Escena 8, toma primera.
Me desperté agotado y solo. El olor del asfalto mojado se
colaba por la ventana abierta y me dolían las plantas de los pies a causa de la
aventura de la noche anterior.
Tras el ritual perezoso de todas las mañanas (o de todos los
mediodías, ya os he dicho que madrugar no es lo mío) mediante el cual tomaba
contacto poco a poco con la realidad a base de mirar al techo, me puse la ropa interior
y me senté en la cama, pensativo. Las imágenes del día anterior volvían a mi
mente en fotogramas inconexos: la mujer del pelo azul, el pánico instintivo, la
ciudad desmoronándose, el velo rasgado, la oferta irrechazable. Y él. Los ojos
anaranjados fijos en los míos mientras me limpiaba las heridas. Su voz
flexible, plástica, hablándome de todas las cosas que yo ya sabía y no quería
recordar. Su sonrisa de galán. La manera en que me agarraba de las muñecas y me
apresaba contra el colchón, dominante. La forma en que apretaba los dientes
mientras embestía en mi interior, observándome con la mirada prendida de un
extraño fuego distante.
Me encogí. Ahora ya no cabía tomarse las cosas a broma. La
Organización me había encontrado, y en lugar de aceptar el trato que me
salvaría la vida y me permitiría vivir lejos de ellos, yo había decidido
confiar en Lot Anders. En un tipo que mentía más que hablaba, que ocultaba
información, que tenía intenciones secretas y que me estaba manipulando. Sí, me
estaba manipulando. ¿Qué, os creíais que no me había dado cuenta? Ya os dije
que no soy idiota. Yo sabía que lo estaba haciendo, que estaba a mi lado por
necesidad e interés. A pesar de todo, había escogido confiar en él. Había
escogido ser Alex. Y me sentía un poco como un sacrificio voluntario que camina
por su propio pie hacia el altar. Uno de esos altares llenos de sangre de las películas
de espada y brujería, ya sabéis. Pero aquí no iba a venir ningún Conan a
salvarme. No, estaba claro. La casa estaba vacía, al igual que mi cama. Lot se había vuelto a marchar.
—¿Por qué me dejas solo? —murmuré a media voz.
Las cosas se habían puesto muy feas, y Lot, para quien la
situación no era mucho mejor, se iba cuando menos lo esperaba. Puse la
mano sobre las sábanas, donde Lot solía tumbarse. Yo ocupaba el lado derecho de
la cama, él el izquierdo. La sensación de desamparo que sentía se calmó un poco
cuando me abracé a mí mismo. «No pasa nada, Alex», me dije. «No estás solo».
Luego me encaminé al cuarto de baño, llené la bañera y estuve allí durante casi
una hora, cuidando de mí mismo, consolándome.
Cuando salí, cincuenta minutos más tarde, secándome el pelo
y caminando descalzo y en pantalones, me encontré a Lot sentado en el sofá, con
el batín granate, fumando y viendo la televisión. Aliviado y alegre, fui a su
lado, tirando la toalla al suelo.
—¡Hola, Lot!
—¿No sabes que pasar tanto tiempo bajo el agua es malo para
la piel? —dijo, a modo de saludo.
No le hice ni caso. Me dejé caer junto a él y le abracé,
quitándole el cigarrillo y besándole en los labios para darle la bienvenida.
—¿Cómo has entrado?
Él me pasó el brazo sobre los hombros y me atrajo hacia su
pecho.
—No me hace falta ninguna llave para entrar a tu casa.
—¿Eres como los vampiros? ¿Si te invitan una vez puedes
pasar siempre que quieras?
—Soy un ilusionista. Puedo pasar siempre que quiera, aunque
no me inviten.
Le miré con cara de sorpresa y admiración. Él no hizo ningún
gesto, pero el brillo en sus ojos, que no se apartaban de la tele, se volvió
más vivo. Le encantaba ser una estrella, estaba claro. Aunque solo lo fuera
para mí.
—¿Dónde estabas? —murmuré, acomodándome contra él y echando
un vistazo a la película. Era Historias de Filadelfia—. Me he despertado y estaba solo.
—No me agobies.
Lo dijo así, sin más. Casi con desgana. No me había soltado,
seguía mirando la pantalla y por un momento quise agarrar el cigarro y quemarle
en la cara. «Será imbécil», pensé. En realidad, me daba igual donde hubiera ido
y también me daba igual que se creyera Humphrey Bogart y me espetara un seco
“no me agobies” ante una simple pregunta.
—Solo preguntaba. No te estoy agobiando, quejica.
Lot no respondió. Parecía muy concentrado en la pantalla,
así que me acomodé con él y la miré yo también. Durante un buen rato estuvimos
en silencio, pero en aquella ocasión se me hizo pesado y tenso.
—Tengo hambre —dije al fin, en parte por romperlo pero
también porque era verdad.
Entonces al fin me hizo un poco de caso. Me miró de reojo y
esbozó media sonrisa.
—Yo también.
Sin más preámbulos, se me echó encima. Sus besos sabían a
tabaco, eran duros y ansiosos y sus manos me recorrían el torso y los costados
como si fuera a poseerme ahí mismo. Y pensaba que iba a hacerlo, pero no fue
así. Se apartó de mí, sonriendo con malicia, se levantó y se fue a la cocina,
colocándose el pantalón por el camino. Miré los míos y la catastrófica erección
que despuntaba y que se iba a quedar sin resolver.
—Eres un calientapollas —le dije, alzando un poco la voz
para que me escuchara.
—Pues igual que tú —me respondió.
Me eché a reír y seguí viendo la película mientras él
preparaba la comida.
Pasamos el resto del día tirados en el sofá, dándome unas
lecciones sobre cultura audiovisual, según decía él. Vimos Perdición, Qué bello es vivir y Ariane.
Esta última la puso para mí. Cuando días antes habíamos visto Vacaciones en
Roma y yo me había pasado la tarde haciendo
comentarios sobre Audrey Hepburn y lo guapa, elegante y tierna que me parecía.
—Ariane te gustará todavía más. Es una de esas historias
románticas que te gustan.
La verdad es que no se equivocaba. Apenas pasados treinta
minutos de la cinta, yo ya estaba fascinado con la historia y con el carácter
de la protagonista. Por si no la conocéis, Ariane trata sobre una chica muy joven, hija de un detective. Un hombre
contrata al detective para comprobar si su esposa le engaña, y la jovencita se
involucra secretamente en la investigación de su padre, descubriendo que la
esposa engaña al marido con un maduro playboy, magnate de los negocios y con una agitada vida
amorosa. La joven encubre al playboy,
evitando que el marido despechado tome medidas drásticas contra él. Desde ese
momento, la joven, soñadoramente enamorada del playboy, comienza a urdir una trama de mentiras y fantasías
para conquistarle, fingiendo delante de él ser una chica vividora y libre, que
ha sido amante de príncipes y caballeros importantes, y sin revelarle su nombre
jamás.
Y Ariane me tenía absorto. Había acabado tumbándome en el
sofá y apoyando la cabeza en los muslos de mi amante, subyugado por las
imágenes en blanco y negro. Estaba totalmente enganchado. No podía dejar de
sonreír cada vez que Frank la llamaba «flacucha» y me quedaba embobado con los
breves planos de París. A ratos, me parecía ver algún paralelismo entre lo que
estaba sucediendo entre nosotros y esa vieja película. Por ejemplo, Lot me
llamaba «flaco» y «flaquito» en más de una ocasión y estaba seguro de que
algunas de las frases dichas por los personajes ya las había escuchado antes de
sus labios. Y en cuanto a lo demás… no sé si de verdad había cierto parecido
entre las dos historias o era lo que yo deseaba creer entonces.
—Qué guapa es —comenté, distraídamente.
—Ella rompió el molde.
—¿Qué molde?
Lot no apartaba la mirada de la pantalla. Su resplandor se
reflejaba en los ojos anaranjados y cristalinos.
—Antes de Audrey, era la época de las divas. Actrices
glamourosas, inalcanzables, preciosas. Cuando Audrey irrumpió en escena, tan
natural y cercana, fue como un soplo de aire fresco. Y es muy elegante, mira el
cuello.
La escena se desarrollaba en un jardín, un parque o algo
así. Ariane estaba explicando a Frank su aventura con un torero valiente y
apasionado, y él parecía arder de celos. Se me escapó una risita.
—La única pega que pondría a esta película —continuó Lot—
es que él me parece un poco ingenuo para ser un playboy. Cualquiera se daría cuenta de que es imposible que
esa niña haya tenido veintiún amantes, tal y como dice.
—A lo mejor es lo que quiere creer —le defendí yo. Frank
me caía bien.
Lot se rió.
—Eso es absurdo. Es evidente que le molesta pensar
que ella tiene a otros. No se creería ese cuento por gusto.
—No sé, a lo mejor eso le hace desearla más.
—¿Cómo crees que va a terminar? —me preguntó entonces.
Su mirada se desvió hacia mí.
—Mmmmh… ella le cuenta la verdad y huyen juntos. —Le
miré, esperando su confirmación, pero Lot se limitó a reír otra vez por lo bajo
y apartar la vista—. Ya, ya lo sé. —Levanté la ceja como él solía hacer e imité
su voz—. «Eres un cándido».
Su risa se volvió más sonora y me acarició el pelo.
—Lo has dicho tú, no yo.
—Te leo el pensamiento —repliqué.
—Entonces deberías practicar más.
—¿Es que no lo hago bien?
—A veces tengo la impresión de que nunca me interpretas
correctamente. Pero no es que me importe, la verdad, no me molesta en absoluto.
Forma parte de la diversión.
—Eres difícil de interpretar —me defendí—. Eres muy
ambiguo.
—Si quisiera ser correctamente interpretado, hablaría
de otro modo. Aunque, desde luego, hay que ser cándido —añadió, en voz baja y
fingiendo que lo decía sólo para sí mismo, pero lo bastante alto como para que
yo le escuchara.
Me eché a reír con suavidad.
—¿Ves? Lo sabía.
Volvimos a quedarnos callados, mirando la televisión.
Aquella paz ficticia era tan ilusoria como las historias de Ariane. Encerrados
en casa, sumergidos en vidas ajenas a través de la pantalla, nos olvidábamos de
nosotros mismos, de nuestra verdadera situación. Podíamos fingir que sólo
éramos dos amantes pasando la tarde, que no había peligros acechando afuera,
mujeres con el pelo azul ni niños psicópatas en uniforme escolar. Lot fumaba y
me tocaba el pelo. A veces me acariciaba una pierna por debajo del pantalón o
me rozaba el lóbulo de la oreja, o me daba un caramelo del bote de cristal que
teníamos en la mesita. Yo me acurrucaba contra su pierna, disfrutando de la
suavidad del terciopelo del batín contra mi mejilla, del olor del tabaco
perfumado y de los roces de sus dedos, dejándome absorber por aquella historia
ajena de Ariane y Frank. Cuando la película terminó, una gran sonrisa iluminó
mi rostro. La música romántica sonó a todo trapo y los dos protagonistas se
besaron apasionadamente.
—¡Bien! —celebré en voz baja. Luego le miré,
triunfal, girando sobre el sofá haciendo la croqueta y colocándome boca arriba
sobre sus muslos—. ¿Ves? Hasta los tipos más duros tienen su corazoncito.
Lot hizo una mueca altiva.
—Bah, ese no era un tipo duro. Para ver tipos duros,
te pondré Gilda.
—Vale.
—¿Te ha gustado?
Asentí, incorporándome. Después de estar tanto tiempo
tendido, me mareé un poco. Me comí unos cuantos caramelos para que se me
pasara, mientras Lot recogía la cinta y la guardaba primorosamente en el
estuche, sentándose a mi lado de nuevo. Luego le robé un cigarro y lo encendí,
mirándole con curiosidad. Debajo del batín sólo llevaba los pantalones del
traje y los pies, descalzos, estaban enfundados en calcetines oscuros con el
talón y la punta color rosa chicle. Me lo imaginaba perfectamente en blanco y
negro, dentro de una de esas películas antiguas. Sería un galán perfecto para
las comedias románticas. Aunque… aunque tal vez no. Quizá sus historias tenían
un final dramático y triste.
—¿Tú la habrías dejado en la estación? —pregunté,
repentinamente.
Él me miró de soslayo.
—¿Tú que crees?
—¿Alguna vez vas a dejar de responderme a las
preguntas con más preguntas?
—A veces te doy respuestas.
—Creo que te la llevarías —repliqué, soltando el humo
hacia él en un fino hilo gris. No se apartó, ni siquiera tosió—. Al fin y al
cabo, tú también eres un embustero.
Esbozó media sonrisa.
—De lo que no cabe duda es de que tú te la habrías
llevado. —Se puso en pie y me hizo un gesto con los dedos, casi desganado—.
Coge la cámara.
—¿Vamos a salir?
Me incorporé, animado con la perspectiva.
Normalmente, prefería quedarme en casa, pero desde que Lot me había hablado de
caminar sobre los tejados y había visto lo que hacía con la cucharilla de plata
y la forma en que entraba donde le venía en gana sin tener llaves, la idea de ir
por la calle con él me resultaba estimulante. Me imaginaba que sería algo así
como una aventura rollo Peter Pan. Sí, soy un poco cándido. A estas alturas ya
lo tenemos todos más que claro.
—Sí, si no tienes nada en contra.
—Tú eres el experto en seguridad.
—Estaremos bien —replicó, y se encaminó a la habitación.
Mientras yo buscaba los objetivos y preparaba la cámara, se
fue al cuarto de baño con unas cuantas perchas y un par de zapatos en la mano.
Escuché el agua correr y, deduciendo que Lot aún tardaría un poco, aproveché
para releer uno de los manuales de la Canon. Lo cierto es que pasó un buen
rato, porque me dio tiempo a recordar casi por completo cómo funcionaba la
cámara, y finalmente, los grifos se cerraron y escuché apagarse el calentador.
Mientras Lot canturreaba delante del espejo, yo entré a mi cuarto a vestirme.
Me puse una camiseta vieja, unos pantalones de pana y unas zapatillas de tela.
Después, me recogí el pelo detrás de las orejas con una cinta de colores
apagados que había comprado en un mercadillo hippie. Cuando salí, pocos minutos después, Lot me estaba
esperando en la puerta impecablemente vestido y con el bastón en la mano. Él
llevaba un traje negro, camisa negra de seda y corbata y tirantes color
naranja. Me miró de arriba a abajo, con disgusto. No pegábamos ni con cola.
—Pareces el anuncio de una ONG. Me dan ganas de apadrinarte
o enviarte arroz.
—¿Por qué? —repliqué, a la defensiva—. Qué exagerado eres.
Lot se rió y se acercó por detrás de mí para robarme un
beso en la nuca, apartándome el pelo con una mano. Luego se echó las manos a la
espalda y al pasar, me dio un bastonazo suave en el culo, mirándome con
picardía.
—Vamos, antes de que se ponga a llover.
—¿Va a llover? —Me puse la cazadora vaquera y me colgué la
bolsa de la cámara del hombro, ajustándola para que la correa no se me clavase.
—Probablemente.
—¿Usas paraguas?
—Sin duda —respondió.
Y sin embargo, no cogió ninguno del paragüero. Abrió la
puerta y me invitó a salir con un ademán muy galante. Sonriente, con el ánimo
alegre y con la imprudencia de los que no tienen nada que perder, salí a la
calle. No pensaba entonces en los verdugos, ni en los satures que tanto odiaba,
en la mujer del pelo azul ni en los coches negros de la Organización. Estaba
bajo el hechizo de Lot, y en él me sentía tranquilo. Mi mente estaba llena de
fotogramas, de rostros en blanco y negro, de historias esperanzadoras sobre
amores imposibles, comedias en las que nunca ocurría nada demasiado malo, en
las que nadie te cortaba la cabeza con una guadaña negra y los tipos duros y
los playboys trasnochados acababan
enamorándose de la chica, aunque no fuera la más guapa, la más lista ni la más
rica. Su presencia a mi espalda me daba seguridad.
Y tal vez aquello fuera lo más absurdo y peligroso de todo.
. . .
Escena 8, toma segunda.
—¿Conoces tu barrio?
Caminábamos por la calle y yo
parecía estar viendo el lugar por primera vez. Tras la experiencia con la mujer
del pelo azul, salir al exterior se había convertido en algo tan excitante para
mí como debía serlo para un aborigen africano. En cualquier momento podía
morir. Y además de eso, sabía que lo que veía no era del todo real. Así que
recorría con la mirada el cielo amarillento y colorido de la tarde, observaba
atentamente las nubes regordetas y los tejados de los edificios circundantes,
intentando encontrar el truco en todo eso.
—Un poco. Después de que me dieran el alta, salía de vez
en cuando.
—Háblame de él.
Lot iba a mi lado, con el bastón en la mano. No sabíamos a
donde nos dirigíamos, estábamos paseando de un modo errático, o eso me parecía.
Sin embargo, en su trayectoria había un orden oculto. Tocaba las farolas con
los dedos, observando las esquinas, los bordillos, los muros, como si fueran
obras de arte. No podía evitar mirarle. Su presencia tenía algo misterioso e
indefinible. No era solo el magnetismo que producía en mí, sino algo más. Algo
que parecía influir en cuanto nos rodeaba, como si la ciudad no fuera
indiferente a su presencia. Le acompañaba un aura transformadora que hacía que
todo a su alrededor pareciera encajar a la perfección de forma aparentemente
casual.
—Pues… hay un parque y fábricas abandonadas más al norte.
Las estaban rehabilitando y algunas iban a ser demolidas, pero pararon el
proyecto por falta de fondos, o eso dicen los abuelos.
Había cubos de escombros al lado de una fachada en obras y
basura en los rincones por los que las cañerías se hundían en el asfalto. Al
pasar junto a un montón de cajas y papeles amontonados en una esquina, un rayo
de sol incidió sobre ellas. La brisa hizo volar algunas páginas, que trazaron
una espiral perfecta en el aire y después cayeron a un charco. La tinta se
diluyó, formando dibujos borrosos sobre la celulosa. Saqué la cámara de la
bolsa y me la colgué al cuello, enfocando para hacer una foto.
—Esta ciudad es muy antigua —dijo Lot, apartando uno de
aquellos papeles con el bastón—. Antes de que se levantaran estos edificios ya
había casas de piedra. Y antes de las casas de piedra, chozas de adobe. Las
ciudades crecen en los cimientos de viejas ciudades, se erigen sobre lo que
fueron antaño, sin saber muchas veces de qué está compuesta su propia savia.
—He oído que muchas veces se paran las obras por eso,
porque encuentran yacimientos.
Miré a través del visor, recorriendo la puerta de un
garaje, una curva con señales de tráfico, un edificio al fondo, una nave
industrial. Luego capté un mechón de su cabello y enfoqué su rostro.
—Sí. Los que piensan que dirigen la ciudad creen que basta
con echar algo abajo para limpiar el sitio y dejar el espacio libre, listo para
colocar otra cosa encima. Una fábrica más moderna, un edificio más grande… un
bloque de pisos en el que pueda hacinarse más gente.
Presioné el interruptor. Lot posó para mí con ese estilo
de los que saben hacerlo sin que se note, perdiendo la mirada reflexiva en la
lejanía, enfocando sus ojos cristalinos de repente en el objetivo, esbozando
media sonrisa. Aunque no hubiera sido fotógrafo, el material era bueno. Era
imposible que esas fotos salieran mal.
—Pero no es así, ¿verdad?
Bajé la cámara y seguimos andando. Parecía que
estuviéramos dando la vuelta a la manzana, no obstante, tuve mis dudas. No
recordaba que la calle de los talleres estuviera a mano derecha, sin embargo
ahí estaba. Fruncí un poco el ceño, pero no dije nada.
—¿Cómo crees que es?
—Como una lasaña.
Lot se rascó una patilla, pensativo. Rozó el bordillo de
una acera con el bastón, asintiendo.
—Creo que es un buen símil, sí. Háblame de esa lasaña.
Le hice otra foto.
— Pues… va pasando el tiempo y vamos construyendo unas
cosas sobre otras, como en capas, ¿entiendes? Una de pasta, una de carne, una
de pasta, y así. Siempre queda algo de lo que hubo antes, supongo. Como en las
personas —añadí, en un murmullo—. Por eso tienen que parar las obras, al final
encuentran cosas de lo que fue.
Aquel pensamiento me provocó cierta tristeza. No obstante,
Lot sonreía como un gato de Cheshire, complacido por algo. Me guió hacia una
calle que no me sonaba de nada. Había en ella dos fábricas grandes de ladrillo
rojo con las cristaleras rotas. De una de ellas salió volando una bandada de
palomas.
—No siempre las detienen. Muchas veces, lo que hay debajo
no se considera tan importante como para frenar el progreso, por irónico que
parezca.
—No, no siempre —admití, alejándome para encuadrar una de
las vidrieras rotas y pulsar el botón—. Pero que no las detengan no borra lo
que hubo. Puedes destruir los restos del pasado hasta los cimientos, pero no
puedes evitar que haya existido.
—Exacto, flaquito. El pasado no puede borrarse ni
destruirse —afirmó, deteniéndose en la fachada de una de las fábricas. Allí, la
superficie de la pared estaba completamente lisa, cubierta de hormigón seco y
algo quebrado. Se veía el cerco más oscuro de lo que antaño fuera un arco, delatando
una puerta cegada—. Aquí, por ejemplo, había una calle. Y eso es algo que
siempre será.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté, mirándole a través de la
cámara.
Me respondió con una sonrisa misteriosa.
—¿Quieres verla? —respondió, colocando el extremo del
bastón contra la puerta sellada.
—Claro.
—Bien, pero me darás un beso antes.
Me acerqué para cumplir con su deseo. Me alcé un poco
sobre las puntas de las zapatillas, le rodeé el cuello con los brazos y uní mis
labios a los suyos, estrechándome contra su cuerpo y levantando un poco el pie,
imitando las películas antiguas que habíamos estado viendo. Él abrió la boca y
me buscó con su lengua. Cerré los ojos, suspirando, rendido a su perfume y su
sabor. Entonces escuché el sonido de algo arenoso que se resquebraja y, muerto
de curiosidad, abrí los párpados.
La pared se desprendía, como una capa de azúcar, como la
cobertura de chocolate de un bizcocho. Los trozos caían al suelo,
convirtiéndose en humo gris antes de tocarlo, y al otro lado de la pared que
poco a poco iba desmoronándose se veía la luz diurna. Me aparté de su boca y di
un paso hacia atrás, con los ojos desorbitados.
—La leche.
Lot empujó el bastón con un golpe seco y luego lo removió
dentro del agujero hecho en el cemento. Una nube de polvo acompañó al derrumbe
y cuando se fue disipando, ahí estaba. Era un túnel como los del Barrio Viejo,
de paredes curvas hechas de piedra, con inscripciones, y… bueno, por absurdo
que pareciera, al otro lado había una calle. Miré el edificio. Era una fábrica,
una fábrica grande, de principios de siglo. Y al otro lado de la pared de la
fábrica, una calle. Fábrica. Calle. Mi cerebro me decía a gritos que era
imposible. ¡No podía haber una calle dentro de una fábrica! Clavé los ojos en
Lot, que se había echado a un lado para franquearme el paso y despejarme la
vista.
—No preguntes —dijo.
—Vale—asentí, casi aliviado por su orden.
—Tú delante, por favor.
Me acerqué y metí el pie, mirando alrededor. Olía a cal y
a yeso. Al fondo del oscuro corredor se veía una verja ornamentada de metal
oscuro. Caminé, con una mano apoyada en una de las paredes de piedra. A mi
espalda, Lot hizo algo que no llegué a ver. Escuché un sonido como de correr
unas cortinas y al darme la vuelta, el lugar por el que habíamos entrado ya no
existía. Entreví árboles tras la verja. Árboles que agitaban sus hojas bajo la
brisa y pájaros blancos revoloteando aquí y allá.
—¿Así que esto es lo que hacéis los ilusionistas?
—Entre otras cosas.
Abrió la verja y descubrí que el lugar con árboles y
pájaros era una plaza. Alrededor de la misma había fábricas de aspecto antiguo,
con los cristales intactos en esta ocasión y con colores intensos,
sobresaturados, casi resplandecientes. La luz tenía un extraño tono dorado,
amarillento, como si hubiera alguna clase de filtro. Recuerdo haber pensado que
parecía una imagen extraída de un sueño. Y sin embargo, era real.
—¿Dónde estamos? —pregunté, levantando de nuevo la cámara
para hacer unas fotos.
—Estamos en la calle que había aquí antes. —Le miré,
incrédulo. Lot miraba alrededor, haciendo un gesto con los dedos como si
llevara la cuenta de algo. Después siguió hablando—: Los trazados de las
ciudades también cambian con el tiempo. Pero es una lasaña, como bien has
dicho. Así que puedes pasar por los sitios que estaban antes y ahora no están.
Si los conoces, claro.
—¿Por eso no encuentran mi casa? —pregunté, sagaz.
—Exacto. He abierto algunas calles que ya no existían en
distintas capas y las he colocado en la parte superior de la lasaña a modo de
cortafuegos, de forma que se conectan unas con otras. Ellos pasan por ahí, y
acaban dando vueltas en círculos, sin llegar nunca a su destino.
—¿Es lo que hiciste en mi escalera?
—No, lo de la escalera es un juego de lógica ilógica.
Parpadeé.
—¿Lógica ilógica?
Lot hizo un gesto con la mano, restándole importancia. Me
respondía con un aire algo distante, como si estuviera pensando en otras cosas
mientras lo hacía, y su mirada se perdía en los preciosos edificios.
—¿Quieres verlas por dentro? —preguntó, señalando a las fábricas.
Asentí. Nos dirigimos a una de ellas, cruzando la plaza.
Los limoneros estaban en flor, el perfume fragante llenaba el aire y los
pájaros blancos picoteaban las ramas. Seguí el vuelo de uno de ellos hasta la
parte delantera de la fábrica. La fachada estaba redondeada en su parte
superior, con un tejado de tejas esmaltadas y muchos travesaños y vigas de
madera entre el ladrillo. También había metal en la estructura y la decoración.
Se trataba de un diseño hermoso, funcional pero elegante, una reliquia de los
años 20, acorde con lo que debió ser ese barrio por entonces. La puerta era una
gran plancha de forja y madera que estaba trabada por un travesaño enorme,
sostenido entre dos pasadores. Había en la fachada un curioso relieve de bronce
que representaba una doncella con un cántaro de agua, al estilo de los carteles
publicitarios de principios de siglo, con revueltas en el vestido y cabello
vaporoso. Lot introdujo el bastón en la boca del cántaro y lo hizo girar, como
si le diera cuerda a una caja de música. El travesaño se fue descorriendo y las
puertas abriéndose, poco a poco, al ritmo del sonido de engranajes y ruedas
girando.
Yo lo miraba todo con la boca abierta. De vez en cuando se
me escapaba una risa admirada, llena de asombro.
—¿Te gusta? —preguntó Lot, mientras giraba la empuñadura
con forma de salamandra de su bastón.
—Es maravilloso —admití sin pudor—. Estos edificios son
una preciosidad. Ya no se encuentran así.
—No, ¿verdad? —corroboró él—. En estos tiempos parece que
les cuesta hacer las cosas con un mínimo buen gusto.
La puerta terminó de abrirse. Otra bandada de palomas
salió del interior, arrullando y dejando caer plumas blancas mientras se
elevaban hacia el firmamento. Su aleteo me despeinó.
—Me… me gustan las cosas antiguas, creo —medité, sin
haberme recuperado aún de las sorpresas y de la fascinación a la que me
conducía la belleza de aquel lugar—. Si no me gustaban antes, ahora sí.
—Te gustan las cosas hermosas —dijo Lot, esbozando media
sonrisa de suficiencia.
Me ahorré la respuesta. Por el contrario, avancé hacia la
entrada con pasos vacilantes.
—¿De qué era esta fábrica?
—Entra y míralo por ti mismo.
Le miré de reojo e hice lo que decía.
Al entrar tuve que salvar un par de escalones anchos que
descendían. Una vez en el interior, elevé la mirada. Más que una fábrica,
parecía una catedral. En las vigas de acero del techo, algunas aves habían
hecho sus nidos y se escuchaba el revoloteo de los pájaros, que reaccionaban a
mi presencia. A través del tragaluz, un haz de luz amarillenta caía de plano
sobre el centro de la planta, cubierta por baldosas de cerámica decoradas con
motivos florales. Una gran sensación de paz, de armonía, me dio la bienvenida.
Con una sonrisa, recorrí con los ojos la estancia. Descubrí, al fondo del
edificio, una enorme máquina con una gran rueda y muchos engranajes de color
bronce, que se conservaban en perfecto estado. Conectada a ellos había una
cadena transportadora que atravesaba toda la estancia, de la que aún colgaban
cientos de botellitas de cristal de colores. Había restos de vidrio pintado por
todas partes y muchos estantes vacíos forrando las paredes. Encuadré la mirada
en el objetivo, observando a través del visor y accionando el obturador cada
poco, cuando la luz atrapaba mi atención aquí o allí. Fotografié el suelo, y
las motas de polvo, y una paloma que estaba observándonos desde una viga, y el
espectro de color de la luz en los cristales del suelo. Al seguir aquellos
colores brillantes descubrí, más allá, la cadena de soplado y pintado del
vidrio y otro aparato de engranajes. La maquinaria se debió detener en mitad
del proceso y nadie recogió lo que ya estaba empezado, por lo que había muchas
botellas ya pintadas de color rojo, verde y azul colgando de una cadena tensa.
La luz hacía maravillas con eso, reflejando el espectacular crisol que yo había
captado sobre las losas. En la pared del fondo, detrás de aquel último gran
aparato, había un cartelón antiguo de publicidad. En él aparecía una botellita
igual a las que había colgando de las cadenas, con una etiqueta en la que ponía
«Delicate», y de fondo una mujer con un cántaro y el pelo suelto al viento,
igual que la de la fachada.
—Es una fábrica de perfumes —comprendí.
Esbocé una sonrisa y me acerqué a la cadena de soplado,
observando los aparatos con cuidado de no pisar nada, como si fuera un museo en
el que hubiera que respetar las cosas tal y como estaban. Contemplé los
aparatos llenos de manecillas, tubos por los que debió salir el vapor en otra
época, fuelles, diminutas mangueras y trompetas de bronce dorado. Todo era
hermoso. Todo era perfecto como en un cuadro minucioso, con el sabor idílico de
los recuerdos. Fruncí un poco el ceño, preguntándome si no era un poco eso, si
no estábamos en realidad dentro de una miniatura construida al detalle para
recrear algo con toda la gloria con la que nuestra mente nostálgica suele
investir el pasado.
Desde esa posición, busqué la imagen de Lot en aquel
entorno, mirando a través del visor para retratarle.
Le encontré en medio de la amplia estancia, paseando con
semblante pensativo y un velo opaco de nostalgia en la mirada. Le seguí a
través de la cámara, fascinado. Recuerdos. El pasado. Lot había dicho que no
podía borrarse ni destruirse, que siempre quedaba en uno aunque hubiera
demolido hasta los cimientos. «¿Qué es este lugar?», me preguntaba, «¿Por qué
me has traído aquí? ¿Qué tiene que ver contigo? ¿Qué es lo que estás pensando
ahora?». Le hice más fotos. Finalmente, hice una pregunta suave.
—¿Vienes mucho a este lugar?
Le costó salir del ensimismamiento. Estaba contemplando
una de las botellitas que colgaban, rozándola con los dedos. Parpadeó y me
miró.
—¿Aquí? No. Aquí solo he estado unas pocas veces.
Miré la pantalla de la cámara digital para revisar las
fotografías y comprobar el resultado. No me estaban quedando mal, eran
resultonas, sobre todo las de Lot. Pero no eran como las de Alex. Las de Alex
tenían una profundidad especial, una luz mística, algo que solo los
profesionales que no usan el modo automático son capaces de captar. Aun a día
de hoy no he sido capaz de hacer una sola fotografía tan buena como la peor de
Alex, pero hey, os aseguro que no lo hago nada mal para ser una rémora.
—Hay muchos sitios como este, por todas partes —continuó
diciendo Lot.
—Parece que el tiempo se hubiera detenido aquí.
—Es lo que ha sucedido. —Le miré con curiosidad. Él
observaba el techo, los ojos brillantes, la expresión nostálgica y una mano en
el bolsillo—. Son lugares antiguos y deshabitados. Habrían terminado por
desaparecer de verdad si no los hubiéramos conservado.
—Parece un poema. Es como… conservar el alma de la ciudad
—dije.
Lot sonrió a medias, mirando a la cámara con una expresión
algo cínica. Bajé el aparato y lo dejé colgando de la cinta que llevaba al
cuello.
—Quizá. Algunos de mi gremio lo creen así. —Apartó la
vista y reanudó el paseo entre las botellitas de cristal—. Al principio era
solamente nuestro trabajo. Necesitábamos saber de estos atajos, de estos
entornos. Y usarlos. Después lo hacíamos un poco por amor al arte, en su
sentido más literal. Estos lugares son hermosos, y no queríamos que se
perdieran.
—¿Los habéis conservado vosotros, los ilusionistas?
—Sí, más o menos. Conservar quizá es un término algo
inexacto. Esto no es real —dijo, rozando con la empuñadura del bastón una fila
de frascos de vidrio, que emitieron un sonido cristalino y silbante—. No es más
que un espectro que sigue en pie, el recuerdo de lo que aquí había. Pero por
pequeño que sea ese reflejo, esa sombra, los ilusionistas podemos
reconstruirlo, cerrarlo, abrirlo, o enlazarlo a otra parte. Darle solidez.
—Entonces lo volvéis real —argumenté, frunciendo el ceño—.
Una fotografía no es menos real porque la imagen que represente ya no exista.
—Sí… y no —replicó ambiguamente, dedicándome una sonrisa sesgada—.
Pero ¿qué más da, al fin y al cabo? No importa lo real o lo irreal, igual que
no importa lo que es mentira ni lo que es verdad. Lo que importa es la belleza.
Aquellas palabras me sacudieron por dentro de un modo
imprevisible. Me conmovieron en parte, pero también me hicieron comprender una
parte muy importante de la personalidad de aquel hombre, como si un velo se
descorriera. Hasta el momento había pensado que a Lot no le importaba nada,
salvo su propio interés y conseguir sus objetivos egoístas. Pero tras aquellas
palabras se ocultaba una revelación que me resultó esperanzadora. Lot amaba la
belleza, así que sí, le importaba algo. Aunque fuera basada en el mero
esteticismo, tenía una cierta escala de valores, no era simplemente un jeta y
un estafador.
—Lo que importa es la belleza —repetí a media voz, dándome
la vuelta un momento para mirar el cartel de los perfumes—, y lo que esta
despierta en ti. No eres tan frío, al fin y al cabo.
—Nunca he pretendido ser frío. —Su voz me sobresaltó.
Estaba a mi lado, muy cerca de mí, mirando alrededor como si buscara algo—. Yo
quería volver a desenterrarlo todo. Traer afuera todo lo que había quedado
aplastado bajo las capas inferiores de la lasaña, toda la belleza escondida...
y hacer las cosas bien, un proyecto grande. Devolverle el brillo a estos
lugares. Pero claro, eso no se puede hacer, para la Organización es traición,
al igual que todo pensamiento libre más allá de lo que ellos pueden controlar.
Es el motivo por el que Mara y yo discutíamos continuamente. —Hizo una pausa y
Señaló con el bastón un papel arrugado en un rincón—. Mira. Cógelo.
Me acerqué, obedeciendo y presa de una súbita curiosidad.
No lo había visto antes. Supuse que eran restos de los que aquí vivieron, de la
gente que habló, trabajó, amó y se lamentó aquí. Algo que alguien dejó caer.
Tomé el papel, estirándolo entre los dedos. En él, escrito en tinta negra con
una elegante letra inclinada hacia la derecha, se podía leer un nombre: Elias
K.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es la marca de cantero.
—¿Elias K.? ¿Es el
ilusionista que reconstruyó esto? —Lot asintió con la cabeza y yo alcé las
cejas—. Pensé que… creía que lo habías hecho tú.
—No, no es mi estilo —respondió, torciendo el gesto—. Esto
es demasiado pequeño, demasiado… bueno, es otro estilo, simplemente. Estos
espacios son diferentes en función de quién los restaure.
Evadió mi mirada. Entrecerré los ojos, dejando el papelito
en el rincón en el que estaba, tratando de entender por qué Lot Anders me había
llevado a un lugar hecho por otro.
—¿Quién es Elias K.?
¿Le conociste?
—Le conozco —respondió Lot, al cabo de un largo rato—. Él
me enseñó a hacer las cosas bien.
—¿Tu maestro?
Lot asintió con la cabeza.
—Sí. Era... él no era… —Vaciló, y me pareció ver algo diferente en él entonces. Casi como si fuera a expresar algo real. Sin embargo, cuando al fin completó
la frase supe que aquello no era exactamente lo que había querido decir—. No
era sólo ilusionista. Era también arquitecto, pintor, fotógrafo, escritor…
soldado —añadió, con una sonrisa enigmática y con una pincelada de nostalgia que no supo ocultar.
Tal y como lo cuento, parece que él estuviera realmente expresando sus emociones, pero no. No es que la expresividad de Lot fuera rotunda, pero yo le
observaba con mucha atención y cualquier inflexión en su voz, cualquier matiz
en su mirada, no me pasaban desapercibidos. Así que por menores que fueran los
detalles, no se me escapaban. Él ocultaba sus emociones, pero yo intentaba interpretarlas a partir de detalles. Y la sensación me entristecía a mí mismo. Me
afectaba aquel lugar y me afectaba él, las cosas de las que hablaba. Cosas
importantes, por primera vez.
—Buscábamos en álbumes de fotos antiguas y en periódicos
para restaurar los lugares y revivirlos de la manera más exacta a como fueron
—continuó—. Y los embellecíamos si podíamos. Buscábamos inspiración en el cine.
En el arte. La inspiración estaba en todas partes, a nuestro alrededor, dentro
de nosotros mismos.
Lot no dijo nada más. Siguió un silencio espeso y
distante, en el que mi amante recorrió con los dedos las botellitas que
colgaban sobre él en la cadena de soplado. Supe que se había vuelto hacia
adentro y que estaba sumergiéndose en sus propios recuerdos y no quise
molestarle. Le contemplé, tragando saliva, con un nudo raro en la garganta y
muchas mariposas en el estómago. Mariposas problemáticas. Porque una cosa era
follar con él, tocarle, permitir que me tocara, vivir el espectro del
enamoramiento a través de la carne, y otra muy diferente enamorarme de verdad,
seria y profundamente, de aquel tío tan poco fiable. «Quizá todo lo que te
cuenta es mentira», pensé. «Quizá no deberías mirarle más, quizá no deberías…»,
y repasé mentalmente todas las cosas que no debería. Sin embargo, había
decidido ser Alex. Y Alex tampoco debería haber hecho muchas cosas que hizo.
Sentí un fuerte dolor en el pecho al pensar que iba a repetir su tragedia, y
bajé la cabeza, sintiendo que las lágrimas se agolpaban en mis ojos.
—Sois grandes artistas —murmuré, finalmente.
Lot se volvió hacia mí. El ambiente cargado y nostálgico
se disipó cuando echó a andar en mi dirección, pasándome un brazo sobre los
hombros. Me sonrió.
—¿Te gustó el café donde tomaste el capuchino?
—Sí, mucho —asentí, obligándome a sonreír—. ¿Ese lo hiciste
tú?
—Sí, ese es mío —respondió orgullosamente.
—Se nota. Por la música, sobre todo. Y por la clase,
claro.
Lot se echó a reír.
—Eres un lobo con piel de cordero, ¿eh? Sabes dar en el
clavo con los cumplidos.
—No es un cumplido —repliqué.
—Ven, quiero enseñarte algo.
Me agarró de la mano. El tacto de sus dedos parecía
fundirse a mí como si estuviera mojado de aceites aromáticos y las mariposas
esas de mierda volvieron a golpearme las paredes del estómago con sus alas. Las
maldije, pero estreché sus dedos mientras me llevaba hacia la maquinaria del
fondo, la gran bomba de agua con ruedas y tubos y trompetas que dominaba la
fábrica, delante del cartel publicitario. Me soltó un momento para dar dos
zancadas saltarinas y subir a un reborde de escayola decorativo que había sobre
el rodapié. Luego me tendió la mano de nuevo para ayudarme a subir y me rodeó
la cintura con el otro brazo.
—¿Qué es? —pregunté.
Su contacto era reconfortante. Desde que nos conocimos
siempre hubo algo muy físico entre nosotros, y aunque sus gestos siempre eran
naturales y lo hacía de un modo que nunca me resultaba incómodo o invasivo, Lot
me estaba tocando continuamente. A todas horas. Cuando no era el leve roce de
sus dedos era el brazo contra mi brazo, y hasta cuando estábamos lejos me
tocaba con su mirada, dejando una huella de calor en mí.
—Es una empanadilla.
Me eché a reír.
—Empanadillas… qué hambre. Luego compramos. Y ahora en
serio, ¿qué es?
—Ahora lo verás. Agarra la palanca.
Hice lo que me decía, sujetando entre los dedos el
manillar alargado que sobresalía en un lateral del enorme trasto. Lot puso sus
manos sobre las mías y me ayudó a hacer fuerza hacia abajo. Oí el ronroneo y el
traqueteo de los engranajes, el sonido rasposo de la piedra al rozar contra la piedra,
el chasqueo y el runrún trabajoso, encasquillado, de las ruedas al girar y
cadenas que crujían, tiraban y tintineaban. El mecanismo de pintado de botellas
comenzó a moverse en un circuito cerrado a breves intervalos, como pasos secos
y lentos, marcando un ritmo constante y llevando los frascos de cristal al
interior de una cabina con tornillos de la que empezó a salir vapor. Se oía
también un siseo, como de líquido a presión. Y el aire se inundó con el aroma a
pintura y a perfume. En los altos techos, de los altavoces cuadrados y menudos
que conformaban la megafonía de la fábrica y estaban atornillados a las vigas
comenzó a brotar el susurro áspero de los discos de vinilo al girar en un
gramófono y la Música para los Reales Fuegos de Artificio de Handel resonó, potente, gloriosa con el matiz
metálico de una vieja grabación.
Los pájaros salieron volando de las vigas. Los altavoces
vibraban. Las botellas seguían pasando, cinta tras cinta, en un círculo que no
terminaba nunca, chocando unas con otras con un ritmo que parecía programado y
que acompañaba a la melodía, y al moverse iban pasando bajo los sucesivos rayos de sol que se filtraban por
los ventanales, creando un crisol de luces cambiantes que se reflejaban en las
paredes, en el suelo y en nosotros mismos. Luego iban siendo colocadas por
ganchos de cobre en los estantes, que se fueron llenando uno tras otro.
Durante varios segundos, no pude ni hablar. Me quedé mudo,
con la boca abierta y los ojos brillantes. Era un poema visual, una fotografía
en movimiento de un instante hermoso e irrepetible.
—Es estupendo, ¿eh? —dijo Lot, bajando de un salto y
alzando la vista, sonriente.
—Es… es… —No me salían las palabras. Bajé tras él, dando
una vuelta sobre mí mismo para contemplar la panorámica—. ¿Se puede aprender a
hacer esto?
—Claro. Si no yo no estaría aquí.
—¿Qué hay que hacer? —insistí, fascinado.
Lot sonreía y se reía entre dientes de vez en cuando, con
aquella sonrisa sesgada y la expresión divertida de los magos cuando te ven
alucinar ante sus trucos. Acercó la mano a mi oreja y apareció entre sus dedos
la cucharilla de plata.
—Ser creativo, tener unas mínimas… condiciones,
habilidades, por decirlo así. Cosas como buena percepción espacial,
imaginación, capacidad deductiva, dotes investigadoras o conocimientos de
ingeniería, arquitectura, física o mecánica. Y estar dispuesto a pagar el
precio, claro. Además de un maestro.
Fruncí el ceño, apartando la mirada de las botellas de
cristal por un momento. La fijé en sus ojos, que también parecían vidrios
coloreados.
—¿Cuál es el precio?
Lot se apoyó en uno de los estantes, tomando un bote de
«Delicate» y pulverizando unas gotas en su cuello. Luego miró el bote con
desdén.
—El precio es cambiar.
—¿En qué sentido?
Me acomodé a su lado, rozándole con mi brazo. Le contemplé
mientras hablaba, con una punzada en el estómago. Las mariposas revoloteaban
ahí adentro, encerradas.
—En muchos. Tienes que entregar tus ojos, para empezar.
—¿Entregar tus…?
Aparté la mirada, frunciendo el ceño. Me daba escalofríos,
y al mismo tiempo, todo era casi mágico, tremendamente atractivo.
—Sí. Entregas tus ojos humanos y obtienes unos nuevos.
Nunca vuelves a ver las cosas como antes, porque tu mirada cambia. Se vuelve
más amplia, capta más colores, las formas debajo de las formas. Y ya no puedes
echarte atrás una vez que eso sucede. Ves cosas que nadie más puede ver, y con
tu mirada eres capaz de hacer cosas que nadie más puede hacer. Cambiar colores.
Formas. Luces.
—Yo no quiero cambiar —murmuré.
—No te hace falta —replicó, rodeándome con el brazo y
colocándome delante de sí. Me acarició el pelo con la otra mano—. Tú no eres
ilusionista, querido.
Le miré a los ojos. «No son suyos, se los dio la
Organización», recordé. Me pregunté en qué consistía exactamente aquello.
—Puedo sacar fotos para ti —dije, en cambio.
Había muchas cosas terribles de las que podíamos hablar.
De su humanidad perdida, de Elias K., de
la Organización, de mí, de tantas y tantas cosas que nos amenazaban, empezando
por nosotros mismos… pero aquello no era hermoso. Y si podíamos hacer con
nuestro tiempo algo bello, no quería perderlo en cosas amargas. Alcé el rostro
y le besé, lenta pero intensamente. Quería el romance, las mariposas en el
estómago, la ilusión de amar, aunque no supiera amar, aunque la única vez que
lo hice todo acabó en tragedia… quería una vida como en las películas. Quería
ser Ariane. Y Lot debió darse cuenta, porque cuando nuestros labios se
separaron un momento, me habló, con el ceño fruncido y los párpados
entrecerrados, estrechándome contra su cuerpo y contemplándome, mientras los
frascos de perfume giraban a nuestro alrededor y la música sonaba.
—No, no eres ilusionista, pero a mí me gusta lo que eres
—me dijo—. No creo que te quedara bien ser otra cosa. Así que puedes sacar
fotos para mí, escuchar mis historias de mentiras y verdades, comerte la comida
que preparo, ver mis películas, acostarte conmigo y mirarme cada día y cada
noche hasta que se acabe el tiempo. Puedes hacerlo y yo deseo que lo hagas…
porque no necesitas ser nada más ni nada menos de lo que eres para ser justo lo
que quiero.
Y como en las películas, la música subió de tono y nos
besamos apasionadamente, mientras las mariposas me machacaban el estómago a
fuerza de aletear.
. . .
que nostálgico este episodio...
ResponderEliminarcreo ver que la ilusión los esta enredando y que lot tiene muchísimo que perder como su serenidad y su supuesto control, creo que le da pánico dejar que alex toque su corazón porque el momento de la verdad los va a destruir.
lot es tan ambiguo, es de esos seres que jamas se pueden leer pero tienen un brillo especial que atrapa a los demás, como las laparas que atrapan a las mariposas, el riesgo es quemarse y salir mal parado de la situación y eso es lot, es peligroso para alex..el me inspira aparte de desconfianza, temor; porque al llegarse a enamorar de una persona asi se va la vida tratando de entenderla. sentimientos ambiguos nacen de mi parte por lot.
Gracias por leer y comentar, Lucero! La verdad es que a mi también me parece un poco eso, como tú dices, una de esas lámparas que deslumbran y al final te achicharras, jajaja. ¡La verdad es que en Flores de Asfalto son todos un poco cobardes! Pero qué se le va a hacer, los protagonistas valientes y llenos de virtudes nos acaban resultando aburridos. ¡Un abrazo y gracias por seguir ahí! — Hendelie
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