martes, 20 de enero de 2015

Flores de asfalto: La Salamandra - Escena 27


La Ciudad sin Nombre, febrero de 1941
La luz lechosa del amanecer se filtra por la ventana, a través de las cortinas entreabiertas. En el gris amanecer, los muebles de la habitación tienen un aspecto mortecino, apagado, que al paso de la luz se vuelve oro. Como si fueran criaturas inertes volviendo lentamente a la vida, los objetos recuperan sus colores cuando el sol los besa.
Elliot contempla el fenómeno mientras fuma, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama. A su lado, Mara está dormida. Su pelo rubio es un nido suave y esponjoso sobre la almohada, los brazos delicados y las uñas pintadas de rojo asoman bajo los edredones. Ella también brilla y se reaviva cuando el sol toca su piel.  «Pero ella nunca estará viva», se repite el ilusionista. «Es un bicho. No es una persona como nosotros».
Y sin embargo…
¿Tendrá razón Liam? ¿Podría cambiarse la naturaleza de los bichos sólo a fuerza de tratarles como personas? Pensándolo bien, es lo mismo que pasa con los seres humanos: nos convertimos en lo que somos según cómo nos tratan los demás. Bien por rebeldía o por sumisión, acabamos adoptando comportamientos y patrones siempre bajo ese estigma. Nuestra vida está dedicada, en cierto modo, a obedecer o contradecir aquello que se espera de nosotros.
Pero una cosa es un niño que se vuelve travieso para llamar la atención de sus padres, y otra transformar profundamente la esencia misma de un… de un…
«De una Pesadilla».
Elliot repite el nombre exacto en su mente. Pesadillas. Llamarles «bichos» es una forma simple y despreciativa de hablar de ellos, pero su verdadera denominación es esa. Una Pesadilla, una creación artificial ensamblada a partir de tejidos sintéticos, imbuida con la energía nefesch que se extrae directamente de las almas arrancadas a los seres humanos. Así pues, los bichos tienen alma.  Retorcida, torturada, prestada. Removida pero no agitada. Alma, al fin y al cabo. Menuda mezcla, piensa. Sí, las creaciones de la Organización son como cócteles. Algunos espantosos, pero otros… otros incluso saben dulce.
Y viendo a Mara plácidamente dormida, con su pelo extendido sobre las almohadas y el rostro relajado y en paz, Elliot empieza a comprender a Liam, y entiende que pueda amarla. Entiende que quiera salvarla.
Le acaricia el cabello con los dedos. Sus pestañas, largas y rizadas, aún cubiertas de rímel, se agitan suavemente. Ella entreabre los ojos castaños, del color de la miel. El sol pálido toca sus mejillas, que se sonrojan.
—Buenos días —murmura.
Sonríe, adormilada, y se remueve entre los cobertores para abrazarle. Aún no le ha visto.
—Buenos días, querida.
Pobre, pobre Mara, piensa él mientras la arropa en un acceso de compasión.
Y es que Mara no sabe que es una Pesadilla. Mara tiene la inocencia de los niños y también su curiosidad y su inteligencia. Tiene encanto y picardía. Es maravillosamente valiente. Quiere descubrirlo todo.
Según le contó, sus padres murieron siendo pequeña así que no tiene familia. También le contó que tuvo un accidente unos años atrás: se cayó de un caballo y perdió la memoria. Pasó muchas semanas en el hospital. Después conoció a Liam, que fue algo así como su príncipe salvador y quien volvió a enseñarle todo lo que una señorita necesita saber.
Por supuesto, nada de eso es cierto. Lo que ella cree recuerdos propios, escasos y mal hilvanados, son parte de una memoria falsa implantada. Normalmente, cuando en la Organización crean bichos que aún no saben para qué van a usar, les colocan esa memoria falsa en la que, precisamente, no recuerdan gran cosa. Así pueden vivir experiencias nuevas y aprender de ellas sin prejuicios ni filtros morales o intelectuales provocados por el pasado. El pasado es, al fin y al cabo, lo que nos define.
—¿Qué hora es? —susurra ella.
—Aún es temprano. Puedes dormir un poco más.
Mara es lo que en la Organización se llama una «muestra blanca», un prototipo,  recipiente creado para el que aún no se ha decidido una función. Puede que acabe siendo un nuevo modelo de esclavista, en cuyo caso, en algún momento, la llevarán de regreso a la Central. Allí le implantarán las extremidades, le arrancarán un par de costillas y la modificarán, por dentro y por fuera. Lo más seguro es que pretendan hacer con ella un nuevo prototipo. Las muestras blancas salen caras, cuesta crearlas y mantenerlas y requiere mucho tiempo y esfuerzo a los Corruptores. Solo se fabrican cuando se está comenzando un proyecto nuevo.
La mera existencia de las muestras blancas podría considerarse una crueldad si las Pesadillas pudieran ser contempladas bajo los mismos prismas morales y éticos que las personas. Proporcionarles conciencia de su propia existencia y permitirles que la experimenten de forma más o menos libre, sin saber su verdadero origen ni destino hasta el último momento… uno no puede menos que sentir compasión.
Y Elliot siente compasión, sí. Pero no tanta. Siempre ha tenido la beneficiosa habilidad de no empatizar mucho con nadie. Ya era así antes de entrar a la Organización, pero ahora, lo que antaño fuera un defecto es considerado su mejor virtud. Ironías de la vida.
Está pensando en todas estas cosas, en los sinsabores de las criaturas como Mara, cuando ella abre los ojos bruscamente. Se incorpora de golpe, cubriéndose los pechos desnudos con la sábana y mirándole sorprendida. El sol ilumina sus cabellos, y estaría preciosa si no hubiera tanta culpa en su rostro. La culpa siempre afea a las chicas, aunque a los hombres les hace parecer más guapos, tan trágicos y graves.
—¿Elliot? Dios mío… ¿qué hemos hecho? —se lamenta.
—¿Es una pregunta retórica, o quieres que te lo recuerde punto por punto? —replica él, levantando una ceja mientras toma una profunda calada.
—No seas estúpido.
La mujer sale de la cama con rapidez, arrastrando la sábana consigo y envolviéndose en ella mientras recoge su ropa del suelo. Lot se queda sentado, fumando tranquilamente.
Pensó que seducirla sería más fácil, pero le ha costado varios meses y ha tenido que emborracharla. Eso es lo que más le fastidia de todo, que al final perdió la paciencia y tuvo que recurrir al alcohol, como si él solo no se valiera y sus encantos no fueran suficientes. Pero claro, nunca había tenido que competir con Liam.
Mara intenta encontrar su ropa interior. La sábana se suelta, dejando al descubierto la espalda y los torneados muslos.
—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta Elliot a la mujer, mirando su trasero con descaro.
Ella le lanza una mirada cargada de rabia y se encierra en el baño, arrastrando la sábana y llevando las medias, el bolso, los zapatos y el vestido en la otra mano.
—Te diviertes con esto, ¿verdad? —exclama desde dentro.
Elliot reprime una risilla. La verdad es que sí, se divierte.
—Bueno, no dirás que ha estado mal. Pero respóndeme, ¿se lo vas a contar a Liam?
El ilusionista sale de la cama, se pone los pantalones y el batín. Luego se sirve una copa de champagne de la botella que reposa en la mesita de noche y se acerca a la puerta del baño. Silencio, largo silencio. Dentro se escucha el roce de la tela, el grifo, el ruido de los tacones una vez que Mara se los ha calzado.
Minutos después, cuando la puerta se abre, ella aparece de nuevo, deslumbrante, perfecta. Es rápida arreglándose y tiene un excelente gusto. Su rostro, serio y digno, trata de ocultar la preocupación.
—No ha sido más que una aventura —responde con entereza—. No se repetirá, así que no tiene sentido hacerle daño.
Mara saca un pequeño frasco del bolso y se perfuma. A Elliot, ese gesto le ofende más que ninguna otra cosa. ¿Ahora ella quiere hacer desaparecer también su olor? No, no lo piensa permitir. La agarra de la cintura y tira el cigarro al suelo al tiempo que la besa apasionadamente. Mara se revuelve, le empuja por los hombros, pero él insiste.
Finalmente, la mujer cede. Está percibiendo en él una necesidad que va más allá de lo físico, y eso la conmueve. Piensa que es por ella. Y él alimenta el equívoco al separarse, mirándola intensamente.
—No ha sido sólo una aventura. Te quiero. Quiero que seas mía.
Lo dice con la voz áspera, y una expresión tan oscura y torturada que ella le cree. ¿Cómo no hacerlo? Elliot parece muy afectado. Percibe su sufrimiento, que achaca a la pasión prohibida que acaban de compartir. Elliot está enamorado de la prometida de su mejor amigo, sin duda eso es lo que causa las emociones salvajes que ve reflejadas en sus ojos.
Pero Mara se equivoca. Ve las señales, pero no sabe interpretarlas. No podría de ningún modo.
Claro que Elliot está afectado. Claro que está torturado. Claro que ha dicho la verdad: la quiere, quiere poseerla. Pero sus sentimientos no son generosos, lo que desea es arrebatársela a Liam.
—Elliot… —ella le mira con asombro—. Esto no puede ser, nosotros…
—Mírame a los ojos y dime que no sientes nada por mí —le dice él, embaucador y traicionero.
Y ella duda.
Entonces, todo lo que el ilusionista ha estado urdiendo desde hace tres meses empieza a hacer efecto en el corazón de la mujer: Elliot es encantador con ella, es divertido y transgresor. La saca a bailar mientras Liam se queda sentado, la anima cada vez que ella quiere hacer algo arriesgado o prohibido, mientras Liam lo desaprueba. Elliot le enseñó a conducir, a apostar, a jugar al póker. Elliot le da a probar cosas nuevas, no la sobreprotege, le permite tomar sus propias decisiones. Elliot la trata como a una mujer adulta. ¿Puede decir realmente que no siente nada por él? ¿Puede negar acaso que ha buscado su compañía en momentos de hastío? ¿Puede negar que le ha preferido a su propio prometido en algunos momentos? ¿Acaso no ha respondido a sus coqueteos más de una vez, no le ha mirado a hurtadillas a través de los espejos?
—Yo no… no puedo…
Mara cierra los párpados con fuerza, tensa y angustiada. Él la acorrala contra la pared, despacio, de forma casi invitadora. Desliza los dedos sobre su mejilla, entre sus cabellos, rubios y sedosos. No le gusta la culpa en las mujeres. La besa de nuevo.
Ella deja caer el bolso al suelo y le rodea el cuello con los brazos. Elliot tiene el sabor de lo prohibido, despierta en Mara la emoción de la incertidumbre, que le hormiguea desde los dedos de los pies hasta las raíces del cabello. Esa emoción es más fuerte que el miedo, porque Mara es valiente y porque su hambre de experiencias es más intensa que su temor a perder lo que ya tiene.
Al fin y al cabo es una muestra blanca, y en su código está grabado ese instinto, ese afán por experimentar. Ni siquiera en esto está siendo completamente libre.
Pobre Mara.
Por supuesto que Elliot la quiere. Por supuesto que quiere que sea suya. No le basta con haberse acostado con ella, necesita quitársela a Liam, convertirla en una adúltera, hacer que él la desprecie y destruir ese amor… porque no puede soportar que él la ame, porque a quien Liam debería amar es a él. ¡A él, solamente a él!
La desea del modo más enfermizo posible. No soporta que se quieran entre ellos y le dejen fuera, así que lo destruirá todo. Ella es su trofeo, es el arma para castigar a su mentor. Quiere hacerles daño, y les hará todo el daño que pueda. Ellos le han quitado lo que es suyo.
Aunque en el fondo sabe que nada ha sido suyo, ni lo será nunca.
. . .
Escena 27, toma 1

Nunca le perdonaré por eso. Hay muchas cosas que no le perdonaré nunca a Lot, pero lo de aquella noche en la plaza de la catedral aún hoy sigue latiendo dentro de mí, provocándome un terror atávico. Ojalá pudiera decir que nunca había pasado tanto miedo, pero joder, he pasado tanto miedo, tantas veces y por tantas cosas, que no puedo hacer un puñetero concurso para comprobar qué ocasión fue la peor. Sin embargo, esta me dejó una huella que no puedo olvidar.
Estaba en el tejado de la Catedral, a más de sesenta metros de altura mientras a nuestro alrededor se desataba el puto apocalipsis. Guardianes con las espadas de alma resplandeciendo, haciéndome temblar cada vez que oía sus voces; awen cantando y cantando sin parar hasta que la música me produjo náuseas, tipos de la Resistencia apaleando a tipos de la Organización, satures comiéndose a tipos de la Resistencia, Verdugos haciendo volar las puñeteras guadañas… se escuchaban rugidos, disparos y el crepitar del fuego por todas partes.
Y entonces, en un fogonazo naranja, Lot desapareció y en su lugar, una figura tomó forma y una voz serena y conocida dijo mi nombre.
—¿Alexander?
Era Liam, con el rifle al hombro y la expresión sorprendida.
Miré abajo, aturdido. Localicé la plaza adyacente donde antes había estado el Maestro Ilusionista y vi a Mara y a Lot frente a ella. Tardé unos segundos en comprender y atar todos los cabos: el muy imbécil se había cambiado de lugar con él. Se me escapó un grito y eché a correr hacia las escaleras, solo pensando en alcanzarle, sin saber ni siquiera qué iba a hacer a continuación. El corazón me latía como un loco en el pecho, pensaba que iba a fallarme. Morir bajando las escaleras sería patético.
—¡Así no, Alex!
Me zumbaban los oídos, pero aun así podía escuchar a Liam llamándome, corriendo detrás de mí. No le hice caso y proseguí mi carrera, empujando a los hombres y las mujeres que había en la catedral hasta salir al exterior. Una bofetada de aire corrosivo y frío me golpeó en el rostro: la niebla estaba asediando la plaza, presta a alimentar a las criaturas de la Organización.
Tenía que alcanzar a Mara. Tenía que acabar con esa zorra antes de que ella acabara con mi novio. Ese pensamiento tan infantil y poco elaborado me daba fuerzas.
Afuera, el escenario era aún más dantesco de lo que se veía desde arriba. Había sangre y cadáveres por el suelo, trozos de… gente… en fin, cosas que no me apetece describir. En cada una de las bocacalles que daban a la plaza había grupos luchando: agentes de la Organización vaciando los cargadores, hombres y mujeres de la Resistencia con máscaras de gas y armados con pistolas, rifles, lanzallamas y bates. También satures y verdugos.
Los awen, que antes cantaban en los tejados, se habían reunido en el centro de la plaza y su canción vibraba en cada piedra, en cada molécula de aire. Hasta en mi propia sangre.  Aquella vibración constante me estaba poniendo enfermo. Los Guardianes estaban a su alrededor, con las espadas en las manos. Su sola visión me empujaba al pánico, y me frené en seco.
—¡Alex, así no! —Unos brazos se cerraron a mi alrededor y caí al suelo, placado por el cuerpo cálido y poderoso del Maestro Ilusionista—. Por Dios, ¿no ves que te vas a matar?
El suelo alrededor de la plaza se iluminaba con resplandores rojos, como brasas, palpitando de forma constante, como si siguieran la cadencia de la melodía tejida por los awen. Una llamarada se alzó a un lado de la plaza. Otra al otro. De pronto, un muro de fuego comenzó a circundar el lugar, aislándolo… y aislándonos a nosotros.
—¡No! —Grité. Y grité con tanta furia que sentí que se me desgarraba la garganta—. ¡No, no, no, no! ¡Lot!

Cuando el canto cesó, un muro de fuego se había alzado. Las llamas crepitaban, altas como árboles. No había escapatoria.
—¡Tenemos que cruzar! —gritaba yo, rabioso y fuera de mí—. ¡Tenemos que llegar hasta él!
Pero Liam me tenía sujeto con firmeza y no me dejaba avanzar.
—¡Estate quieto! ¡Te matarás! —me gritó. Su voz tajante y dura fue como una bofetada. Me quedé quieto, más por la sorpresa de que me hubiera gritado que por sus palabras—. Sólo conseguirás que te maten, ¿es que no te das cuenta? Ahora eres humano. Tu cuerpo es el de un humano. No puedes atravesar el fuego, piénsalo —añadió en un tono más conciliador—. Morirás abrasado, y entonces sí que no podrás ayudarle. Tienes que mantener la calma.
Asentí, cerrando los ojos con fuerza mientras intentaba regular mi pulso.
Había actuado de forma impulsiva, no era consciente de que estábamos en medio del ritual de los Vigilantes. Viéndonos allí, una de las awen se nos acercó. Era una chica joven, de ojos rasgados. Parecía oriental. Su aspecto era dulce y sereno, llevaba una estola llena de campanillas que tintineaban y el pelo negro y suelto.
—¿Qué hacéis aquí? Es peligroso, no deberíais…
Antes de que ella pudiera terminar su frase, el zumbido de una guadaña nos hizo alzar la mirada a los tres. Un verdugo había conseguido entrar antes de que se cerrara el círculo de fuego y se abalanzaba sobre nosotros. Más bien, sobre ella.
—¡Cuidado!
Liam reaccionó con rapidez: agarró el rifle y disparó directamente a la guadaña. Consiguió frenarla, pero de alguna manera, el arma no se desvió, sino que se quedó ahí, inmóvil, acumulando fuerza, contraponiéndose a los disparos del Winchester, como si en lugar de haber sido arrojada, alguna fuerza misteriosa siguiera empujando desde atrás. No parecía un objeto que alguien hubiera lanzado, parecía una energía constante, como la fuerza del viento.
Las balas de Liam se gastaban.
De pronto, entre las sombras surgió una figura envuelta en una capa negra. Se acercó a nosotros tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. Era un hombre grande y corpulento, cubierto por una capucha que no dejaba ver su rostro. Alzó el brazo y recogió a la awen bajo su capa. Después, giró sobre sí mismo y la espada de alma se iluminó en su mano con un intenso color dorado. Me encogí y me tapé los oídos, intentando no gritar. Odiaba con todas mis fuerzas esas malditas cosas, las odiaba.
La espada golpeó la guadaña directamente, con tanta fuerza que el suelo tembló. Esta vez, el espantoso artefacto sí que salió disparado en otra dirección, cayendo inerte sobre el suelo y dando unas cuantas vueltas antes de deshacerse en una nube de humo negro. El humo regresó a la mano del Verdugo como una riada de serpientes oscuras.
—Ven a mí —vibró la voz del Guardián.
No nos quedamos a ver el combate. Liam me agarró con firmeza y me arrastró de regreso hacia la iglesia mientras yo miraba hacia atrás constantemente, hacia las llamas que me separaban de Lot.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? —repetía nerviosamente—. No podemos dejarle…
—No le vamos a dejar. Mira.
Liam puso los dedos bajo mi barbilla y me obligó a alzar la mirada. Entonces vi la nieve.
—¿Qué…? Sólo está nevando.
Él se rió entre dientes. Por primera vez, tuve ganas de pegarle. ¿Cómo podía reírse en una situación así?
—En la Ciudad sin Nombre no hay nieve ni lluvia. Sólo cuando lo provocamos nosotros, los Ilusionistas. Esto lo ha hecho Elliot. —Parpadeé. La voz de Liam era suave, amable y segura. Era imposible no confiar en él—. Mientras siga nevando, sabremos que Elliot está vivo y habrá esperanza. Y no dejará de nevar, te lo aseguro. Elliot tiene una maravillosa fijación por la supervivencia. Ahora tienes que mantener la calma, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dije, aturdido. Me di cuenta de que él me estaba abrazando—. Vale.
Me limpié las lágrimas con las manos y me dejé llevar dócilmente.
—Iremos de nuevo arriba, desde allí podremos ver mejor —dijo. Yo asentí—. No podemos matar a Mara, pero sí podemos inutilizarla. Tú puedes hacer eso. Tienes que lanzarle un pólipo, ¿entiendes? ¿Sabes hacerlo?
—Entiendo. Sí, claro que sé hacerlo.
Admitirlo me supo amargo en la boca. Pero no estaba la cosa para andarse con tonterías.
—Bien, pues vamos.
Liam se detuvo y me puso una mano sobre los ojos. Algo se agitó a mi alrededor y tuve la impresión de que el suelo desaparecía bajo mis pies. Sin embargo, no caí. Cuando la sensación de ingravidez se disipó, pocos segundos después, el viento nos azotaba con fuerza. Su mano se apartó de mi rostro y vi que estábamos de nuevo en la torre del campanario. Parpadeé con fuerza y me agarré a uno de los arbotantes. Nunca me acostumbraría a esas cosas.
—De acuerdo… —dije para darme fuerzas—. Vamos allá.
Liam colocó el rifle apoyado sobre la balaustrada que Lot había saltado minutos antes, cuando se dirigía hacia el tejado antes de desaparecer. Los restos del espejo roto aún brillaban entre las tejas. Cargó y buscó con la mirilla.
Desde lo alto, el anillo de fuego tenía un aspecto casi místico. En su interior pude ver cómo los awen se disponían en el centro formando una cruz. Los Guardianes les rodeaban y se enfrentaban a los pocos monstruos que aún quedaban dentro. Sus espadas resplandecientes parecían lo único capaz de imponerse a los Verdugos. No vi morir a ningún Guardián ni a ningún awen, pero aparté la vista por si acaso. Tenía la horrible sensación de que si alguno de ellos moría, volvería a ponerme a llorar y perdería toda esperanza. Nunca me había sentido así con respecto a los Vigilantes, y a decir verdad me fastidiaba un poco. Aquellos tíos no eran amigos míos. Tiempo después, al analizar lo que sucedió esa noche, comprendí que simplemente estaba sintiendo igual que sienten los humanos, y que el efecto que causaban en mí era el mismo que causaban habitualmente en ellos. Pero en aquel momento sólo sabía que me caían mal y que, por alguna razón, mis emociones no parecían estar de acuerdo con eso.
—Vamos allá —repetí de nuevo.
Ya se me había pasado el mareo, así que me dispuse a ser útil. Me acerqué a Liam y escruté en dirección a la plaza de los dos árboles muertos, donde había visto a Mara anteriormente. Ahora no había nadie allí, pero en el suelo se veía una enorme mancha de sangre que parecía trazar un sendero en dirección al sur. La seguí con la mirada y finalmente encontré a Mara: avanzaba hacia la boca de uno de los túneles, inexorablemente… hacia el lugar donde el rastro de sangre se perdía.
—¡Ahí está! ¡¿La ves?!
—La tengo.
Los disparos de Liam la alcanzaron, pero pude ver que no causaban mucho efecto en ella, salvo detener su avance. Giró el rostro hacia atrás. Supe que nos había visto, pero siguió su camino. Nosotros no le importábamos.
Me agazapé contra la piedra. No tenía más lágrimas, ahora sólo había odio y rabia, una rabia fría.
Soy lo que soy. Puede que no se me deba considerar a estas alturas una rémora como todas las demás. Tampoco un humano como los demás. Soy algo extraño, un milagro, dicen algunos, una aberración para otros. Pero tengo recursos.
Sentí calentarse mis venas bajo la piel, mi sangre siseaba y los ojos me ardían. Entreabrí los labios y dejé salir aquella lengua asquerosa que tanto odiaba, la que vivía recogida debajo de la lengua de Alex, la retráctil y transparente.
Escupí. Y luego escupí otra vez, y luego otra vez.
Pensaba acribillar a pólipos a esa hija de puta hasta dejarla tan seca como la vaina de un guisante.
. . .
Escena 27, toma 2

Los estallidos del acero contra el acero y los salmos de los awen llenan el aire de la noche. También se escuchan disparos. Muchos disparos. Las farolas iluminan las baldosas, húmedas a causa de la nieve ficticia que Elliot ha provocado. Se encuentra en el interior de uno de los túneles, con la espalda pegada a la piedra, completamente solo. Está despeinado y sucio, tiene el bastón aferrado en una mano y más expresión de fastidio que de miedo. Nunca se le ha dado bien poner cara de miedo.

Hay un charco de sangre, plasma y líquido oscuro debajo de su cuerpo. Tiene una pierna destrozada, aunque por suerte, el pantalón aún resiste en su mayor parte. Estar herido y al borde de la muerte tiene un pase, pero estar herido y sin pantalones sería intolerable. Del profundo corte asoman trozos de hueso, cables y tubos. No puede mover la extremidad, en realidad la ha perdido por completo. Apenas unos cuantos restos de músculo y de cableado la mantienen unida a su cuerpo.
Escucha los tacones acercándose. Agarra el bastón con más fuerza. «¿Cómo vas a salir de esta, Elliot?», se pregunta.
Nadie puede matar a un Verdugo, solo los Guardianes. Es imposible. Pero esa nunca ha sido razón para dejar de intentarlo. Tiene unos cuantos trucos pensados, solo espera tener el tiempo suficiente para ponerlos en práctica y al menos no morir como un idiota.
—¿Tienes prisa?
La voz de Mara es gélida y cortante, llena de ecos metálicos. Se ha detenido en la boca del túnel y sus ojos verdes, fríos y terribles, destellan con una llamarada de satisfacción. La mujer tiene el rostro manchado de sangre ajena —de la suya, de hecho— y en este lado es simplemente horrorosa. No porque sea fea, pero… su rostro es una máscara animada, artificial. Lleva muchas horas combatiendo y está cansada. Por eso, en ocasiones, la proyección física de su rostro falla, como un televisor mal ajustado. Entonces se ve la realidad, parpadeando durante décimas de segundo hasta que la imagen vuelve a sintonizarse: un rostro metálico, lleno de implantes y cables, con partes líquidas que recuerdan al mercurio.
A su espalda se retuercen cables y mangueras tentaculares de metal, plástico y silicona, equipadas con cámaras, objetivos y pequeños disparadores. Cada vez que uno de esos apéndices se mueve, se escucha un zumbido.
Hubo un día en que fue hermosa. Hubo un día en que fue dulce, valiente e inocente. Lot podría sentirse culpable por lo que le ocurrió a Mara, pero nunca se le ha dado muy bien eso, ni siquiera cuando se trata de cosas de las que realmente es culpable.
—Estás muy desmejorada, querida.
Ella se lleva la mano a la cadera. Lleva un traje de cuero y neopreno ajustado con refuerzos de kevlar que recuerda a los monos de los motoristas. También a Catwoman, piensa Lot. Lo cierto es que Mara siempre ha tenido un cuerpo espectacular en todos los lados de la realidad. Hicieron un gran trabajo con ella.
—Tú tampoco estás en tu mejor momento —dice ella.
Por un instante, la voz de la mujer parece volverse más humana. Tal vez porque está siendo irónica, y la ironía es algo muy humano. Los putos robots no pueden ser irónicos, ¿no es cierto?, piensa Lot. Aunque él lo es. Qué cosas. Intenta reír, pero no le sale.
—Bueno, no te fíes —responde—. Ya sabes cómo somos las lagartijas… si nos cortan una pata, seguimos corriendo con las otras tres. —Hace una pausa, tratando de reunir fuerzas. Ella tiene razón, no está en su mejor momento, ni mucho menos. Pero aún tiene tiempo, y no ha soltado el bastón—. ¿De verdad esto tiene que acabar así?
Mara hace girar la guadaña, las cadenas tintinean y el espantoso filo se materializa, negro y terrible como un pecado mortal, con un crujido similar al del trueno en la tormenta.
—¿Acaso puede terminar de otra manera? Te diría que lo siento, que no depende de mí. Pero… —su voz vuelve a ser terrible y metálica— si dependiera de mí, haría lo mismo.
En ese momento, algo ocurre. Se escucha una detonación y un sonido húmedo. La mujer se tambalea hacia delante. El rostro de mercurio se le deforma y luego vuelve a reconstruirse poco a poco, con una mueca de rabia. Lot reconoce ese sonido: es el rifle de Liam, que vuelve a detonar otra vez. La mujer gruñe y mira hacia atrás con desdén, moviendo el brazo para surcar el aire con el arma un par de veces.
No la van a detener. No ahora, tan cerca.
Sus tacones repiquetean en el suelo cuando echa a correr para segar la vida que con tanta rabia desea extinguir.
Lo último que ve antes de atacar es la fugaz sonrisa de Lot Anders. Es esa sonrisa, la misma que exhibía cuando ganaba las partidas de póker o conseguía embaucar a alguien. Su maldita sonrisa de farol.
La guadaña se clava en la pared de piedra con un fuerte estallido. Luego oscila y vibra, envuelta en humo negro. La imagen del ilusionista sigue ahí, pero ahora se ve en blanco y negro, entrecortada, con líneas de estática y nieve, como si estuviera proyectada sobre una pantalla. Y es más o menos lo que está sucediendo.
—Maldito seas… ¡Maldito seas!
El grito de Mara resuena en la galería. Luego echa a andar con rapidez; no puede haber ido muy lejos en su estado. Le encontrará. Antes o después, dará con él.
Entonces, aturdida, da un traspiés y se sujeta con una mano en el muro.
Se siente débil. Le escuece la espalda, como si alguna de las balas de Liam hubiera atravesado el traje de kevlar. Extrañada, hace girar uno de los tentáculos para enfocar la cámara hacia allí. Lo que ve hace hervir su odio con más fuerza.
Sobre su columna vertebral, perfectamente alineadas, hay cinco grandes arañas transparentes, como anémonas gelatinosas, que se hinchan y se hinchan alimentándose de su energía. Rabiosa y desesperada, intenta arrancárselas mientras camina decididamente hacia el otro lado del túnel, arrastrando la guadaña tras de sí.

Consigue soltar una y la aplasta entre los dedos. Un líquido púrpura y viscoso gotea hacia el suelo.
—Es el chupasangres…
Suelta una risa seca.
Malditos sean todos.
Cada vez le cuesta más caminar, y mientras avanza a través del túnel iluminado por los faroles, respirando dificultosamente y apoyándose en la pared como si le hubieran disparado dardos sedantes, miles de pensamientos confusos le cruzan la mente. Quiere encontrar a Lot y matarle, esa es su orden. Y además es lo que desea. Pero por debajo de eso, ahogados por el ensordecedor zumbido de la Organización, por las voces entremezcladas y el rumor de la maquinaria, más allá del muro de ruido blanco y de crujidos que parecen el telón de fondo de su psique, se siente como una niña pequeña con ganas de llorar. Le gustaría sentarse en un rincón y llorar, sí. Le gustaría que alguien le explicara, por una vez, qué demonios tiene ella de malo, por qué la hicieron pasar por todo lo que ha pasado, por qué no puede parar… Le gustaría que alguien, por una vez, se disculpara con ella.
Consigue agarrar otro pólipo. Tira de él, aguantando un gemido de dolor. Los filamentos se desprenden poco a poco, están profundamente clavados en su piel, han atravesado la protección. Al fin y al cabo, esas armaduras no están pensadas para defenderse de rémoras. ¿Quién necesitaría defenderse de una rémora? Cuando lo arranca del todo, lo arroja al suelo y lo pisa con el tacón.
En la pared, una de esas inscripciones antiguas en color rojo llama su atención. Aequam memento rebus in arduis servare mentem. Acuérdate de conservar la mente serena en los momentos difíciles. Buen consejo. Algo tardío, eso sí.
Quiere sentarse y llorar. Quiere que alguien la abrace y le pida perdón. Pero sigue caminando, dispuesta a cumplir con su programación.
Liam lo hizo, sí. Liam se disculpó. Quizá él es la única persona que se ha portado bien con ella alguna vez. Ojalá volviera a estar delante de ella. No le mataría, no… a él no le haría daño nunca. Dejaría que la cuidara, que la llevara de la mano y le abrazara y le dijera que todo va a salir bien, como hizo tantas veces tiempo atrás.
Le gustaría que las cosas volvieran a ser como antes. Como antes, cuando estaban los tres juntos y todo iba bien. ¿Por qué, por qué Lot dejó que se la llevaran? Eran felices, los tres… podrían haberlo sido para siempre.
Al llegar al otro lado del corredor, arranca el tercer pólipo con un jadeo. Los cables que se agitaban a su espalda hacen un sonido silbante antes de caer, inertes. Su cabello teñido de azul está recogido en una larga coleta que ahora le resulta pesada; ojalá pudiera cortarse el cabello. Lo piensa fugazmente. ¿Por qué nunca lo ha hecho, por qué nunca se ha cortado el pelo?
Se le emborrona la visión y cae de bruces, mareada.
¿Por qué las cosas no pueden ser como antes?
Su consciencia parpadea.
Entonces siente la conocida alarma interior. Está demasiado agotada como para asustarse, si es que un Verdugo puede sentir miedo. No recuerda haberlo sentido nunca desde que se la llevaron para «ajustarla». Pero la niña que llora en el rincón se encoge y grita, muy al fondo de su ser, por detrás de murallas y murallas de hormigón, acero y oscuridad. La niña sí tiene miedo.
Escucha pasos lentos. Alguien se detiene frente a ella. Mara tiene las palmas apoyadas en el suelo y alzar la cabeza le cuesta el esfuerzo de una vida. Trata de enfocar la mirada, su voz brota como un hilo débil, ahogado pero orgulloso.
—Así no, maldita sea. Déjame al menos cumplir con mi naturaleza.
El Guardián que tiene delante debe ser antiguo y muy experto, porque demuestra un autocontrol excelente. Lo normal es que Guardianes y Verdugos se ataquen sin vacilación alguna. Son enemigos naturales, las reacciones entre ellos son similares a las de ciertos compuestos químicos: una explosión inmediata, sin tiempo para pensar ni razonar. Es puro instinto. Sin embargo, este no la ataca. Baja lentamente la espada, que deslumbra con un resplandor dorado rojizo.
Los ojos llameantes del Guardián se fijan en su espalda, donde los gruesos pólipos palpitan en latidos rítmicos a medida que engullen la vida de Mara. Tras un momento de duda, acerca la mano libre y le arranca los dos restantes. Ella grita de dolor y se derrumba sobre el suelo, golpeándose la mejilla.
—No me gustan las trampas —dice él, arrojando los pólipos al suelo y pisándolos.
La voz del Guardián es grave y resonante, como una campana de bronce. Tiene el cabello largo y negro, recogido en apretadas trenzas que asoman de la caperuza con la que cubre su rostro, igual que todos los de su clase. También tiene una barba oscura y poblada, adornada con cuentas de madera, al igual que el pelo. Lleva los brazos cubiertos de tatuajes cuneiformes. Su piel tiene un hermoso color acaramelado, propio de oriente medio.
Una vez liberada de los pólipos, Mara consigue al fin aclarar la vista. Le reconoce entonces. No es la primera vez que se ven, han tenido varios enfrentamientos antes. Sonríe a medias mientras se pone en pie y trata de volver a activar su guadaña.
—Me alegro de que seas tú, Salmanassar.
El hombre la mira largamente. Desde la oscuridad de la caperuza, los ojos llameantes destellan con fuerza. Luego, él abre y cierra los dedos; la espada de alma vibra y se enciende con un fuego casi blanco.
—Yo no.
Mara sonríe amargamente.
—Es lo más bonito que me han dicho nunca —confiesa.
—No pretendo consolarte. Es la verdad.
Mara asiente.
—Por eso.
Mira alrededor por última vez y hace girar la guadaña. El filo oscuro de humo negro se va condensando poco a poco, entrecortadamente, como si le costara. Y es que le cuesta, le cuesta toda su energía. Aprieta los dientes.
—Estoy lista.
El hombre asiente y alza la espada.
El combate dura cinco minutos. Cuando todo acaba, el Guardián tiene la respiración acelerada y una herida en un brazo. Ella no se lo ha puesto fácil, pero no esperaba menos. Nunca fue una rival débil.
Se acerca al cuerpo inerte. No le gusta la idea de dejarla allí.
Una figura sale de entre las sombras de un edificio cercano, su mano cálida se posa en el brazo del guardián.
—Tenemos que irnos ya.
—Es carroña para los satures. No me parece bien.
Durante unos segundos, no hay respuesta. Ambos miran el cadáver en silencio. Luego, el chico de la sudadera gris dice:
—De acuerdo. Una hoguera más no es mucha diferencia.
El Guardián asiente, aliviado. Hará una pira funeraria adecuada para la mujer. No la conoce, pero si ha luchado con ella en tantas ocasiones es porque los dos se dejaron marchar una y otra vez. No sabe la razón. Tampoco cree que ella la supiera. Pero ambos sabían una cosa: que en algún momento no podrían dejarse ir.
Hoy ha sido ese día.
—No, una hoguera más no es mucha diferencia —repite Salmanassar, mientras hace arder la espada de alma y la acerca a la Verdugo muerta.
Los recuerdos de ella están desfilando ahora dentro de él, girando como una extraña vorágine de imágenes, sabores y sonidos. Matar a un Verdugo supone consumir su esencia, absorber el nefesch que los anima, todas sus vivencias y emociones y luego volver a liberarla. Para un Guardián con experiencia es fácil mantenerse al margen, dejar que todo este proceso transcurra en un segundo plano como una película muda de fondo y después se marche, igual que el humo de una hoguera. Algunos, al principio, no pueden evitar que les deje impronta y tienen pesadillas durante días. Pero Salmanassar tiene más de mil años y se ha reencarnado muchas veces. Está de vuelta de todo.
Y aun así, le da un poco de pena.
Cuando ha terminado, se vuelve hacia el chico de la sudadera. Él le está contemplando con sus ojos plateados, con una expresión indescifrable, igual de indescifrable que su mirada eterna y cósmica. Por un momento, Salmanassar siente que nada es importante. Hasta la guerra que está teniendo lugar a su alrededor le parece algo nimio, un breve instante en el tiempo que pasará y no dejará huella… igual que una hoguera más.
—¿Nos vamos? —dice el chico.
—¿No está aquí?
Él niega con la cabeza.
—Tenemos que seguir buscando.
El Guardián asiente y no hace preguntas. Le sigue, leal y confiado, a través de los corredores del Barrio Viejo, vigilando cada rincón con mirada escrutadora.

Escena 27, toma 3
Hubo muchas cosas que no pude ver. Liam y yo sospechábamos que Lot estaba dentro de aquel túnel al que guiaba el rastro de sangre, así que lo principal era eliminar a Mara antes de que ella pudiera encontrarle. Los disparos del Maestro Ilusionista eran siempre certeros, y aunque yo estaba ocupado comiéndome a esa zorra, no podía dejar de admirar la forma que tenía de dar tiros. Cargaba, disparaba, cargaba y disparaba otra vez. No le temblaba el pulso. Y eso que estaba reventándole la cabeza a tiros a su ex novia.
Cuando desapareció dentro del túnel, mi compañero se irguió y decidió no malgastar munición. Allí, de pie en el campanario, nos quedamos sin hacer nada.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —le pregunté.
Mi voz sonaba espesa, estaba algo aturdido a causa del empacho energético que me llegaba a través de los pólipos.
—Alguien tiene que estarlo —replicó sin inmutarse.
Fruncí el ceño, con una fuerte sensación de déjà vu. Había vivido una escena similar poco tiempo atrás, pero ahora no recordaba si había sido con Lot o con él.
—Siento mucho todo esto —dije, por decir algo.
Liam no respondió. Le miré a hurtadillas: su expresión era serena, pero tenía la mirada triste. Me pregunté si de verdad estaba preocupado por Lot. Podría, al menos, maldecir o dar un puñetazo a algo, o retorcerse las manos nerviosamente. Pero él solo esperaba. Le admiré, pero también sentí cierto rechazo hacia aquella actitud tan distante y flemática.
—Mira.
Su dedo señaló hacia lo lejos, al otro lado del túnel por el que Mara había desaparecido. Ahora la mujer estaba de nuevo fuera, y frente a ella había un Guardián que no había visto antes y que no acompañaba a ningún awen, sino a un chico que vestía una sudadera gris. El chico me resultó de lo más anodino, pero el Guardián me hizo encogerme con un escalofrío de pánico y repulsión, como me sucedía con todos los de su clase.
—Creo que la búsqueda de Mara ha llegado a su final —dije dramáticamente. Entonces, otro movimiento en el extremo opuesto del corredor llamó mi atención—. ¡Liam! ¡Mira, mira!
Le tiré de la manga frenéticamente.
Ahí estaba Lot, saliendo por donde seguramente había entrado, apoyándose en el bastón a duras penas y arrastrando una pierna maltrecha. Más que maltrecha, descolgada. La extremidad arrastraba por el suelo, unida a su cuerpo por unos cuantos cables y un trozo de hueso. Se me bajó la sangre a los pies y me puse pálido. Sentí náuseas.
¿Qué le habían hecho?
Él, a pesar de todo, con la mano libre empuñaba una pistola y soltaba tiros a todo lo que se ponía en su camino, fuera amigo o enemigo. Estaba despeinado y miraba hacia atrás de vez en cuando.
—Vamos.
Liam me agarró y volvió a cubrirme los ojos con una mano. Giró sobre sí mismo y sentí de nuevo la ingravidez, para después posar los pies en el suelo y encontrarme abajo, en la plaza, dentro del círculo de fuego. El viaje me mareó aún más en esta ocasión. Estaba aturdido y ahíto, pero por suerte, pronto sentí que los pólipos se extinguían y el flujo de energía se cortaba. Mara ya debía haber muerto a manos del Guardián.
—¡Lot! —exclamé, mirando las llamas. En mi interior, rezaba fervientemente por verle aparecer. Sabía que los Vigilantes no bajarían el muro de fuego hasta que el combate no hubiera terminado, pero podrían pasar horas hasta entonces—. Tenemos que llegar hasta él.
Y como si me hubiera escuchado, una bola de fuego se precipitó hacia nosotros desde el otro lado del incendio. Yo me lancé sobre él, estúpida e imprudentemente. Por suerte, Liam fue más racional y le echó su abrigo por encima antes de que yo cayera. Le golpeamos para apagar el fuego mientras yo le llamaba con desesperación.
—¡Lot! ¡Lot, dime algo! ¡Por favor, no te mueras! ¡No te mueras, por favor!
Lo repetí cientos de veces, como si así pudiera hacerlo real. Lo repetí mientras apartábamos el abrigo para descubrirle, mientras a nuestro alrededor los awen y los Guardianes seguían a lo suyo, concentrados en su guerra, como si nosotros no existiéramos. Lo repetí tocándole la cara, donde el barniz se había vuelto pegajoso a causa del calor del fuego. La mitad de su pelo estaba quemado y tenía el rostro pálido como un muerto. Uno de sus ojos estaba abierto y se movía rápidamente hacia todos lados de forma intermitente, como si estuviera en plena fase REM. El otro se había apagado, ya no resplandecía, y tenía la mirada fija hacia el frente, inerte. Parte del barniz se había desprendido en su sien, la piel se había quemado y se veía el hueso. Y luego estaba lo de la pierna, claro.
Parecía un muñeco roto.
«Lo es —me dije—. Es exactamente lo que es».
Aquello me entristeció más que ninguna otra cosa.
—Lot, dime algo…
Cuando me di cuenta de que estaba llorando otra vez, me limpié las mejillas, enfadado conmigo mismo. Liam estaba sumido en un silencio sepulcral, pero como siempre, sabía exactamente lo que tenía que hacer. Sujetó la cabeza de Elliot entre las rodillas y metió la mano por detrás de su pelo, hasta su nuca. Algo crujió. De inmediato, Lot volvió a respirar, tomando aire como un ahogado. Sus dos ojos volvieron a encenderse y parpadeó, mirándome a continuación.
—Dime que me quieres —susurró con esfuerzo.
—Te quiero —sollocé, besándole en los labios, llenándole de lágrimas y mocos—, te quiero.
Me estaba mirando a mí, así que pensé que me lo pedía a mí. Pero si os digo la verdad, a día de hoy todavía no estoy seguro del todo. ¿Era a mí a quien veía? ¿Era de mí de quien necesitaba esas palabras? Yo se las había dicho muchas veces, y seguiré haciéndolo hasta el fin de mis días. No necesitaba pedírmelo.
—Cuida de él. Voy a buscar a Nun. Tenemos que traer a Solomon y al ensalmador antes de que sea tarde.
Cuando escuché hablar a Liam levanté el rostro y fijé mi vista en él, y nunca le vi tan pálido y grave como en aquel momento. Su rostro era un muro, un muro imperturbable tras el que se agitaban aguas turbulentas. Pero era imposible llegar hasta él.
Apartó los dedos de su pelo y dejó reposar la cabeza de Lot en el suelo, sobre su abrigo, que dobló adecuadamente antes de ponérselo como almohada con toda la jodida calma del mundo.
—Volveré enseguida —me dijo.
Cuando Liam se marchó, tragué saliva. Aunque Lot estaba ya consciente, Liam se había dirigido a mí todo el tiempo, no le había dedicado ni una sola palabra. Yo miré a mi pobre muñeco roto y empecé a peinarle con dedos temblorosos, abrazándole y besándole la frente, la cabeza y las mejillas, ignorándole cada vez que él se quejaba.
—Te vas a poner bien, Lot. Ya lo verás. Te pondrás bien.
Nunca le perdonaré a Lot lo que me hizo pasar aquel día.
Cuando le vi así, destrozado, indefenso y quebrado, me hizo enfrentarme a algo que yo quería olvidar. Me hizo recordar que la muerte existía de verdad, que alguna vez, antes o después, nos alcanzaría.
Veréis, hasta que uno no la ve de cerca, la muerte no es más que un fantasma, algo etéreo y que asusta pero que uno no puede concretar en su cabeza. Lo ves por la tele, lo ves en las noticias… lo ves a tu alrededor, con suerte, siempre en viejos.
Pero aquella noche en la plaza de la Catedral, cuando pensé que Lot había muerto, recordé el rostro de la muerte y lo que me hizo sentir por dentro no me gustó. Ya había perdido a Alex. No quería perder también a Lot. Pero igual que sucedió con Alex, eso no estaba del todo en mi mano.
Es difícil asumir que hay cosas inevitables en la vida. Necesitamos creer que somos dueños de nuestro destino para no sentirnos siempre débiles y vulnerables, para darle un cierto sentido a nuestra existencia. Pero la realidad es que hay cosas que nos ocurren en la vida y ya está. No siempre podemos evitarlas. Da igual las promesas que hayamos hecho, da igual lo duro que peleemos. A veces las cosas nos superan, o simplemente, no podemos pararlas. Algunos lo llaman destino. Yo simplemente creo que algunos tienen peor suerte que otros.
En mi vida ha habido muchas cosas inevitables. No pude evitar destruir a Alex, por ejemplo. Tampoco pude evitar enamorarme de Lot, a pesar de todo. Y aquella noche fui consciente de que la muerte llegaría algún día y no siempre la podríamos esquivar. Sin embargo, creo que hay algo que vale la pena detrás de todo eso. Es decir, hay muchas mierdas que no podremos evitar, hay que asumirlo. Pero eso también nos fortalece, ¿no? La forma en que reaccionamos a ellas puede hacernos más fuertes. Siempre, siempre podemos elegir cómo reaccionar.
Cuando maté a Alex, quise morirme. Mi vida dejó de tener sentido. Yo era la miseria más miserable del mundo, ¿comprendéis?, por eso me estaba dejando morir en aquella casa en la que estaban todos mis recuerdos. Quería morir de hambre, quería desaparecer con mi terrible pecado.
Después, cuando los médicos me encontraron y desperté, sucedió que mi esencia se había mezclado con la de Alex y ya no pude dejarme morir. Y si Lot se hubiera ido esa noche, si no hubiera vuelto a mirarme ni a hablarme, si hubiera desaparecido para siempre… os aseguro que no me hubiera rendido. Habría sufrido, sí, pero ya no me habría quedado tirado en el suelo esperando a que la muerte viniera a buscarme.
Le habría maldecido, me habría deprimido y luego habría salido en busca de venganza.

Ahora, después de todo lo que ha pasado, creo que las cosas inevitables nos golpean para hacernos más fuertes. Nos enseñan que no podemos controlarlo todo, es cierto. En ese aspecto, son una cura de humildad para algunos, para gente como Lot, por ejemplo. Pero también nos ponen a prueba para que podamos ser más fuertes, para que podamos demostrar que no vamos a dejar de luchar contra lo inevitable, por muy inevitable que sea. Que no nos vamos a rendir, que siempre vamos a pelear por escribir nuestra propia historia. A nuestra manera, como diría el gran Sinatra.
Aquella noche vi de nuevo la cara de la muerte, y me acojoné. Pero aun así, no aparté la mirada. Y aunque nunca perdonaré a Lot por haberme hecho pasar por aquello, también se lo tengo que agradecer.
Porque eso me preparó para todo lo que vino después.
. . .
La Ciudad sin Nombre, mayo de 1943
Nunca quiso casarse de blanco, le parecía demasiado tradicional. Tampoco quiso casarse por la iglesia. La ceremonia fue breve pero hermosa, en un registro civil decorado con azucenas y margaritas, sus flores preferidas.
Ella era guapa y joven, vestida con un traje de cóctel de color vainilla y con los labios pintados de rojo. Su sonrisa no se apagó en toda la mañana. Él era también muy atractivo y tenía esa elegancia pícara de los canallas. Llevaba un traje negro con una corbata de color blanco y una flor en la solapa.
Todos sus amigos estaban allí. Incluso Liam, aunque él miraba desde el fondo de la sala, un poco alejado de los demás, como fuera de plano.
El juez de paz pronunció las promesas que ellos habrían de repetir. No hubo votos. Elliot le había propuesto redactarlos, escribir algo bonito del uno para el otro, pero Mara no quiso. Dijo que no sabría expresarse y que le daba vergüenza.
Era una excusa. En realidad, tenía miedo. Tenía miedo de mirarle a los ojos mientras él los recitaba y saber que le estaba engañando. O peor, no saberlo y descubrirlo tiempo después, cuando le encontrara en la cama con otra. Con otro. Con quien fuera.
Siempre supo que no era para siempre. Por eso se ahorró el «hasta que la muerte os separe» de las ceremonias religiosas y todos esos romanticismos estúpidos que no tenían ningún sentido con Elliot. Él era un hombre fascinante, como deben serlo los amantes. Pero un marido no tiene que ser un hombre fascinante, sino un hombre seguro. Alguien en quien puedas confiar, que sepas que no te va a fallar. Y aunque Elliot no había fallado a Mara todavía, ella no albergaba muchas esperanzas. Era exactamente la clase de persona de quien una mujer sensata nunca se fiaría. Todas las mujeres sabían, gracias a su proverbial sexto sentido, que el amante perfecto siempre acababa siendo el peor marido del mundo.
Al fin y al cabo, no había dudado en seducir a la prometida de su mejor amigo. La pasión que ahora sentía por ella podría cambiar con facilidad. Y en cuanto a ella, no había dejado de amar a Liam.
Así eran las cosas.
Todo era una mentira.
Sin embargo, Mara no dejó de sonreír en la ceremonia, besó a su marido con pasión, lanzaron el ramo, rieron, saludaron, y en resumen, fueron la pareja perfecta.
No solo ese día. Lo fueron durante muchos años. Se les daba bien ese papel, tanto dentro como fuera de casa.
Viajaban, salían a cenar, tenían amigos… eran un matrimonio querido y envidiado por todos.
Sin embargo, por las noches, después de hacer el amor, mientras ella apoyaba la cabeza en el pecho de él y él le acariciaba su precioso pelo rubio, ninguno estaba pensando en el otro. No obstante, ambos estaban pensando en lo mismo. Y por paradójico que pareciera en un principio, aquello que debería haberles separado, aquello que despertaba la rivalidad entre los dos, fue también lo que les unió.
Pues los dos querían a Liam más que a nadie en el mundo, más incluso que a sí mismos. Y una vez pasó el tiempo, y el Maestro Ilusionista volvió a entrar en sus vidas, superando el dolor de la traición, solo entonces empezaron a ser felices de verdad.
. . .
©Hendelie y Neith

9 comentarios:

  1. Me encanto... es increible como escribes, espero que lot realmente ame a alex... no puedo esperar por la proxima actua 😁😄

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    1. Muchísimas gracias, amig@, me alegro mucho de que te guste. ¡Un abrazo! Esperamos seguir viéndote por aquí ;)

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  2. Yo pense que Lot si queria a Alex pero ya empiezo a dudarlo. Creo que ama y nunca dejara de amar a Liam :(

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    1. Estoy pensando lo mismo. Yo desde el primer capitulo no he dejado de pensar que LOT, tiene un plan secreto con alex y eso involucra a liam, pero eso no tiene un final feliz :/...para alex, supongo :C

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  3. Hola, guapa!

    Cuánto tiempo sin saber de ti!

    Tengo un nuevo concurso en el club al que perteneces. Te dejo el enlace por si te interesa:

    http://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2015/01/te-gustaria-conseguir.html

    Saludos y feliz jueves!

    Pd: Si no te interesa participar pero, en cambio, sí quieres ayudarme a promover mi novela, te estaría muy agradecida si lo hiceras!

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    1. ¡Hola! Ayyy, lo he leído tarde. ¡Voy a ver el blog y a ponerme al día con las novedades! Muchas gracias ;)

      Un abrazo.

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  4. Tus escritos son MAGICOS. Te he seguido desde hace mucho y dejame decirte que te tengo en favoritos guardada, esperando ansias con que escriban nuevamente.

    Tengo una pregunta ¿cuanto falta para que acabe? gabriel y cain? volveran en una trilogia? gracias por responder

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    Respuestas
    1. ¡Hola, amiga! Muchísimas gracias por tu comentario y por seguirnos :D ¡qué ilusión!

      Sobre tu pregunta, nos faltan unos... seis o siete capítulos para el final, son aproximadamente 35 capítulos.

      Gabriel y Cain volverán a aparecer, pero ya no son protagonistas de ninguna otra novela. Sí que sabremos un poco (bastante) más sobre su historia en La Última Ola, que es donde se cierran todas las historias de los protagonistas de la saga.

      Aun así, volveremos a verles ;)

      ¡Un abrazo!

      Hendelie

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  5. Hola! Comentaba para saber piqrue no puedo leer los capítulos 29 y 30solo me pasa a mi o que? Sólo dice"Parece que la Organización a hecho desaparecer está página" en realidad quiero terminar de leer y tengo muchas dudas de que pazara por favor ayudenme D:

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