miércoles, 16 de mayo de 2012

Fuego y Acero XLII: Tempestad


42.- Tempestad

Los ciclos del tiempo son como las mareas, todos en Thalie lo sabían. Los adivinos del Sur representaban el cambio con la rueda de la fortuna, un símbolo de renovación y movimiento: todo lo que sube, baja. Para los hombres del Norte, todo lo que sube y se alza con estrépito con el mismo estrépito cae, y si es oleaje y no es piedra inerte vuelve a ascender, más fresco, más puro, más limpio. La rueda de la fortuna de los norteños es la rueda del molino, que se hunde en el agua, que la renueva. Como las fases de la Luna que rigen las marejadas, como las borrascas, como el océano que se aplaca y se eleva furioso, se calma y se arrebata. Todos en Thalie sabían que tras los años tristes debían llegar los prósperos, y cuando Ioren el Rojo se sentó en la silla, de nuevo bendecido por los dioses, de nuevo reconocido por su pueblo, aguardaron con tensión hasta ver las señales.

Las señales que esperaban, las de la prosperidad, llegaron pronto: mensajeros de Haalgard y Siggard, de los clanes más septentrionales, de las tribus de las Islas y de los grandes señores de Norligland. Aquellos hombres acudieron a Kelgard y se entrevistaron con el thane, y todos recibieron justicia a lo que habían traído: quienes vinieron con regalos regresaron con regalos, los que trajeron respeto obtuvieron respeto. Pero no todos habían viajado para saludar al jefe. El joven mensajero de la tribu de los Dientes de Piedra, un muchacho con una capa gris y pintura blanca en el rostro, llegó en una barca al amanecer, entre la tormenta. Entró a entrevistarse con Ioren llevando una mirada hostil en sus ojos. Al cabo de unos minutos, las puertas de la Sala de la Asamblea se abrieron con ímpetu. Ioren el Rojo apareció en lo alto de la escalinata, vestido de blanco, con las largas trenzas a la espalda y el cabello llameante cubriéndole parte del rostro. Llevaba sujeto al mensajero por el cogote, alzado del suelo, colgando como si fuera una pieza de carne lista para ser despedazada.

—Tu señor te envía a mi pueblo con veneno y amenazas veladas, ¿no es eso? —decía Ioren, sujetando al aterrado emisario, que había abandonado toda templanza y ahora temía por su vida—. Pues mira, mira bien. Esto es Kelgard. Sus casas, sus tierras, su ganado y sus huertos, sus hombres, sus mujeres y sus niños están bajo mi protección.

Dejó al joven en el suelo y le giró hacia sí con brusquedad, sujetándole de la capa y zarandeándole. Le miró a los ojos.

—Regresa a tu islote y dile a tu señor que tiene dos semanas para venir con respeto a mi casa y retirar sus estúpidas amenazas. Si no lo hace, cumplido el plazo estaré en vuestra isla, yo solo o con cien hombres, eso dará igual. Porque traeré conmigo fuego y  acero, y lo arrasaré todo: casas, tierras, ganado y huertos, hombres, mujeres y niños. Y cuando termine con la Tribu de los Dientes de Piedra, nadie, ni siquiera la tierra o el mar, recordarán que alguna vez existió. ¿Lo has entendido?

El mensajero asintió, aturdido. Ioren alzó la mano y espetó unas palabras cortantes en voz baja: los braseros que ardían junto a la puerta elevaron una llamarada furiosa. El joven emisario regresó a su isla mucho más rápido de lo que había llegado, y a los cinco días, el propio señor de los Dientes de Piedra compartió el vino y la carne a la mesa de Ioren el Rojo y le juró lealtad hasta el fin de sus días.

Así llegaron las señales de la prosperidad: en forma de paz y respeto, de nuevas alianzas y de antiguos pactos que volvían a sellarse. Ulior Skol había estado demasiado ocupado haciendo amigos al otro lado del mar y había olvidado a los vecinos y a los allegados. Había olvidado que la tradición dice: cuida a tus amigos y cultiva a tus vecinos o tu sendero se llenará de piedras.

Entre todos estos asuntos y muchos otros, el thane siempre estaba ocupado, pero cada día al amanecer, bajo la lluvia o la nieve, se reunía con el príncipe en el acantilado para practicar con la espada. A veces, el Rojo hablaba y Driadan escuchaba y aprendía, pero cada vez con más frecuencia también discutía, hacía preguntas o cuestionaba las tradiciones y los preceptos de los hombres del mar. A Ioren le había disgustado al principio, pero al final terminaron abordando auténticos debates sobre las más diversas materias, y el Rojo descubrió que también él escuchaba y aprendía, porque el príncipe de Nirala, a pesar de su tormentoso comportamiento en el pasado, nunca había sido ningún idiota. Su agudeza mental y la inteligencia con la que discurría comenzaron a brillar con luz propia y a sobresalir cada vez más, a medida que su cuerpo se curtía con el entrenamiento y su alma y su espíritu se estabilizaban en la paz que había llegado a alcanzar.

En la playa de la batalla comenzó de nuevo a construirse un barco. Jhandi, Arévano y Qilem seguían tratando a Ioren como a su señor, pero ahora el Rojo pasaba más tiempo rodeado de los hombres de su pueblo. Vasel Dunstrag y Gherran Gardan eran sus manos izquierda y derecha. Ninguno de ellos se tomó esto como una ofensa, aunque era innegable que les entristecía la nueva situación y cada vez les costaba más encontrar su sitio en aquel lugar. Driadan se dio cuenta y se preocupó de mantenerles ocupados, retomando el proyecto que la Gran Ola se había tragado. La tripulación de antiguos esclavos necesitaba sentirse útil y libre, y el joven príncipe se mantuvo ligado a ellos y reforzó los vínculos que había comenzado a cultivar.

—¿Cómo lo vas a llamar? —le preguntó Arévano una tarde, en referencia a la nave.

El sol se ponía como una lágrima roja escurriéndose por el firmamento. Estaban sentados sobre un listón de madera, observando el casco a medio ensamblar y comiendo ciruelas. Driadan negó con la cabeza.

—No lo he pensado. Nunca le he puesto nombre a un barco.

—Eso es porque nunca has tenido uno —repuso Jhandi, limpiándose las comisuras.

Cisne se echó a reír.

—Te equivocas, he tenido muchos – respondió Driadan, casi sin darse cuenta, sumido en sus recuerdos —.Toda la flota de Nirala. Pero no le ponía nombre a los navíos, eso lo hacían los carpinteros de barcos, los jefes de astilleros y los capitanes.

Nadie se rió entonces. Driadan se dio cuenta de lo que había dicho, y de repente, le pareció que no tenía la menor importancia. Contempló a sus sorprendidos compañeros.

—Yo era Driadan de Nirala, heredero del Reino de las Montañas y príncipe de la Casa Horwing. Hubo una conspiración en el Palacio Real para matarme. Ioren el Rojo me ayudó a escapar, y en nuestra huída, nos atraparon los esclavistas.

Jhandi adquirió un gesto grave. El Cisne se mordió el labio y apartó la mirada y Arévano asintió, como si no le extrañara tanto como era de esperar.

—Tienes los ojos del color de la sangre —dijo, sencillamente.

Driadan asintió.

—Como mi padre.

—¿Regresarás a Nirala con esta nave? —preguntó entonces Cisne.

El príncipe frunció el ceño. Abrió la boca para responder. Al fin y al cabo, era Ioren quien estaba construyendo el otro navío, y pensaba terminar este en compensación por la pérdida del anterior… pero ¿para qué estaba armando un barco el Rojo? Ya había llegado a Kelgard. Ya no tenía necesidad, al menos no inmediata, de partir de nuevo. Comprendió que aquella nave siempre había estado destinada a una sola cosa, y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Sí—dijo, con voz apagada. Luego carraspeó y alzó el mentón, repitiendo: —Sí, volveré a Nirala en ella, a recuperar lo que es mío.

—Pues tendrás que ponerle un nombre —dijo Arévano, con una media sonrisa.

—Tempestad —propuso Jhandi.

Sus ojos oscuros chispeaban, divertidos, y la larga trenza le colgaba hasta la cintura. Su sonrisa de media luna tenía la facultad de contagiarles a todos.

—Es un buen nombre —decidió Driadan—. Aquí se suele decir que el sabio conoce que lo que siembra recoge. Y en mi tierra hay otro refrán parecido. Quien siembra vientos, recoge tempestades.

—Una tempestad para Nirala —dijo Cisne, suspirando con languidez y apoyándose en Arévano con un gesto tan cercano y confiado que a Driadan le hizo saltar cien preguntas impropias en la mente—. ¿Y será una tempestad de primavera, de las que se disipan con la primera brisa, o una tormenta salvaje?

­—Espero que lo segundo —repuso Driadan.

Jhandi se echó a reír y le palmeó el hombro.

—Pues si vas a guiar una tempestad, vas a necesitar una tripulación, joven rey.

Driadan tragó saliva y les miró uno a uno. Nadie se había dirigido a él de ese modo, y de repente se sintió indigno y avergonzado. Antaño no había desaprovechado la menor oportunidad de llamarse a sí mismo rey, o príncipe. Ahora sentía un renovado respeto por aquella palabra. Él mismo se había nombrado rey muchas veces. Pero en aquel momento, por primera vez lo hacía otra persona. Y nadie le contradijo. Se sintió obligado a hacerlo él mismo, con la voz ahogada por la emoción, aunque su semblante no reflejaba ninguna.

—No soy rey. Era el príncipe de Nirala, y ahora sólo soy Driadan —aclaró, con suavidad —. Seré rey algún día, cuando demuestre que puedo serlo.

Jhandi volvió a reír, una risa alegre, sin rastro de burla. Arevano intercambió una mirada con el Cisne y luego negó con la cabeza.

—El Rojo te ha enseñado demasiada humildad. Hablaremos con él. Si no nos necesita más aquí, puedes contar con nosotros. —Luego añadió:—Si vamos a ser tus hombres, ¿nos nombrarás caballeros?

Driadan negó con la cabeza, distraído. Estaba pensando en su padre.

—Los caballeros de mi padre le traicionaron.

—Eso siempre puede pasar —replicó Cisne. Luego añadió: —Yo no quiero ser caballero, pero quiero seguir siendo libre.

Aquella afirmación hizo alzar la mirada a Driadan. Amala estaba sonriendo, y los ojos azules de Arevano estaban fijos en el muchacho con una expresión que respondía todas las preguntas que el príncipe se había hecho a sí mismo al ver la cercanía que se demostraban. En otro tiempo, hubiera estado seguro de que Cisne estaba utilizando al joven soldado de Prímona o habría sospechado de sus intenciones, pero ahora no podía pensar así. No sólo porque había sido testigo de los cambios experimentados por Cisne, quien había renacido a través del dolor. También, aquellos gestos fugaces y la mirada que había sorprendido le resultaron de lo más auténticas.

—Siempre serás libre, Amala —respondió Driadan—. Siempre que tú lo desees, lo serás. Al Rojo no hubo cadenas capaces de someterle, nunca. Jamás. Os lo puedo asegurar.

—Nos liberó a todos —dijo entonces Jhandi, con la mirada perdida en el horizonte y un aire nostálgico—. Nos devolvió lo que éramos.

Driadan asintió. El corazón se le encogió en el pecho, y de repente, al pensar en la partida, se sintió incapaz. Se le empañó la mirada al contemplar el barco, pero retuvo las lágrimas. Ahora era un hombre, había prometido mantener la entereza y no volver a comportarse como un niño pusilánime. “Dioses, no podré, no podré irme. Mi corazón se secará y se convertirá en polvo, lo sé, lo sé. Dioses, ¿cómo voy a dejarle atrás?” Un estremecimiento le recorrió la espalda y sintió unas náuseas repentinas. El suelo comenzó a parecerle menos sólido bajo los pies. Intentó recordarse los motivos por los que todo aquello era inevitable, y le parecieron tonterías, excusas, obstáculos salvables.

Los jóvenes siguieron conversando en la playa, pero Driadan pasó el resto de la tarde en silencio.

Los ciclos del tiempo son como las mareas, todos en Thalie lo sabían. Driadan se sentía como los condenados a muerte, y cada ola apretaba la soga en su cuello un poco más. Pero las quería todas, no desperdiciaba ninguna. Aquella noche, cuando yacía agotado entre las mantas del thane de Kelgard, bajo el resplandor de las velas, le cortó una de las diminutas trenzas con la daga, tan rápido que Ioren sólo se dio cuenta cuando ya era tarde.

—¿Qué demonios haces? —le espetó, en un gruñido perezoso —. ¿Por qué me cortas una victoria?

Driadan le contempló largamente, con su trofeo entre los dedos. Los ojos azules y profundos, los rasgos marcados, las pequeñas arrugas de expresión en los párpados y la frente, la poderosa mandíbula. No podía explicárselo. No tenía las palabras, pero el Rojo debió leer lo suficiente en su mirada como para no preguntar más. Driadan se inclinó y le rozó los labios con los suyos. Le besó hasta que se quedó dormido, con las mejillas húmedas de lágrimas y los brazos poderosos a su alrededor. Al día siguiente, Driadan guardó la trenza de cabellos rojos en una diminuta bolsa de cuero, la cerró y se la colgó del cuello. La metió bajo la camisa, bien oculta. Nadie le quitaría aquello.

Todo lo que sube y se alza con estrépito, con el mismo estrépito cae y si se repone, si es oleaje y no es roca, vuelve a ascender, más fresco, más puro, más limpio. Después de los días prósperos, vendrían los días tristes y oscuros de la soledad y las lágrimas, pero había que conservar el recuerdo y la esperanza. El recuerdo de la luz para hacer menos negra la oscuridad, la esperanza del amanecer para tener un motivo por el que seguir caminando.


. . .


El barco estuvo terminado el primer día de verano. Se deshelaron los glaciares, las aves marinas comenzaron a construir sus nidos, y la vela blanca se desplegó contra un cielo gris y cansado. La tripulación de Ioren, que ahora eran los hombres de Driadan, estalló en vítores y aplausos cuando Amala se subió al palo mayor y soltó el lienzo inmaculado.

—Es preciosa —dijo Halde Dunstrag, otro de los hijos de Dunstrag. Él y los hombres de su casa habían participado en la construcción, y se le veía orgulloso.

—Ha merecido la pena el esfuerzo —asintió Driadan, con las manos en el cinturón. Su manejo del idioma del norte era ya casi perfecto. —Ahora habrá que comprobar que no se va a pique.

—No se irá a pique—replicó Halde, con una mirada ofendida—. Somos los mejores constructores de todo Thalie.

Driadan se rió de buena gana. Tras casi un año entre los hombres del mar, sabía que iba a echar de menos sus rudos caracteres y sus expresiones severas. Eran la gente con menos sentido del humor que había conocido nunca, pero tenían cierto encanto.

—Si nos ahogamos en mitad de la travesía, espero que tu Dios del Mar me traiga a salvo hasta esta playa para ir a buscarte y darte una paliza.

—Eso será si puedes, Nirala.

Halde alzó la barbilla y Driadan le imitó. Después se estrecharon la mano, ambos riendo.

—Ha sido un honor—dijo el norteño—. Sois buenos hombres, todos vosotros. Buenos hombres con fuego en el corazón.

El joven príncipe se inclinó, en señal de respeto. No era común que los hombres del mar tuvieran palabras tan amables para los extranjeros. “Fuego en el corazón” era una expresión de halago reservada a sus grandes guerreros, a los mejores hombres de su raza.

—Gracias, Halde Dunstrag. No os olvidaremos.

Halde y los suyos repartieron despedidas y se marcharon por el camino que ascendía al acantilado.

El equipaje estaba sobre la arena. Era por la mañana y el sol se alzaba despacio y con indecisión. Comenzaron a cargar los cajones y los toneles en la bodega del navío y a preparar todo lo necesario para el viaje: Mantas gruesas para protegerse del frío, barricas de agua fresca, carne en salazón, plantas medicinales. La travesía hasta Nirala duraría algunas semanas, pero el deshielo de los icebergs y las tormentas de verano podían obligarles a cambiar el rumbo y alargar el viaje. Kiram y Sulori empujaban juntos las cajas con las armas. Driadan las observó. Le resultaron amenazantes.

Una mano pesada le cayó sobre el hombro. Driadan aguantó el estremecimiento. Sabía que era Ioren, le había oído llegar.

—Doy por sentado que tienes alguna clase de plan.

Driadan sonrió a medias y le miró. El thane de Kelgard había prescindido de la enorme capa de pieles blancas para bajar a despedirse. Su atuendo era muy similar al que Driadan le había conocido tiempo atrás, con la guerrera de cuero tachonada de metal, sin mangas, sin guantes ni brazales, abierta en el pecho y con el cabello recogido con una cuerda en la nuca. Los musculosos brazos estaban a la vista, un espectáculo de piel bruñida y elástica dibujando cada curva de la dura anatomía.

Era todo un misterio cómo conseguía el Rojo parecer regio e imponente incluso vestido como un pirata. El príncipe también lo parecía, pero uno menos atemorizante y bastante más elegante. Llevaba la espada al cinto, las botas flexibles y pieles rojizas ribeteando el cuello de su jubón, que tampoco tenía mangas, pero él sí vestía debajo una camisa de lino amarillento, con los puños abiertos. Le había crecido el pelo hasta la cintura y se había negado a cortarlo.

—Por supuesto. No voy a hacer un viaje para nada, tenlo por seguro.

—Driadan, sois diez —repuso Ioren, bastante más serio—.Y eso contando a Perfidia. Sois suficientes para tripular una nave, pero no para conquistar una nación. Más vale que tengas algo realmente bueno en mente, porque no recuperarás tu trono con diez hombres.

—Nueve hombres y una mujer —aclaró lacónicamente el príncipe.

El Rojo soltó una carcajada seca. Driadan puso la mano sobre la suya, en su hombro, y la estrechó rápidamente. Luego la apartó, suspirando.

—No te preocupes. Has hecho todo lo que podía hacerse por mí. Ahora tengo que demostrar que me lo merecía.

Ioren asintió sin palabras, y ambos permanecieron inmóviles, mientras los bultos que había sobre la arena blanca iban desapareciendo a medida que la tripulación los trasladaba al barco. Cada caja o petate que abandonaba la arena era como un paso más en la cuenta atrás hasta la despedida definitiva.

Driadan llevaba días preparándose para esto. Había llorado desconsoladamente algunos, otros había sentido ansiedad porque le parecía no estar aprovechando al máximo su tiempo en Kelgard. El último mes había tomado la costumbre de dormir por las mañanas, mientras Ioren atendía los asuntos de su cargo, para poder pasar las noches despierto, haciendo el amor hasta no poder más o mirando a Ioren cuando él al fin cerraba los ojos, vencido por el sueño. El Rojo, por su parte, se había vuelto muy silencioso durante las horas que pasaban juntos. Podía abrazarle y no hacer otra cosa más que olerle los cabellos durante una noche entera. Driadan no se atrevía a romper aquel silencio que se instalaba entonces; se limitaba a escuchar su corazón golpeando contra su propio pecho o su espalda, a atesorar su presencia y sus caricias, su calor. El tiempo de las palabras había pasado. Ya no había ninguna, en ningún idioma, que pudiera consolarles. No volvieron a hablar de sus sentimientos. No se dijeron apenas nada en aquellos últimos días, no con la voz. Sólo hablaron las caricias, las miradas y los gestos.

Ahora, en la orilla, mientras los segundos pasaban y le acercaban más y más al final, Driadan buscaba en su mente, desesperado, algo que decir. Algo que aún estuviera ahí, algo no desvelado. No quería marcharse y después darse cuenta de que no lo había entregado todo. Fue Ioren el que rompió el silencio, cuando ya no quedaba más que una caja en la orilla y los hombres empezaban a acercarse para despedirse de él.

—Recuerda arrojar el oro al mar al alba del primer día—dijo, con un tono extraño, que no se correspondía con aquellas palabras —. La ofrenda complacerá a Lusk, señor de los Océanos, y tendrás un viaje sin incidentes.

Driadan asintió con la cabeza. No se atrevía a mirarle. Era consciente de lo frágiles que eran los dos en aquel momento. Sus ojos azules podrían destrozar la férrea disciplina con la que se mantenía firme, contenido, intentando no pensar, sólo actuar, escapando de la angustia. Y él… él también podía hacerle daño a Ioren, provocar sin quererlo la caída de los muros con los que se contenía.

Se hizo a un lado para dejar que Fernos y Qilem se acercaran a despedirse de su libertador. Le estrechaban las manos y se palmeaban los hombros.

—No te olvidaré, Ioren el Rojo. Mi gratitud será eterna —dijo Fernos, en el tono más solemne que Driadan le había escuchado jamás.

—Espero que volvamos a encontrarnos algún día, Rojo. Aquí, o en las salas de los dioses.

—Tus dioses no son los míos, Qilem —repuso Ioren, con una media sonrisa.

El anciano guerrero se la devolvió, le brillaron los ojos.

—Cierto. Pero quién sabe si no comparten un hogar mas allá de este mundo.

Ambos se abrazaron. Driadan sintió una punzada de envidia. Todos tenían palabras de adiós, y podían permitirse un gesto. ¿Dónde estaban las suyas? Aguardó pacientemente, mientras el sol se alzaba y la marea subía también en su interior. Cisne fue el último en presentar sus respetos, y se limitó a mirar a los ojos a Ioren, como nunca había sido capaz de hacer, con una mezcla de tristeza y emoción.

—Yo era un esclavo, y aprendí a ser libre con vosotros… —dijo, con un hilo de voz —. Aprendí como se viene a este mundo, a través de sangre y sufrimiento. Y es porque soy libre que ahora soy capaz de entregar mi corazón como nunca antes pude. Pero ¿de qué sirve la libertad si no puedes estar ahí donde él reside? Eso también son cadenas, aunque no se puedan ver. Tu silla y el trono de Driadan son vuestras cadenas. No deberíais dejar que os sigan atando.

A Driadan se le cortó el aliento en la garganta. Los músculos de Ioren se tensaron uno tras otro al escuchar aquellas palabras, y los ojos se le encendieron con un fuego crepitante.

—Amala, sube al barco —murmuró el príncipe, ahogándose.

Cisne parecía querer seguir hablando, pero, tras mirarles a ambos, asintió. Se dio la vuelta y se dirigió hacia las aguas. El Tempestad se balanceaba suavemente sobre las olas espumosas.

—Será mejor que me vaya.

Driadan sabía que era el pánico lo que estaba hablando ahora. Cisne tenía razón, lo sabía, lo había sabido siempre, pero le parecía imposible echarse atrás ahora. Todo estaba listo. Y además, tenía un hogar. Y además, su padre. Y Starling, y quien él era en realidad. El que era en realidad.

“Tonterías”, decía su corazón. “Tonterías, nada de eso importa”.

Se volvió hacia Ioren, a la expectativa. Los ojos azules estaban quebrados, y supo que el thane había perdido el control de sus emociones, que ahora se devoraban unas a otras y luchaban a muerte en su interior. A través de su mirada podía ver la batalla que estaba teniendo lugar, podía verla en su semblante, aparentemente sereno, pero crispado. Una línea de tensión en la mandíbula. Una arruga en la frente.

—Driadan…

Apenas había susurrado su nombre. El corazón del príncipe dio un brinco en el pecho. “Dime que me quede. Dioses, por favor. Por favor, dime que me quede”. La plegaria estalló en su alma con una claridad meridiana. Si él se lo pedía, se ataría a él con cadenas de acero, encerraría sus corazones en un anillo de fuego. Le daba igual qué pensara quién, ocupar el lugar que hiciera falta, le daba igual Nirala y el trono de su padre. Una sola palabra de Ioren, una sola palabra suya, y todo se desharía como cenizas barridas por el viento, sólo quedaría la verdad desnuda, el amor. Sólo el amor.

El thane apretó los dientes y le agarró por los hombros, atrayéndole hacia sí. Driadan tuvo la impresión de que toda la sangre subía a su cabeza de repente. Comenzaron a zumbarle los oídos, se mareó y sintió la vibración a flor de piel, la energía contenida y retenida, empujando, estallando en diminutas burbujas efervescentes. El olor del mar le inundó los sentidos. No el del océano cercano, sino el perfume del Rojo, con sus notas metálicas y salvajes. Cerró los dedos en su espalda, tenso como una cuerda. El suelo se deshacía bajo sus pies, la respiración se le desacompasó. A través del enjambre que se había adueñado de sus oídos, captó los jadeos contenidos de Ioren, un resuello asfixiante, como si estuviera realizando un esfuerzo que le superaba.

“Una palabra tuya”

—Driadan… —repitió el hombre del mar en un murmullo ahogado.

Parecía la última plegaria del moribundo. Podía percibir su dolor, degustarlo en la punta de la lengua. El príncipe se puso lívido y trató de aguantar el llanto pero dos gruesas lágrimas se escaparon de sus ojos mientras aguantaba las lacerantes heridas que parecían abrirse, una tras otra, en su alma. Puñaladas de hielo, desgarrándole el corazón. Ya no importaba mirarse, ya estaban sufriendo, así que alzó la vista, levantó el rostro hacia Ioren, y no vio al thane, ni al guerrero, ni al rey. El Rojo tenía las mejillas hundidas y en sus ojos, que eran espejos del tormento, brillaban dos lágrimas de plata que se negaban a desprenderse. El cabello revuelto que le cubría parte del rostro no podía ocultar su expresión devastada. Sólo era un hombre, solo un hombre doliéndose por una despedida que no deseaba, que le estaba matando.

Driadan comprendió que su esperanza era vana. Ioren jamás le pediría que no se marchase; no lo haría, porque creía que aquella voluntad de renunciar a todo y quedarse en Kelgard, a su lado, aunque fuera una decisión errada, tenía que salir del príncipe. Y él nunca sería capaz de decidir quedarse. Porque sabía, muy a su pesar, que Ioren tenía razón. Que entonces se pudriría en su alma la frustración, y la herida de saber que podía haber sido otra cosa, haber sido lo que estaba destinado a ser, se infectaría. Miraría hacia el horizonte preguntándose por su tierra, por su padre. Los Starling jamás pagarían por la afrenta que le habían causado, y de noche soñaría con sus rostros, sabiendo que nunca sería vengado. Todo lo que Ioren le había enseñado quedaría en su interior pero jamás brotaría en forma de acciones reales, nunca se manifestaría si Driadan no era rey. Pasaría el tiempo y se volvería taciturno. Ioren el Rojo tendría que tomar esposa. Y él, príncipe de Nirala, no sería otra cosa que un joven extranjero en una tierra que nunca sería la suya.

Y aunque eso no importase, sí importaba. Importaba porque era veneno. Y ya habían tenido bastante veneno.

—No dejes de mirarme —suplicó. No había podido escuchar su propia voz.

—Nunca dejo de mirarte, Driadan.

Las manos de Ioren se cerraron en sus mejillas, le limpiaron las lágrimas y se estrellaron el uno contra el otro en un beso desesperado, enredando las lenguas, ahogándose con ellas, intentando extraerse hasta el sabor de sus almas hasta que se quedaron sin aire.

Cuando se apartaron, Driadan afianzó los pies en la arena y mantuvo los ojos cerrados un buen rato. Sentía los dedos del Rojo escurriéndose por su cuello hasta que se cerraron en sus hombros. Sus respiraciones agitadas se mezclaban. “Me desangro”, pensó, aturdido.

Le recordaba en la Sala del Pegaso, regio y poderoso. Un guerrero, un rey como no había visto a otro en toda su vida. Sabía que nunca vería a ninguno ni remotamente parecido a él.

—Llevas mi sello en el brazo —murmuró, abriendo los párpados para mirarle por última vez. De nuevo veía al hombre, solo al hombre. Y era perfecto, tal como era. —Yo llevo las marcas de mi pertenencia en el alma y en la sangre. Siempre serás mío, para siempre. Y siempre seré tuyo.

Ioren le devolvió la mirada en silencio. Una gaviota cruzó por delante del cielo.

—Serás un rey fuerte. Tienes el fuego dentro—pronunció al fin, rozándole la mejilla. Sus dedos eran tan suaves como su voz. Las manos del Rojo le voltearon despacio, colocándole de espaldas a él, de frente a la nave que aguardaba en las aguas calmas. Driadan aguantó el temblor que amenazaba con sacudirle los miembros. —Ahora, camina hacia tu destino. Te llevas mi corazón. Yo me quedo el tuyo. Quizá algún día volvamos a llamar juntos al fuego y al acero, pero ahora no mires atrás.

Driadan inspiró profundamente. Cuando los dedos se apartaron de sus hombros, echó a andar con zancadas amplias, aplastando las botas contra la arena. Se obligó a no caer de rodillas sobre la playa y llorar como un niño, se obligó a no llamarle, y sobre todo, se obligó a no volver la cabeza. Con los dientes apretados, sangrando por dentro, caminó hacia su destino.

Sobre la cubierta, Amala le recibió con una mirada preocupada. Driadan le saludó con la cabeza de manera mecánica y se dirigió a su lugar, en el puente, clavando los ojos en el horizonte. “Driadan se queda en la playa. Dioses. Esto es morir, lo sé.”

—Le prometí a Ioren que cuidaría de ti —dijo entonces Cisne. El príncipe no se había dado cuenta de que el joven le había seguido —. Prometí que cuidaría de ti para que no te devorase la soledad. Lo haré. Todos estamos contigo, Driadan.

Jhandi gritó la primera orden. El viento era favorable, y la vela se hinchó, engordándose hasta parecer una fruta blanca y tersa. La madera chirriaba y crujía, el oleaje cantaba y percutía sobre el casco. El cielo se aclaró y el sol les contemplaba, un ojo amarillo pálido.

—Tenías razón – murmuró—. Son nuestras cadenas.

Después, sin poder evitarlo, se dio la vuelta y se aferró a la madera de la borda. La silueta de Ioren era una majestuosa figura en la lejanía, con los cabellos rojos como una llama ondeando al viento. Le parecía sentir sus ojos azules clavados en él.

Nunca dejo de mirarte, Driadan. Eso había dicho.

La figura no se movió de la playa. Desapareció de su vista cuando la costa entera lo hizo, y aún entonces, el príncipe se mantuvo vuelto en aquella dirección. La noche pasó, y cuando llegó el alba, Amala le encontró en el mismo sitio. Antes de que pudiera preguntarle cómo se sentía, el príncipe se giró hacia él. Tenía el semblante pálido, pero de repente parecía mucho más mayor, más sereno. A Amala no le costó imaginarle con una corona en las sienes.

—Vamos a por el oro, Cisne. Hay que hacer la ofrenda.


. . .


9 comentarios:

  1. Ha sido un capítulo absolutamente precioso. Igual que un diamante, con aristas y brillos.

    No puedo decir mucho más, salvo que espero con muchas ganas la continuación. Ver a Driadan convertido en Rey.

    Gracias por publicar.

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  2. Un capitulo precioso y perfectamente escrito. He podido sentir el dolor y la pena tan abrumadora de Ioren y Driadan. Como siempre genial Hendelie, espero con ganas el siguiente capitulo

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  3. ¡Que pena, ¿verdad?! Neith dice que este es "el capítulo del horror". Es muy triste pero creo que también es uno de los más bonitos. Aunque admito que me costó mucho redactarlo e incluso hoy lo he retocado antes de subirlo, jajaja. ¡Ay el drama!

    Besos a tod@s y muchas gracias de corazón.

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  4. Mi corazón también ha quedado en esa playa.


    Te pasaste linda, estuvo regio.

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  5. Que capitulo más bonito me a encantado TT me da mucha pena. espero poder ver pronto el próximo tengo ganas de ver a Driadan convertido en rey

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  6. Oh, cada día me sorprendes más, mira que ansio saber que le depara a Driadan en su tierra y como se las vera con los Sterling.

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  7. Ommss me encantó este capítulo, Hendelie supiste plasmar tope de bien los sentimientos de cada uno, qué triste T_T Sniff sniff. Espero que ninguno de los hombres del Rojo traicione a Driadan, por lo menos Amala será un sirviente leal y libre.

    Hasta el prox caap!

    byee

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  8. Que tristeza han transmitido, unas lágrimas cayeron por mis mejillas, que separación más dolorosa, la distancia espero que afiance sus sentimientos. Driadan será rey un gran rey, pero ¿Que sucederá con Rojo?
    Hendelie me dejas en ascuas ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy

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  9. Sin duda un capitulo hermoso me hiciste llorar de verdad sentí la tristeza solo espero que esta historia tenga un final feliz es tan hermosa para ser trágica y que diadran no pueda estar con ioren el rojo verdad

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