noches, después de hacer el amor, mientras ella apoyaba la cabeza en el
pecho de él y él le acariciaba su precioso pelo rubio, ninguno estaba pensando
en el otro. No obstante, ambos estaban pensando en lo mismo. Y por paradójico
que pareciera en un principio, aquello que debería haberles separado, aquello que
despertaba la rivalidad entre los dos, fue también lo que les unió.
Pues los dos
querían a Liam más que a nadie en el mundo, más incluso que a sí mismos. Y una
vez pasó el tiempo, y el Maestro Ilusionista volvió a entrar en sus vidas,
superando el dolor de la traición, solo entonces empezaron a ser felices de
verdad.
. . .
©Hendelie y Neith
Me encanto... es increible como escribes, espero que lot realmente ame a alex... no puedo esperar por la proxima actua 😁😄
ResponderEliminarMuchísimas gracias, amig@, me alegro mucho de que te guste. ¡Un abrazo! Esperamos seguir viéndote por aquí ;)
EliminarYo pense que Lot si queria a Alex pero ya empiezo a dudarlo. Creo que ama y nunca dejara de amar a Liam :(
ResponderEliminarEstoy pensando lo mismo. Yo desde el primer capitulo no he dejado de pensar que LOT, tiene un plan secreto con alex y eso involucra a liam, pero eso no tiene un final feliz :/...para alex, supongo :C
EliminarHola, guapa!
ResponderEliminarCuánto tiempo sin saber de ti!
Tengo un nuevo concurso en el club al que perteneces. Te dejo el enlace por si te interesa:
http://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2015/01/te-gustaria-conseguir.html
Saludos y feliz jueves!
Pd: Si no te interesa participar pero, en cambio, sí quieres ayudarme a promover mi novela, te estaría muy agradecida si lo hiceras!
¡Hola! Ayyy, lo he leído tarde. ¡Voy a ver el blog y a ponerme al día con las novedades! Muchas gracias ;)
EliminarUn abrazo.
Tus escritos son MAGICOS. Te he seguido desde hace mucho y dejame decirte que te tengo en favoritos guardada, esperando ansias con que escriban nuevamente.
ResponderEliminarTengo una pregunta ¿cuanto falta para que acabe? gabriel y cain? volveran en una trilogia? gracias por responder
¡Hola, amiga! Muchísimas gracias por tu comentario y por seguirnos :D ¡qué ilusión!
EliminarSobre tu pregunta, nos faltan unos... seis o siete capítulos para el final, son aproximadamente 35 capítulos.
Gabriel y Cain volverán a aparecer, pero ya no son protagonistas de ninguna otra novela. Sí que sabremos un poco (bastante) más sobre su historia en La Última Ola, que es donde se cierran todas las historias de los protagonistas de la saga.
Aun así, volveremos a verles ;)
¡Un abrazo!
Hendelie
Hola! Comentaba para saber piqrue no puedo leer los capítulos 29 y 30solo me pasa a mi o que? Sólo dice"Parece que la Organización a hecho desaparecer está página" en realidad quiero terminar de leer y tengo muchas dudas de que pazara por favor ayudenme D:
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