sábado, 26 de julio de 2014

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 22



Escena 22 toma 1

La catedral era un lugar único en la ciudad. Para Lot, conocedor de todos los entresijos de la extraña y gigantesca urbe, el significado de aquel edificio intocable, nunca alterado por manos no humanas, era mucho más evidente y solemne de lo que podría serlo para los profanos. La catedral aparecía con frecuencia en las guías turísticas y en las tesis de los historiadores. «La perla intemporal», la llamaban. Y como no podía ser de otra manera, estaba ubicada en el Barrio Viejo.

En la ciudad no había muchas iglesias. La catedral era la más grande, de planta en forma de cruz, con techos abovedados y extrañas gárgolas asomándose entre los arbotantes y contrafuertes. Varios estilos se unificaban en ella. Había sido un templo pagano en tiempos de Alejandro Magno.  Sobre él se edificaron sucesivamente una iglesia, una mezquita, una sinagoga y después de nuevo una iglesia, que creció al tiempo que el mundo crecía, ampliando sus brazos y sus techos según las formas y estilos de cada época. Románico, gótico, renacentista, barroco y neoclásico se amalgamaban en un extraño caos en sus fachadas, puertas, arcos y rosetones. Según desde qué lado se mirase, parecía pertenecer a una u otra época. En sus paredes exteriores se ocultaban extraños símbolos en forma de relieves y bajorrelieves, señales con significados ocultos o quizá con ninguno en absoluto. Entre un montón de flores y hojas que adornaban un capitel, una rana asomaba, mirando hacia abajo, enigmática. Varias figuras humanas en peregrinación se apretaban en las jambas de una de las puertas, sobre esculturas de apóstoles y hombres santos. Entre dos de ellos, un sátiro se insinuaba, burlón, tocando la chirimía mientras parecía querer unirse al sagrado viaje. Lo pagano y lo religioso, lo humano y lo divino, la confesión reglada y la fe primitiva, todo se aunaba allí, en aquel crisol de piedra, cristal y madera en cuya cúspide se alzaban la cruz y las campanas.

Desde la plaza que rodeaba el edificio, bajo las ramas de un limonero inclinado, Lot fumaba y contemplaba los detalles, sumido en sus pensamientos.

De dónde procedía el poder que surgía de aquella iglesia era algo difícil de discernir.  El hecho era que las pesadillas habían encontrado complicaciones para  transitar por aquel lugar desde el primer momento, mientras la niebla luchaba por filtrarse en sus sagradas salas, sin conseguirlo. La Organización, experta en aprovechar cualquier fuente de energía, no podía aprovechar aquella y había intentado destruir el recurso para evitar que los Vigilantes, se beneficiaran. Pero no habían podido. La piedra parecía resistirlo todo. Ni el fuego ni la corrosión parecían hacer mella en aquel lugar sagrado. Y antes de que pudieran intentar algo mejor, los más poderosos guerreros de entre los Vigilantes, los llamados Guardianes, llegaron y conquistaron el fuerte con la esperada facilidad. La catedral era suya, pero las colindancias de la plaza y el resto del Barrio Viejo habían sido declaradas zonas neutrales. Esta neutralidad era rota a menudo en pequeñas escaramuzas que les recordaban a todos que la guerra aún estaba librándose, que no había habido tregua salvo de palabra y que antes o después, la neutralidad, el diálogo y las maneras civilizadas dejarían de existir. Cosa muy lamentable para Lot y los ilusionistas, que eran unos maniáticos de las maneras civilizadas y el diálogo.

Lot Anders estaba, pues, debajo del limonero, aspirando el humo de un pitillo con sabor a canela y contemplando absorto la fachada este de la catedral cuando una scooter de color rosa derrapó y se detuvo a pocos metros de él. Nun saltó de la moto, su cresta bien peinada con fijador y sombra de ojos amarilla en los párpados. Se la veía preocupada.

Llegó ante él y preguntó la obviedad que el ilusionista ya esperaba.

—¿Qué ocurre?

Él decidió decir la verdad, sin adornos ni rodeos.

—Se me ha perdido Alex.

—¡¿Cómo?! —Nun bajó la voz y le cogió de un brazo, intentando llevarle a un aparte. «Igual se cree que los jodidos limoneros nos van a escuchar», pensó él. ¿Y esa manía de tocarle? Le desesperaba. La muchacha siguió hablando, en un susurro áspero y lleno de urgencia—: Por todos los santos, Lot, ¿cómo se te ha podido perder? No es un llavero ni una funda para el móvil, maldita sea. Es una persona. La gente no se extravía.

El ilusionista se liberó de su garra con fastidio y se colocó la chaqueta.

—¿Cómo que no? Se nota que no ves mucho las noticias, guapa. A los viejos con alzheimer les pasa constantemente. Y Alex tiene canas y es amnésico. No hay tanta diferencia.

—¿Estás comparando a Alex con un anciano enfermo? —Lot se encogió de hombros. Nun se pasó una mano por la cara—. Bueno, ¿me has llamado para que haga de público mientras entretienes al mundo con tus bromas absurdas, o quieres que te ayude? Si se trata de lo segundo, vas a tener que explicarme qué ha ocurrido. De forma práctica —puntualizó—. Y objetiva.

—Intentaré hacerte un resumen.

Para Lot Anders, contar historias era casi tan fácil como afeitarse, pero nunca ponía atención en ceñirse a los hechos. En aquella ocasión se esforzó por no inventar nada, y a pesar de la subjetividad de sus planteamientos, Nun le conocía lo suficiente como para saber separar la paja del grano.

Se ahorró los detalles. Descubrió, al recordar el momento en que discutieron, una suerte de dolor sordo que no podía explicar. Lo dejó pasar, aunque la sensación de que una sombra planeaba sobre su cabeza no le abandonaba. Cuando terminó, se había acabado el cigarro y en el interior de la iglesia apagaban las luces. Había finalizado la misa de medianoche. Nun le miraba con desprecio.

—Eres un hijo de puta.

«Mi madre no tiene la culpa. Lo hizo lo mejor que pudo», pensó.

—¿Es todo lo que tienes que decir al respecto? —preguntó, en cambio—. ¿No vas a ayudarme?

—No —respondió Nun, vehemente.

Bien, no es que no se lo esperase.

—Esta vez estás solo, Lot —añadió ella. Tenía el ceño fruncido y un gracioso mohín de determinación en sus facciones infantiles. Los ojos le brillaban con ese resplandor antinatural propio de los augures. «Ah, augures, maldita estirpe de punkis inoportunos. Cuando nadie les necesita son unos entrometidos, pero basta que quieras algo de ellos para que te den con la puerta en las narices»—. Ya estoy harta. Tú siempre miras por tu interés antes que por cualquier otra cosa. Utilizas a todo el mundo. Ya es hora de que te paguemos con la misma moneda, y, ¿sabes? Me alegro de que Alex te haya dejado. Ha sufrido mucho, demasiado. Y tú no se lo estás poniendo más fácil.

—Para ser una augur veo que no tienes ni puta idea de nada, ¿eh? —replicó él con desdén. No tenía ganas de enfadarse. Las palabras de la chica le despertaban una leve irritación, pero poco más—. Ya sé que no soy la Madre Teresa y nunca lo he pretendido. Pero ahora estás meando fuera de tiesto, querida. Aunque… bah, qué demonios. Da igual lo que diga, así que piensa lo que quieras.

Nun le miró con exasperación.

—Eres increíble. Te pones en riesgo tú, llamándome a través de las ondas de radiofrecuencia, me pones en riesgo a mí… y cuando nos encontramos, ¿así es como pretendes convencerme para que te eche una mano?

—¿Convencerte? Te lo he pedido y me has dicho que no, ¿qué más quieres?

—Joder, Lot. Insiste. Demuestra que esto te importa, maldita sea —espetó ella.

—A ti no tengo que demostrarte nada.

—Si quieres mi ayuda, sí.

—En ese caso, puedes irte cuando quieras.

Cuanto más desdén mostraba el ilusionista, más se alteraba Nun.

—¡Eres un charlatán orgulloso! —gritó al fin, empujándole con el puño sobre el pecho.

Lot se arregló la solapa de la chaqueta.

—Y tú eres estúpida —respondió, con fría calma—. Tú misma lo has dicho: me he arriesgado usando la onda media para llamarte. Si eso no significa nada para ti, si no eres capaz de sacar tus propias conclusiones viéndome aquí, de pie delante de una jodida catedral llena de jodidos Vigilantes, hablando contigo a la vista de todo el mundo… si con esto no te haces una idea de cuánto me importa este asunto y necesitas que te convenza…

Hubo unos segundos de silencio. El ruido del escaso tráfico que llegaba al Barrio Viejo y el susurro del viento en los limoneros adquirieron protagonismo, llenando el vacío.

—De acuerdo, tienes razón —concedió Nun—. Lo siento.

Lot no dijo nada. Ella siempre se disculpaba. Siempre cedía. En esta ocasión no había necesitado mentir, y eso le molestaba. La verdad era amarga. Nunca le habían gustado las verdades porque rara vez tenían buen sabor.

—¿Vas a ayudarme, o no?

—Sí.

—Bien… bien. Gracias.

Ensayó una sonrisa torcida. Era un alivio. «Augures, tocapelotas. Siempre poniéndolo difícil. Si al menos…»

El hilo de sus pensamientos se interrumpió al ver la actividad al otro lado de la calle. No era nada inusual. No lo sería para una persona corriente, al menos. Pero para Lot Anders, la visión de las escasas figuras que se movían al otro lado de la plaza era suficiente para helarle la sangre. Podría parecer absurdo: una madre con un cochecito de bebé, una pareja de ancianos, tres jóvenes skaters escuchando música en el móvil… una persona corriente no vería el resplandor insano al fondo de sus pupilas. No reconocería el chirrido de los dientes de los satures ni la fría mirada de los agentes.

La sonrisa se le agrió en el rostro. Les había visto. Y ellos a él. Y sabían que les había visto, por lo que no tenía sentido disimular. Aun así, mantuvo las apariencias. Bajó la vista hacia Nun y le acarició la cresta con los dedos en un gesto amistoso.

—No te des la vuelta. Tenemos compañía.

Nun asintió con agudeza. No hizo ningún movimiento brusco cuando comenzó a desplegarse. Lot vio su imagen fluctuar, sus contornos se emborronaron y la joven pareció desdibujarse ante sus ojos, partirse en tres reflejos exactos que se superponían, como si se hubiera desenfocado.

—Cúbreme mientras compruebo nuestras posibilidades —dijo ella.

—Hecho.

Y así, durante los siguientes tres minutos, Lot fingió que hablaba con la joven augur, mientras permanecía atento a cualquier movimiento en falso de las Pesadillas, pensando al mismo tiempo en la gran ironía de su situación.
Se suponía que era Alex quien corría peligro saliendo a la calle él solo.

Era el día veinticinco de julio del año 2012.


. . .


La han percibido. Una señal en una frecuencia perdida. En ese punto entre las ondas, un hálito de vibración fluye con un mensaje. Al escucharlo, la información inunda sus canales de pensamiento. Saben al momento el nombre del proscrito. Conocen su aspecto y su ubicación… y también las órdenes. Todo ocurre en décimas de segundo.

Como el pelaje del lomo de un gato, cientos de antenas invisibles se erizan.

El satur que se alimenta de un cadáver agusanado en el hospital alza la mirada. Sus fauces están cubiertas de sangre negra y coagulada, que se desliza perezosamente en gruesos pegotes a través de sus dientes. Está demasiado lejos para él, de modo que la orden, una alerta de grado dos, se diluye y no se vuelve a repetir. Su sistema la ignorará, a menos que la alerta aumente de grado o que la distancia con respecto al sujeto se vuelva menor.

Sí, está demasiado lejos para él… pero no para tantos otros.

Son los hijos de todos. Los hijos de los Hombres y de los Demonios, engendrados en el vientre de la ciudad. Gestados en las alcantarillas, en los túneles vacíos de las líneas de metro en desuso, en los vertederos, en los cementerios de trenes, en las torres a medio construir abandonadas en los suburbios. Ellos, la prole del Hombre,  escuchan una voz secreta, una voz inaudible y silenciosa que habla mediante impulsos eléctricos, mediante vibración y frío. Está cosida a sus circuitos y al plasma que alimenta sus venas. Está imprimada sobre su alma como un sello ponzoñoso. Es la voluntad de la Organización, es la voluntad de todos. Y como partes de un solo cuerpo actúan. Hormiguean sobre la piel de la ciudad como diminutos parásitos, saliendo de sus madrigueras, con ojos brillantes y un hambre más profunda que cualquier pasión que pudiera sentir un ser humano. Ese hambre duele y daña; es el impulso primario de cumplir con lo que es requerido.

Elimina al enemigo. Devora a la presa. Haz aquello para lo que has nacido.

Ten un sentido.

No hay nada que la prole necesite con más fuerza.





. . .

Escena 22, toma 2

El coche de Maethel era un viejo Ford hecho polvo que chirriaba al tomar las curvas. A pesar de ser una reliquia que se caía a pedazos, tenía algo de encanto: su estrafalario dueño lo había tuneado, pintándole llamaradas verdes en los laterales y fuego rojo alrededor de las ruedas. En el maletero ponía, en grandes letras macarras y brillantes: Condenación. La tapicería era de cuero desgastado y en el salpicadero había un equipo de radio cochambroso lleno de cables sueltos. A través de un auricular con micro incorporado, Maethel estaba en contacto con sus compañeros, esos Prometeos o como quiera que se hacían llamar.

—¿Hay alguien cerca del punto de encuentro?

Se saltó un semáforo en rojo y aún tuvo la poca vergüenza de darle un bocinazo a una vieja. En la parte de atrás, yo me había abrochado el cinturón de seguridad y me debatía entre el temor por mi vida y la vergüenza ajena. Quizá unirme a ellos en esta expedición no había sido muy buena idea, pero era la forma más rápida de salir de los suburbios con el mínimo riesgo… y además, tiendo a la dependencia. No sé si lo había comentado antes.

—Aquí El Destructor —respondió una voz a través de los altavoces, distorsionada a causa del ruido blanco—, estoy a diez minutos del Barrio Viejo. ¿Alguno venís en moto?

—Lechuga Alcohólica dijo que cogería el transporte público. Las Vendedoras de Mentiras vienen en moto, creo.

Puse cara de circunstancias al escuchar la conversación.

—¿Se ponen esos nombres ellos solos? —pregunté a media voz.

Darren asintió.

—Cada loco con su tema —dijo a continuación, dando una calada. Iba en el asiento de copiloto, al parecer muy tranquilo pese a la forma salvaje de conducir de su compañero. Fumaba un cigarrillo de tabaco negro, dejando caer la ceniza pulcramente en el cenicero.

—Oye, no quiero entrometerme pero, ¿no será peligroso ir a ese lugar? —pregunté— ¿Acaso sabéis quiénes se están citando?

—No, pero ese es el objetivo de todo esto —aseveró Maethel—. Averiguar de una vez sus identidades. Trabajamos con varias teorías: extraterrestres, una organización gubernamental secreta, terroristas…

—¿Y no deberíais llamar a la policía, mejor? —comenté con inocencia.
—La poli estará en el ajo, seguramente.

Ya. Claro. Asentí pero no dije nada. No había que ser muy listo para darse cuenta de lo que ocurría: aquellos Prometeos habían encontrado una de las señales ocultas de comunicación con las que trabajábamos. En este caso debía tratarse de una línea muerta y abandonada, porque de lo contrario Lot y Nun no se habrían arriesgado a contactar a través de ella… salvo que fuera un señuelo.

Eso me hacía preguntarme dónde me había dejado el sentido común. Si era un señuelo para atraer a la Organización o a los Vigilantes, ¿qué narices ganaba yo yendo en aquel coche con mis dos nuevos amigos chiflados directo a una sartén hirviendo? Pues no ganaba una mierda, esa es la verdad. Pero sabía que Lot estaría ahí. Quería volver a verle, aunque no sabía qué le diría. Deseaba echarle, mandarle a la mierda, y al mismo tiempo, obligarle a comprenderme.

Por entonces yo no era consciente, pero lo que estaba haciendo en ese instante era algo absolutamente humano. Completamente humano. Quizá lo más humano que hay: estaba haciendo algo absurdo llevado por mis emociones.

Me voy a tomar un momento para hablaros sobre esto, porque los que sois humanos de nacimiento, muchas veces no os dais cuenta de esta movida. Veamos. Cuando te preguntan en qué se diferencian los seres humanos de los animales se suele decir siempre la misma basurilla: que los seres humanos son animales racionales. Como si esa capacidad de raciocinio fuera lo único que diferencia al homo sapiens del perrillo de las praderas, o algo así. Bueno, yo tengo una teoría. Puede que sea una teoría de mierda, pero es mi teoría y la he desarrollado a base de observar a Alex, posteriormente al vivir dentro de él y también durante el tiempo en que estuve con Lot. Yo creo que lo que diferencia al ser humano de los animales, además de eso de la razón, es que un animal nunca, nunca hace gilipolleces por culpa de sus emociones. Me explico. A los animales les guían sus instintos. Una leona atravesaría un muro de fuego para salvar a sus cachorros porque es su instinto, es un instinto natural y tiene un motivo claro: la supervivencia de la especie. Una leona nunca se pondría a correr detrás de un coche para intentar impedir que su pareja le dejara, ni dejaría de comer para estar más guapa para su león, ni se deprimiría por verse fea, ni se presentaría en una reunión de altos directivos leones con un ramo de flores y una disculpa. Los seres humanos, en cambio, hacemos toda clase de cosas absurdas y ridículas llevados por nuestras emociones. Ponemos en juego nuestra supervivencia, nuestra salud mental, nuestra autoestima y nuestra dignidad. Hacemos cosas incoherentes e impulsivas para satisfacer la necesidad de afecto, de reconocimiento, de perdón o de reconciliación. Incluso nos saltamos nuestros principios a la torera, o los cambiamos por otros más convenientes. No hay nada de razonamiento en eso. Es emoción pura, y cuando está descontrolada nos convierte en marionetas de nuestras necesidades, en títeres zarandeados por el destino.

En ese sentido, igual que en muchos otros, somos las criaturas más frágiles sobre la faz de este planeta. Pero también nos hace especiales, ¿no? Yo creo que sí.

Bueno, esa noche, como iba diciendo, yo estaba haciendo algo absurdo, sin sentido, que me ponía en peligro y que no me aportaba nada bueno. Sin embargo me sentía muy bien al pensar que volvería a ver a Lot y que esto se acabaría, de una manera o de otra. Quizá la Organización nos masacraría a todos, pero al menos podría hablar con él una vez más.

—No sabía que te interesaban estos temas —me dijo Maethel, mirándome a través del retrovisor.

No les había contado nada, claro. No les había dicho que conocía a Lot, ni les había dado explicación alguna cuando me subí en el vehículo con ellos. Esbocé mi mejor sonrisa de inocencia.

—Un poco. Además, ya de paso podría quedarme por el centro, si no os importa.

Darren se rió.

—Si querías que te lleváramos a alguna parte sólo tenías que pedirlo.

Maethel le echó una mirada furiosa.

—Sí, claro. Como si el coche fuera tuyo.

—No le hagas caso. —El rubio se volteó en el asiento para mirarme—. Es muy quejica, pero es todo pose. En el fondo está encantado de ayudar.

—Encantado de la vida —replicó Maethel, colocándose bien el micro mientras derrapaba para salir a una de las calles anchas—. Aquí Zorra Oscura. En un momento estaremos ahí.

A esas alturas yo ya estaba bastante mareado y echaba terriblemente de menos las habilidades de Lot al volante. Maethel era un jodido suicida. No puedo explicar lo que sentí durante el tiempo que pasamos en la autopista. Debieron ser unos cinco minutos, pero se me hicieron eternos. Parecía que no iba a acabar nunca. El tráfico no eran más que luces rojas y alargadas, haces luminosos que esquivábamos como en un maldito videojuego. Maethel cambiaba de carril constantemente, adelantando a todo el mundo con maniobras temerarias que provocaron más de un sobresalto al resto de conductores. Hubo insultos, sonidos de claxon, frenazos e indignación general. Maethel se limitaba a sacar el dedo corazón por la ventanilla y gritarles toda clase de cosas. Si la situación se ponía especialmente fea, Darren lanzaba una mirada asesina y la cosa se calmaba.

Yo estaba incrustado contra el asiento de atrás, con los ojos cerrados, intentando no vomitar y concentrándome en cosas tontas. Si al menos hubiera habido música… pero no, sólo estaba la radio escupiendo sus informes por medio de las voces de los Prometeos y sus ridículos nombres.

—Perro Rabioso para quien quiera escuchar: Danzarín me ha mandado un mensaje. Ya ha llegado. Dice que hay algunos coches negros aparcados en la plaza. Aún no ve nada más, pero al parecer hay gente.

—Al final va a ser verdad que hemos pillado una reunión importante.

—¿Alguno de vosotros lleva armas?

Abrí los ojos al escuchar eso y miré al copiloto.

—¿Vosotros tenéis armas, Darren?

Como toda respuesta, el rubio se giró y me miró con una sonrisa entusiasta. Luego se echó mano al paquete y sacó una nueve milímetros de debajo del pantalón.

—A todas partes, guapo. ¿Te sientes más seguro ahora?

Le devolví la sonrisa con toda la presencia de ánimo que fui capaz de reunir.

—Sí, mucho más seguro.

«Vamos a morir todos».

. . .

Escena 22, toma 3

Podía sentir su presencia, cerrándose alrededor de ellos como una soga. Una presión oscura, ominosa, como una sombra ahogando todo pensamiento. Nun, sin embargo, seguía siendo una referencia de luz para él. «Date prisa, nena. Esto se está llenando de putos bichos», pensó. Pero no la apremió. Siguió fumando tranquilamente, hablándole de cosas sin sentido hasta que por fin la chica volvió a replegarse sobre sí misma.

—Dime que tenemos alguna posibilidad —murmuró cuando la mirada de Nun volvió a ser clara—. No me gustaría acabar tiroteado delante de una iglesia junto al cadáver de una punki con el pelo rosa. No se me ocurre ningún titular bueno para eso.

—Ya sabes que el don de los augures no es algo seguro, pero… creo que he visto algo que podría ayudarnos. —La chica sonrió. No se podía negar que era optimista—. Tenemos que intentar ganar tiempo a toda costa. Y sobre todo, ponernos en un lugar visible. —Recorrió la plaza de un vistazo—. En un lugar… concreto. Ven, sígueme.

Lot obedeció sin vacilar. El don de los augures no era algo seguro, desde luego… pero tampoco debía ser tomado a la ligera. Y si Nun había visto más posibilidades de sobrevivir poniéndose de pie en medio de la maldita plaza como si fuera el centro de una diana, por absurdo que pudiera parecer, él lo haría. Al fin y al cabo, si no puedes confiar en un Vigilante, ¿en quién vas a confiar en este mundo?

—Sabes, tampoco es que estemos indefensos. Tengo mi bastón.

—Lo sé, lo sé. Tendrás que usarlo, pero aún no. Si todo sale bien, aún no.

—De acuerdo. Intentémoslo a tu manera.

Al salir del refugio de los limoneros, la opresión se volvió más intensa. Veía las figuras que se amparaban en las sombras de los edificios cercanos. Bloqueó la visión total, no le apetecía mirar al otro lado de la Ilusión. Con las vistas que tenía dentro de ella ya era suficiente como para inquietarse. Allí estaban. Personas aparentemente normales: los skaters, la mamá con el carrito, y ahora también un grupo de hombres trajeados con maletines, un par de ancianos y hasta una guía turística con un grupo de presuntos orientales. Habrían pasado desapercibidos si hubieran querido, pero al parecer ya no querían. Estaban todos inmóviles, serios, mirándoles con aquellos ojos brillantes y fríos de depredador.

Lot les devolvió la mirada. A estas alturas ya no tenía sentido disimular.

—Oye, Nun… —murmuró— ¿tienes alguna idea sobre cómo ganar tiempo?

Las siluetas inmóviles emanaban tensión. Además de mirarles a ellos, se miraban entre sí, controlándose, vigilándose. Parecían estar esperando a que alguno se decidiera a abalanzarse. Uno de los turistas esbozó una sonrisa y emitió un gruñido extraño, gutural. Un millar de dientes blancos brillaron entre la penumbra. Demasiados dientes. Una boca demasiado grande para el tamaño de su rostro.

—La verdad es que no he pensado en eso…

Lot resopló. Bueno. Ganar tiempo. Miró por encima de su hombro hacia la catedral. ¿Y los putos Guardianes, qué estaban haciendo? ¿No les parecía sospechoso tener a una maldita jauría de Pesadillas ahí, rodeando su base?

Uno de los ancianos gruñó y se relamió. Dio un paso adelante. El turista de la sonrisa terrible le lanzó una mirada repentina y se midieron las fuerzas por un momento, como depredadores sopesando la autoridad. Estaban calculando. Desafiándose por la propiedad de aquellas presas. Pero en algún momento, la tensión contenida se rompería y saltarían sobre ellos, y la autoridad se mediría en sangre, dentelladas y disparos. Y al final ellos acabarían muertos y devorados por los satures.

Ganar tiempo, ¿no?

Esbozó su mejor sonrisa y dio un paso adelante, haciendo girar el bastón con una mano y alzando la otra frente a sí en son de paz.

—Buenas noches, amigos. Bienvenidos. Me pregunto por qué os habéis reunido aquí… quisiera pensar que es a causa de vuestra admiración hacia mí, así que os ruego que no hagáis nada que pueda tirar por tierra esta pequeña ilusión que aún me queda. —Levantó la ceja y se apoyó en el bastón, componiendo una pose de galán y guardando la otra mano en el bolsillo—. Como ya sabréis soy un ilusionista. Y los ilusionistas somos personas muy sensibles, sufrimos mucho cuando se destruyen nuestras esperanzas.

La jauría se puso alerta, inmóviles de nuevo. Los ojos brillantes y fríos ahora presentaban otros matices. Desconfianza. Desconcierto. Lot continuó, sin darles tiempo a que pudieran pensar en lo que estaba pasando.

— Soy una persona sensata y sólo me ha hecho falta echar un vistazo para comprender que no hay escapatoria posible a vuestra… profesional manera de acorralarme. Eso sí, me gustaría señalar una cosa antes de entregarme. —Hizo una pausa estratégica. Las pesadillas permanecían expectantes, alerta—. He trabajado durante más de cien años para la Organización, así que me gustaría que se hiciera cargo el líder de la zona, o en su defecto al individuo de mayor rango. Creo que, a pesar de todo, me merezco un trato a la altura de mi posición, por los viejos tiempos… y porque todos queremos respetar la jerarquía, ¿no es así?

El discurso estaba cuidadosamente estudiado, aunque no lo pareciera. Había escogido el tono de voz con esmero, así como la postura y la actitud. Tenía que enviar un mensaje que sus mentes pudieran entender e interpretar adecuadamente… Y lo consiguió. De pronto, los engendros dudaron. Intercambiaron miradas vacilantes, confusas. Las palabras “rango” , “jerarquía” y “líder” tenían significados muy claros para ellos. Pero allí no había ningún líder… o al menos, no había un solo líder.

Los satures dieron un paso adelante. Eran siete. La mujer del cochecito era uno de ellos, cosa que despertó una sonrisa sardónica en el rostro del ilusionista.

Los monstruos se miraron. La idea de compartir una presa no estaba implantada en el sistema de los satures, de modo que a ninguno se le ocurrió proponerlo. Simplemente se miraron, dieron otro paso hacia delante y después se arrojaron unos contra otros.

El enfrentamiento abierto de los satures fue demasiado brusco para que la Ilusión pudiera reaccionar correctamente y camuflarlo. El fino velo se rasgó y el verdadero aspecto de los monstruos en liza se reveló en medio de la plaza. Las enormes fauces de las criaturas se abrían como bocas de cocodrilo. Se golpeaban con las zarpas, rodaban salvajemente por el suelo y se retorcían, gruñendo. Cada músculo, cada tendón artificial, cada injerto de carne realizaba su función con una precisión milimétrica: rasgar, asfixiar, destruir, drenar, sajar.

«La verdad es que el trabajo de los corruptores con estos bichos es impecable».

Dio un paso atrás y rebuscó dentro de su chaqueta en pos de otro cigarrillo mientras los satures se mataban. La situación estaba controlada.

O eso creía él.

. . .


Escena 22, toma 4


Maethel derrapó una última vez antes de frenar. Aún no entiendo cómo no vomité en aquel maldito viaje.

Acababa de bajar del coche y estaba inclinado sobre mí mismo, con las manos apoyadas en los muslos y respirando profundamente cuando escuché la radio del coche.

—Mierda… aquí El Ninja de la Gran Avenida, no entréis a la plaza. Repito, no entréis a la plaza. Está pasando algo muy raro.

Me puse en pie de inmediato, alerta. Todos mis sentidos se despertaron y tuve que contener los aguijones para que no brotaran espontáneamente. Maethel se detuvo, con un pie fuera del vehículo, y volvió a colocarse el micro.

—¿Qué pasa, Ninja? Aquí Zorra Oscura. Estoy al lado. ¿Necesitas ayuda?

Hubo un inquietante silencio. Luego, la voz del Prometeo sonó trémula y asombrada.

—Tíos… si no estuviera viéndolo con mis propios ojos, no me lo creería…

—Ninja, ¿qué diablos pasa?

—Son… joder… parecen los putos perros del Silent Hill.

Maethel miró a Darren con expresión de incredulidad. Darren se encogió de hombros. Pero después me miraron a mí, y algo debieron ver que les hizo tomarse en serio el aviso del Ninja. Porque yo me había quedado inmóvil y tenso, mientras en mi cabeza resonaba una única palabra: satures.

—Ninja, vamos para allá —dijo Maethel.

Acto seguido, abrió el maletero y sacó un lanzallamas. A esas alturas, yo ya no me sorprendía de nada. Darren cargó la pistola, mientras caminábamos hacia la plaza de la catedral, que estaba justo delante nuestra, a falta de girar una esquina.

—Me parece que esto se os va de las manos —me atreví a comentar—. Preferiría que no vinierais.

—Tú tienes muchas cosas que explicar, vagabundo —me soltó Maethel—. No me chupo el dedo. Tú sabes más de lo que dices. Como estés involucrado en esto y alguien cercano a mí salga herido, te voy a sacar las tripas por la boca con un gancho de colgar la carne, ¿entendido?

—Lo que quieras. Os estoy avisando —repliqué con frialdad—. Yo voy a ir, pero lo mejor para vosotros sería no mezclaros en esto.

—Cerrad el pico los dos —espetó Darren—. Vamos a echar un vistazo, y luego ya veremos qué hacemos. ¿Entendido? Y sin tonterías.

Su voz exudaba tanta autoridad que, por la fuerza de la costumbre, asentí humildemente… al mismo tiempo que Maethel. Le miré de reojo. No me gustaba que nos pareciésemos tanto.

Entonces dimos la vuelta a la esquina y nos encontramos en la plaza. Abrí los ojos como platos y a punto estuvo de descolgárseme la mandíbula hasta el suelo cuando fui testigo del espectáculo que estaba teniendo lugar allí.

Delante del pequeño paseo de limoneros, en la plaza que se extendía frente a la puerta de la iglesia estaba Lot, fumando, con su traje impecable. A su lado, Nun parecía vigilar; sus brillantes ojos de augur exploraban el espacio detenidamente. Y en la calzada, siete satures estaban combatiendo mientras una jauría de unas veinte pesadillas aguardaba, inmóvil, alerta y en tensión como una serpiente a punto de abalanzarse… o como un enjambre de avispas.

Los satures habían perdido su apariencia en la Ilusión a causa del combate y mostraban su verdadero aspecto.

Yo no era un gran experto en la normativa de la Organización, pero si hacía un cálculo aproximado, en ese momento estaban quebrándose unas doce normas, dos de ellas graves.

—Dios santo… —murmuró una voz junto a mí.

Me giré hacia Darren. El pobre tipo se había quedado de piedra. Maethel, en cambio, se limitaba a mirar con moderado asombro y una ceja levantada.

—Estoy intentando buscarle una explicación a esto, pero creo que estoy en blanco.

—Me parece que no hace falta explicación. Pero por si acaso —señalé a los satures— esos son los malos.

Iba a decir algo más cuando el combate se recrudeció. Un satur más grande llegó a la carrera desde la bocacalle y se arrojó sobre el grupo en liza, agitando la cola, mordiendo con las enormes fauces y acuchillando a sus compañeros con las zarpas.  Una de las bestias se vio lanzada por los aires y cayó de lado con un gruñido, levantando una densa polvareda y quebrando algunas baldosas. La sangre negra y alcalina de los monstruos salpicaba por todas partes, dejando charcos oscuros sobre el suelo. Otro de los engendros abrió la boca y rugió, dejando salir la espantosa lengua y rociando a su alrededor con gotas de saliva corrosiva. Y antes de que nadie pudiera impedirlo, el más grande de los monstruos arremetió hacia el centro de la plaza. Directo hacia Lot.

Mi mente se encendió. Los pensamientos desaparecieron. Un instinto primordial se puso al mando y comenzó a dictarme acciones… solo que aquello no había sido programado en mí por la Organización.

Eché a correr, dominado por un impulso salvaje. El satur no pilló del todo desprevenido a Lot, que parecía haber estado esperando algo como eso y levantó el bastón para interponerlo entre él y la criatura. Un campo de fuerza se alzó alrededor de él con el revuelo de la brisa, cubriendo una amplia área como una bóveda transparente. La criatura se golpeó contra el escudo de energía y cayó sobre las patas traseras, trastabillando un poco.

—Mierda, estás como una cabra —dijo Maethel.

Yo no entendía qué hacía su voz a mi lado, pero en ese momento no me importaba. Solo tenía un objetivo: machacar al cabrón que había atacado a mi amante. Me lancé sobre el satur y me agarré a su espalda. Le rodeé el enorme cuello con los brazos y la cintura con las piernas. Y desplegué todos mis aguijones, acribillándole los ojos y las venas, apretándolos a su alrededor como tentáculos, succionando su energía a grandes tragos.

—¡Muere, bastardo!

El satur se sacudió y lanzó una de las zarpas hacia atrás. Me hizo un profundo corte en la espalda. Grité y sentí la sangre fluir, empapándome la camisa... y después el zumbido salvaje en mis oídos al sobrecargarme de energía, mientras la alimaña se debilitaba y se derrumbaba bajo mi furioso ataque.

A mi alrededor estalló el caos. Los satures dejaron de luchar entre sí y se centraron en nosotros. El resto de la horda también entró en acción.

—¡Alex! Por todos los…

Mareado, exultante, lleno de efervescente esencia vital, me dejé arrastrar por las manos que tiraban de mí. Pateé el suelo, tratando de enderezarme.

—Estoy bien, estoy bien.

—¿Bien? Qué demonios… ¿qué haces aquí?

Era Lot, mirándome con sus ojos naranjas y resplandecientes, que en ese momento me parecían lo más precioso del mundo. En ellos había asombro, enfado y preocupación.

—He venido a salvarte.

Arqueó la ceja.

—De eso nada, yo estaba a punto de ir a salvarte a ti…

Los agentes nos estaban disparando, pero el escudo de Lot evitaba que las balas nos alcanzaran: al tocar la superficie transparente de su hechizo, los proyectiles aparecían al otro lado de la calle, cosiendo a balazos las paredes de la Catedral. Un nuevo satur se acercaba a nosotros. Darren disparó hasta vaciarle el cargador y Maethel lo abrasó con el lanzallamas, riéndose como un maldito psicópata.

—Ya discutiréis eso luego —espetó el rubio—. Aquí hay muchísimos cabrones, por si no lo habéis notado.

Y así era. Cada vez más pesadillas estaban reuniéndose a nuestro alrededor en la plaza, tratando de alcanzarnos. Lot había levantado barreras, pero necesitaba usar toda su energía en ellas y antes o después, caerían. Los monstruos arañaban las paredes invisibles con los dedos, gruñendo y lanzando gritos como zombis hambrientos.

—Tenemos que aguantar como sea —apremió Nun—. Hay que aguantar. Algo va a suceder.

—Pues como no sea un milagro… —dijo Darren.

Y entonces, como en las películas cutres, justo después de aquella frase tan arquetípica apareció lo que yo creía que era un milagro.

Llegó caminando tranquilamente por la bocacalle, con el rifle al hombro y el bastón en la otra mano, vestido con un traje de tres piezas al que le faltaba la chaqueta. Del chaleco negro asomaba la cadena de un reloj de bolsillo. Se había arremangado los puños de la camisa, blanca e inmaculada. Llevaba la corbata perfectamente colocada gracias al alfiler, y el pelo castaño se balanceaba sobre sus hombros al ritmo de sus pasos. Al entrar en la plaza, nos saludó con una inclinación de cabeza en la lejanía. Después, golpeó el suelo con el bastón y un sonido agudo y metálico se expandió en una oleada progresiva, vibrando con fuerza.

Las Pesadillas se detuvieron, sobresaltadas. Los limoneros comenzaron a temblar, como si estuvieran resonando en la misma frecuencia que aquella extraña campanada. Y entonces, un aluvión de raíces brotó del suelo por toda la plaza, quebrando las baldosas y haciéndolas saltar por los aires, ensartando a los monstruos o derribándolos, retorciéndose para atraparlos, aplastándolos con su fuerza.

—Qué fuerte —murmuró Nun.

Yo no podía hablar. Estaba demasiado impresionado.

Al poco rato, los compañeros de Maethel y Darren entraron todos a una en el lugar y comenzaron a atacar a las pesadillas con toda clase de cosas. Algunos llevaban pistolas. Otros barras de hierro, bates, motosierras, incluso había un tipo vestido con armadura y que llevaba una espada.

Nunca había visto nada igual. Era como una película de ciencia ficción. Y en medio del campo de batalla, Liam avanzaba hacia nosotros a buen paso, totalmente fuera de lugar entre toda aquella sordidez. Ni siquiera en pleno combate perdía la elegancia. Si le atacaban, se ladeaba con sutileza para evitar el golpe antes de encañonar al monstruo y disparar a bocajarro. Si la sangre le salpicaba, se limpiaba con un pañuelo y luego volvía a guardárselo en el bolsillo. De vez en cuando le escuchaba alzar la voz y condenar con sus palabras a los enemigos con frases muy épicas.

—Vuelve a los infiernos, alimaña —declamó, antes de volar por los aires con el rifle al tercer satur que se arrojaba contra él.

Cuando el subidón de adrenalina provocado por la sobrecarga se me hubo bajado un poco, miré de reojo a Lot, que se limitaba a mantener los escudos. Había algo extraño en su expresión, diferente. Algo muy humano que no supe identificar.

—No sabía que Liam estaba aquí —dije, sin disimular mi emoción.

—Yo tampoco —replicó él.

—¿No venía contigo?

Lot negó con la cabeza.

—Aún hay que aguantar un poco más —repitió Nun—. Está a punto.

—¿A punto de qué? —dije yo, buscando algo parecido a un arma a mi alrededor, con los aguijones colgando, sin darme cuenta de que yo mismo era un arma.

—No lo sé.

La muchacha apretó los labios. Sus ojos brillaban con fuerza, mirando más allá, desentrañando un futuro que ninguno de nosotros podía imaginar.


. . .


Escena 22, toma 5


La plaza se había convertido en un matadero.

Había visto combates así antes de la guerra, cuando la ciudad se estaba forjando y las bandas se peleaban a cuchilladas en las calles. Lo que estaba ocurriendo en la plaza se parecía más a eso que a Wounded Knee, desde luego.

Los hombres se estaban enfrentando a las pesadillas. Quiénes eran o de dónde habían salido era un misterio para él, pero la escena le resultaba tan asombrosa como esperanzadora. Hubiera deseado dejar caer los escudos y salir ahí afuera a participar en la lucha, pero no podía hacerlo. No se había parado a reflexionar sobre ello, pero el hecho es que cuando invocó el escudo la primera vez, no lo hizo pensando en sí mismo, sino en Nun. Podría haber despachado al satur sin problemas, pero eso dejaría indefensa a la muchacha ante cualquier otro ataque simultáneo, de modo que optó por proteger en vez de combatir. Los augures quedaban muy expuestos cuando estaban utilizando sus habilidades, especialmente los menos experimentados, como era el caso de la muchacha. Y lo cierto era que la necesitaba para encontrar a Alex. Trató de convencerse de que aquel era el único motivo.

Pero ahora ya no tenía excusa.

Alex estaba allí. Y Liam. Todos habían aparecido, como convocados por el peligro. Se sintió algo incómodo al pensar en ello. Era como si todos estuvieran ahí para salvarle, cuando en realidad, el héroe debería haber sido él. Se había imaginado liberando a Alex de una horda de pesadillas y chantajeándole después para que volviera a su lado. Pero al parecer, Alex se lo había montado mucho mejor. Había llegado con aliados y le había quitado de encima a un enemigo. No, no era eso exactamente lo que Lot esperaba de esta aventura… aunque el gesto le resultó halagador.

La presencia de Liam le presentaba interrogantes mucho más fáciles de resolver, pero no menos incómodos. Por supuesto, su viejo maestro no había dejado de velar por su seguridad. Nunca lo hacía. Cuando el maestro ilusionista se reunió con ellos dentro del escudo, le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza.

—Bienvenido. Nun me dijo que algo importante iba a ocurrir… empezaba a pensar que eras tú.

Liam esbozó media sonrisa.

—Tus palabras me honran, aunque dudo mucho que se refiera a mí. ¿Estáis todos bien?

—¡Hola, Liam! —exclamó Alex. El muchacho aún seguía exultante tras haberse cenado al satur; no dejaba de moverse nerviosamente y los dientes le castañeteaban a ratos—. ¿Tú también has venido a rescatar a Lot?

El maestro rió con suavidad, pero a Lot no le hizo ni puñetera gracia.

—Hola, Alex. ¿Me presentas a tus amigos?

—El del lanzallamas que parece que está loco es Maethel. El rubio macizo que dispara como un tirador profesional es Darren.

—Es bueno saberlo —murmuró Lot, tomando nota mental de todo—. ¿Y los perros callejeros que has traído, de dónde los has sacado?

—No son perros, son…

Y Lot nunca supo cómo iba a terminar esa frase.

Un extraño murmullo se apoderó de la plaza, una salmodia armónica que se filtraba como el agua en cada recoveco del silencio hasta llenarlo todo. Eran voces humanas. Un acorde. Un único acorde, sostenido, que parecía vibrar en amplias ondas que acariciaban la piedra, el aire y hasta la sangre.

Todas las pesadillas se detuvieron al unísono y volvieron la cabeza, aterradas, hacia la catedral. Lot, Liam y Alex hicieron otro tanto. Aunque hubieran abandonado la Organización, el instinto primordial no les había abandonado a ellos, grabado a fuego en sus códigos genéticos.

El acorde se hizo más intenso.

Lot clavó la mirada en las puertas del templo: alrededor de las hojas de gruesa madera, a través de las rendijas, una clara luz se derramaba, lechosa, hacia el exterior. El corazón se le disparó en el pecho y un pánico atroz le atenazó, petrificándole en el suelo. El escudo se disipó y el bastón se le cayó de la mano.

Entonces las puertas se abrieron con brusquedad como impulsadas por un fuerte viento. El acorde resonó con plenitud, elevándose en multitud de voces armónicas. Era hermoso y terrible a un tiempo, emocionante y aterrador de tan poderoso. Del interior de la catedral, iluminada por doradas velas, salieron los Guardianes. Sólo había ocho aquella noche, dos filas de cuatro, hombres y mujeres vestidos con ropajes negros y caperuzas oscuras, con los brazos desnudos y las espadas en la mano. Había también una awen, una única muchacha que caminaba en medio de los enormes Guardianes, a la que apenas se podía entrever entre las corpulentas anatomías de los guerreros.

Varias pesadillas huyeron. Otras se quedaron para plantar cara. Lot no fue capaz de reaccionar, se quedó de pie, mirando el espectáculo sin mover un solo músculo, confiando en que pasaran de largo y no se fijaran en él. Nunca antes había deseado con tanta fuerza pasar desapercibido.

Al llegar al centro de la plaza, los Guardianes se desplegaron formando una estrella de cinco puntas alrededor de la awen.

La joven llevaba un atuendo de color amarillo claro, con botas altas y una larga estola alrededor del cuello que finalizaba en distintas puntas, de las que colgaban cascabeles, runas y símbolos sagrados de todo tipo. Sus ojos eran como dos joyas de color azul brillante. Nada más verla, Lot sintió deseos de dibujarla, de esculpirla, de componer poemas y honrarla con cada palabra y cada acto, de levantar catedrales en su honor y de cambiar el mundo por ella.

Sabía que era el efecto inmediato que producían los awen. Pero saberlo no le libró de él.

La muchacha unió las manos y saludó a las bestias, altiva y serena como una sacerdotisa. Luego su voz resonó en la plaza, clara, casi irreal de tan bella.

—Hijos de la Pesadilla, en nombre de los Vigilantes os exhorto a abandonar este lugar. Habéis roto los acuerdos. Habéis vulnerado la Ilusión. Habéis exhibido una parte de la realidad ante los ojos de estos hombres. Habéis ejercido la violencia en nuestro territorio. Marchaos ahora, o preparaos para enfrentar la ira de los Guardianes. Os advierto que no son fáciles de contener.

Los satures que quedaban gruñeron, agazapándose, intentando discernir qué había que hacer. Como un solo cuerpo, los agentes armados y las bestias se agruparon formando una muralla, todos luciendo la misma mirada salvaje.

La tensión hizo el ambiente pesado. La rémora, aún excitada por el banquete, miraba a los Guardianes con los ojos muy abiertos. Liam mantenía el ceño fruncido y esperaba, alerta y a la expectativa, un poco por delante de su protegido y del joven Alex. Darren y Maethel se habían quedado perplejos, al igual que el resto de los Prometeos. Algunos sacaban fotografías y grababan con el móvil lo que estaba ocurriendo en la plaza. Lot apretaba los dientes, sin saber muy bien a quién debía atacar ahora, de quién tenían que protegerse. Todos le parecían enemigos.

Y entonces, Nun, que de nuevo tenía la mirada perdida, abrió la boca y tomó aire con fuerza, cayendo de rodillas.

—¡Ya viene!

Todas las miradas se volvieron hacia ella.

El aire se detuvo.

Los acordes se apagaron y el mundo comenzó a temblar: las raíces de los limoneros, las paredes de piedra, la catedral, hasta la misma sangre en las venas.

Una música misteriosa resonó en los oídos de todos, Pesadillas, humanos y Vigilantes por igual.

La tierra tembló con violencia. Una poderosa luz se elevó desde otro punto de la ciudad, se escuchó un trueno y luego una trompeta. Y el velo se rasgó. Como si fuera el cristal de un espejo mágico, la Ilusión saltó por los aires, estallando en fragmentos de imágenes que se consumían presa de misteriosas llamaradas blancas.

Los ojos de todos los presentes se volvieron hacia arriba de súbito. Allí, las nubes color ocre se rizaban perezosamente, impulsadas por el lento y cansado rotar de enormes ventiladores oxidados que se adivinaban en la lejanía. El haz de luz blanca tocó el cielo, y el cielo se abrió. Un trueno quebró el firmamento, barriendo las nubes y la noche se reveló ante ellos: un firmamento oscuro cuajado de estrellas como diamantes.

Lot entreabrió los labios y se quedó sin habla. Liam se santiguó. Y los ojos de ambos se llenaron de lágrimas.

Era el día veinticinco de julio del año 2012

. . .


Una pelota de goma de color amarillo está cayendo. Se acerca inexorablemente al suelo, cruzando metros y metros de aire vacío y turbio. Abajo, cientos de puntos de colores suben y bajan, rebotando en el asfalto una y otra vez.

Hay personas que vienen al mundo para llenarlo de luz. Si te acercas a ellas lo suficiente, su llama puede prender en ti. Puede reavivar algo en tu interior. Puede convertirte en alguien mejor.

Y eso permanece. Ni el tiempo ni la muerte borran esas huellas. Su luz sigue viviendo para siempre en aquellos que ahora la portan, que a su vez encenderán el fuego en otros que vendrán después, y así hasta el final de los días.

La esperanza es más contagiosa que la desesperación, porque en el fondo, todas las almas la anhelan. Es el combustible de la humanidad.

Desde la azotea, David está mirando, abstraído, cómo la cosecha de Ariadna golpea la tierra. Eso es lo que ella hacía, cosechar los buenos deseos que anidaban en el corazón de los demás. También sus buenos deseos están ahí abajo, retumbando sobre el suelo resquebrajado de un mundo en decadencia. También su esperanza sacude los cimientos de la Ciudad sin Nombre.

Gabriel le agarra la mano y él la estrecha con fuerza. Los hombres de la Organización están huyendo, arrancan sus vehículos a toda velocidad para salir del área afectada, en la que todo parece temblar y cuartearse, a punto de venirse abajo.

Un haz de luz blanca estalla en el suelo, se eleva hacia las alturas. Resuena el trueno.

—No mires —exclama Gabriel, abrazándole de pronto y cubriéndole los ojos con la mano.

David se agarra con fuerza a él. No está asustado, sino exultante… no siente miedo, pero tiene la certeza de que algo va a suceder.

Suena una trompeta, clara y ominosa. Se escucha el rugido de algo que se quiebra. Y entonces, la Ilusión se desmorona, y por un momento todo el mundo vuelve en sí, atónito, en la Ciudad sin Nombre.

Gabriel suelta a su awen y observa el horizonte rojizo, las vigas herrumbrosas, las ruinas de la ciudad. En el cielo no hay nubes ni niebla. Se ven todas las estrellas. Y la luna. Por primera vez en siglos, ahí están las constelaciones, marcando de nuevo a la humanidad el sendero a seguir. Pretendiéndolo, al menos.

Los ventiladores comienzan a funcionar a más velocidad. Los generadores de la Organización se ponen a pleno rendimiento. En la central, nadie sabe qué demonios ha pasado. Hay que crear más niebla y restaurar la Ilusión antes de que todo se pierda para siempre. Pero David y Gabriel no saben nada de eso. Ambos se limitan a contemplar,  atónitos, el cielo nocturno.

—¿Qué hemos hecho? —susurra el awen.

Gabriel niega con la cabeza.

—No lo sé. Pero creo que es bueno.

El joven sonríe a medias, asintiendo.

—Sí. Yo también.

Luego le pasa el brazo por la cintura y se rinde a ese instante de libertad y de maravilla, el rostro alzado hacia arriba, las estrellas reflejándose en sus ojos verdes. El guardián le pone la mano en el hombro y le atrae hacia sí. Él también está mirando al cielo. Si existe algún dios, espera que esté ahí. Espera que les vea y que se acuerde de ellos. De todos los que quedan abajo, en el mundo devastado.

Ese también es un buen deseo para la humanidad.

Es el veinticinco de julio del año 2012.


. . .

©Hendelie & Neith





4 comentarios:

  1. Precioso. Épico e inesperado. Voy a posponer mis planes de perseguir a tus musas para otra ocasión. Me das envidia de la insana, de la de insultar y llorar porque nunca voy a ser capaz de escribir así de bien.

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  2. ^^ Una vez más, bravo! Me ha evocado un maravilloso acorde arpegiado sostenuto en modo mayor, tocado en ripieno de órgano (de iglesia, por supuesto) diminuendo y resonando, perdiéndose en el eco. Por decir algo. ;)

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  3. Esto fue precioso y defnitivamente no me lo esperaba, momento epico entre momentos epicos de toda clase, solo puedo decir que no puedo esperar para saber que sigue, graciasssssssssssssssss por esta historia hermosa y por aguantar a irritantes fans enamoradas XD pero en serio es lo mejor lechuga alcoholica incluida XD XD,

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  4. Oh Dios, no habia querido llegar a este punto pero lo hice. ¡No quería terminar! Y al final, después de días de posponer leer los caps que me faltaban, pasaron pocas horas y todo había acabado.

    ¡No quiero esperar! Pero sé que la espera vale la pena. Me ha encantado el capítulo y ahora todo parece comenzar a hilarse.
    Gracias por esta hermosa historia <33

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