42.- Tempestad
Los ciclos del tiempo son como las mareas, todos en Thalie
lo sabían. Los adivinos del Sur representaban el cambio con la rueda de la
fortuna, un símbolo de renovación y movimiento: todo lo que sube, baja. Para
los hombres del Norte, todo lo que sube y se alza con estrépito con el mismo
estrépito cae, y si es oleaje y no es piedra inerte vuelve a ascender, más fresco, más puro, más limpio. La rueda
de la fortuna de los norteños es la rueda del molino, que se hunde en el agua,
que la renueva. Como las fases de la Luna que rigen las marejadas, como las
borrascas, como el océano que se aplaca y se eleva furioso, se calma y se
arrebata. Todos en Thalie sabían que tras los años tristes debían llegar los
prósperos, y cuando Ioren el Rojo se sentó en la silla, de nuevo bendecido por
los dioses, de nuevo reconocido por su pueblo, aguardaron con tensión hasta ver
las señales.
Las señales que esperaban, las de la prosperidad, llegaron
pronto: mensajeros de Haalgard y Siggard, de los clanes más septentrionales, de
las tribus de las Islas y de los grandes señores de Norligland. Aquellos
hombres acudieron a Kelgard y se entrevistaron con el thane, y todos recibieron justicia a lo que habían traído:
quienes vinieron con regalos regresaron con regalos, los que trajeron respeto
obtuvieron respeto. Pero no todos habían viajado para saludar al jefe. El joven
mensajero de la tribu de los Dientes de Piedra, un muchacho con una capa gris y
pintura blanca en el rostro, llegó en una barca al amanecer, entre la tormenta.
Entró a entrevistarse con Ioren llevando una mirada hostil en sus ojos. Al cabo
de unos minutos, las puertas de la Sala de la Asamblea se abrieron con ímpetu.
Ioren el Rojo apareció en lo alto de la escalinata, vestido de blanco, con las
largas trenzas a la espalda y el cabello llameante cubriéndole parte del
rostro. Llevaba sujeto al mensajero por el cogote, alzado del suelo, colgando
como si fuera una pieza de carne lista para ser despedazada.
—Tu señor te envía a mi pueblo con veneno y amenazas
veladas, ¿no es eso? —decía Ioren, sujetando al aterrado emisario, que había
abandonado toda templanza y ahora temía por su vida—. Pues mira, mira bien.
Esto es Kelgard. Sus casas, sus tierras, su ganado y sus huertos, sus hombres,
sus mujeres y sus niños están bajo mi protección.
Dejó al joven en el suelo y le giró hacia sí con brusquedad,
sujetándole de la capa y zarandeándole. Le miró a los ojos.
—Regresa a tu islote y dile a tu señor que tiene dos semanas
para venir con respeto a mi casa y retirar sus estúpidas amenazas. Si no lo
hace, cumplido el plazo estaré en vuestra isla, yo solo o con cien hombres, eso
dará igual. Porque traeré conmigo fuego y
acero, y lo arrasaré todo: casas, tierras, ganado y huertos, hombres,
mujeres y niños. Y cuando termine con la Tribu de los Dientes de Piedra, nadie,
ni siquiera la tierra o el mar, recordarán que alguna vez existió. ¿Lo has
entendido?
El mensajero asintió, aturdido. Ioren alzó la mano y espetó
unas palabras cortantes en voz baja: los braseros que ardían junto a la puerta
elevaron una llamarada furiosa. El joven emisario regresó a su isla mucho más
rápido de lo que había llegado, y a los cinco días, el propio señor de los
Dientes de Piedra compartió el vino y la carne a la mesa de Ioren el Rojo y le
juró lealtad hasta el fin de sus días.
Así llegaron las señales de la prosperidad: en forma de paz
y respeto, de nuevas alianzas y de antiguos pactos que volvían a sellarse.
Ulior Skol había estado demasiado ocupado haciendo amigos al otro lado del mar
y había olvidado a los vecinos y a los allegados. Había olvidado que la
tradición dice: cuida a tus amigos y cultiva a tus vecinos o tu sendero se
llenará de piedras.
Entre todos estos asuntos y muchos otros, el thane siempre estaba ocupado, pero cada día al amanecer,
bajo la lluvia o la nieve, se reunía con el príncipe en el acantilado para
practicar con la espada. A veces, el Rojo hablaba y Driadan escuchaba y
aprendía, pero cada vez con más frecuencia también discutía, hacía preguntas o
cuestionaba las tradiciones y los preceptos de los hombres del mar. A Ioren le
había disgustado al principio, pero al final terminaron abordando auténticos
debates sobre las más diversas materias, y el Rojo descubrió que también él
escuchaba y aprendía, porque el príncipe de Nirala, a pesar de su tormentoso
comportamiento en el pasado, nunca había sido ningún idiota. Su agudeza mental
y la inteligencia con la que discurría comenzaron a brillar con luz propia y a
sobresalir cada vez más, a medida que su cuerpo se curtía con el entrenamiento
y su alma y su espíritu se estabilizaban en la paz que había llegado a
alcanzar.
En la playa de la batalla comenzó de nuevo a construirse un
barco. Jhandi, Arévano y Qilem seguían tratando a Ioren como a su señor, pero
ahora el Rojo pasaba más tiempo rodeado de los hombres de su pueblo. Vasel
Dunstrag y Gherran Gardan eran sus manos izquierda y derecha. Ninguno de ellos
se tomó esto como una ofensa, aunque era innegable que les entristecía la nueva
situación y cada vez les costaba más encontrar su sitio en aquel lugar. Driadan
se dio cuenta y se preocupó de mantenerles ocupados, retomando el proyecto que
la Gran Ola se había tragado. La tripulación de antiguos esclavos necesitaba
sentirse útil y libre, y el joven príncipe se mantuvo ligado a ellos y reforzó
los vínculos que había comenzado a cultivar.
—¿Cómo lo vas a llamar? —le preguntó Arévano una tarde, en
referencia a la nave.
El sol se ponía como una lágrima roja escurriéndose por el
firmamento. Estaban sentados sobre un listón de madera, observando el casco a
medio ensamblar y comiendo ciruelas. Driadan negó con la cabeza.
—No lo he pensado. Nunca le he puesto nombre a un barco.
—Eso es porque nunca has tenido uno —repuso Jhandi,
limpiándose las comisuras.
Cisne se echó a reír.
—Te equivocas, he tenido muchos – respondió Driadan, casi
sin darse cuenta, sumido en sus recuerdos —.Toda la flota de Nirala. Pero no le
ponía nombre a los navíos, eso lo hacían los carpinteros de barcos, los jefes
de astilleros y los capitanes.
Nadie se rió entonces. Driadan se dio cuenta de lo que había
dicho, y de repente, le pareció que no tenía la menor importancia. Contempló a
sus sorprendidos compañeros.
—Yo era Driadan de Nirala, heredero del Reino de las
Montañas y príncipe de la Casa Horwing. Hubo una conspiración en el Palacio
Real para matarme. Ioren el Rojo me ayudó a escapar, y en nuestra huída, nos
atraparon los esclavistas.
Jhandi adquirió un gesto grave. El Cisne se mordió el labio
y apartó la mirada y Arévano asintió, como si no le extrañara tanto como era de
esperar.
—Tienes los ojos del color de la sangre —dijo,
sencillamente.
Driadan asintió.
—Como mi padre.
—¿Regresarás a Nirala con esta nave? —preguntó entonces
Cisne.
El príncipe frunció el ceño. Abrió la boca para responder.
Al fin y al cabo, era Ioren quien estaba construyendo el otro navío, y pensaba
terminar este en compensación por la pérdida del anterior… pero ¿para qué
estaba armando un barco el Rojo? Ya había llegado a Kelgard. Ya no tenía
necesidad, al menos no inmediata, de partir de nuevo. Comprendió que aquella
nave siempre había estado destinada a una sola cosa, y un escalofrío le
recorrió la espalda.
—Sí—dijo, con voz apagada. Luego carraspeó y alzó el mentón,
repitiendo: —Sí, volveré a Nirala en ella, a recuperar lo que es mío.
—Pues tendrás que ponerle un nombre —dijo Arévano, con una
media sonrisa.
—Tempestad —propuso Jhandi.
Sus ojos oscuros chispeaban, divertidos, y la larga trenza
le colgaba hasta la cintura. Su sonrisa de media luna tenía la facultad de
contagiarles a todos.
—Es un buen nombre —decidió Driadan—. Aquí se suele decir
que el sabio conoce que lo que siembra recoge. Y en mi tierra hay otro refrán
parecido. Quien siembra vientos, recoge tempestades.
—Una tempestad para Nirala —dijo Cisne, suspirando con
languidez y apoyándose en Arévano con un gesto tan cercano y confiado que a
Driadan le hizo saltar cien preguntas impropias en la mente—. ¿Y será una
tempestad de primavera, de las que se disipan con la primera brisa, o una
tormenta salvaje?
—Espero que lo segundo —repuso Driadan.
Jhandi se echó a reír y le palmeó el hombro.
—Pues si vas a guiar una tempestad, vas a necesitar una
tripulación, joven rey.
Driadan tragó saliva y les miró uno a uno. Nadie se había
dirigido a él de ese modo, y de repente se sintió indigno y avergonzado. Antaño
no había desaprovechado la menor oportunidad de llamarse a sí mismo rey, o
príncipe. Ahora sentía un renovado respeto por aquella palabra. Él mismo se
había nombrado rey muchas veces. Pero en aquel momento, por primera vez lo
hacía otra persona. Y nadie le contradijo. Se sintió obligado a hacerlo él
mismo, con la voz ahogada por la emoción, aunque su semblante no reflejaba
ninguna.
—No soy rey. Era el príncipe de Nirala, y ahora sólo soy
Driadan —aclaró, con suavidad —. Seré rey algún día, cuando demuestre que puedo
serlo.
Jhandi volvió a reír, una risa alegre, sin rastro de burla.
Arevano intercambió una mirada con el Cisne y luego negó con la cabeza.
—El Rojo te ha enseñado demasiada humildad. Hablaremos con
él. Si no nos necesita más aquí, puedes contar con nosotros. —Luego añadió:—Si
vamos a ser tus hombres, ¿nos nombrarás caballeros?
Driadan negó con la cabeza, distraído. Estaba pensando en su
padre.
—Los caballeros de mi padre le traicionaron.
—Eso siempre puede pasar —replicó Cisne. Luego añadió: —Yo
no quiero ser caballero, pero quiero seguir siendo libre.
Aquella afirmación hizo alzar la mirada a Driadan. Amala
estaba sonriendo, y los ojos azules de Arevano estaban fijos en el muchacho con
una expresión que respondía todas las preguntas que el príncipe se había hecho
a sí mismo al ver la cercanía que se demostraban. En otro tiempo, hubiera
estado seguro de que Cisne estaba utilizando al joven soldado de Prímona o
habría sospechado de sus intenciones, pero ahora no podía pensar así. No sólo
porque había sido testigo de los cambios experimentados por Cisne, quien había
renacido a través del dolor. También, aquellos gestos fugaces y la mirada que
había sorprendido le resultaron de lo más auténticas.
—Siempre serás libre, Amala —respondió Driadan—. Siempre que
tú lo desees, lo serás. Al Rojo no hubo cadenas capaces de someterle, nunca.
Jamás. Os lo puedo asegurar.
—Nos liberó a todos —dijo entonces Jhandi, con la mirada
perdida en el horizonte y un aire nostálgico—. Nos devolvió lo que éramos.
Driadan asintió. El corazón se le encogió en el pecho, y de
repente, al pensar en la partida, se sintió incapaz. Se le empañó la mirada al
contemplar el barco, pero retuvo las lágrimas. Ahora era un hombre, había
prometido mantener la entereza y no volver a comportarse como un niño
pusilánime. “Dioses, no podré, no podré irme. Mi corazón se secará y se
convertirá en polvo, lo sé, lo sé. Dioses, ¿cómo voy a dejarle atrás?” Un
estremecimiento le recorrió la espalda y sintió unas náuseas repentinas. El
suelo comenzó a parecerle menos sólido bajo los pies. Intentó recordarse los
motivos por los que todo aquello era inevitable, y le parecieron tonterías,
excusas, obstáculos salvables.
Los jóvenes siguieron conversando en la playa, pero Driadan
pasó el resto de la tarde en silencio.
Los ciclos del tiempo son como las mareas, todos en Thalie
lo sabían. Driadan se sentía como los condenados a muerte, y cada ola apretaba
la soga en su cuello un poco más. Pero las quería todas, no desperdiciaba
ninguna. Aquella noche, cuando yacía agotado entre las mantas del thane de Kelgard, bajo el resplandor de las velas, le
cortó una de las diminutas trenzas con la daga, tan rápido que Ioren sólo se
dio cuenta cuando ya era tarde.
—¿Qué demonios haces? —le espetó, en un gruñido perezoso —.
¿Por qué me cortas una victoria?
Driadan le contempló largamente, con su trofeo entre los
dedos. Los ojos azules y profundos, los rasgos marcados, las pequeñas arrugas
de expresión en los párpados y la frente, la poderosa mandíbula. No podía
explicárselo. No tenía las palabras, pero el Rojo debió leer lo suficiente en
su mirada como para no preguntar más. Driadan se inclinó y le rozó los labios
con los suyos. Le besó hasta que se quedó dormido, con las mejillas húmedas de
lágrimas y los brazos poderosos a su alrededor. Al día siguiente, Driadan
guardó la trenza de cabellos rojos en una diminuta bolsa de cuero, la cerró y
se la colgó del cuello. La metió bajo la camisa, bien oculta. Nadie le quitaría
aquello.
Todo lo que sube y se alza con estrépito, con el mismo
estrépito cae y si se repone, si es oleaje y no es roca, vuelve a ascender, más
fresco, más puro, más limpio. Después de los días prósperos, vendrían los días
tristes y oscuros de la soledad y las lágrimas, pero había que conservar el
recuerdo y la esperanza. El recuerdo de la luz para hacer menos negra la
oscuridad, la esperanza del amanecer para tener un motivo por el que seguir
caminando.
. . .
El barco estuvo terminado el primer día de verano. Se
deshelaron los glaciares, las aves marinas comenzaron a construir sus nidos, y
la vela blanca se desplegó contra un cielo gris y cansado. La tripulación de
Ioren, que ahora eran los hombres de Driadan, estalló en vítores y aplausos
cuando Amala se subió al palo mayor y soltó el lienzo inmaculado.
—Es preciosa —dijo Halde Dunstrag, otro de los hijos de
Dunstrag. Él y los hombres de su casa habían participado en la construcción, y
se le veía orgulloso.
—Ha merecido la pena el esfuerzo —asintió Driadan, con las
manos en el cinturón. Su manejo del idioma del norte era ya casi perfecto.
—Ahora habrá que comprobar que no se va a pique.
—No se irá a pique—replicó Halde, con una mirada ofendida—.
Somos los mejores constructores de todo Thalie.
Driadan se rió de buena gana. Tras casi un año entre los
hombres del mar, sabía que iba a echar de menos sus rudos caracteres y sus
expresiones severas. Eran la gente con menos sentido del humor que había
conocido nunca, pero tenían cierto encanto.
—Si nos ahogamos en mitad de la travesía, espero que tu Dios
del Mar me traiga a salvo hasta esta playa para ir a buscarte y darte una
paliza.
—Eso será si puedes, Nirala.
Halde alzó la barbilla y Driadan le imitó. Después se
estrecharon la mano, ambos riendo.
—Ha sido un honor—dijo el norteño—. Sois buenos hombres, todos
vosotros. Buenos hombres con fuego en el corazón.
El joven príncipe se inclinó, en señal de respeto. No era
común que los hombres del mar tuvieran palabras tan amables para los
extranjeros. “Fuego en el corazón” era una expresión de halago reservada a sus
grandes guerreros, a los mejores hombres de su raza.
—Gracias, Halde Dunstrag. No os olvidaremos.
Halde y los suyos repartieron despedidas y se marcharon por
el camino que ascendía al acantilado.
El equipaje estaba sobre la arena. Era por la mañana y el
sol se alzaba despacio y con indecisión. Comenzaron a cargar los cajones y los
toneles en la bodega del navío y a preparar todo lo necesario para el viaje:
Mantas gruesas para protegerse del frío, barricas de agua fresca, carne en
salazón, plantas medicinales. La travesía hasta Nirala duraría algunas semanas,
pero el deshielo de los icebergs y las tormentas de verano podían obligarles a
cambiar el rumbo y alargar el viaje. Kiram y Sulori empujaban juntos las cajas
con las armas. Driadan las observó. Le resultaron amenazantes.
Una mano pesada le cayó sobre el hombro. Driadan aguantó el
estremecimiento. Sabía que era Ioren, le había oído llegar.
—Doy por sentado que tienes alguna clase de plan.
Driadan sonrió a medias y le miró. El thane de Kelgard había prescindido de la enorme capa de
pieles blancas para bajar a despedirse. Su atuendo era muy similar al que
Driadan le había conocido tiempo atrás, con la guerrera de cuero tachonada de
metal, sin mangas, sin guantes ni brazales, abierta en el pecho y con el
cabello recogido con una cuerda en la nuca. Los musculosos brazos estaban a la
vista, un espectáculo de piel bruñida y elástica dibujando cada curva de la
dura anatomía.
Era todo un misterio cómo conseguía el Rojo parecer regio e
imponente incluso vestido como un pirata. El príncipe también lo parecía, pero
uno menos atemorizante y bastante más elegante. Llevaba la espada al cinto, las
botas flexibles y pieles rojizas ribeteando el cuello de su jubón, que tampoco
tenía mangas, pero él sí vestía debajo una camisa de lino amarillento, con los
puños abiertos. Le había crecido el pelo hasta la cintura y se había negado a
cortarlo.
—Por supuesto. No voy a hacer un viaje para nada, tenlo por
seguro.
—Driadan, sois diez —repuso Ioren, bastante más serio—.Y eso
contando a Perfidia. Sois suficientes para tripular una nave, pero no para
conquistar una nación. Más vale que tengas algo realmente bueno en mente,
porque no recuperarás tu trono con diez hombres.
—Nueve hombres y una mujer —aclaró lacónicamente el príncipe.
El Rojo soltó una carcajada seca. Driadan puso la mano sobre
la suya, en su hombro, y la estrechó rápidamente. Luego la apartó, suspirando.
—No te preocupes. Has hecho todo lo que podía hacerse por
mí. Ahora tengo que demostrar que me lo merecía.
Ioren asintió sin palabras, y ambos permanecieron inmóviles,
mientras los bultos que había sobre la arena blanca iban desapareciendo a
medida que la tripulación los trasladaba al barco. Cada caja o petate que
abandonaba la arena era como un paso más en la cuenta atrás hasta la despedida
definitiva.
Driadan llevaba días preparándose para esto. Había llorado
desconsoladamente algunos, otros había sentido ansiedad porque le parecía no
estar aprovechando al máximo su tiempo en Kelgard. El último mes había tomado
la costumbre de dormir por las mañanas, mientras Ioren atendía los asuntos de
su cargo, para poder pasar las noches despierto, haciendo el amor hasta no
poder más o mirando a Ioren cuando él al fin cerraba los ojos, vencido por el
sueño. El Rojo, por su parte, se había vuelto muy silencioso durante las horas
que pasaban juntos. Podía abrazarle y no hacer otra cosa más que olerle los
cabellos durante una noche entera. Driadan no se atrevía a romper aquel
silencio que se instalaba entonces; se limitaba a escuchar su corazón golpeando
contra su propio pecho o su espalda, a atesorar su presencia y sus caricias, su
calor. El tiempo de las palabras había pasado. Ya no había ninguna, en ningún
idioma, que pudiera consolarles. No volvieron a hablar de sus sentimientos. No
se dijeron apenas nada en aquellos últimos días, no con la voz. Sólo hablaron
las caricias, las miradas y los gestos.
Ahora, en la orilla, mientras los segundos pasaban y le
acercaban más y más al final, Driadan buscaba en su mente, desesperado, algo
que decir. Algo que aún estuviera ahí, algo no desvelado. No quería marcharse y
después darse cuenta de que no lo había entregado todo. Fue Ioren el que rompió
el silencio, cuando ya no quedaba más que una caja en la orilla y los hombres
empezaban a acercarse para despedirse de él.
—Recuerda arrojar el oro al mar al alba del primer día—dijo,
con un tono extraño, que no se correspondía con aquellas palabras —. La ofrenda
complacerá a Lusk, señor de los Océanos, y tendrás un viaje sin incidentes.
Driadan asintió con la cabeza. No se atrevía a mirarle. Era
consciente de lo frágiles que eran los dos en aquel momento. Sus ojos azules
podrían destrozar la férrea disciplina con la que se mantenía firme, contenido,
intentando no pensar, sólo actuar, escapando de la angustia. Y él… él también
podía hacerle daño a Ioren, provocar sin quererlo la caída de los muros con los
que se contenía.
Se hizo a un lado para dejar que Fernos y Qilem se acercaran
a despedirse de su libertador. Le estrechaban las manos y se palmeaban los
hombros.
—No te olvidaré, Ioren el Rojo. Mi gratitud será eterna
—dijo Fernos, en el tono más solemne que Driadan le había escuchado jamás.
—Espero que volvamos a encontrarnos algún día, Rojo. Aquí, o
en las salas de los dioses.
—Tus dioses no son los míos, Qilem —repuso Ioren, con una
media sonrisa.
El anciano guerrero se la devolvió, le brillaron los ojos.
—Cierto. Pero quién sabe si no comparten un hogar mas allá
de este mundo.
Ambos se abrazaron. Driadan sintió una punzada de envidia.
Todos tenían palabras de adiós, y podían permitirse un gesto. ¿Dónde estaban
las suyas? Aguardó pacientemente, mientras el sol se alzaba y la marea subía
también en su interior. Cisne fue el último en presentar sus respetos, y se
limitó a mirar a los ojos a Ioren, como nunca había sido capaz de hacer, con
una mezcla de tristeza y emoción.
—Yo era un esclavo, y aprendí a ser libre con vosotros…
—dijo, con un hilo de voz —. Aprendí como se viene a este mundo, a través de
sangre y sufrimiento. Y es porque soy libre que ahora soy capaz de entregar mi
corazón como nunca antes pude. Pero ¿de qué sirve la libertad si no puedes
estar ahí donde él reside? Eso también son cadenas, aunque no se puedan ver. Tu
silla y el trono de Driadan son vuestras cadenas. No deberíais dejar que os
sigan atando.
A Driadan se le cortó el aliento en la garganta. Los
músculos de Ioren se tensaron uno tras otro al escuchar aquellas palabras, y
los ojos se le encendieron con un fuego crepitante.
—Amala, sube al barco —murmuró el príncipe, ahogándose.
Cisne parecía querer seguir hablando, pero, tras mirarles a
ambos, asintió. Se dio la vuelta y se dirigió hacia las aguas. El Tempestad se balanceaba suavemente sobre las olas espumosas.
—Será mejor que me vaya.
Driadan sabía que era el pánico lo que estaba hablando
ahora. Cisne tenía razón, lo sabía, lo había sabido siempre, pero le parecía
imposible echarse atrás ahora. Todo estaba listo. Y además, tenía un hogar. Y
además, su padre. Y Starling, y quien él era en realidad. El que era en
realidad.
“Tonterías”, decía su corazón. “Tonterías, nada de eso
importa”.
Se volvió hacia Ioren, a la expectativa. Los ojos azules
estaban quebrados, y supo que el thane
había perdido el control de sus emociones, que ahora se devoraban unas a otras
y luchaban a muerte en su interior. A través de su mirada podía ver la batalla
que estaba teniendo lugar, podía verla en su semblante, aparentemente sereno,
pero crispado. Una línea de tensión en la mandíbula. Una arruga en la frente.
—Driadan…
Apenas había susurrado su nombre. El corazón del príncipe
dio un brinco en el pecho. “Dime que me quede. Dioses, por favor. Por favor,
dime que me quede”. La plegaria estalló en su alma con una claridad meridiana.
Si él se lo pedía, se ataría a él con cadenas de acero, encerraría sus
corazones en un anillo de fuego. Le daba igual qué pensara quién, ocupar el
lugar que hiciera falta, le daba igual Nirala y el trono de su padre. Una sola
palabra de Ioren, una sola palabra suya, y todo se desharía como cenizas barridas
por el viento, sólo quedaría la verdad desnuda, el amor. Sólo el amor.
El thane apretó los
dientes y le agarró por los hombros, atrayéndole hacia sí. Driadan tuvo la
impresión de que toda la sangre subía a su cabeza de repente. Comenzaron a
zumbarle los oídos, se mareó y sintió la vibración a flor de piel, la energía
contenida y retenida, empujando, estallando en diminutas burbujas
efervescentes. El olor del mar le inundó los sentidos. No el del océano
cercano, sino el perfume del Rojo, con sus notas metálicas y salvajes. Cerró
los dedos en su espalda, tenso como una cuerda. El suelo se deshacía bajo sus
pies, la respiración se le desacompasó. A través del enjambre que se había
adueñado de sus oídos, captó los jadeos contenidos de Ioren, un resuello asfixiante,
como si estuviera realizando un esfuerzo que le superaba.
“Una palabra tuya”
—Driadan… —repitió el hombre del mar en un murmullo ahogado.
Parecía la última plegaria del moribundo. Podía percibir su
dolor, degustarlo en la punta de la lengua. El príncipe se puso lívido y trató
de aguantar el llanto pero dos gruesas lágrimas se escaparon de sus ojos
mientras aguantaba las lacerantes heridas que parecían abrirse, una tras otra,
en su alma. Puñaladas de hielo, desgarrándole el corazón. Ya no importaba
mirarse, ya estaban sufriendo, así que alzó la vista, levantó el rostro hacia
Ioren, y no vio al thane, ni al
guerrero, ni al rey. El Rojo tenía las mejillas hundidas y en sus ojos, que
eran espejos del tormento, brillaban dos lágrimas de plata que se negaban a
desprenderse. El cabello revuelto que le cubría parte del rostro no podía
ocultar su expresión devastada. Sólo era un hombre, solo un hombre doliéndose
por una despedida que no deseaba, que le estaba matando.
Driadan comprendió que su esperanza era vana. Ioren jamás le
pediría que no se marchase; no lo haría, porque creía que aquella voluntad de
renunciar a todo y quedarse en Kelgard, a su lado, aunque fuera una decisión
errada, tenía que salir del príncipe. Y él nunca sería capaz de decidir quedarse.
Porque sabía, muy a su pesar, que Ioren tenía razón. Que entonces se pudriría
en su alma la frustración, y la herida de saber que podía haber sido otra cosa,
haber sido lo que estaba destinado a ser, se infectaría. Miraría hacia el
horizonte preguntándose por su tierra, por su padre. Los Starling jamás pagarían
por la afrenta que le habían causado, y de noche soñaría con sus rostros,
sabiendo que nunca sería vengado. Todo lo que Ioren le había enseñado quedaría
en su interior pero jamás brotaría en forma de acciones reales, nunca se
manifestaría si Driadan no era rey. Pasaría el tiempo y se volvería taciturno.
Ioren el Rojo tendría que tomar esposa. Y él, príncipe de Nirala, no sería otra
cosa que un joven extranjero en una tierra que nunca sería la suya.
Y aunque eso no importase, sí importaba. Importaba porque era
veneno. Y ya habían tenido bastante veneno.
—No dejes de mirarme —suplicó. No había podido escuchar su
propia voz.
—Nunca dejo de mirarte, Driadan.
Las manos de Ioren se cerraron en sus mejillas, le limpiaron
las lágrimas y se estrellaron el uno contra el otro en un beso desesperado,
enredando las lenguas, ahogándose con ellas, intentando extraerse hasta el
sabor de sus almas hasta que se quedaron sin aire.
Cuando se apartaron, Driadan afianzó los pies en la arena y
mantuvo los ojos cerrados un buen rato. Sentía los dedos del Rojo escurriéndose
por su cuello hasta que se cerraron en sus hombros. Sus respiraciones agitadas
se mezclaban. “Me desangro”, pensó, aturdido.
Le recordaba en la Sala del Pegaso, regio y poderoso. Un guerrero,
un rey como no había visto a otro en toda su vida. Sabía que nunca vería a
ninguno ni remotamente parecido a él.
—Llevas mi sello en el brazo —murmuró, abriendo los párpados
para mirarle por última vez. De nuevo veía al hombre, solo al hombre. Y era
perfecto, tal como era. —Yo llevo las marcas de mi pertenencia en el alma y en
la sangre. Siempre serás mío, para siempre. Y siempre seré tuyo.
Ioren le devolvió la mirada en silencio. Una gaviota cruzó
por delante del cielo.
—Serás un rey fuerte. Tienes el fuego dentro—pronunció al
fin, rozándole la mejilla. Sus dedos eran tan suaves como su voz. Las manos del
Rojo le voltearon despacio, colocándole de espaldas a él, de frente a la nave
que aguardaba en las aguas calmas. Driadan aguantó el temblor que amenazaba con
sacudirle los miembros. —Ahora, camina hacia tu destino. Te llevas mi corazón.
Yo me quedo el tuyo. Quizá algún día volvamos a llamar juntos al fuego y al
acero, pero ahora no mires atrás.
Driadan inspiró profundamente. Cuando los dedos se apartaron
de sus hombros, echó a andar con zancadas amplias, aplastando las botas contra
la arena. Se obligó a no caer de rodillas sobre la playa y llorar como un niño,
se obligó a no llamarle, y sobre todo, se obligó a no volver la cabeza. Con los
dientes apretados, sangrando por dentro, caminó hacia su destino.
Sobre la cubierta, Amala le recibió con una mirada
preocupada. Driadan le saludó con la cabeza de manera mecánica y se dirigió a
su lugar, en el puente, clavando los ojos en el horizonte. “Driadan se queda en
la playa. Dioses. Esto es morir, lo sé.”
—Le prometí a Ioren que cuidaría de ti —dijo entonces Cisne.
El príncipe no se había dado cuenta de que el joven le había seguido —. Prometí
que cuidaría de ti para que no te devorase la soledad. Lo haré. Todos estamos
contigo, Driadan.
Jhandi gritó la primera orden. El viento era favorable, y la
vela se hinchó, engordándose hasta parecer una fruta blanca y tersa. La madera
chirriaba y crujía, el oleaje cantaba y percutía sobre el casco. El cielo se
aclaró y el sol les contemplaba, un ojo amarillo pálido.
—Tenías razón – murmuró—. Son nuestras cadenas.
Después, sin poder evitarlo, se dio la vuelta y se aferró a
la madera de la borda. La silueta de Ioren era una majestuosa figura en la
lejanía, con los cabellos rojos como una llama ondeando al viento. Le parecía
sentir sus ojos azules clavados en él.
Nunca dejo de mirarte, Driadan. Eso había dicho.
La figura no se movió de la playa. Desapareció de su vista
cuando la costa entera lo hizo, y aún entonces, el príncipe se mantuvo vuelto
en aquella dirección. La noche pasó, y cuando llegó el alba, Amala le encontró
en el mismo sitio. Antes de que pudiera preguntarle cómo se sentía, el príncipe
se giró hacia él. Tenía el semblante pálido, pero de repente parecía mucho más
mayor, más sereno. A Amala no le costó imaginarle con una corona en las sienes.
—Vamos a por el oro, Cisne. Hay que hacer la ofrenda.
. . .
Ha sido un capítulo absolutamente precioso. Igual que un diamante, con aristas y brillos.
ResponderEliminarNo puedo decir mucho más, salvo que espero con muchas ganas la continuación. Ver a Driadan convertido en Rey.
Gracias por publicar.
Un capitulo precioso y perfectamente escrito. He podido sentir el dolor y la pena tan abrumadora de Ioren y Driadan. Como siempre genial Hendelie, espero con ganas el siguiente capitulo
ResponderEliminar¡Que pena, ¿verdad?! Neith dice que este es "el capítulo del horror". Es muy triste pero creo que también es uno de los más bonitos. Aunque admito que me costó mucho redactarlo e incluso hoy lo he retocado antes de subirlo, jajaja. ¡Ay el drama!
ResponderEliminarBesos a tod@s y muchas gracias de corazón.
Mi corazón también ha quedado en esa playa.
ResponderEliminarTe pasaste linda, estuvo regio.
Que capitulo más bonito me a encantado TT me da mucha pena. espero poder ver pronto el próximo tengo ganas de ver a Driadan convertido en rey
ResponderEliminarOh, cada día me sorprendes más, mira que ansio saber que le depara a Driadan en su tierra y como se las vera con los Sterling.
ResponderEliminarOmmss me encantó este capítulo, Hendelie supiste plasmar tope de bien los sentimientos de cada uno, qué triste T_T Sniff sniff. Espero que ninguno de los hombres del Rojo traicione a Driadan, por lo menos Amala será un sirviente leal y libre.
ResponderEliminarHasta el prox caap!
byee
Que tristeza han transmitido, unas lágrimas cayeron por mis mejillas, que separación más dolorosa, la distancia espero que afiance sus sentimientos. Driadan será rey un gran rey, pero ¿Que sucederá con Rojo?
ResponderEliminarHendelie me dejas en ascuas ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy
Sin duda un capitulo hermoso me hiciste llorar de verdad sentí la tristeza solo espero que esta historia tenga un final feliz es tan hermosa para ser trágica y que diadran no pueda estar con ioren el rojo verdad
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