Nueva York, 1894
Atardece sobre Broadway. Hay mucha
gente en la calle, están en la 346 y observan desde el tejado de un bloque de
apartamentos la inauguración del New York
Life Insurance Building. Hombres con traje negro, mujeres con sombrero,
fotógrafos que apuntan con sus instrumentos hacia el edificio. Se apiñan unos
contra otros y charlan entre sí. Liam les mira y le parecen insectos, hormigas
abarrotando la boca de un túnel, todos vestidos de oscuro, diminutos y
errabundos. La curiosidad les lleva hacia el mismo punto, arrastrándoles como
una marea.
Hoy es la gran inauguración del
rascacielos. No es tan impresionante como el World Building pero aun así, es lo suficientemente grande y hermoso
como para haber reunido a semejante multitud. Ahí está, con sus seis columnas
en la fachada, largo como un barco, los sillares apilados creando acanaladuras
entre unos y otros y las preciosas ventanas en arco, como tres ojos atentos de
una tortuga que cargase con el peso de una pequeña nación. Y arriba el remate,
con las balaustradas, las águilas, la torreta y el reloj. Y más arriba aún,
sobre el reloj, está ella: una figura de mujer con las alas desplegadas a la
espalda y los brazos abiertos que parece posar los delicados pies en un orbe
terráqueo hecho de cinturones de bronce. No, no es el más alto de la ciudad. El
World Building tiene veinte plantas y
este tan sólo catorce. Pero tiene algo magnético y hermoso, aun cuando el ala
este aún no está acabada.
El discurso del presidente de la
compañía ha terminado. Ahora está cortando la cinta roja y se escuchan
aplausos. Las cámaras de fotos disparan, sisean los flashes de fósforo.
—Pues sí, es una bonita inauguración
—comenta Elliot, que está acodado en el borde de la azotea. A su alrededor, las
chimeneas expulsan humo blanco y gris, emborronándose entre su propia neblina.
Liam asiente distraídamente.
—Ahora pasarán adentro. Tomarán champagne, whisky, tostadas con
pepinillo y jamón cocido, caviar y soufflé.
—¿No vamos a ir?
El maestro esboza media sonrisa.
—¿Colarnos, dices? No creo que sea
buena idea.
—Vaya. Y yo que pensaba que me habías
traído para invitarme al cóctel.
—Siento decepcionarte, pero no es ese
el motivo por el que estamos aquí.
Liam deja el bastón contra el muro y
luego abre la gran carpeta que lleva debajo del brazo. Extrae un pliego de
papel, que la brisa golpea y agita, y comienza a dibujar, apoyado en la
cornisa, con un carboncillo afilado. Traza febrilmente, con movimientos seguros
y decididos, esbozando la silueta del edificio. Abajo, las hormigas están
entrando por las grandes puertas, se cuelan por entre las columnas, los abrigos
negros, las cámaras de fotos.
—Este edificio fue diseñado por Stephen
Decatur Hatch —empieza a decir Liam, entre el rasgueo del carboncillo y el
sonido bullente de la ciudad que hierve a sus pies. Elliot le observa con sus
ojos de ave rapaz—. Murió a mitad del proyecto. Fue un arquitecto muy
relacionado con el ejército.
—¿Le conocías?
—Un poco. Sus diseños son muy buenos.
El chico se acerca y se acoda a su
lado. El rostro juvenil se acerca al suyo, las negras pestañas abanicando y
velando en ocasiones la mirada inquieta y viva que sigue las líneas oscuras
sobre el papel.
—No sabía que eras aficionado a la
arquitectura.
«Hay tantas cosas que no sabes de mí
como cosas que yo no sé de ti», piensa Liam.
—Forma parte de mi trabajo —comenta,
cautelosamente.
La expresión de Elliot se ilumina.
Adora hablar del trabajo. Al fin y al cabo, el trabajo es el verdadero lazo que
les mantiene unidos. Generalmente, Liam y Elliot hablan de cualquier cosa: del
mundo, de la gente, de la sociedad, de arte, de religión, de ideas, y todo eso
termina por girar de un modo u otro alrededor del ilusionismo. Parece empaparlo
todo, contaminarlo todo. Y es maravilloso.
Las conversaciones sobre el ilusionismo
no son difíciles ni oscuras. Aportan riqueza, conocimiento y no terminan siendo
hábilmente desviadas por alguno de los dos porque empiecen a sentirse
incómodos. Que es lo que suele suceder cuando se tocan los temas personales. Entre
Elliot y Liam, hablar de la familia, del lugar de nacimiento o de cualquier
otra cosa que pueda definirles parece ser un tabú. Y no es que no hayan
intentado derribarlo, pero después de un par de tentativas de profundizar el
uno en el otro y conocerse mejor, la nula disposición de ambos, sus barreras
personales, les han conducido a fracasos desagradables y momentos incómodos que
no desean repetir. Así que no han vuelto a preguntarse por sus vidas privadas.
En algunas ocasiones, estando en la cama, o durante ciertas mañanas
especialmente íntimas en las que Elliot amanecía con la frente pegada al
cristal de la ventana contemplando con añoranza el exterior o Liam se bebía el
café con la mirada perdida, se han abrazado o se han estrechado la mano. Han
compartido esos pobres gestos de afecto tratando de consolarse, de sentirse
cercanos, conscientes cada uno de la nostalgia, del paisaje interior del otro
aunque éste no les fuera revelado, permaneciendo siempre envuelto en oscuridad,
secretos y niebla. Y eso es todo. Distantes, cada uno en un extremo de sus
mundos, es alrededor del ilusionismo donde sus dedos se tocan. Es la única
intimidad que, al parecer, están capacitados para compartir por ahora, junto a
esa otra intimidad física que proporciona consuelo a sus almas y exaltación a
sus cuerpos.
—¿Ah, sí? ¿Qué tiene que ver la
arquitectura con el ilusionismo? —pregunta Elliot con avidez.
—¿Alguna vez has soñado con hacer
desaparecer un edificio entero?
—¿Tú puedes hacer eso?
—Sí.
Liam ya no lo niega. Durante este
último año, Elliot ha ido moldeando su comportamiento. Sigue siendo provocador
y demasiado espectacular en su actitud pública, pero se ha revelado también
como un joven trabajador, curioso y dispuesto a empezar desde el principio. Su
aprendizaje ha sido rápido y natural y aunque aún no le ha confesado ningún
secreto importante, Liam sabe que el chico ya podría comprenderlos. Elliot
tiene todas las dotes necesarias, el
carácter perfecto y las aptitudes necesarias
para convertirse en un ilusionista de la Organización. Y pensar en ello le
proporciona esperanza, un consuelo grato
y tibio como un abrazo de bienvenida, pero al mismo tiempo le produce un horror
visceral. Y sin embargo… sin embargo parece cosa del destino. Ojalá Dios le
enviara una señal.
Sigue dibujando. Y sigue hablando, algo
vacilante, al ver que Elliot no dice nada más y su insistente mirada sigue fija
en él, pidiendo más explicaciones.
—Pero eso no es realmente difícil. Hay
algo mucho más complicado.
—¿El qué?
—Hacer que aparezca un edificio donde
no lo había.
Elliot reflexiona unos instantes.
Después dice:
—Enséñame.
Liam sonríe a medias. Elliot repite
tanto esa palabra que casi se ha convertido en su lema.
—Pronto. Antes hay otras cosas que
tienes que saber.
—Ya. Tienes que explicarme a quién debo
entregarle mi alma a cambio de esos conocimientos.
Sus palabras le atraviesan como
alfileres y se le congelan en la mente, le escarchan los oídos, le aceleran la
sangre en las venas. Estruja el carboncillo contra el papel sin darse cuenta y
la punta se parte, dejando un manchón negro. Se vuelve precipitadamente hacia
él, alarmado, camuflando el miedo tras una falsa indignación.
—¿Qué estás diciendo, Elliot?
El muchacho no parece afectado. Se
acerca y coge su bastón, levantándolo para mirar la empuñadura y volviendo los
ojos hacia él después.
—¿No eres algo así como Fausto? «El
tiempo es breve y el arte es largo», ya sabes.
Liam no sale de su asombro. Elliot le
contempla con una media sonrisa, una expresión burlona y engreída que su
maestro no le ha visto antes, pero que sí ha visto en otros, en los jóvenes
emprendedores de Nueva York que creen que tienen el mundo a sus pies. Elliot es
muy observador y un gran imitador. Adopta gestos y ademanes de otras personas,
practica posturas, voces, acentos, y los incorpora a su repertorio teatral.
Ahora está siendo jactancioso y a Liam le asusta.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—pregunta—. Dices que soy algo así como Fausto. ¿Por qué?
En realidad, Liam quisiera negarlo. Debería haberse reído, fingir que lo que ha dicho no le afecta. Pero está demasiado bloqueado y nunca se le ha dado muy bien disimular, no con Elliot. No ha hecho nada extraño, no ha hablado de ningún tema controvertido como para que su aprendiz haya podido adivinar las particularidades, ni siquiera las generalidades, de su pacto. Y no obstante, ahí está él, abordándole con descaro.
En realidad, Liam quisiera negarlo. Debería haberse reído, fingir que lo que ha dicho no le afecta. Pero está demasiado bloqueado y nunca se le ha dado muy bien disimular, no con Elliot. No ha hecho nada extraño, no ha hablado de ningún tema controvertido como para que su aprendiz haya podido adivinar las particularidades, ni siquiera las generalidades, de su pacto. Y no obstante, ahí está él, abordándole con descaro.
—Es por tu forma de actuar.
¿Por su forma de actuar? Liam niega con
la cabeza, sorprendido y también emocionado. Un soplo de brisa agita el humo
pálido que brota de una chimenea y la neblina se interpone entre ellos. «Deseo
ser descubierto», comprende entonces. «Deseo que él descubra los secretos para
no tener que guardarlos más. Deseo que me acorrale, que me obligue a hablar, a
confesarle la terrible realidad. Quiero que me alcance, oh, cómo lo deseo».
—¿A qué te refieres?
Elliot atraviesa el humo, acercándose
más a él. Tanto que le toca con las manos, que la solapa de su chaqueta roza la
camisa blanca del muchacho y los tirantes oscuros. Le está mirando, y Liam
siente su corazón palpitar con intensidad.
«Quiero que rompas esta barrera, que
saltes los límites y derribes todos los muros. Yo no puedo pedírtelo, pero si
tú quisieras… si tú lo desearas… si quisieras estar a mi lado, entonces abriría
los brazos y te daría un hogar en mi corazón».
—Tienes dones maravillosos que escondes
a toda costa, como si su origen fuera indecente —dice Elliot, hablando muy
despacio y mirándole a los ojos, fascinado y curioso—. Posees conocimientos
secretos y profundos, y sé que deseas transmitirlos, poder compartirlos con
alguien, porque son parte de tu vida… no, son el centro de tu vida. Los dejas asomar a la punta de tu lengua, al
borde de tus labios, pero no puedes permitir que echen a volar. Estás atado por
cadenas que no llego a comprender. Normas, pactos, supongo. La amargura que te
proporcionan las gracias que te han sido otorgadas se refleja en ti, en tus
ojos cuando se vuelven tristes. Tienes esa melancolía profunda y vieja de los
que tomaron una decisión hace tiempo, una decisión irrevocable y que les ha
hecho perder para siempre algo que no se puede reemplazar. Lo sé porque mi
padre también la tenía, y aunque él no vendió su alma, empeñó su vida. No es lo
mismo, pero tiene un sabor parecido. —Luego sonríe y su voz se vuelve ligera,
jocosa—. Y además, eres tan católico como sólo puede serlo alguien ya
condenado.
Liam niega con la cabeza otra vez y
retrocede dos pasos, apartándose de él.
—Para, cállate. ¿Cómo puedes hablar
así? Eres demasiado joven.
—Sí, pero también soy anciano. Ya he
visto la muerte, la angustia, la soledad y la amargura. Nadie que las haya
visto vuelve a ser niño, o inocente.
—No digas eso.
Elliot avanza dos pasos, le acorrala.
¿No es eso lo que Liam deseaba? Sí, pero ya no. La perdición, ¡la perdición!
¿Cómo podría condenarle a eso?
—Dime cual es el precio —exige el
aprendiz, los ojos brillando de determinación—. Quiero conocer los secretos que
tú conoces. Entregaré mi alma gustoso.
—¡No digas eso! —exclama Liam,
agarrándole de los brazos.
¡La perdición! Se le contraen las
pupilas. Desesperado, intenta buscar el camino de regreso, empujarle hacia
atrás. Pero Elliot es como una fuerza de la naturaleza, igual de inconsciente,
igual de apasionado.
—¿Por qué? ¿Acaso no lo has hecho tú?
—No todo lo que yo hago está bien.
—¿Te arrepientes?
Liam le suelta bruscamente y aparta la
mirada, agarrando el plano y el carboncillo y alejándose hacia un extremo de la
azotea. Apoya las manos en la cornisa y contempla el horizonte, respirando
profundamente, tratando de calmar sus nervios. En el interior del New York Life Insurance Building se han
encendido las luces. «¿Te arrepientes?». Esa pregunta funesta. Ojalá, ojalá
pudiera arrepentirse.
Niega con la cabeza muy lentamente y
sigue trabajando. Elliot ya no vuelve a acosarle. La distancia vuelve a abrirse
entre los dos como un abismo invisible. Y durante los siguientes minutos, Liam
dibuja y Elliot le observa, hasta que, derrotado, desvía la vista hacia la
calle.
¿Quién querría compañía en el infierno?
¿Quién sería tan egoísta como para arrastrar a él a alguien sólo para no estar
solo? Y aun cuando fueran verdaderos sentimientos de afecto, de necesidad, los
que movieran ese deseo… ¿acaso no es el mayor pecado que uno puede cometer,
tender la mano a otro desde los abismos, invitarle a acompañarle a la perdición
únicamente porque desea que esté a su lado? Alejarse hubiera sido lo mejor.
Alejarse aún puede ser lo mejor.
Y Liam toma la decisión, sintiendo al
mismo tiempo que el corazón se le rompe de una manera atroz.
Horas más tarde, abandonan el edificio
y regresan a la posada. Liam deja los planos en la habitación que comparten en
el Ear Inn y esa noche hace el amor
con su joven aprendiz con tanta desesperación, con una voracidad tan furiosa
que a ratos teme asustarle. Pero Elliot no se asusta. Más bien parece lo
contrario: se crece. Entre los vapores del sudor y el perfume almizclado que
envuelve la estancia, sus ojos brillantes le miran, y trepa sobre su cuerpo y
le hace frente, moviéndose sobre él, enlazando las piernas con las suyas y
arañándole la espalda. Ruedan sobre las sábanas y cuando caen al suelo, la risa
lúbrica y lenta del muchacho amanece, entrecortándose pronto a causa de los
gemidos sordos y los jadeos atropellados.
—El más allá poco me importa—murmura el
joven aprendiz, acicateando a Liam, que embiste rabioso contra su cuerpo,
estrechándole al tiempo con dulzura.
Y Liam cubre sus labios con los suyos,
haciéndole callar. No quiere escucharle. No quiere la tentación terrible de su
voz, pues tanto desea que lo que dice sea cierto, tanto desea que realmente ese
joven fascinante sea su compañero en la eternidad que se siente pecador,
terriblemente culpable cuando ve sus esperanzas materializarse.
Después, cuando yacen en la cama,
abrazados, Elliot le pregunta:
—¿Compartirás conmigo el don que tú
posees?
Liam está agotado. Su cabello, húmedo
de sudor, se enrosca sobre la almohada en tirabuzones. El chico los enreda
entre sus dedos y los suelta, en un juego lento y prolongado.
—No es un don —responde el maestro—. Es
una maldición.
—¿Lo compartirás conmigo, en todo caso?
Sus voces son suaves, algodonosas. El
susurro íntimo vibra entre los dos, la llama de la lámpara de aceite titila,
vacilante.
—Si ese es tu destino, sí.
Elliot ríe de nuevo, con una risa lenta
y adormilada.
—¿Me hablas de destino ahora?
Liam, con un nudo en el corazón, le
pasa los dedos sobre los párpados y susurra en su oído:
—Cuando cuente hasta tres, dormirás.
Elliot, pensando que es un juego, le
roza los nudillos con las yemas y se remueve, desnudo, contra su cuerpo.
—Tendrás que cansarme un poco más
—replica, seductor.
Liam le besa los párpados cerrados.
—Tres —murmura, angustiado.
Y los párpados se cierran, la cabeza
cae hacia un lado, la respiración se vuelve pesada y las manos de Elliot se
desploman, inertes sobre el colchón.
Así, pensando que jamás habrá de
perdonarle, el maestro ilusionista mira a su aprendiz, le habla en murmullos
cuando no puede oírle y le pide perdón hasta que los labios se le resecan. Besa
su frente y sus manos y le cubre con la sábana hasta la barbilla. Así le
abandona, sabiendo que abandona con él lo más preciado que ha tenido en mucho
tiempo. Pero el tiempo es largo… y confía en él para cerrar la herida.
Cuando sale de la habitación del Ear
Inn aún no ha amanecido. Con un toque de su bastón, la puerta del local,
cerrada con llave, se abre. Las calles oscuras y vacías le aguardan. Con la
maleta en la mano, se dirige a la estación de tren. Ha dejado arriba la mitad
de su dinero, el dibujo del New York Life
Insurance Building y lo que le restaba de alma. Sintiéndose vacío y
acabado, pero sin mirar atrás, abandona Nueva York.
Es hora de volver.
. . .
La ciudad sin nombre, 1895
Como hormigas, se amontonan en las
calles, en los tranvías. Las personas son como insectos. Revolotean en la
colmena, se empujan por los corredores del hormiguero, siguiendo las vías que
otros han excavado para ellas, sonriendo ante lo que deben sonreír, quejándose
de lo que tienen que quejarse. Les está mirando, esta vez desde la escalera
lateral de un edificio de oficinas. Es hora punta y todo el mundo va al
trabajo. Es un hervidero de almas, de ideas, de sueños. Cada uno de ellos emite
electricidad, energía estática, cinética, sus almas vibran, sus auras se
dibujan, coloreadas. Cada uno de ellos es un universo en miniatura. «Y sin
embargo, son como insectos». Recorre el bullicio con la vista, el bastón en la
mano y el abrigo oscuro ondeando cuando sopla el viento. «Cada uno igual al
otro, pero tan distintos… como planetas que giran con la inercia de la
gravedad. Nosotros trazamos sus órbitas. ¿Es que ninguno va a devolvernos la
mirada?».
Liam lo desearía. Secretamente, siempre
lo ha esperado, desde que se dio cuenta de lo que era la Organización y en qué
convertían a las personas. Sin embargo, no hay nada que pueda hacer al
respecto. Hizo su elección, tomó sus decisiones y no puede cambiarlas. Pero
desea que alguien plante cara.
Entre el enjambre humano, entonces,
encuentra una figura que parece desentonar con las demás. Detiene su atención
en él con curiosidad. Es un muchacho muy joven que está inmóvil al lado de una
farola apagada. Parece un vendedor de periódicos o algo así. Viste con camisa y
pantalón y lleva una gorra cubriéndole la cabeza. Tiene en las manos una
botella de ese tónico color caramelo que han empezado a vender envasado, se
llama Coca-cola. El chico tira de la anilla y, destapando el jarabe, se lleva
la botella abierta a los labios y da un trago. Luego mira hacia arriba y sus ojos
se encuentran con los de Liam como si siempre hubiera sabido que estaba allí.
Y es como una flecha, como un rayo,
como una explosión. Estalla en su sangre, en sus nervios, en su mente.
Le atraviesa con una mirada tan
profunda que Liam tiene la sensación de caer en ella. La distancia parece
desaparecer y se agarra a la barandilla de la escalera, alarmado y mareado, al
sentir que los ojos plateados se abren, se acercan, se extienden como un
universo en expansión que acabará atrapándole, atrayéndole con una fuerza más
poderosa que la gravedad. Están llenos de estrellas y dan vértigo. Cae, cae en
la noche, en el espacio exterior, se precipita entre asteroides y soles
desfallecientes… y la respiración se le entrecorta y el corazón se le acelera,
presa del pánico. Y no puede apartar la vista.
Cuando lo consigue es como una
sacudida. La conmoción le ha crispado los músculos, le hace hiperventilar.
«¿Quién es?», se pregunta. «¿Qué es?». Aterrado, se da la vuelta y baja las
escaleras a toda prisa. Huye, sin saber de qué está huyendo, sintiendo aún esa
mirada cósmica sobre sí. Se aleja a través de las callejuelas que tan bien
conoce, y al girar un recodo, aún con los oídos zumbándole y la visión
emborronada, plagada de puntitos de colores, se choca contra alguien. Impacta
con tanta fuerza que trastabilla hacia atrás dos pasos y a duras penas logra
mantener el equilibrio. Su contrincante no tiene tanta suerte y se cae de
espaldas al suelo, aterrizando sobre sus posaderas.
—Lo siento, lo siento. —Nervioso, Liam
se apresura a disculparse.
Le tiende cortésmente la mano. Y cuando
él la agarra, el tacto familiar le sobrecoge.
Elliot se pone en pie, sacudiéndose el
traje. Le ha crecido un poco el pelo y tiene una sombra de barba de tres días.
Lleva la camisa abierta en el cuello, tirantes negros y una corbata floja sobre
el chaleco. Los pantalones le están un poco largos. Parece un delincuente.
—¿A qué tanta prisa? —pregunta el
aprendiz, con una mueca desdeñosa.
—Para encontrarme contigo —responde
Liam, aún conmocionado—. Supongo.
Tiene que ser el destino. Ha de ser el
destino. ¿Es esta la señal de Dios? Tiene que serlo. ¿Cómo ha podido
encontrarle? ¿Cómo han podido encontrarse en esa ciudad, cómo?
Le suelta la mano y ambos se recomponen
lo mejor que pueden. Elliot recoge del suelo el bastón con la quimera en la
empuñadura y se lo devuelve.
—Tu bastón.
Liam lo agarra y se pasa la mano por el
pelo, azorado.
—¿Qué haces aquí? —pregunta.
—Yo nací aquí. Como me dejaste tirado,
decidí volver a casa.
«Es el destino. Tiene que ser el
destino».
Liam asiente, mirando a los ojos
naranjas. El chico de los ojos plateados ha desaparecido de su memoria.
—Me alegro de volver a verte.
—Ya. Podías haber dejado una nota, o
algo —escupe el chico.
Liam asiente otra vez. Podía haberlo
hecho.
—Tienes razón. Lo siento, Elliot. Yo…
—No lo sientes.
Liam aprieta los dientes. Es como una
bofetada. ¡Pues claro que lo siente! Pero Elliot no lo entiende. No lo
entendería. En su mirada hay rencor y desdén, mucho desdén. Y también algo más,
cálido y febril, algo que Liam desearía poder alcanzar y consolar.
—Espero que algún día puedas
perdonarme.
—Ya lo he hecho. Tengo tu dibujo, por
cierto. Ya te lo devolveré.
—¿Ya lo has hecho?
—Sí. Te fuiste porque tenías miedo. No
pasa nada, lo entiendo. Pero no vuelvas a abandonarme nunca.
»Yo elegí ser tu aprendiz, y elijo
llegar hasta el final. Pagaré el precio y lo haré porque esto es lo que quiero.
Es todo lo que deseo en la vida. Poder hacer realidad lo que hay en mis sueños,
en mi mente. Darle forma, color, movimiento, darle vida aunque sea mediante
trucos, como tú los llamas. Una vez me dijiste que la responsabilidad de un
ilusionista era hacer que los espectadores pudieran asombrarse con lo
desconocido, fascinar al público, empujarles a soñar. He pensado en eso y creo
que también hay otro aspecto en ello. El de romper con los convencionalismos,
el de derribar los límites de lo posible y lo imposible, de lo real y lo
irreal. Quiero hacer volar criaturas de vidrio, hacer aparecer edificios donde
no los hay. Quiero darle al mundo formas nuevas, más hermosas, tan reales como
la propia realidad. Y sé que tú puedes enseñarme, de modo que no permitiré que
tus temores me separen de ti. A menos que hayas decidido dejarme a un lado y
seas muy convincente, claro.
Elliot ha soltado su discurso sin
interrupciones, con voz decidida y alzando la barbilla altivamente. Serio y
grave, mira a su maestro. Liam se ha quedado sin palabras. «Es el destino», se
repite una y otra vez. No obstante, contiene su emoción. Finalmente asiente y
suspira, aceptando su voluntad por primera vez de manera consciente,
claudicando ante el empuje de su juventud, ante la valentía y el ardor de su
determinación.
—Sigues siendo mi aprendiz —declara—.
Cuando llegue el momento, tendrás que decidir si estás dispuesto a pagar el
precio por aquello que ahora deseas… pero hasta entonces, yo también te elijo a
ti.
Elliot asiente y el rencor desaparece
de su mirada. Luego, en un acto absolutamente irracional, Liam da una zancada y
le estrecha entre sus brazos. Jamás podrá confesarle cuánto le ha echado de
menos, lo solo, lo vacío que se ha sentido. Jamás pondrá voz a las emociones
que le sacuden por dentro como una tempestad en ese momento. El aprendiz crispa
los dedos a su espalda, cerrándolos en su chaqueta, y se aprieta contra él.
También Elliot se ha sentido solo. La calle está vacía y nadie les ve cuando se
estrechan los cabellos y se besan, colisionando como dos cometas, devorándose
desesperadamente hasta caer de rodillas sobre el suelo. Pero si alguien les
viera, cualquier persona, hasta un ciego, llamaría a eso una historia de amor.
Ellos, desde luego, no.
. . .
La ciudad sin nombre es grande, más
grande que ninguna que Liam haya conocido. Cuando dejan de besarse (y pasan varios
minutos hasta que eso sucede) se internan en ella. Caminando juntos, se
sumergen entre las callejuelas, deambulan a través de las avenidas, los parques
y las plazas. Elliot conoce algunos lugares, pero el maestro ilusionista parece
saber mucho, mucho más. Le muestra fachadas en las que nunca se ha fijado,
recovecos encantadores, miradores ocultos, perspectivas nuevas, rincones
secretos.
Al caer la tarde, le lleva a la
periferia. Desde la azotea de un edificio, siempre buscando los lugares altos,
contemplan una plaza cuajada de limoneros junto a la cual hay dos naves
industriales. Una es una fábrica de perfumes, la otra una planta de
embotellado. Están sonando las sirenas y los trabajadores salen de las fábricas
por las grandes puertas, que se abren de par en par. Una bandada de palomas
alza el vuelo y desaparece en el cielo sonrosado.
Liam está fumando en pipa. Elliot lo
mira todo con atención, sus ojos se beben las formas, los colores, las
impresiones de cada imagen. Ahora está observando a los trabajadores y frunce
un poco el ceño.
—No lo entiendo. La gente dice que odia
esta ciudad pero siguen aquí, día tras día.
—No la odian tanto.
Las brasas de la pipa se encienden,
iluminando el interior de la cazoleta cuando Liam toma una calada. Una nube gris
con olor a tabaco vela su rostro durante un instante y Elliot acerca la mano
para abanicarla y disolverla. Quiere verle con claridad.
—¿Entonces por qué lo dicen?
—A ratos la odian, a ratos la adoran...
—La voz del maestro es suave y grave, reflexiva. —Llegan aquí y todo es nuevo y
asombroso. Con el paso del tiempo, descubren sus defectos. Y sin embargo, se
encariñan del conjunto por el camino.
—Ya.
—¿Cuántas veces crees que puede alguien
enamorarse de la misma persona?
Elliot se queda callado, sin hablar,
durante demasiado tiempo. Él siempre tiene respuestas rápidas, sagaces. Por eso
a Liam le resulta inusual que necesite reflexionar tanto, y también la cualidad
agreste, tensa, de su silencio. Vuelve el rostro para mirarle, extrañado. Los
ojos de Elliot huyen entonces, repentinamente, como aves espantadas de color
naranja.
—Depende de lo estúpido que uno sea
—replica al fin.
Y algo en su respuesta convence a Liam de
que lo mejor es cambiar de tema. Elliot no parece la clase de persona con la
que uno pueda hablar de ciertas cosas, como las emociones, por ejemplo. Y eso
encierra una gran ironía, siendo que Elliot es el más humano de los dos y no
obstante, la mayor parte de las veces, parece lo contrario.
—¿Te gusta este sitio?
—Sí. Es muy bonito —admite el muchacho.
—Algún día, desaparecerá. —Liam le mira
de reojo—. Pero nosotros podremos resucitarlo. Hacerlo incluso más hermoso.
Elliot sonríe a medias y le dedica una
mirada sagaz. Ha pasado un año desde la última vez que se vieron y aunque el
chico no ha cambiado demasiado, sus ojos se han vuelto más penetrantes y han
adquirido la sabiduría del dolor.
—«Lo que brilla es obra de un momento: lo
verdaderamente bello no es nunca perdido para la posteridad».
Liam responde con una risa suave.
Reconoce esa cita: es de Fausto.
—Así es. La belleza permanece, Elliot.
Siempre permanece.
Y juntos contemplan el atardecer,
secretamente aliviados de contar de nuevo con la compañía del otro,
prometiéndose cada uno a sí mismo no volver a alejarse, no volver a dejar que
nada les separe, ni el miedo, ni la inseguridad, ni la muerte siquiera. Para
ellos, en esa tarde rojiza de abril, las promesas son eternas. Elliot es joven
y Liam es ingenuo. Poco o nada saben de las promesas de amor, cuyos cristales
rotos hieren más que cualquier arma.
Ahora todo es perfecto.
Tendiéndole la mano, Liam lleva a su
aprendiz hasta la fábrica y le muestra el interior, balanceando el bastón entre
los dedos. Bajo su atenta mirada, dibuja los detalles que componen la
construcción, toma apuntes de la decoración interior, traza diagramas, esquemas
y planos. Y antes de marcharse, rasgando un pedazo de papel sobrante, con una
pluma estilográfica, escribe: Elias K.
—¿Quién es Elias K.? —pregunta Elliot.
Liam arruga el papel y lo arroja a un
rincón.
—Elias Kahn. Es el nombre que me dieron
en el infierno.
Elliot levanta la ceja.
—Pues me gusta más el tuyo.
—A mi también —ríe el maestro—. Llámame
siempre Liam. Tú eres el único que lo hace.
El joven asiente, desviando la mirada,
algo azorado. Se aparta el cabello del rostro.
—De acuerdo. Pero tú debes llamarme
siempre Elliot.
—¿Así que es tu nombre verdadero?
—comenta el maestro, algo sorprendido— ¿Elliot Salamander?
—Elliot Lazslo Szalamandránk, en
realidad. Mi padre era de Szombathely. Está en Hungría —aclara.
Ante esta nueva revelación, Liam disimula
su emoción. Es la primera vez que Elliot habla de su familia, y como si le
debiera algo, responde:
—Yo soy de Killarney. Irlanda.
El aprendiz esboza media sonrisa, aún
evitando su mirada.
—Eso explica el catolicismo. Y tu acento.
Al menos en parte.
Liam asiente y después los dos se quedan
callados. Con la imperativa necesidad de romper ese silencio incómodo, el
maestro señala hacia arriba, las vigas del techo y un precioso tragaluz de
vidrio que desde afuera adorna la fachada.
—¿Quieres probar a dibujar eso? Si se te
da bien dibujar, claro.
—Se me da bien.
Él parte el carboncillo en dos y le
presta una hoja de papel en blanco.
—Intenta ser fiel al original, aunque
después, a la hora de reconstruirlo, seguramente me tome algunas libertades. La
estructura, sin embargo, debe permanecer exacta.
Y hablan de arquitectura, de ilusionismo
y de movimientos artísticos. Dibujan. Y luego
hablan de avances tecnológicos, de nuevos estilos decorativos y de
comprar camisas. Liam le indica a Elliot dónde hay un buen sastre. Elliot
decide que quiere ir con él, está harto de sus camisas viejas. Cuando la noche
ya es cerrada, Liam golpea la puerta con el bastón y esta se abre. Salen al
exterior y caminan en un silencio tenso a través de calles y callejas, sin
preguntarse el uno al otro donde van. La zona industrial da paso a un barrio
sucio y oscuro de la periferia, el suburbio donde se hacinan los menos
afortunados y donde los más afortunados acuden a beber por poco dinero, a yacer
con chicas exóticas o chicos menores de edad y a fumar opio. Las putas les
hacen gestos obscenos con la boca y los labios a su paso, bajo la luz mortecina
de farolas estropeadas, pero ellos no prestan la menor atención. La sordidez
que les rodea es, al mismo tiempo, excitante. Y es en uno de esos locales de
mala reputación, en una habitación con cortinas rojas y tras pagar por una
noche, donde al fin se reencuentran.
Es cierto que el lugar no tiene mucha
clase, pero allí a nadie le importan los gritos, los gemidos ni los golpes en
la pared.
. . .
Me encanta como va desarrollándose la historia. Y ese chico de ojos grises.... ¡me resulta muy familiar!
ResponderEliminarMe muero por que continueis la historia y ver como acaban estos dos, que parecen tontos a veces.
Mina
¡Hola Mina! Muchas gracias por leer y comentar. Esta semana seguimos con Alex y Lot. Me alegro de que te esté gustando la historia, la verdad es que escribirla es divertidísimo, aunque los personajes a veces nos desesperen, jajajaja. ¡Un abrazo!
ResponderEliminarHola, soy Arman. Me he unido a la campaña del club de las escritoras "Por un club más unido" así que ya tienes una seguidora más ;)
ResponderEliminarSaludos!!!
¡Hola Arman! Muchas gracias por seguirnos. Siéntete libre para leer y cotillear a tu antojo ¡y sobretodo para comentar! Ya nos contarás qué te parece nuestra humilde morada.
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